Carta a un amigo colombiano o de la presencia como encuentro con uno mismo

Aquellos que amamos y perdimos ya no están donde estaban,

ahora están donde estamos nosotros.

Agustín de Hipona

Querido Metal Hero:

Con gran tristeza me entero de la muerte de tu maestro, a causa de la terrible enfermedad que tiene al mundo en el fuego de la incertidumbre. A través de tu espléndido trabajo, del homenaje que en él hiciste a ser tan querido, puedo imaginar la magnitud de tu duelo. No me atrevo a declarar comprensión alguna del momento por el que pasas, mucho menos creer que lo entiendo, tan sólo contemplo el reflejo de su imagen en el espejo de mi dolor. En él hallo semejanza, la aguda herida de lo irremediable (una profundidad que se abre bajo nuestros pies, que de manera tan difícil nos enseña a sostenernos) ante el deseo imposible de que tales circunstancias no hubiesen sucedido, mucho menos de ese modo.

Lo imposible de ciertos deseos para quienes amamos los hace sumamente dolorosos. Quizá, ello haga del duelo por quienes amamos nuestro más grande dolor. Por ello, tales deseos son importantes. En ellos se manifiesta cierta legitimidad inevitable, una legitimidad de lo inevitable de nuestro sentir. Sin embargo, son deseos que sólo pueden ser para nosotros, para los amantes de nuestros seres más queridos, porque surgen de nuestro querer y se asientan en nuestra voluntad e imagen del futuro, sin poder acabar de repercutir en quienes amamos porque lo inevitable no dependen de nadie, ni de nosotros ni de quien amamos.

Legítimamente queremos lo mejor para quienes amamos, en ello se manifiesta la honestidad de nuestra querencia. Sin embargo, ante lo inevitable, dichos deseos van en contra de nuestra comprensión y justicia con nosotros mismos, y los que queremos: quienes amamos también mueren, no podemos remediarlo, por más cruel que sea decirlo y aceptarlo.

Por ello, querido amigo, el peligro es que nuestro amor se transforme en mezquindad, la miseria del apego y su amargura. Querido Metal Hero, no dejes que ello ocurra, no atentes con tu egoísmo en contra de la generosidad de quien te brindó su amistad, la generosidad de quien fue tu amigo y, por ello, un maestro. Libera a tu ser amado como él lo hizo a través del desapego de su amistad, con la cual te enseñó a ser libre y, de esa forma, te ayudó a crecer. Ríndele homenaje como ya lo hiciste, con la honestidad de quien ofreció para ti un legado desde lo mutuo del afecto, lo mejor de sí y su mejor esfuerzo.

 La normalidad del Velo de Maia es tan contundente que nos hace negar lo efímero de nuestras vidas, el estadio finito de cualquier cuerpo. La eternidad está reservada para el cosmos que también somos. Por ello, seguiremos siendo cuando dejemos de ser el cuerpo vivo que habitamos y nos integremos a la vibración atómica e inconmensurable de la cual siempre participamos. La vida es y la muerte sucede como confirmación de la primera, de una de las tantas fases de tal metamorfosis. Uno de tantos rostros de aquello que hombres más sabios que nosotros llamaron: Naturaleza.

Sin embargo, los que seguimos vivos nos encontramos en duelo. En la semejanza del dolor, el ríspido vibrar atómico de nuestros cuerpos. Basta la imagen en nosotros mismos del dolor ajeno para vulnerarnos. Permítete, querido amigo, sin confrontación, dicho sentir que es parte de ti y también merece ser amado. De tal sensación puede surgir la fortaleza de un cuerpo que se permite la integridad de su sentir, la experiencia de su compasión como principio de sabiduría. Esto último, habrá sido trascenderla, hacer de ella una experiencia constitutiva, en la inacabable obra del arte de vivir que todos somos. Renovar la vida, en eso, más de una vez, podemos advertir lo mucho que nos parecemos. Lo hacemos como podemos y con lo que podemos. No olvidemos que hay quien puede más y hay quien puede menos, todos sufrimos la pérdida de quienes amamos. De muchas maneras, ello nos une como el tener el peso inevitable de un cuerpo, con o sin historia. En el caso de un cuerpo vivo, su dolor es parte de su peso y, sin embargo, puede ser dispuesto a las poleas que construyamos para dinamizar nuestro caminar.

            En tus palabras trajiste a la memoria la ocasión en la que hablaste con tu maestro acerca de la muerte y de la posibilidad de que hubiera un más allá después de la misma. Recuerdas que él afirmaba no creer en que hubiera un más allá después de nuestras vidas. Como gesto de duelo y de cariño, afirmaste que esperabas que él estuviera equivocado para poder encontrarte nuevamente con él. Me atrevo a decirte, con total humildad, que, en cada uno de estos gestos que has tenido para él, ya lo has encontrado. Hallamos el legado de los que amamos en la alegría que los ha hecho entrañables como parte de lo mejor de nosotros mismos. Acudimos a ello y su imagen brota en nosotros a través de la eternidad del instante. Ahí está la verdadera docencia, la formación que es toda amistad y el maestro que es todo amigo, no hay sabiduría sin amor. La gente que muere y que amamos nos acompaña, nos da aliento porque en vida nos dio su aliento, un respirar para seguir caminando. En cada paso que damos están a nuestro lado.

Mencionas, Metal Hero,a aquél otro querido maestro de Física, también víctima fatal del virus, muy amigo de tu maestro. Cuentas como ambos tenían largas partidas de ajedrez que también eran profundas discusiones sobre temas trascendentales. Querido amigo, piensa en El Séptimo sello, la película de Bergman, en cómo siempre le ganamos la partida a la muerte por lograr que nos dé unos cuantos minutos más, porque el triunfo sobre la misma es seguir jugando, vivir, llevar a cabo el gozo y el placer de no dejar de hacer lo que se ama, no dejar de amar. No conocí a Ricardo, tu maestro. Sin embargo, tu testimonio me da cuenta de que él más de una vez le robó preciosos minutos a la muerte. Las fichas negras son la adversidad; las fichas blancas son la vida; el tablero es la eternidad. Es suficiente con tu sensación, tu memoria, tus palabras, tu aliento, para que Ricardo esté presente.

Te abrazo porque también mi aliento es tuyo y suficiente,

                                                          Eduardo.

Cuautitlán de Romero Rubio, 21 de Enero de 2021.

Tejido de hombre

Quizá lo más difícil de la vida sea hacer justicia. Ser justo con la propia memoria puede ser muy delicado. El extraviado de Freud lo sabía. Una lectura suficiente y cuidadosa de Notas sobre la pizarra mágica, nos permite inferir que toda memoria es selectiva. En mi caso debo remontarme al año 2006. Tenía veintiún años (casi veintidós), no definía del todo mi vocación (entre literaria y filosófica) y estaba en un proceso de rebelión poco argumentada en contra de la Academia. En realidad, tenía miedo. La incertidumbre se hacía palpable en la tristeza de esos días.

            Fue en ese año que conocí a Silvia Durán Payán. Con ella tomé una asignatura optativa, Problemas de Estética. El arrogante Eduardo de hace catorce años, se propuso tomar una clase acerca de una materia obligatoria que se daba en dos cursos, antes de haberlos aprobado.

            El curso se vertebró a través de tres lecturas magníficas, La poética de la ensoñación de Gaston Bachelard, el Baudelaire de Walter Benjamin y Poesía y Filosofía de María Zambrano. Esta última, gran maestra del exilio español, valiente por la defensa de su posición política, comprometida con el proyecto de La República Española. Tal fue su congruencia que fue de los pocos alumnos, la única alumna, que tuvo el coraje de confrontar al energúmeno de su maestro, José Ortega y Gasset (nada más y nada menos), al respecto. La tuvimos un tiempo en la Facultad (cuando ésta estaba en la calle de “Mascarones”, claro), hasta que -dicen las malas lenguas- sus compañeros (varones) de exilio le hicieron la vida de cuadritos. María Zambrano se tuvo que ir a refugiar, primero al Colegio de la Vizcaínas en Morelia, después a Cuba. Así la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM perdió a una de las maestras en Estética más importantes del siglo XX, en Iberoamérica. Magnífica lectora del estoicismo latino (Especialmente de Séneca, prueba de ello es su magnífico El pensamiento vivo de Séneca) y una de las lectoras más originales de Nietzsche que ha habido en Lengua hispana. Por eso y por muchas otras razones, las malas lenguas no son tan malas.

            Ahora que recuerdo (¿ven lo tramposa que es la memoria?), estoy haciendo una omisión. Eran cuatro las lecturas, estoy olvidando Arte y Poesía de Martin Heidegger. En uno de mis miedos e inseguridades de esa época, abandoné el curso antes de rematar con ésta última lectura.

            La maestra Silvia Durán Payán se destacó por ser una de las maestras con mayor erudición en temas de Estética y Teoría del Arte, en la Facultad. Discípula directa de toda una autoridad en dichos ámbitos, Adolfo Sánchez Vázquez (quien le dio la oportunidad de ser maestras a toda una generación de jóvenes egresadas del Colegio, como Silvia, María Noel Lapoujade y Juliana González), se caracterizó siempre por la deferencia y generosidad de ofrecernos a sus alumnos espléndidas lecturas referentes de los clásicos en estas problemáticas, conviviendo en sus cursos con tratados contemporáneos sobre los mismos tópicos. Una maestra incansable en su constante revisión y actualización de sus proyectos, una amante erudita y gran lectora del cine -probablemente por “culpa” de ella llegué a tal nivel de obsesión que fui a la Cineteca Nacional, todos los días durante un año- y una fuente de orientación de nuestras inquietudes e intuiciones personales, al grado de abrir espacio pertinente para la discusión de temas varios, que derivó en programas completos de estudio y, posteriormente, de investigación, en torno a la relación entre Ética, Política y Estética.

            Decidí regresar, me formé con ella durante dos semestres en sus clases de Estética. Muchas de las intuiciones más importantes que siguen encardinando mis esfuerzos se generaron durante el proceso de su magisterio, horas que jamás creí tan importantes. Hoy me doy cuenta de que lo mucho o poco que sé de arte es gracias, en buena medida, al esfuerzo de Silvia. No sólo por haber tenido la gran deferencia de compartir sus enormes erudiciones, sino también porque me enseñó a aproximarme autónomamente a esta clase de referentes. Sin miedo, todo lo contrario, con mucha confianza.

            Una vez, en clase, tuvimos una amable polémica debida a mi ignorancia y prejuicio. Más arrogante de lo que sigo siendo, con la mano en la cintura, se me ocurrió afirmar que Kant era racista porque incitaba a castigar a los negros en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. “Eso no lo dijo Kant, lo dijo Hume, Eduardo”. Tuvo a bien corregirme porque, efectivamente, había metido las cuatro. Mi referencia estaba equivocada. Había leído apresuradamente, lo suficiente como para no advertir que Kant estaba citando a David Hume. Paradójicamente, acabé haciendo mi tesis sobre Kant, asesorado por el adjunto de Silvia en ese entonces, mi maestro Rafael Ángel Gómez Choreño, usando como parte central de mi bibliografía dicho texto. No, para nada es coincidencia.

Silvia trabajó en muchos sitios como docente del área de Estética. Alguna vez oí decir de ella: “En esta Facultad nadie sabe tanto de arte como Silvia”. Fue parte de proyectos tan importantes como la estructuración, revisión y renovación de los programas de formación estética de instituciones como el CUEC y el INBA, entre muchos, incluyendo los planes de estudio de dichas escuelas, de las cuales también fue profesora. Raro y pequeño este mundo. A través de mi maestra Carmen Mastache conocí a mi maestra Emma Cecilia Delgado Hernández, quien fue alumna de Silvia durante su formación dancística.

Sin embargo, a mi maestra no le fue tan bien como merecía. Me consta cómo, de manera arbitraria, fue relegada y subvalorada durante la concepción de muchos proyectos del Colegio de Filosofía. No faltó la mezquindad. Fue hecha a un lado por varios de sus alumnos directos, cuyos procesos de formación académica y docente no habrían sido posibles sin la ayuda de Silvia. ¿Qué puedo decir?, humano demasiado humano.

Pienso en muchos momentos muy importantes que compartimos con ella, quienes nos consideramos humildes receptores de su magisterio. Cuando me pasa, acudo a sus libros -los que he podido conseguir- e, indefectiblemente, me doy cuenta de mis propias lagunas, opacidades y extravíos. Ese es el aliento de un maestro. Esa vida que a uno lo habita y encuentra cauce en las misiones de quienes decidimos seguirlo.

Silvia falleció víctima del cáncer de colón el 24 de junio del 2018. Tuve la oportunidad de encontrarla en dos ocasiones antes de su muerte, la presentación de un libro sobre Kant –escrito acerca de los temas que causó aquella polémica de aula- y saliendo de la facultad, desplazándose con el uso necesario de un bastón. Fue la última vez que nos encontramos.

Intenté hilvanar lo mejor posible, espero haberlo logrado. El recuerdo, resbaladizo resquicio instantáneo de la eternidad. Vida torpe y diletante, como el Eduardo de hace catorce años que conoció a Silvia Durán Payán.

Números

Limpiando la casa me encontré con una vieja guía telefónica. Me dio curiosidad saber qué podía decirme del mundo en el año 1982, dos años antes de que yo naciera. Sin grandes novedades, me encontré con lo esperable, anuncios de negocios varios, un montón de números telefónicos y un montón de nombres. Algunos más destacables por las caras, viñetas y diseños que ofrecían las artes gráficas de la época, aquellas que se permitieron quienes pudieron pagarlas, junto con las campañas de publicidad de aquel tiempo. Franca ventaja ante los pequeños negocios que hacían lo que podían con la promesa de que la aparición en aquel librote capaz de noquear a cualquiera sin leerlo fuera suficiente para garantizar el éxito comercial que supone toda estrategia publicitaria.
Me concentré en los nombres y se me ocurrió elegir uno al azar como si fuera a hacer alguna broma telefónica. Elegí una letra de la A a la Z para llegar a la primera página de la misma. Después me dije un número del uno al cuatro para elegir una columna. Finalmente, pensé en número del uno al cien para seleccionar un elegido. La letra fue la “G” -seleccionada por el pensamiento más veloz que me permití durante el juego-, el número dos fue la columna afortunada y el número elegido del uno al cien fue el treinta y siete. Ahí estaba Ramiro Gómez Salas en las ofertas del servicio de reparación de calzado. Un oficio en extinción por lo desechable del calzado actual. “Antes las cosas se hacían para durar toda la vida, ahora lo nuevo es bello y hay que consumir y comprar lo más reciente”, gimotea el abuelo Eric en su libro “Del tener al Ser”, valga la paráfrasis -hace un montón que no hago esta lectura. Recuerdo al zapatero del mercado cercano a mi antigua casa familiar. Siempre con los ojos rojos por el cemento con el que pegaba las suelas, una legítima “narcodependencia”, inevitable por la necesidad de comer. Espero que esté bien, que siga vivo y que los bronquios de sus pulmones sigan soportando el estar repletos de químicos tan industriales. Era un hombre amable, una buena persona.
Así me imagino a Ramiro, un humilde zapatero de los años ochenta en esta ciudad. Quizá, si tiene la suerte cotidiana de estar vivo -tomando en cuenta nuestra milimétrica relación con la muerte-, le tocó sobrevivir al terremoto del ’85, ver por televisión la caída del muro de Berlín, sobrevivir al sismo del 2017 y, quizá, esté ahora resguardado en su casa debido a la pandemia. Probablemente ahora es un anciano, quizá ya no pueda ejercer su oficio. Espero que alguien esté a su lado para atenderlo.

La velocidad de los demás tiende a rigidizar nuestro cuerpo, el hábitat de lo que somos, la habitación del mundo que nos ha tocado y con la que hacemos lo mejor que podemos ante nuestra inevitable relación con la contingencia. Probablemente Ramiro se sometió a dicha rigidez, una rigidez que, en menor o mayor medida, se manifiesta en el cuerpo. Nos enseñan la estaticidad, cercana a la inercia que, dice el bisabuelo Sigmund, es muerte, valga la paráfrasis populachera que algún psicoanalista indignado me desmentirá sin entender que estoy jugando (“¡Es que todo mundo dice cosas que Freud jamás dijo!”). No nos enseñan a fluir, a estar con nosotros, a movernos en relación con el todo y corresponder con la animalidad química de nuestro cuerpo, su necesidad, que, por lo tanto, nuestro dolor requiere. No nos enseñan a reconocer la necesidad de parar, bajarnos del mundo para recobrar la serenidad, de forma semejante en la que un bosque se renueva después de haber sido depurado por el abrazo de un incendio. En el mejor de los casos tenemos que aprender nosotros mismos a través de nuestro malestar, hallar maneras de aligerar la carga de los años administrando nuestra angustia con diversos entretenimientos de todo tipo, así aprendemos a vivir. En el peor de los casos hay quien se instala en la rigidez amarga y angustiante de su miseria y, no le hace daño a los demás aunque así lo crea, sino a sí mismo. Espero que la decisión que haya tomado Ramiro haya sido la mejor para cuidar de sí y si no, ¿qué importa?, todos nos equivocamos.

El mundo aparentemente se ha detenido, ¿somos también capaz de ello?, aprovechar el tiempo y permitirnos invitar al silencio a casa para, junto a él, contemplar el vacío pleno de nuestra inactividad. Se dice que las nuevas y no tan nuevas generaciones están sobreestimuladas, saturadas de ruido, abrumadas por la intrusión de “sus” pensamientos, de manera semejante a la que estuvimos aquellos que tuvimos a la televisión como niñera, maestra y mejor amiga. “Esto está peor que con la televisión”, decía una vez un señor en el metro al ver a todo mundo conectado en su celular a través de sus audífonos. ¿Por qué sentir nostalgia del vacío cuando ya está ahí? Lo tenemos al alcance de la mano como lo tiene el monje zen cuando golpea una mesa y afirma: “La pregunta más importante de Zen es, “¿qué es esto?”, y su respuesta es, “Esto es esto””.
Voy a cocinar. Compre cebollas y antes de picar una de ellas pienso en Ramiro. Los hombres somos como cebollas, milimétricas capaz una sobre otra. Los demás (más que la vida y mucho más que el mundo) nos han cubierto de las mismas, el peso inerte de una rigidez, la de nuestra inmediatez que tanto nos cuesta comprender. ¿Qué pasaría si pudiéramos quitar, una por una, todas y cada una de aquellas milimétricas capas de cebolla? Al final, después de la última, ¿qué encontraríamos?