La prisión de la Normalidad

Hay veces en que los mejores momentos del arte quedan invisibilizados por la apariencia de lo mínimo o supuestamente menor de su brevedad. Solemos admirar la monumentalidad de imponentes magnitudes, negándonos la grandeza de joyas que brillan intensamente por la luz de su humildad y, sobre todo, la grandeza que suele esconder esta última. Como bien advertía Petrarca: hay ocasiones en que vemos lo que no está y no vemos lo que está. Obras cuyas aguas suelen poseer la prístina claridad de la comprensión, al grado de evidenciar la profundidad de dichos mares.

            Sin duda es el caso de uno de los momentos más gloriosos del cine español. Producido por Radio y Televisión Española y protagonizado por el magnífico y legendario actor: José Luís López Vázquez, La cabina, cortometraje filmado en mil novecientos setenta y dos, resulta uno de los más poderosos e intempestivos discursos críticos más solventes de la historia del cine español ‒lo cual no es poca cosa‒, al grado de constituir un gran referente de la reflexión acerca de nuestras formas de vida como especie.

Tal es la relevancia del magnífico trabajo del excelente director, Antonio Mercero y del gran guionista, José Luís Garci. Se trata de dos cineastas dotados de una poderosa comprensión de los signos cinematográficos, además de la claridad de las potencias discursivas de la imagen, al grado de aprovechar de manera ejemplar el potente habla de un cuerpo histriónico como el de tan notable intérprete y protagonista de dicha obra. Estamos ante el descenso a lo abisal de nuestra civilización, oculto por los fulgores y juegos artificiales de la normalización, de los cuales a penas podemos advertir las penumbras de la problematicidad de la condición humana.

En la primera secuencia vemos a un grupo de trabajadores instalando una sólida cabina telefónica, constituida por una gruesa herrería de acero pintada de rojo brillante. Un color capaz de recordar a la sangre, el corazón y las venas como elementos de la vulnerabilidad de un cuerpo, además de lo atractivo que dicho color se vuelve ante la luz solar. El objeto cuenta con amplias ventanas y techo de cristal; aparente fragilidad que sugiere la supuesta amabilidad y apertura de lo traslúcido.

Los trabajadores desmontan de la parte trasera de un camión el módulo en cuestión, lo bajan al suelo y proceden a fijarlo, atornillándolo al concreto de lo que parece una plaza pública; un área común semejante a un parque, en medio de un grupo de edificios departamentales. Después de acabar su labor, uno de los hombres, con especial atención a lo que hace, abre la puerta de la cabina de manera sutil, como si se tratara de la cortesía de un invitación. La pregunta es: ¿A qué nos está invitando dicho gesto?

El ambiente es amable y urbano. Está delineado con una luz que se antoja meridiana y, por lo tanto, de agradable potencia y calidez. Sin embargo, por lo claro de su intensidad, también podría llegar a suponerse que el cortometraje fue filmado un caluroso día de verano en Madrid.

La siguiente secuencia nos muestra el inicio de la cotidianidad de una mañana de la vida de los vecinos de dicha residencia. Vemos a personas yendo hacia algún lugar ‒probablemente al trabajo‒, un par de monjas que aparecen a cuadro y, principalmente, un grupo de niños en edad escolar, apresurándose para no perder el autobús que los llevará al recinto correspondiente.

No me parece superficial reparar en el detalle de las monjas como un elemento de particular epocalidad cotidiana y, sin embargo, también de particular contraste subversivo, especialmente, como veremos, en relación con el discurso del film. El cortometraje fue realizado durante el franquismo y publicado tres años antes de la muerte del mismo Francisco Franco. Es interesante pensar en una presencia más constante de la Iglesia como institución en tan particular periodo de la vida cotidiana de los españoles de la capital. Por otra parte, resulta un signo ideológico muy particular ante lo subversivo de la propuesta de Mercero, justo en plena dictadura.

Los años del franquismo fueron particularmente duros en cuanto a la censura cinematográfica. El legendario productor, Elías Querejeta, cuenta como la mala consciencia de las autoridades encargadas de tal filtro cultural consideraron inapropiado el título de una de las películas más célebres de Carlos Saura: La caza del conejo. “¿Qué significa La caza del conejo?”, le preguntaron los censores a Querejeta, a lo que contestó: “La caza del conejo”. Los censores creían que el título tenía un doble sentido. A pesar de lo explícito del tema al que refiere el título de dicha obra en la trama de la misma, creían que con ‘conejo’ los cineastas se referían a una manera muy común en España de hablar, en términos demasiado coloquiales, de la vagina. Al respecto, Elías Querejeta afirmó: “Francamente nos hicieron un favor; al final la película se llamó La caza, que es un mejor título para tan buena película”.

Ante la anécdota anterior y más allá de la legítima historia tan sabida de las condiciones para la realización de tan buen cortometraje, asalta la duda: ¿Qué clase de estrategia habría seguido Mercero para llevar a cabo una obra tan crítica que colinda con la distopía de la Ciencia Ficción, al igual que con el Teatro del absurdo y, por supuesto, el existencialismo?

 Vemos a uno de los niños de la secuencia antes descrita corriendo mientras patea un balón de fútbol, seguido por su padre. La pelota entra en la cabina con una de las patadas de su dueño, como si se tratara de un arco del mismo deporte. Una imagen de la inocencia, de la ingenuidad ante lo invisible que siempre resulta el peligro de vivir. El niño queda cautivado por la novedad del objeto rojo brillante. Al darse cuenta de ello su padre, lo insta a que se apresure para tomar el autobús escolar que lo lleve a su destino. “Es nueva”, afirma con alegría el infante, como lo hacemos a esa edad en la que todo en la vida es especial. El chico está cautivado por tal espacio que destaca también por cierta modernidad.

El niño toma el autobús escolar y se despide desde lejos de su padre. El autobús se va y sale de cuadro. Es cuando el hombre retoma su camino, sin embargo, no puede dejar de disimular que la novedad de la cabina también le llama la atención. Quizá lo asalta una curiosidad semejante a la de su hijo, la del niño que alguna vez fue. Cuando parecía que el padre de familia continuaría su camino y proseguiría con su día, acaba por no resistirse; tal es el encanto del artificio. Finalmente, entra a la cabina. Ésta última se cierra sola, como si el peso y presencia del cuerpo del protagonista fueran suficientes para que tal magnitud genere dicha inercia semejante a una automaticidad. El hombre intenta hacer una llamada, sin embargo, la cabina no tiene línea. Decepcionado, el hombre decide retomar su rutina… Sin embargo, cuando intenta abrir la puerta, se da cuenta de que no puede hacerlo; se ha quedado encerrado. Al parecer, la puerta se ha descompuesto y no puede salir de la cabina.

Es sugerente pensar en el lugar de la cabina como un punto de atracción bastante estratégico por lo público que resulta; la composición de la imagen y la contrastante paleta de colores de la excelente fotografía del film ‒a cargo de Federico G. Larraya‒ la hace destacar, especialmente en relación con la arquitectura de la locación. Resulta atractiva la habitación que puede producir tan particular objeto, invita a ocuparla.

Sin embargo, vemos que es particularmente atractiva para los dueños de una voluntad especial, capaz de ir más allá de pensar en la eficiencia de una cabina telefónica; una voluntad dotada de una curiosidad semejante a la de un niño; una voluntad que, en menor o mayor medida, todavía es capaz de comprometerse con su ensueño y la creativa ludicidad del mismo.

Es entonces que el personaje principal intenta pedir ayuda. La gente lo mira con desconcierto. Otros niños que juegan en el parque se empiezan a burlar de él. Es entonces que pasan dos hombres cerca de la cabina, el prisionero logra llamar la atención de ambos. Los hombres le dicen que abra él mismo la cabina, no pueden creer que esté encerrado. La cabina está insonorizada, no podemos escuchar al hombre atrapado. Él mismo les muestra su apuro a los hombres intentando abrir su trampa, por lo cual los mismos intentan ayudarlo. Sin embargo, acaban por rendirse al ver que no pueden abrir la puerta y se disculpan con el hombre porque tienen que dejarlo: deben ir a trabajar. La gente se reúne alrededor de tan sugerente situación como si fuera un espectáculo. Una mujer, vecina de los departamentos, mientras ve todo desde un balcón, le pregunta a otra que la acompaña también curiosa: “¿Qué hará ese hombre ahí?”. La respuesta de su interlocutora es más particular de lo que podríamos creer: “No lo sé, la gente es tan rara”. Una afirmación que ‒salvando las probables diferencias‒ se siente familiar a un parlamento escrito por Ionesco.

Parece ser que la relación de los vecinos de dicha residencia no es tan cercana como se supondría; tratan al hombre como un desconocido. Este último empieza a sentir la mirada de los demás, prácticamente está rodeado. Algunos lo miran con gesto burlón, otros con una jovialidad que, ante la vergüenza del hombre atrapado, se antoja impertinente. El hombre ve como un lustrador de zapatos ofrece sus servicios, aprovechando la multitud; un vendedor de biscochos se ha detenido con su charola en la cabeza para ver el curiosos evento, lo cual aprovecha un alto anciano para, a las espaldas del repostero, robarle su mercancía, tomándola de la charola. Nuestro protagonista también ve cómo un hombre que lleva una silla, parte de una mudanza, le ofrece a una anciana el asiento para que descanse y contemple el espectáculo del cautiverio del hombre. De alguna u otra forma, todos aprovechan la oportunidad; algunos de manera aparentemente más civilizada, otros sacando partido y ventaja a la situación, quizá, en relación con su propia precariedad.

 La vestimenta del protagonista ‒traje y corbata negras‒ sugiere el aspecto de un padre de familia, alrededor de los cuarenta años, probablemente empleado en una oficina. Parece tratarse de un burócrata, un profesionista o de ambos casos. Es la imagen casi típica y cotidiana de un habitante frecuente de la urbe; un ser tendiente a la serialización y homogeneidad implicadas en la presupuesta normalidad de una ciudad,más o menos actual.

Al protagonista del cortometraje le llama la atención la presencia de otro espectador: un trabajador que lleva una caja de herramientas quien, además, sostiene un espejo de importante tamaño que se encuentra ante el personaje preso. La vergüenza del cautivo aumenta al verse en el espejo, en tan particular situación de indefensión.

La mirada vigilante de los demás puede ser tan contundente que se vuelve un peso sobre nosotros; el peso del juicio que, paradójicamente, puede producir la facilidad y ligereza de la habladuría, al igual que su indolencia. Al llegar a cerra el sentido con tal actitud, la mera opinión puede anular la posibilidad de la comprensión. ¿Qué pasa cuando llevamos a cabo un juicio de tal dureza y rigidez contra nosotros mismos, como si nuestro reflejo fuera otro capaz de vernos y juzgarnos severamente por nuestro error e ingenuidad? Queda claro que, si tal es el juicio hacia nosotros: con tan poca comprensión (con tan poco amor por nosotros mismos), el juicio de los demás puede resultar letal.

Un hombre, también de mediana edad, de complexión robusta y fornido que trae una bolsa deportiva intenta hacer el esfuerzo de abrir la cabina. No puede con el movimiento mecánico natural que le exigiría el dinamismo de la puerta de dicho objeto. Es tal la fuerza que tiene que invertir en dicho intento, que acaba separando la manija del módulo ante la risa de los demás. Después intenta derribar la puerta, con el riesgo de quebrar el cristal de la cabina, impulsando el peso de su cuerpo contra el vidrio. Tampoco puede, su fortaleza física es vencida por la solvencia del material, al grado de caer al suelo, convirtiéndose nuevamente en el motivo de la risa de los espectadores de dicha escena. El hombre se va molesto con los demás por tal ofensa, como parte de una imagen de lo banal del escarnio.

El trabajador que lleva el espejo con un desarmador se anima a intentar abrir la puerta: “no es cuestión de fuerza sino de ingenio”, afirma. Primero vuelve a atornillar la manija que había zafado el hombre forzudo al intentar abrir la cabina por primera vez, para ver si con ello puede abrir la puerta, no lo logra; se le ocurre desarmar la cabina, sin embargo, se da cuenta de que el artefacto no tiene tornillos que pueda quitar; trata de abrir la ranura clausurada que forma la apertura del objeto con el marco del mismo, haciendo palanca con su desarmador, tampoco tiene éxito.

Vemos a una colectividad que se ha reunido para hacer de la adversidad de un hombre un espectáculo. Hasta ahora, la buena voluntad ha sido escasa y ha fracasado; han sido pocos los que han intentado la liberación del hombre y no han podido conseguirlo. Bien decía uno de los siete sabios de Grecia, Bías de Priene: “La mayoría son malos”.

Aumenta la vergüenza del hombre cautivo. Probablemente se siente como un tonto porque piensa que los demás creen que lo es por haber caído en situación tan absurda. Se trata de una situación que, para más de uno de nosotros y nuestros prejuicios, pone en duda la inteligencia de quien está en una circunstancia semejante; quienes no hacen el intento por ayudar no desaprovechan la gracia que les da la situación. Ante ello, ¿no valdría la pena pensar en la estrategia de tomarse la vida con menos seriedad y más humor?; ¿qué pasaría si dejáramos de tomarnos tan en serio a nosotros mismos?; ¿no podría ello desactivar la gracia que los demás creen advertir ante nuestra adversidad? La risa no sólo es un arma del que está en ventaja, también lo es de quien se ve acechado por el poder que nutrimos al ser parte del colectivo.

Mientras el trabajador sigue intentando abrir la cabina y ver qué puede hacer al respecto, llega la policía. Los oficiales le piden al trabajador que deje de intervenir el objeto, alejándolo de él. La policía le pide al cautivo que salga de su cárcel; hacen evidente su incredulidad ante los hechos; no creen que el hombre esté realmente atrapado, este último tiene que demostrar nuevamente que no puede salir. Le piden que llame por la cabina. El preso, con mímica, les hace saber que el teléfono no tiene línea.

Los policías, uniendo fuerza, intenta abrir la puerta de la cabina. Es tal su fracaso, que ambos hombres caen al suelo ante el intento, generando la risa de los espectadores. Los policías demuestran su disgusto, ordenan a los asistentes desalojar el lugar.

Es entonces que llega el cuerpo de bomberos a tratar de darle solución al incidente. El jefe de los mismos también da cuenta de su suspicacia ante el encierro del protagonista, también le pide que salga al encerrado. El jefe de bomberos intenta abrir la cabina con tal fuerza, que acaba despegando la manija de la misma nuevamente. Es entonces que el jefe de bomberos pide la herramienta necesaria para la liberación. Uno de sus subordinados trae una manguera, por lo cual dicho jefe lo reprende: “¡La escalera es lo que hay que traer!”. Otro bombero se sube al techo de la cabina con un martillo; aprovechando que el techo es de cristal, pretende romperlo para liberar al hombre, “Lo van a herir”, advierte uno de los espectadores. Poco importa, el bombero está decidido a llevar a cabo su acción; lo vemos en plano cenital a punto de lanzar el primer martillazo, mientras nuestro protagonista se agazapa y cubre su cabeza con sus manos para evitar el mayor daño posible. Una aguda imagen de la vulnerabilidad de un hombre ante las Fuerzas del Estado, cuando, al pretender restablecer el orden, pueden llegar a obviar el peligro que ello implica para quienes gobiernan.

Es sugerente advertir que se trata de un hombre que por un accidente, por una contingencia inesperada por su voluntad ‒la voluntad cotidiana y su atención correspondiente, en la cual solemos vivir‒ se ve en manos de quienes toman las decisiones unilaterales implicadas en la detención del poder y, por lo tanto, comprometido gravemente con las consecuencias de dichas decisiones. Es entonces que surge la siguiente pregunta: ¿cómo normalizar la posibilidad de la Justicia si sus circunstancias nos exigen una casuística que intente contemplar la particularidad de los casos y sus respectivas situaciones?

Sin embargo, justo cuando el bombero iba a soltar el primer martillazo, llega la compañía telefónica responsable de la instalación del dispositivo. En el camión con el que transportaron a este último vuelven a montarlo y se lo llevan. No hacen el más mínimo intento por solucionar el problema principal, quizá porque para ellos la prisión del hombre no es el problema principal, quizá ni siquiera sea un problema para ellos; no intentan en lo más mínimo abrir la cabina.

El cautivo no oculta su desconcierto. Sus espectadores: hombres, ancianos, mujeres y niños, se despiden de él como si hubiese sido una celebridad que les ofreció un espectáculo, mientras es alejado de los edificios departamentales dentro de su cárcel. Observa con incertidumbre su trayecto por varias arterias principales de la ciudad. La gente en la calle lo saluda; unos jóvenes en un auto le hacen señas para llamar su atención, una atención que no desea el cautivo. Las chicas del grupo le mandan besos, los hombres, al igual que ellas, parecen cuestionar el porqué de dicha situación.

El prisionero ve a un hombre en la calle, dentro de una cabina idéntica a la que lo atrapó. Parece que el hombre tampoco puede salir, hasta que, después de un breve esfuerzo, sale de la cabina, aumentando la angustia de nuestro protagonista. Quizá se preguntó: ¿por qué él no quedó atrapado y yo sí?, ¿por qué yo? Preguntas que remiten a lo único de nuestra respectiva soledad; la soledad única de cada una de nuestras respectivas vidas.

El protagonista sigue intentando comunicarse con la gente que está afuera, continúa intentando pedir ayuda, sin embargo, es inútil. Entonces, al lado del camión que lo lleva dentro de su cárcel, se estaciona un camión de la misma compañía telefónica responsable de la instalación de la cabina, con otro hombre también capturado. Este hombre ‒interpretado por Agustín González‒ está vestido prácticamente igual al protagonista del corto, incluyendo los mismos colores de su atuendo; la misma apariencia que sugiere un estrato social semejante, con todo lo que implica. Por si fuera poco, este otro preso, al igual que el protagonista del film, también es calvo. Se ven como si estuvieran ante un espejo, el de los cristales respectivos de sus cabinas como signo de su circunstancia. De esa manera, se reconocen en su indigencia. Hacen el intento mutuo de darse alguna explicación y tratar de comprender lo que les ha pasado. Ante la insonorización de sus respectivas cabinas, sólo tienen la aparente precariedad de sus mímicas, probablemente por lo condicionados que estamos a comunicarnos principalmente con la faceta verbal de nuestro lenguaje.

Quizá valga la pena explorar lenguajes posibles; intentar comunicarnos con más formas y maneras que las habituales; las maneras que habitualmente creemos únicas o limitadas, sin advertir que otras posibilidades del lenguaje son más frecuentes de lo que creemos. Quizá de esa manera no quedaríamos tan encerrados o, quizá, no volveríamos a encerrarnos; compartirnos con la integridad de nuestros cuerpos y la plenitud de su lenguaje; volver a reconocer lo importante y poderosos que son los gestos, el habla de las acciones y la contundencia que pueden tener las mismas; lo poderoso que puede ser un saludo, un beso o un abrazo.

El camión en el que va el otro cautivo en su cárcel empieza a adelantarse. Ambos ven como se alejan y, nuevamente, se quedan solos. Por un momento se hicieron compañía, a pesar de no haberse entendido del todo y quedar sin explicación alguna.

Más avanzado el trayecto, prácticamente en la siguiente secuencia, el camión pasa frente a una Iglesia. A las afueras de la misma está una familia que rodea una especie de féretro con paredes de cristal ‒una cabina mortuoria‒ que contiene los restos de un niño. El cautivo es testigo de dicho duelo. Ello aumenta su angustia, manifiesta en su intento por llamar la atención de los presentes con más ímpetu, golpeando de manera más frecuente las paredes de su cárcel. Pareciera sentir lo premonitorio de la imagen; parece que se ha identificado con el infante muerto dentro de aquel módulo mortuorio, semejante a su cárcel. Con aquel niño dicho hombre comparte, además de su obvia circunstancia, el mismo destino: la muerte.

El camión pasa cerca de unos niños que juegan mientras saludan al cautivo. Como si se tratara del fruto de una melancolía infantil y fúnebre, los pequeños cantan mientras juegan: Mambrú se fue a la guerra; un signo del destino del protagonista, un aviso desde el porvenir que entrañan los niños y su inocencia ‒inocencia semejante a la que activo la curiosidad que acabó por colocarlo en dicha circunstancia‒ de lo terrible de su fin.

Uno de los niños persigue al camión para saludar al cautivo con gesto festivo. El chico lleva una pelota en la mano, como el hijo del prisionero la mañana en la que quedó atrapado. La imagen de su hijo aparece ante el hombre cautivo, a través de su recuerdo. El hombre se conmueve tanto que no puede evitar corresponder con el mismo gesto al chico que, pelota en mano, persigue al camión como si se tratara del porvenir de un pasado que se despide de él.

Finalmente, el muchacho desaparece de cuadro. El cautivo saca su cartera para ver la foto de su familia, en ésta aparecen su esposa e hijo. Se trasluce en el rostro del protagonista una inmensa nostalgia a la cual le han bastado unas cuantas horas para alimentarse. Parece que sólo con lo radical y extraordinario de los malos y buenos momentos de la vida alcanzamos a recordar lo más importante: lo que amamos.

El camión que lleva a nuestro protagonista se detiene ante la barda que separa a la calle de un descampado. Se ve a través de la barda a un grupo de payasos, mimos, y acróbatas. Probablemente, artistas del circo practicando sus rutinas. En la barda del descampado está un enano que advierte a sus compañeros de la presencia del hombre en la cabina. Los poetas ven al hombre con una mezcla de tristeza y desconcierto. La cámara hace un close-up a las manos del enano; llevan un barco armado dentro de un botella, símbolo del viaje, la aventura y la búsqueda de nosotros mismos. Las caras tristes de aquellos que pueden reinventar al mundo subvirtiéndolo miran al hombre con compasión, quizá imaginando que lo que lo une con ellos es una semejante indigencia. La precariedad aparente de los poetas contrasta con el aspecto acicalado del cautivo. Sin embargo, ellos son libres; pueden saltar, moverse, desplazarse de un lugar a otro, con y sin sus acrobacias. Parecen lamentar la condición de este hombre tan determinado por su destino, al grado de que, parece ser, está en el tránsito de su última aventura, mientras los poetas tienen al mundo entero para darse todas las aventuras posibles que a su voluntad le alcance.

El auto vuelve a arrancar, aumenta la desesperación del hombre de manera considerable; trata con más fuerza de llamara la atención y de golpear las paredes que lo tienen cautivo. De repente, a lo alto, ve un helicóptero. Intenta también llamar la atención del mismo. Un plano nadir parece hacernos creer que los pilotos observan al prisionero o sólo nos ofrece el esfuerzo de este último por obtener una atención que se antoja nula. Los pasajeros de la nave en el cielo ignoran deliberadamente al hombre, les es indiferente o es objeto de su indolencia. Quizá sea así porque lo pueden ver desde las alturas que él no puede alcanzar.

Después de un tramo más de carretera, el camión entra en lo que parece un túnel vial, ante cuya entrada aterriza el helicóptero. Sin embargo, no es un túnel vial; dicho acceso se antoja infinito y subterráneo; nuestro protagonista está en una particular penumbra industrial que ensombrece su rostro cada vez más pálido, dueño de una mirada propia del desconcierto del miedo. Su cuerpo parece febril; el hombre desalineado suda profusamente ante tal escenario que no acaba de entender y del cual nada ni nadie le da explicación.

Es notable la imaginación y creatividad de Antonio Mercero, capaz de aprovechar la arquitectura e ingeniería industrial de un túnel vial, para hacerlo pasar por la entrada a una especie de fábrica secreta y subterránea. La edición resulta convincente y magnífica, a cargo de Javier Morán. Mercero, contando con el trabajo de tan talentoso editor, logra generar una perturbadora sensación; una experiencia semejante a la de haber cruzado el portal principal de los infiernos, ante el cual muere toda esperanza.

El camión se estaciona. La cabina es elevada de la parte trasera del vehículo por una grúa con el hombre que contiene. Éste último no deja de resistirse, evidenciando su angustia. La cabina es llevada por la maquinaria industrial de lo que parece una fábrica, a través de un proceso aparentemente impersonal. La grúa deposita la cabina en lo que parece una cadena de trabajo; una banda que la transporta hasta que otra grúa nuevamente la eleva, para volver a ser depositada en una nueva banda industrial. En penumbras, vemos al único ser humano dentro de aquel recinto, hasta entonces; un trabajador que opera con pasividad e indolencia la banda industrial de la cadena de trabajo, como si fuera un apéndice de la misma.

Es aquí cuando comienza el horror; la última banda industrial lleva al cautivo a una habitación con más cabinas semejantes a la que lo ha atrapado. En ellas están los restos de otras personas que sufrieron la misma suerte que el protagonista; desde cadáveres recientes hasta huesos, pasando por cuerpos en estado avanzado de putrefacción. La banda se detiene ante una cabina. El lívido hombre contempla en ella a aquél otro prisionero con el que, minutos antes, había coincidido en su trayecto; aquél hombre con el que llegó a compartir su soledad se ha ahorcado con el inútil cable del teléfono de su prisión. Tal escenario consuma la desesperación del protagonista del corto, la cual se fue intensificando a lo largo de tal paisaje final. El hombre, derrotado, desfallece ante nosotros; su cuerpo resbala débilmente sobre una de las paredes de cristal de su prisión, al apoyar sus manos contra ella. Quizá aquél fue el último esfuerzo de un aliento de resistencia.

La última secuencia del corto resulta terrible por lo cotidiano de su sobriedad; el fenómeno mecánico de la normalización de nuestra indolencia normalizante. En el mismo lugar donde se instaló la prisión final del protagonista del cortometraje, unos hombres instalan una nueva cabina ‒o ¿acaso será la misma?‒; un nuevo dispositivo capaz de la peligrosa captura de nuestros cuerpos. La frialdad del gesto final de tal secuencia es descorazonadora por su repetición. Quizá con otra toma de la primera secuencia, se compone una aterradora reminiscencia; como la primera vez, un trabajador de la misma compañía telefónica deja abierta la puerta de la cabina de manera sutil, como si se tratara de la cortesía de una invitación. Ahora sabemos a qué nos está invitando.

El camino del corazón

La película de Buñuel es un magnífico cortometraje protagonizado por el legendario actor Claudio Brook y la muy importante actriz Silvia Pinal. Trabajo polémico en la historia del cine, por la constante intervención durante la realización del mismo de su productor: Gustavo Alatriste, también esposo en ese entonces de Silvia Pinal. Sin embargo, se impone la magnífica factura del guion de Luís Alcoriza, totalmente comprometido con el discurso de Buñuel, de clara simiente onírica y surrealista, lo cual nos permite apreciar las hondas inquietudes espirituales del gran director, en relación con las potencias del cuerpo manifiestas en la posibilidad de su concupiscencia ante la promesa de liberación de la experiencia religiosa.

Simón ha pasado seis años, seis meses y seis días arriba de una columna, haciendo ayuno y penitencia para servir y estar cerca de Dios. Se trata de un santo estilita, un místico dedicado a la contemplación, que ha abandonado el suelo como estadio del pecado en el mundo y ha decidido elevarse de su territorio para estar más cerca de Dios a través de las alturas. Su misión también entraña un afán de redención a través de la renuncia al cuerpo como habitación del alma. La pretensión, difícil pretensión, de negarlo para trascenderlo al habitar hasta el límite su finitud; una relación inextricable con la posibilidad de la muerte. Simón quiere morir en gracia de Dios.

Alrededor del Santo se ha congregado un grupo de practicantes de la fe. Se trata de los integrantes de un cenobio que, a través del ejemplo de Simón, también rinden culto a Dios por medio de dicha vida en común. Vale la pena aclarar: el cenobio es el antecedente del monasterio. Se trata de una congregación donde un grupo de practicantes de la fe llevan a cabo una vida de retiro espiritual, de clausura y de renuncia. A sus integrantes se les llama cenobitas.

En cambio, Simón es un eremita o anacoreta que se ha retirado en soledad para habitarse a sí mismo; habitar el vacío de su cuerpo para, a su vez, vaciarlo y liberar su alma, a través de la habitación contemplativa del vacío que es el desierto.

El santo se considera indigno de privilegio alguno por su condición de pecador. Así como sólo come lechuga ‒la cual, a pesar de ser escasa, comparte en una secuencia con un conejo‒ también rechaza la ordenación sacerdotal, un reconocimiento a su sacrificio por parte del Cenobio y sus integrantes.

Simón busca olvidarse de su cuerpo, diluirse en Dios a través de la oración. El santo parece empezar a lograrlo: olvida las plegarias y, en dado momento, siente que no es consciente de lo que habla y lo que dice. La inconsciencia en este caso parece manifestarse como la asignificación deshabitante del cuerpo, de su sensación como acto de renuncia y de entrega a Dios. En una secuencia Simón es visitado por Matías, interpretado por Enrique Álvarez Félix, un joven cenobita devoto del santo. Le lleva lechuga, pan y aceite departe de la congregación. Simón sólo acepta la lechuga. Para sus adentros, Simón reprende tal interrupción ya que la misma le ha recordado que posee un cuerpo a través de la sensación del mismo; el eremita tiene hambre y sed. Sin embargo, continuando con su misión, decide posponer la ingesta de su alimento hasta el amanecer.

Regresando al personaje de Matías, antes de llegar con Simón, se encuentra con un cabrero enano del desierto que también ama al santo. Le comenta al joven cenobita que Simón rechazó su ofrenda de pan tierno de tres días y un cuenco de requesón. Matías reprende la actitud quejosa del enano, mientras este último observa con fascinación las ubres de su cabra más joven, Domitila. Matías no oculta su desconcierto ante la actitud del enano con su cabra: “No quieras tanto a esos animales, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. El enano le responde: “De noche lo oigo”. La materialidad animal de la carne de la cabra ‒legendario animal mítico tan pagano como bíblico‒ es presentada como alimento y, por lo tanto, como posibilidad de concupiscencia por su carácter matérico. Matías apela a una noción de trascendencia que niega al cuerpo ‒con la cual el Cristianismo se evidencia deudor del Platonismo y Neoplatonismo‒ cuyo referente es Simón, a quien el joven cenobita tanto admira.

Otro ejemplo de la humildad del eremita lo hallamos en la secuencia de la película en la que un cenobita llamado Trifón intenta demeritarlo. Calumnia a Simón afirmando que este último tiene en el morral donde guarda su humilde despensa, finas viandas que incluyen: vino, aceite y queso de cabra. Simón, probablemente a semejanza de Cristo, no se defiende. Considera más importante la calumnia que el elogio porque este último distrae y ciega mientras que la primera, en términos del propio Simón, es el azote de la vida capaz de fortalecer y hacer crecer.

Los cenobitas se debaten para no dejar de creer en Simón. Le piden que se defienda y ellos prometen creerle. Sin embargo, Simón no lo hace, manteniéndose firme y vertebrado como la columna sobre la que lleva a cabo su penitencia. La columna, se puede inferir, funciona como metonimia del cuerpo habitado por la santidad del anacoreta, quien se dispone en relación vertical con Dios a través de la altura y la estatura. Una imagen sumamente aguda y contundente de una moral basada en el sacrificio, que remite a la monumentalidad de fenómenos arquitectónicos como los obeliscos. Estos últimos, tanto de manera más actual como parte de tradiciones con más antigüedad, implementados por órdenes culturales de tipo religioso, militar y político.

Tal falta de defensa por parte de Simón (quizá una manera de disponerse a la propia indefensión) es aprovechada por el atacante del Santo para asegurar que Simón es culpable porque rehúye a dar una razón porque no la tiene; la explicación que permitiría justificar la presencia de dichos alimentos en su morral. Es entonces que Trifón empieza a convulsionarse, acabando en un rapto epiléptico que le saca espuma por la boca. Confiesa entoncesque él puso las viandas en el morral y que intentó desacreditar al santo. El cenobita evidencia estar poseído por el diablo. Simón comienza un exorcismo para conjurar al demonio en dicho cuerpo, el cual es apoyado por los cenobitas. El líder de estos últimos pide llevar al cenobita convaleciente para atenderlo con más cuidado en la mandra del cenobio.

Después de este momento, Simón advierte una vulnerabilidad importante en Matías debido a su juventud. Le pide a Zenón, líder de los cenobitas, que lo hagan regresar a casa y que vuelva al cenobio hasta que la barba le recubra las mejillas. Ello nos recuerda a la madurez como principio de formación de la cual nos habla Platón en El Simposio en relación con la figura del púber imberbe que se forma para ser hombre hasta que tiene el suficiente vello en el cuerpo, con el cual se constate su edad adulta. Matías corre peligro por la fragilidad inminente de un cuerpo inexperto ante la sensualidad del diablo suelto en el desierto, de cuya presencia ya ha tenido tanto noticia como experiencia Simón. El enano cabrero, testigo de dicha situación, le dice a Matías refiriéndose a los demás integrantes de su congregación mientras se alejan juntos de la torre del eremita: “No quieras tanto a estos barbones, mira que el diablo anda suelto por el desierto”. Matías le contesta: “De noche lo oigo”.

Parece que un camino espiritual, en tanto que habitación de la finitud del cuerpo, implica la sensualidad que produce la ilusión de la superioridad moral por, aparentemente, ser más familiar a lo divino. ¿No es ello también un tipo de concupiscencia?

El camino del cuerpo, de la tierra que recibe a la materia, es el camino de la mano izquierda. El camino del espíritu, de lo que se eleva, es el camino de la mano derecha. Si unimos ambas manos para llevara a cabo su encuentro, formamos un centro que implica una vía. Ese centro es el corazón, sólo se comprende con el corazón inflamado según la imagen del Sagrado Corazón. La ruta que implica el encuentro del camino de la mano derecha con el de la mano izquierda es el camino de la comprensión; el camino del corazón, habitación de nuestros cuerpos.

El diablo, interpretado por Silvia Pinal, se ha acercado a Simón tres veces, dos de ellas para tentarlo. La primera, a través del disfraz de la inocencia de una niña; una niña que jugando trata de corromper la castidad de Simón al enseñarle sus piernas portadoras de un liguero, al igual que sus pechos. También el diablo le ha ofrecido al eremita el beso de su larga lengua y ha intentado martirizar su cuerpo con un puñal, clavándolo en la espalda del santo varias veces.

Simón resiste, a pesar del reciente recuerdo de su madre, de quien se ha despedido al principio de la película y a la que recuerda como cómplice de la sensación de lo lúdico como habitación del mundo, antes de comprometerse con su misión; sentir el suelo en la planta de sus pies al momento de correr sobre la tierra es la imagen de un profundo anhelo que Simón comprende como motivo de la tentación del mundo.

La segunda vez, Simón ha sido tentado a través de su profundo amor por Jesús. El diablo se ha disfrazado del pastor del rebaño, llevando un cordero en los brazos. Satán se ha puesto una barba para emular al hijo de Dios para tratar de convencer a Simón de que Cristo sufre con el malestar de su sacrificio y que debería permitirse el placer y el gozo de las materialidades del mundo. El diablo derrama algunas lágrimas para tratar de convencer al anacoreta de que es el mismísimo hijo de Dios quien le habla. Declara que el exceso de su sacrificio no es grato a su corazón. Satán le pide cambiar: bajar a la tierra y hastiarse de goces. De tal forma, como parte de su engaño, Satán disfrazado de Cristo le promete a Simón que, con tal descenso, tan sólo el nombre del placer le dará nauseas. El falso Cristo le promete que así el eremita estará cerca de él. Nuevamente, Simón se da cuenta de que se trata de Satanás y lo rechaza, no sin dejar de recordarle al diablo cuando fue el ángel más bello y estuvo ante la gracia de Dios que Simón añora, y por el cual lleva a cabo su sacrificio. El diablo le pregunta al santo, quizá con cierta esperanza de comprensión por parte del anacoreta, si cree que Dios lo perdonaría si se arrepintiera. Simón lo tiene claro: Satán se ha condenado por el resto de eternidad. No se deja esperar la ira del demonio quien le da una pedrada con una honda al santo, derribándolo sobre el suelo de su columna.

Antes de hablar del tercer encuentro entre Simón y Satán a lo largo de la película, me parece relevante atender otra secuencia que tiene una estrecha relación con la conclusión del cortometraje. Simón había advertido, durante una visita de los cenobitas a su columna, que uno de ellos se había distraído viendo pasar a una mujer que llevaba una vasija en la cabeza. Se trataba también del mismo satán disfrazado de aquella mujer. Simón le cuestiona al cenobita el olvido de su voto de castidad. Simón le pregunta por ella refiriéndose a la misma como una mujer tuerta, a lo cual el cenobita corrige diciendo que los ojos de esa mujer estaban sanos. Es entonces que Simón cuestiona al cenobita, a través del motivo de la visión, su renuncia al seguimiento de su voto de castidad, opuesto a la posibilidad de la mirada y contemplación de cualquier mujer, y mucho más a la posibilidad de tener alguna de cualquier manera como parte de la conducción de su espíritu.

Es sugerente pensar en ello como un ejemplo, según el eremita, de cómo la mirada también puede cegarnos a través de la incomprensión que puede implicar la ilusión y, de manera semejante, como la ceguera o no ver nos puede permitir visiones más importantes. No hay que dejar de advertir esta última propuesta de lectura a través del contexto de la diégesis de la película.

Más adelante, este mismo cenobita irá a visitar a Simón para agradecerle dicho gesto y también para tener un importante intercambio, que evidencia la dificultad que puede implicar la diferencia que signa la manera en la cual nos referimos al mundo en relación con la comprensión del mismo por parte de los demás. El cenobita argumenta a Simón que el mundo es terrible porque podemos llegar incluso a matar por defender y resguardar lo que creemos que es nuestro. El mal yace en el ‘mío’ y el ‘tuyo’; defender lo mío y lo tuyo es lo que nos lleva a lo terrible, argumenta el cenobita. Este último trata de ejemplificárselo a Simón, quitándole su morral y afirmando: “esto es mío”. El eremita no se opone y dice: “Entonces, llévatelo”. El cenobita queda admirado por la santidad de Simón. Este último afirma no comprender lo que el cenobita quiere decir porque hablan lenguajes diferentes. Vemos aquí como la mediación del lenguaje como parte de la significación del mundo es parte de la posibilidad de la comprensión o confusión de este último. ¿Cuál es lenguaje del mundo en que vivimos?

Satán cumple su promesa, regresa aparentemente derrotado dentro de un féretro. Simón endurece su sacrificio al mantenerse parado sobre su torre con un solo pie. Esta vez Satán no lo tienta, sólo le advierte que van por ellos y que él será su guía por el mundo que los llevará en avión hacía sí mismo. Satán llevará a Simón al Sabbat, el día de descanso de la creación, el día de dispersión y relajación. Llegan a la discoteca de una ciudad semejante a Nueva York, San Francisco, la Ciudad de México o a la mezcla de todas las anteriores. En dicho lugar bailan y conviven cuerpos jóvenes, al frenesí del rock de aquellos años.

Simón bebe una copa mientras fuma su pipa y observa aquel paisaje en el cual el Diablo le prometió que vería: “relampaguear las lenguas y las heridas rojas de la carne”. Los jóvenes se estremecen al ritmo de la música de moda: “Carne radioactiva, es el último baile, es el baile final, es el baile final”, insiste el diablo. Una clara alusión a la promesa del Progreso comprometido con el Futuro, signado por la imagen de la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. “¡Va de retro!”, ordena Simón para alejar a Satán del mundo, a lo que el diablo contesta: “Va de ultra”.

Después de ver tal panorama, Simón decide irse para volver a casa. Satán le advierte que no lo haga, su lugar tiene nuevo inquilino. Le advierte a Simón que tendrá que aguantar hasta el fin. Probablemente se refiera hasta el fin de los tiempos. Satán se va a bailar carne radioactiva, después de advertirle a Simón que su misión tiene compromisos con la eternidad. La película acaba con un grito frenético del diablo extasiado en medio del baile, como si proviniera de lo abisal de la carne.

En una de las primeras secuencias del corto podemos apreciar un milagro de Simón. Una familia pobre que argumenta no tener para comer se acerca a la torre del santo. Al padre de familia le han cortado ambas manos por haber robado. La madre argumenta que ello ha implicado penurias, especialmente para las dos hijas del matrimonio. El hombre, después de admitir su delito, afirma estar arrepentido y le pide ayuda al Eremita. Este último hace el milagro, el hombre vuelve a tener sus dos manos.

            Una vez que han conseguido lo que se proponían, la madre de familia le dice al padre que hay que ir más al rato a cambiar la sala familiar por una nueva y menos maltratada; el padre de familia afirma que queda pendiente la cosecha de la huerta de la casa; la hija más pequeña le pregunta a su padre si las manos que ha obtenido son las mismas que tenía. El padre le da un golpe en la cabeza y le dice que no lo moleste. Con las nuevas manos con las que fue bendecido, el padre golpea injustamente a su hija más pequeña.

¿En verdad podemos hablar de un milagro si sólo se trató de una recuperación meramente material y sin el esfuerzo de habitar al nuevo cuerpo con virtud, como manifestación de nuestra renovación, a través de la comprensión implicada en una nueva consciencia como habitación de nosotros mismos? ¿Sirve de algo tener santos que hacen milagros capaces de ayudarnos si nosotros seguimos siendo los mismos? Parece que Buñuel trata de hacernos ver que la posibilidad del milagro de nuestra virtud sólo podría surgir como posibilidad de la habitación de nosotros mismos; la posibilidad de algo semejante a cierta santidad.

Verdad y sensación

“Formular una pregunta es esencial, mucho más que responderla. Yo soy enemigo de responder las preguntas porque el texto que hemos oído está dentro de un libro [La Biblia] que viene a decir nada más que: «las preguntas han unido a los hombres y las respuestas los han separado». Por eso, probablemente, la respuesta tiene mucha más vida dentro de la pregunta. Por eso es esencial hacer bien las preguntas, quizá entonces habría que decir sólo: «hacer bien la pregunta». Es decir, no confundir el amor a La Verdad con el ansia de la certidumbre que eso, quizá en nuestros momentos, en los que estamos viviendo, pudiera explicar gran parte de nuestro frenesí. Yo siempre prefiero quedarme con la pregunta y con ese amor a La Verdad, aunque eso siempre sea un esquema provisional como probablemente se está en el mundo: siempre en forma provisional.”

Alfredo Tiemblo

“En la subjetividad está la verdad;

en la subjetividad está la mentira.”

Søren Kierkegaard

De varios años para acá, me resulta problemático habla de La Verdad. Una palabra que es difícil no escribir con mayúsculas como el nombre propio de Todo y como la vida intrínseca a lo aparentemente Legítimo. La Verdad parece ser una manera de enunciar la imposible experiencia de lo Absoluto, cuya noción, en más de un sentido, parece que ha dificultado nuestras vidas de la manera más terrible, mucho más de lo que nos ha ayudado a hacerla más justa y comprensible.

            A pesar del anterior posicionamiento y sin renunciar a él, creo en la legitimidad del problema de La Verdad y, por lo tanto, del Absoluto. Son tópicos trascendentales de importante repercusión en nuestras vidas que, por lo tanto, son parte del examen de la misma y, por lo tanto, parte de la problematicidad de la condición humana. Estas cuestiones han sido agudamente atendidas por la que Kant consideraba la parte más importante ‒y que más esfuerzo le exigió al filósofo prusiano‒ de la Crítica de la Razón Pura: La Dialéctica trascendental. No me detendré en abordar dicho momento tan importante de la llamada Filosofía occidental. Sin embargo, me parece negligente ni siquiera mencionarlo.

            Por otra parte, en De verdad y mentira, en sentido extramoral, el joven Nietzsche afirma que las palabras más importantes de los Evangelios las pronunció Poncio Pilatos cuando preguntó ‒y se preguntó‒: “¿Qué es la verdad?”. ‘Verdad’ es una palabra pesada y volátil como bomba atómica. Sin embargo, solemos llevarla en nuestro bolsillo como si fuera ligero centavo. Nos es inevitable ostentarla de dicha forma, probablemente porque entraña un sentido de justicia. Las materialidades concretas de nuestro mundo que pueden referir a la posibilidad de esta última se evidencian aparentemente más lejanas ‒quizá cada vez más‒ a pesar de lo inferible de su necesidad.

Hablo de una justicia que solemos creer dependiente del develamiento como acto de evidencia de La Verdad. Sin embargo, no solemos advertir el peligro del juicio fácil contra las máscaras que estructuran nuestras vidas y la incomprensión de su necesidad.

Probablemente a ello se deba mi suspicacia hacia el trabajo de Günter Wallraff. Este último, en tanto que artífice de una poiesis, resulta poco creíble al confrontar su escritura con la ingenuidad que puede implicar el no advertir que su labor es la habitación de un intersticio, la constitución de un entrecruce como manera de comprensión de materialidades concretas a partir de la densidad ontológica de un ejercicio escritural del lenguaje verbal, lo cual implica el problema de la mediación de este último, además de su compromiso ‒también problemático‒ con la densidad ontológica de los fenómenos del mundo a los cuales refiere.

Por ello resulta paradójico que un escritor que ha hecho del artificio su oficio, como todo buen poeta, declare: «hay que disfrazarse, para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y desfigurarse para descubrir la verdad». Son las palabras de un escritor que también se ha dedicado al periodismo encubierto para acceder a materialidades concretas de la vida que se antojan inaccesibles para muchos de nosotros ‒y también para muchos de los colegas de Wallraff‒ porque puede ser difícil que un trabajo periodístico pueda tener un carácter testimonial semejante al del también narrador alemán, quien ha vivido de primera mano ‒por lo menos aparentementela vida de un cuerpo sujeto a dinámicas de consumo y producción, implicadas en la propia explotación laboral de la cual es parte como sujeto de la misma.

Quiero ser justo con dicho autor y tratar de entender a qué se refiere cuando habla de ‘Verdad’. La primera claridad que me parece importante tomar en cuenta es la del esfuerzo del periodista por lograr constituir condiciones especiales que le permitan acceder a materialidades concretas, en ese sentido únicas, implicadas en una habitación de la vida constituida por lo laboral. Efectivamente, ello depende de la dificultad de conseguir a través del propio cuerpo ‒en carne propia‒ el testimonio de su sensación; la sensación de un cuerpo vivo de su propia explotación.

Wallraff, en condiciones relativamente semejantes y comunes, consigue también el testimonio de sus compañeros como cuerpos vivos sometidos a problemáticas condiciones laborales. Dicho testimonio, por lo especial de su circunstancia, lo considero todavía más importante que el propio discurso de Wallraff como periodista encubierto. Ello lo digo sin subestimar los terribles riesgos, circunstancias y consecuencias de muchas de las decisiones del autor alemán, varias de ellas nada sencillas apelando a mi mera imaginación.

La relevancia que le concedo al testimonio de los compañeros de Wallraff en relación con el trabajo de dicho escritor tiene que ver más con la posibilidad de poder advertir al cuerpo común de los mismos en su habitación de lo laboral y la dinámica de la misma, manifiesta a través de su testimonio del día a día de sus propios cuerpos, los cuales, a su vez, constituyen dicha forma de vida; un cuerpo común ante la institución como adversidad de la vida laboral. Una aesthesis del cuerpo común que también parece haber logrado Wallraff con sus compañeros, en tanto que habitación de su sensación. En esa medida, ello también podría implicar la posibilidad de entender al discurso del también poeta como: una habitación poética de dicha circunstancia.

    Es aquí cuando parece que puedo comprender de mejor forma la postura antes citada del también periodista, aparentemente en relación con La Verdad. Me posiciono de esta última manera ya que, podemos deducir, Wallraff en la cita anterior no está hablando propiamente de La Verdad sino de las densidades ontológicas del disfraz, la máscara, el engaño y el desfiguro como elementos de una lógica de la apariencia capaz de estructurar nuestras vidas y que, por lo tanto, podríamos inferir, participan de los aparentes hechos y sus interpretaciones, que solemos identificar con La Realidad, La Verdad y El Absoluto. Ello pone sobre la mesa que resulta tan problemático afirmar: “Todo es mentira” como “Todo es verdad”.

El escritor comienza su relato dando cuenta de su proceso de entrenamiento para llevar a cabo su labor como obrero de la fábrica a la cual ha ingresado. En el condicionamiento que implica, Wallraff advierte una huella tanto fisiológica como psicológica en quienes se sujetan a tal dinámica, en este caso: la compañera de trabajo que lo instruirá. Se trata de una serie de epifenómenos de la normalización de un cuerpo:

Una mujer me inicia en el trabajo. Lleva ya cuatro años a la cadena, y ejecuta su labor «durmiendo», como ella misma dice. Sus facciones se han endurecido como las de un hombre. Después de dos días de iniciación, la mujer se traslada al lavado de coches. No está satisfecha con el traslado. Teme por sus manos, que se empapan de gasolina. Pero nadie le pregunta con respecto al particular.

Es sugerente que Wallraff utilice ‒quisa de manera llana‒ la palabra: ‘inciación’, la cual tiene, por lo menos en español, una acepción o carga simbólica que remite al espíritu y sus transformaciones, capaz de constituir la renovación o cambio de nuestras formas de vida y, por lo tanto, del ejercicio de hábitos y dinámicas que estructuran nuestras habitaciones del cuerpo. La compañera de Wallraff evidencia en su aspecto un maltrato y un abandono de sí misma; una deshabitación de su cuerpo que la ha mecanizado, al grado de ser capaz de una automaticidad semejante al sopor en su zona de trabajo según ella misma, nos cuenta el narrador. Hay una preocupación, sin embargo, por el maltrato de sus manos al empaparse de gasolina. Sería inferible pensar que dicha preocupación tiene que ver con el aspecto tan inmediato y visible de tales extremidades como en el hecho de que las manos constituyen un recurso importantísimo para nuestra relación dinámica con el mundo, su contención, aprehensión y sujeción ‒en términos latos‒ de todo aquello que podamos alcanzar con los puentes al mundo que son nuestros brazos.

Tal alienación es advertida por el narrador en sí mismo, personaje protagónico de su relato:“A las 15.10 en punto se pone en marcha la cadena. Después de tres horas, yo mismo soy cadena. Siento el movimiento de la cadena como un movimiento dentro de mí”. Según el testimonio de Wallraff, la motricidad de la vibración atómica de la herramienta de trabajo que también es el área de su labor (tiempo y espacio del mismo) condicionan su ritmo vital, teniendo hondas repercusiones anímicas. La repetición de tal mecanicidad influye en el cuerpo del protagonista como una disonancia incompatible con el ritmo vital del cuerpo de un hombre. Una falta de sintonía que absorbe la sensibilidad y emotividad que constituyen nuestra sensación. Pensando de manera muy básica el fenómeno de lo mecánico, quizá podemos afirmar ‒o por lo menos inferir‒ que la herramienta, su eficiencia y funcionalidad han alienado y consumido a su ejecutante, lo han instrumentalizado. La alienación también consiste en una identificación entre el ser humano y sus instrumentos.

Una evidencia de lo anterior es detectable en otro de los testimonios de uno de los compañeros de Wallraff: “Entonces se trabajaba en cadena más cómodamente. Donde antes, en una cadena, había tres trabajadores, hoy trabajan cuatro en dos cadenas”. El anónimo trabajador da cuenta de una época en la que había más sintonía y comprensión de la misma como parte de la dinámica laboral. Se recurría a una fuerza humana más correspondiente con la herramienta a emplear, lo cual implica cierta consciencia de la diferencia entre herramienta y humano, que permitía una mejor habitación de dicha dinámica laboral. Habría que pensar o inferir que, quizá, incluso había mayor eficiencia en la dinámica en cuestión. Sin embargo, más que los resultados como evidencia de la satisfacción del ejercicio, parece más importante la satisfacción de las expectativas iniciales de los propietarios, sin pasar por el examen de la racionalidad de las mismas y sus condiciones de posibilidad. Parece que cualquier argumento al respecto estorba a la productividad deseada como interés privado y, por lo tanto, a los propietarios del mismo.

Quizá valga la pena advertir una posible relación entre tal sujeción y la alienación antes mencionada: imponer a la misma como sujeción de los cuerpos vivos a través de su identificación con la herramienta, lo cual también implica concebir al cuerpo humano como herramienta, instrumento, máquina y mecanismo, a través de facetas análogas de los ejercicios de producción y explotación que han sido impuestos a través de la necesidad de dichos cuerpos como condiciones de los propietarios empleadores de la empresa. Es aquí donde podemos inferir la irracionalidad o la barbarie que Wallraff parece querer constatar:

El hombre Refa va de acá para allá con el cronómetro y nos observa cautelosamente. Pero lo conozco. Ya sé que luego será despedido alguien o le caerá más trabajo encima. Pero J. no se queja. «Se acostumbra uno a ello. Lo principal es que aún estoy sano. Y cada semana, unas botellas de cerveza.» Cada día, al terminar el turno, a las 23.40, hace un par de horas extraordinarias y barre, con otros dos, nuestro departamento.

El término ‘Refa’ empleado en la traducción del relato de Wallraff remite a la palabra: ‘Refacción’. Se trata de un diminutivo que refiere a un dependiente del área de fabricación de refacciones de una fábrica automotriz, aunque también es un término utilizado para el obrero común de la misma. Sin embargo, el autor alemán parece también querer indicar su carácter deleznable, prescindible y sustituible, en tanto que llegue a dejar de ser capaz de la eficiencia propia de un instrumento o herramienta. La función del empleado del cual habla el escritor es la de vigilar el sostenimiento del ritmo de producción, por parte de los cuerpos que están sujetos al mismo al llevar a cabo dicha dinámica laboral. Wallraff sabe que el hombre Refa es un ser susceptible de explotación y que sólo aparentemente posee mayor privilegio por su puesto de trabajo; dicho capataz es tan sustituible como cualquier otro empleado.

El escritor hace un énfasis en la aceptación de dicho capataz de su propia circunstancia. Dicho consentimiento se manifiesta en su voluntad de hallar y aprovechar desahogos, cambios de ritmo de su corporalidad, a través de dinámicas lúdicas de esparcimiento que incluyen el recurso de la ingesta de sustancias como el alcohol, el cual también puede armonizar a la fisiología humana sujeta al ritmo de la explotación, la producción y el consumo del propio cuerpo implicado en el cumplimiento de una jornada laboral, por parte de quienes llevan a cabo su propia explotación, sujetos por su necesidad.

Sin embargo, si puede ser advertible algún privilegio en tener un trabajo menos comprometido para el cuerpo (por lo menos aparentemente ya que puede ser igual de desgastante la angustia relacionada con tener más responsabilidades y dar cuentas de las mismas a uno o más patrones), Wallraff parece intentar evidenciar tal contraste en relación con una corporalidad más comprometida con su explotación:“Uno de los de la cadena de mi sección cuenta cómo el cambio constante de turno en la cadena «porco a poco, pero firmemente» va echando a pique su matrimonio. Es un joven casado ‒tiene un niño‒, y desde hace dos meses es nuevo en la cadena”.

Advertimos la sujeciónde un cuerpo a estadios y ritmos abruptos, capaces de desarmonizar una fisiología, disonantes en relación con la sintonía con uno mismo que implica nuestra armonía. Se trata de la imposición del ritmo mecánico de procesos de consumo y producción a un cuerpo cuyo ritmo vital puede ser incompatible, de manera importante, con los mismos. Se trata de un cuerpo vivo que necesita reposos y descanso, además de la relación de estos últimos procesos con las condiciones biológicas implicadas en el cambio de ritmo fehaciente en fenómenos como la temperatura ambiente y el acceso a la luz solar. De éstas dependen procesos naturales de nuestro cuerpo como el sueño y la vigilia. Se trata del consumo de nuestro cuerpo vivo, absorbido por la maquina con la cual se obliga a dicho trabajador ‒siguiendo a Wallraff‒ a identificarse: “Cuando llego a casa ‒dice‒, estoy tan cansado y hecho polvo, que me pone nervioso cualquier movimiento del niño. Para mi mujer soy, sencillamente, inabordable. Veo venir el divorcio. Lo peor es el turno de tarde. Mi mujer, desde hace algún tiempo, está en casa de su madre con el niño. Casi lo prefiero”.

El autor alemán, dando continuidad al testimonio de dicho joven obrero, da cuenta de la falta de contemplación de la importancia de estadios vitales propios de nuestra humanidad y relacionados con nuestra animalidad como los implicados en la posibilidad de compartir, ser y hacer familia. La familia entendida como cuerpo común y, por lo tanto, manifestación de nuestros afectos comunitarios. Ello también incluye la posibilidad de fenómenos de lo lúdico, habitaciones de nosotros mismos a través de las cuales compartimos porque nos compartimos. Esta posibilidad, sin duda, resulta un fenómeno nuclear en la vida familiar, tanto en la relación de pareja como en la relación entre padres e hijos.

Sería interesante preguntarse: ¿qué tanto nuestro compromiso con las dinámicas de consumo y producción de todo ámbito laboral, a su vez comprometido con la satisfacción de toda clase de deseos y expectativas incluyendo las relacionadas con nuestras dinámicas de consumo, tiene una estrecha relación con el debilitamiento y rompimiento de nuestros vínculos, relaciones y afectos comunitarios por habernos abandonado al hacer a un lado la posibilidad de habitarnos para ser cuerpo común? ¿Qué relación tiene dicha problematicidad con los más terribles fenómenos de nuestra cultura?: “Cada uno está tan absorbido en sus manipulaciones, que fácilmente pasa por alto a los otros. Lo que agota de la cadena es la constante monotonía, el no poder hacer una pausa, el estar completamente entregado. El tiempo pasa, atormentando lentamente, porque resulta vacío. Parece vacío, porque nada verdaderamente humano sucede”.

Lo interesante de la imagen anterior es la posibilidad de pensar la desterritorialización de nuestra subjetividad a través de dicho proceso de alienación. Wallraff parece describirnos tanto a la cadena de producción como a una sociedad de individuos deshumanizados y sujetos por la inercia mecánica de su abandono. El abandono de sus cuerpos, resultado de su compromiso ‒a través de su necesidad‒ con una sociedad de consumo y producción. Una sociedad resultante de su propia explotación; la sociedad como resultado de la propia cadena de producción, alacabar convertidos en engranes de la misma: cuerpos sujetos y condicionados a la inercia del abandono implicado en su deshabitación:

Tenemos la sensación de estar flotando en el aire y de hallarnos fuera de sitio. Nuestro futuro termina, y el «defecto de producción» sigue aún corriendo. Al día siguiente, todavía no ha sido reparada la falta. Puesto que el tercer día estamos en las mismas, no creemos ya en lo del «defecto», y al cabo de una semana sabemos que, una vez más, todo fue pura racionalización.

El anterior testimonio de uno de los compañeros de Wallraff remite a un momento en el cual a los trabajadores se les obliga a integrar una acción más a la dinámica que tienen que llevar a cabo en la cadena de producción: la reparación de un defecto de producción. Ello implica un agotamiento extra que rebasa sus potencias, lo cual se evidencia en no poder solucionar dicho defecto a través de la supresión de su emergencia. El defecto de producción se manifiesta como una constante de la propia cadena de producción. La solución de dicho defecto… se evidencia como expectativa del cumplimiento de lo imposible por parte de los patrones y propietarios de la empresa.

Es sugerente cómo el trabajador advierte su sobreexplotación y la identifica con un ejercicio perverso de instrumentalización de la razón, lo cual, paradójicamente, se manifiesta en la tendencia de dicha sujeción a la irracionalidad a la que refiere lo absurdo. También parece advertible el abandono del cuerpo en tal desafío condicionante a nuestras potencias vitales, siguiendo el testimonio que recoge el escritor: la pérdida del centro del cuerpo manifiesto en la sensación de flotar como entrega del cuerpo; el fenómeno de una vida que, para sobrevivir, decide ceder a una fuerza mayor a la suya.  La sensación de hallarse fuera de sitio que implicaría no estar en el cuerpo sino en la dinámica de la herramienta que se manipula, se trata de un condicionamiento alienante tendiente a la normalización. Wallraff nos ofrece la imagen del cuerpo explotado, siendo usado como una herramienta mecánica; la imagen de un cuerpo manipulado; la manipulación a la que podemos llegar a estar sujetos en tanto que cuerpos vivos.

Nuestro autor sigue haciendo énfasis en las huellas somáticas de dicha explotación: “Algunos están marcados por la cadena. Las manos de un montador de puertas comienzan a temblar regularmente cuando no ha podido terminar y tiene que correr detrás del coche”. En este fenómeno vemos la incompatibilidad condicionante entre el vibrar de un fenómeno maquinal y mecánico y el de un cuerpo vivo correspondiente con estadios de actividad y reposo. El correr del trabajador al que remite Wallraff se antoja efecto del condicionamiento de nuestra anatomía a la automaticidad de la máquina, a través de los ritmos imposibles de la misma. Ello cuestiona el supuesto sentido de las herramientas que hemos creado como facilitadoras de la vida. Parece que hemos hecho de ellas entidades a las que nos sujetamos al identificarnos alienantemente con las mismas, al grado de deshumanizarnos: “Otro no sabe conversar si no es vociferando, aunque se esté junto a él. Estuvo muchos años en otra sección de la cadena en que había tal estrépito, que era necesario dar voces para entenderse. Ha conservado esta costumbre”.

En el ejemplo anterior podemos apreciar cómo el cuerpo se condiciona a través del hábito. Siguiendo a Wallraff, podríamos inferir que dicho trabajador ha adquirido una hipoacusia debida al constante estruendo al cual estuvo sujeto. Dicha condición, se puede sospechar, no le permite reconocer el propio volumen de su voz o por lo menos el necesario para ser escuchado ni siquiera por quien está cerca de él. Sin embargo, también sería sugerente pensar que el simple estadio de dicho trabajador en su lugar de trabajo lo lleva a la inercia de tal condicionamiento: hablar en su trabajo de tal forma para darse a entender, sobre todo si las dinámicas del trabajo pesado de una fábrica pueden llegar a representar ‒tanto por descuido y falta de atención como en las condiciones propias de su cotidianidad‒ un riesgo. Podría inferirse una asociación de dicho trabajador entre: estar en el trabajo, estar seguro y hablar de manera estruendosa para darse a entender. Vemos en ello una posible alienación de dicho trabajador con el estruendo del ruido de la máquina, el cual, por lo tanto, se ha convertido en su voz.

Me permito una breve digresión. Si dicho trabajador padeciera una hipoacusia, ¿por qué su servicio de salud ‒que se supondría adscrito a la seguridad social‒ no lo ha atendido adecuadamente después de tanto tiempo, por lo menos para saber si su problema es de carácter físico, psicológico o de ambos tipos? Como el propio periodista nos hará advertir, tanto las condiciones laborales de la fábrica como las prestaciones de la misma resultan sumamente problemáticas. Los problemas están dentro y fuera de la fábrica y, por eso, también llegan a casa.

En tal clase de fenómenos podemos advertir los peligros de nuestro compromiso con una lógica de la identidad, la cual también se activa, siguiendo al escritor alemán, a través de nuestra identificación entre el funcionamiento de las herramientas, su mecanicidad y las potencias de nuestro cuerpo. En tal intercambiabilidad y sustituibilidad entre las mismas se manifiesta nuestra capacidad de habitar y abandonar nuestra sensación de los fenómenos del mundo, así como la posibilidad de habitarnos o abandonarnos, dando pie está ultima posibilidad a que una alteridad, también implicada en los fenómenos del mundo ‒también capaz de inducirnos a la heteronomía‒,nos invada y ocupe: “Otro me cuenta que a él «la cadena no le deja descansar ni aun de noche».  A menudo se levanta soñando y ejecuta mecánicamente los movimientos de manos que estereotipadamente ha ejecutado durante el día”.

Es advertible en este último ejemplo la invasión de una alteridad capaz de heteronomía, al grado de mecanizar a un cuerpo, constituyendo y consumando así la alienación del mismo. Es sugerente que Wallraff dé cuenta, a partir del testimonio de su compañero, de una especie de sonambulismo que remite a la animalidad de nuestro cuerpo que, por su condición matérica, mantiene una relación con La Naturaleza y, por lo tanto, con la inconmensurabilidad de esta última, y, por lo tanto, con la indeterminabilidad de las potencias de nuestro cuerpo como fenómeno material, en el cual, por lo tanto, es inferible la posibilidad de la habitación del inconciente.

Hay un momento muy sugerente en el relato de Wallraff, en el cual se explicita una relación entre la rigidez del cuerpo y el abandono de este último. Es sugerente pensar en la rigidez como manifestación de una inhibición del movimiento natural del cuerpo, según las dinámicas motrices correspondientes con las formas y estructuras de sus partes y órganos constitutivos. Quizá sería interesante pensar dicho fenómeno como una parálisis proveniente del propio cuerpo, como recurso del mismo ante una determinada circunstancia y, quizá, resultado de su automatismo. Una situación semejante al sometimiento de la inercia del peso de un cuerpo sobre otro, recurriendo a una analogía: “Muchos tienen, durante el trabajo, una expresión nerviosa y excitada en el rostro. O una mirada rígida. Son, sobre todo, aquellos que llevan ya muchos años; se han hecho insensibles, y no perciben lo que sucede a su alrededor. También en el descanso de media hora es tema número uno el descontento por el trabajo. Los obreros se sienten estafados”.

Es sugerente, apelando a la imagen anterior, como Wallraff parece advertir un fenómeno semejante a la ansiedad por parte de algunos trabajadores ‒podemos inferir que es el caso de los recién iniciados‒ mientras que los demás han generado ‒probablemente como manifestación de un recurso de sobrevivencia de nuestro organismo‒ una coraza somática en la que consiste su rigidez como habitación de su angustia. Ello implica que esta última no pueda salir de tal coraza porque la misma parece una posibilidad de lo impenetrable del cuerpo vivo, para que nada entre y lo lastime como fenómeno del mundo. Es entonces que podemos inferir la insensibilidad de la que nos habla el escritor alemán.

En mi humilde opinión, más que insensibles, dichos trabajadores se han vuelto indolentes en un intento de reprimir su sensibilidad, la cual probablemente identifiquen como causa de su sufrimiento. Para defenderse de su entorno, siguiendo a Wallraff, han anulado la sensación del mismo. En ello radica el abandono de nuestra sensación y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad, nuestra aesthesis le llamarían varios estudiosos de la Estética. Tal deshabitación, podemos inferir, resulta un acto de inhibición y represión como huella somática del dolor padecido, manifiesto en dicha rigidez.

La amargura de tal miseria, parece sugerir el también periodista, se manifiesta en la maledicencia angustiada que implica la habladuría, cuyo contenido, en este caso, es la queja del trabajo como lamento por su circunstancia, probablemente el padecimiento mismo de su propio abandono de sí mismos; saberse sujetos voluntarios de dicha forma de vida los angustia. Adolecen la limitación aparente de un horizonte que no les ofrece salida y por ello se sienten estafados. La miseria compartida de la habladuría quizá sea su única violencia posible ante el poder de la empresa, como acto compensatorio ante el sometimiento de la sujeción que viven:

‒Somos peones de ayuda de la máquina. Lo principal, que se llene el cupo de producción ‒dicen.

     «¿Quién significa más que un número de siete cifras?» (Cuanto más bajo es el número de control, mayor es el rango del portador.) […]

            Wallraff parece querer mostrarnos a través del testimonio del trabajador al cual le ha dado voz, cómo estos obreros son conscientes de que su pertinencia y relevancia está supeditada a la maquinaria de la fábrica. La valía de los trabajadores es menor que las máquinas con las que trabajan, evidenciándose como herramientas ancilares y sustituibles, remplazables como si, más bien, se tratara de las refacciones de las herramientas con las que trabajan. Herramientas que, a partir de la imposición de una actividad de producción impuesta por el propietario, domina a los trabajadores en lugar de que los trabajadores dominen dichas herramientas como fenómeno de la armonización que significa nuestro autodominio como cuerpos vivos. En esto consiste la dominación del propietario, siguiendo al autor.

            Me parece relevante recordar cómo, según Kant, el valor es variable e intercambiable, lo que tiene valor es susceptible de intercambio y variación. Por ello, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor sino dignidad. Sin embargo, como parece querernos advertir Günter Wallraff, los trabajadores de la fábrica tienen valor para la empresa, no dignidad, y, por ello, para los empresarios los obreros son remplazables, sustituibles y deleznables. Los obreros valen de acuerdo y en proporción geométrica al beneficio económico implicado en su productividad y, por lo tanto, fuerza de trabajo. Son objetos de intercambio, seres intercambiables y sustituibles en relación con el valor económico que representen, siguiendo al narrador:

‒Yo llevaba más de cinco años en G., sin haber estado enfermo una sola vez, cuando tuve un accidente. Entonces, cada tres días se me emplazaba para visitar al médico. Hasta que se pasó de la raya y dijo: «Cuándo esté usted útil para trabajar, lo determino yo.» Parecía como si estos emplazamientos fueran esquemáticamente ordenados por una máquina. Pues mi maestro me conocía y sabía que yo, no sin razón, estaba de baja.

Antes de proseguir este análisis, me detengo brevemente en advertir que la palabra ‘maestro’ de la cita anterior tiene otra acepción en alemán. Meister que sería la palabra ‘maestro’ en dicha lengua, no sólo remite a quien se dedica a la enseñanza sino también a quien ejerce y domina un oficio. En el caso de la cita anterior, en el testimonio del trabajador recogido por Wallraff, dicho empleado se refiere a su jefe inmediato.

Lo que nos comparte el relato de Wallraff da cuenta de la indolencia de la empresa como dispositivo, al ser capaz de negar y anular la dignidad de sus trabajadores. Un trabajador con buena salud que ha sufrido un accidente y que no tendría motivos para suponérsele alguna irresponsabilidad o maña de su parte, se ve subestimado a través de la negligencia que implica obstaculizarle el acceso a un justo y adecuado servicio médico, a pesar de corresponder con el cumplimiento de su trabajo, lo cual garantizaría sus derechos laborales. Manifiesta en su testimonio cómo el médico encargado de su caso tiene que oponerse a la arbitrariedad de la empresa cuando esta última emplaza de manera injustificada sus consultas, careciendo dicha coerción de apego alguno a la racionalidad del ejercicio clínico implicado en tal vocación. Podemos inferir que ello buscaba la satisfacción de las expectativas de producción de la empresa. En ese sentido, efectivamente, dicho anónimo trabajador tiene razón: una máquina esquemáticamente ordenaba los emplazamientos de sus visitas al médico: la maquinaria de la empresa como dispositivo.

Con ello se evidencia cómo para la empresa el trabajador tiene un valor en relación con las ganancias implicadas en la productividad de la que depende la explotación de su fuerza de trabajo. Estamos ante la perversa instrumentalización de la razón capaz de aparentes argumentos que intentan legitimar a la indolencia a través de su racionalización:“El médico de la empresa determinó que fuera unos meses al departamento de heridos. Me encargó: «Diga esto a mi maestro.» El maestro no me dejó marchar. Los tres primeros días me ayudó alguien en el trabajo. Después tuve que hacerlo solo, como antes. Los efectos del accidente no se curaron del todo en mucho tiempo”.

Con base en la productividad de los cuerpos ‒y, por lo tanto, con base en la posibilidad de su explotación‒ es que los cuerpos valen en relación con sus ganancias, son pertinentes o, en el caso de que dejen de ser productivos, son desechables. En ello radica, por parte de la empresa, el fomento de una alienación como sujeción deshumanizante,al negársele a los trabajadores su dignidad, más que invisibilizada, anulada arbitraria y, por lo tanto, irracionalmente, a través de la normalización de la indolencia implicada en el régimen axiológico de dicha institución, erguido por el criterio de la mayor ganancia implicada en la mayor productividad posible, con la que está comprometido el consumo de los cuerpos vivos sujetos por ella: “El que se hace viejo y no puede ya seguir el ritmo de tiempo, recibe un puntapié. Ha llenado su época de servicio y cumplido con su obligación. Debe marcharse, o recibe un trabajo peor pagado”.

Wallraff recoge la declaración de un recién llegado que manifiesta el aturdimiento de su alienación:“Estamos aquí como tontos ‒dice, indignado, un trabajador de veinte años que aún no está acostumbrado a marcar”. Se refiere al aturdimiento del sometimiento a la maquinicidad del ritmo de la cadena de producción como disciplinamiento de los cuerpos vivos. Es sugerente cómo dicho aturdimiento puede implicar una reducción de consciencia y autoconsciencia, manifiesta en la posibilidad de nuestra irreflexividad: el abandono de nuestra reflexión como otra posibilidad del abandono de nuestro cuerpo y olvido de nosotros mismos. ¿Será posible que la reducción de la alienación de esta clase de ritmo de trabajo pueda culminar con el estadio de la mera apercepción, la percepción de sí mismo? Ello sería inferible como un estadio de cosificación que implicaría hacer de complejos sujetos y sus cuerpos vivos meros objetos simples y, por lo tanto, manipulables. Antes de juzgar llanamente a tal posibilidad, recordemos que dicha condición puede partir y ser resultado del estadio por el cual el cuerpo ha optado para sobrevivir ante semejante circunstancia.

            Tal reducción, parece querer mostrarnos nuestro autor, tiene que ver con una parcialización de la perspectiva como parcelación de la vida y reducción del espacio y tiempo como condición vital y, por lo tanto, condición de la movilidad de todo cuerpo vivo. Al trabajador se le sujeta a los límites inmediatos que lo constriñen al quehacer expedito de su actividad laboral y productiva asignada, para la cual únicamente es pertinente en tanto que engrane de la herramienta que utiliza, parte de la maquinaria que es la fábrica:

No conozco el proceso completo de producción. Sé que en la nave 4 hay miles de trabajadores. Dónde y cómo están metidos, lo ignoro. No sé más que lo que pasa en la cadena en mi inmediato rededor. Todos confían en la lotería. «Si acierto “los seis” ese mismo día me largo de aquí.» En la columna, sobre el extintor de fuego, alguien ha dibujado una caricatura: Un trabajador meándose en la cadena. Debajo pone: «¡¡Seis aciertos!! ¡¡Adiós y muy buenas!!»

Estamos ante el testimonio de cierta clase de aislamiento que anula la diversidad y ampliación de relaciones y comunicaciones mayoritarias entre los trabajadores de la fábrica. Se anula el encuentro de su totalidad al suprimirse dicha experiencia como peligro de una unidad que contravenga los intereses de la fábrica y que sea capaz de generar posibilidades de convivencia que dispersen a los trabajadores y sean motivo de distracción y abandono de su quehacer productivo, además de mermar la eficiencia de este último como condición de las ganancias de la empresa. Se obstaculiza de manera más clara, o por lo menos se limita, la posibilidad del encuentro con los demás como potencialidad del fenómeno de un cuerpo común y, por lo tanto, la posibilidad de sus afectos comunitarios.

Sin embargo, hablando de este último tópico, es sugerente que el último reducto del juego o de lo lúdico esté depositado en la esperanza de dejar el trabajo a través de ganar la lotería. Una posibilidad remota y salvífica que evidencia al humor como parte de la estrategia de sobrevivencia de un cuerpo vivo para no perderse del todo en su posible alienación,en tanto que el humor también es un fenómeno crítico de autoconciencia, una habitación de nosotros mismos,aunque ésta sólo parezca posible a través de la imagen de una improbable liberación, estado semejante al Paraíso:“La cadena sigue su camino sin piedad. He de volver a mis botes de barniz. Dos o tres coches han rebasado mi lugar mientras estaba arriba, y he de ir tras ellos. Mi trabajo se vuelve así más rápido y sucio. Como en tono de burla, en la tarjeta corriente están grabadas estas palabras: «¡Calidad se llama nuestro futuro!»”.

Lo que podríamos llamar: biodinámica del cuerpo humano tiene que someterse a la velocidad de una máquina irreflexiva e indolente. Un cuerpo no-vivo incapaz de tales posibilidades de la sensación de un cuerpo vivo; la habitación vacía de un movimiento programado que condiciona al cuerpo vivo de un ser humano a la irreflexividad e indolencia como resultado de su deshabitación. La promesa de calidad que señala Wallraff, impresa en las tarjetas corrientes, son una máxima de conversión ‒recordemos el uso del concepto de iniciación por parte del escritor alemán‒ a la deshabitación que implica quedarnos sin espíritu (mejor dicho, sin alma), al olvidarnos de nosotros mismos, al abandonarnos para reducirnos, menos que a máquinas, a la mera eficiencia de estas últimas; convertirnos en objetos desalmados.

La iniciación laboral que sugiere nuestro autor resulta comprometida con todo lo opuesto al crecimiento espiritual de una iniciación en términos tradicionales. Estamos ante la alienación del compromiso del Progreso como horizonte y objetivo de la técnica,como pautador del futuro y, por lo tanto, ante la pretensión del cierre de sentido de este último; la imposición del planteamiento del futuro como el cierre definitivo del sentido de nuestras vidas ‒la pretensión, por ejemplo, del Fin de la historia‒: nuestra conversión en máquinas desalmadas: irreflexivas, indolentes y, por lo tanto, eficientes:

El jueves, después de comer, se pone en práctica un ejercicio de supuesto incendio para todos los que trabajan con el barniz. El maestro de tal ejercicio enseña a todos, por separado, la técnica del extintor de fuegos. Dice que todos y cada uno están obligados a combatir el incendio, hasta que venga el cuerpo de bomberos, «valiente y esforzadamente y aun con riesgo de su vida, para salvar las máquinas más valiosas». Lo que no aclara es cómo salvar la vida en estas circunstancias. Dice también que hay que tener cuidado con un «extintor de fuegos automático muy eficaz». Cuando se declara el fuego en el sector de la nave en que están las máquinas más valiosas, automáticamente se pone en funcionamiento el extintor. «Después del toque agudo deben abandonar esta sección en el intervalo de 10 a 15 segundos. De lo contrario, quedarían sin conocimiento por efecto del torrente de productos químicos y morirían víctimas de las llamas.» Por último, comprueba la asistencia de los convocados. A los alemanes les da el tratamiento de «Herr…»; en caso de trabajadores italianos, turcos o griegos, omite el tratamiento.

Según Wallraff, la empresa expone a sus trabajadores a condiciones de peligro para salvar a las máquinas por encima del ser humano, reducido a la valía de su eficiencia. Ello evidencia el ser considerados meras herramientas para llevar a cabo un trabajo ‒incluyendo el del resguardo y salvación de las máquinas con las que los manipulan cuando las manipulan‒, herramientas de las cuales se puede disponer ante peligros mortales concretos, incluyendo circunstancias químicas que no contemplan alcuerpo vivo de un ser humano como cuerpo susceptible del peligro de estar en contacto con dichas sustancias; las mismas condiciones de eficiencia para sofocar tal clase de siniestros contemplan el resguardo y salvación de las máquinas, no consideran el bienestar de los trabajadores, ya que la eficiencia de dichas condiciones, como señala el maestro de tal procedimiento, implica la probabilidad del alto peligro de una intoxicación química de los empleados involucrados en dicha labor.

Lo importante para los propietarios de la empresa es el daño material que implicaría la pérdida de las máquinas de las que depende la producción de dicha institución y, por lo tanto, la pérdida de la propiedad de las mismas. Esta última constituye el poder fáctico de los propietarios. Se le exige a los trabajadores coraje para llevar a cabo dicho resguardo ante la adversidad de un incendio. Sin embargo, ¿cómo pedirle coraje a un cuerpo sujeto a través de su necesidad y, por ello, tendiente a la mezquindad de su egoísmo cuando se le ha condicionado a creerse objeto de valía y no de dignidad?

Por si fuera poco lo anterior, la reducción a tal eficiencia es susceptible de agudización: los empleados inmigrantes padecen el racismo de sus jefes por su extranjería. Se les quita el trato de Herr (‘Señor’ en alemán), el cual implica un mínimo reconocimiento social entre los varones adultos alemanes ‒probablemente con el fin de llevar a cabo un ejercicio paternalista sobre dichas personas para ser tratados como niños, con la indefensión y subestimación del caso‒, como parte de una subordinación de por sí problemática e injusta, nos comparte el periodista alemán. Resulta sugerente pensar que la extranjería de dichos empleados sea considerada como la razón suficiente para ser subordinados con tal injusticia. Ello implica pensar a la nacionalidad como una propiedad de quien la posee por estar en el territorio en el cual nació,y a los ciudadanos reconocidos de un Estado-Nación como propiedad de este último. No me parece superficial poder llegar a inferir al Estado-Nación como el gran modelo de nuestras instituciones como normalizadoras de dinámicas de consumo y producción.

Sin embargo, no siempre fue así según las voces que encuentra Wallraff: “Antes eran otros tiempos. Íbamos juntos, los domingos, con las familias. Incluso entre cinco llegamos a montar un coche. Teníamos todos el mismo «oficio» y éramos algo. Hoy son más solicitados los peones. Con ellos se puede hacer todo”. El trabajador apela a un reconocimiento perdido: “antes éramos algo”, dice el empleado refiriéndose al oficio que tenían. A dicha pérdida se refiere tal obrero cuando habla de la solicitud de los peones. Así enuncia la alienante reducción a meras herramientas de la cual hemos hablado; herramientas con las cuales, como ya hemos visto, efectivamente, se puede hacer todo, dicho con lo abierto e inconmensurable de tal posibilidad.

Es importante advertir cómo el testimonio establece una relación entre tal consecuencia y la escisión de los afectos comunitarios implicados en una convivencia entre trabajadores como posibilitadora de, incluso, una mutualidad o mutualismo. Se puede apreciar en ello una inducción a la indolencia a través de la sujeción a la necesidad por medio de la precarización de las condiciones laborales como estímulo del egoísmo, a través de la indolencia misma de los propietarios: “Yo me veo obligado a hacer normalmente horas extraordinarias. Habito una vivienda en la empresa: dos habitaciones, 138 marcos. Ahora el alquiler subirá a 165. La empresa la llama «vivienda social». Yo lo llamo «explotación de la necesidad de vivienda». No puedo permitirme el lujo de salir fuera en vacaciones”.

Es advertible la indolencia de los propietarios en la precarización de las condiciones laborales. Se trata de una inducción a la indolencia capaz de generar su cultura a través de nuestros estadios del mundo. Es a través de tal normalización que también nuestra cultura nos induce a nuestro malestar al hacer cultura. Ello se agudiza si renunciamos a la reflexión que implica el ejercicio de nuestra autonomía como vía para la comprensión de la que un cuerpo es capaz, incluyendo la sensación, sensibilidad y emotividad del mismo. Tal posibilidad como un posicionamiento opuesto a la indolencia.

El actuar indolente de los propietarios de la empresa genera la cultura con la que se conducen sus subordinados, propiciando la indolencia de los mismos y, por lo tanto, el malestar que los sujeta y motiva su egoísmo. No nos olvidemos de nosotros mismos al olvidar que nuestras acciones en el mundo y los estadios del mismo que llevamos a cabo a través de ellas también generan cultura por sí mismos. En la conciencia de esto último radica la comprensión de la importante diferencia entre estar en el mundo y habitarlo. No hay habitación del mundo sin habitación de uno mismo; no hay habitación del mundo sin autonomía.

El escritor alemán nos ofrece un magnífico ejemplo de la importancia de dicha comprensión:“Cuando el «dios de la nave» habla sobre la dignidad humana, menciona, entre otras cosas, «el alivio del calor» que hay en G”. Con ‘el dios de la nave’ Wallraff se refiere al supervisor del área de trabajo al cual el autor está subordinado. Dicho jefe inmediato enaltece las condiciones laborales correspondientes, al considerarlas amables con la temperatura de los cuerpos sujetos a dinámicas de explotación tan demandantes como las que ya he expuesto. Al respecto, el testimonio de los compañeros del escritor resulta contrastante:

Informo de esto a los trabajadores. Se ríen de mí.

‒Sí, la última vez que lo disfrutamos fue hace dos años. La cadena estuvo parada durante diez minutos. Después corrió mucho más aprisa. Lo principal es que el número de coches producidos esté de acuerdo con el plan previsto. Pausas de calor, practicadas de esta forma, son paparruchadas y pura teoría.

El trabajador al cual Wallraff le da espacio en su relato hace referencia a lo que la empresa llama: “pausas de calor”, descansos para los obreros con el fin de que no sufran algún percance debido a las altas temperaturas del área de trabajo. Se evidencia el posicionamiento crítico de dicho empleado, al advertir que dichos recesos no son ningún privilegio ni generosa renuncia por parte de los propietarios; la empresa recupera los minutos perdidos al acelerar la cadena de producción ‒adviértase que el bienestar del trabajador, incluyendo el tiempo del mismo, es una pérdida de dinero, no una inversión, según la empresa. Además, se puede inferir que la institución hace de tal supuesto cuidado una excusa para acrecentar la explotación ‒adviértase lo perverso de la estrategia. Todo ello planeado con la alevosía y ventaja que puede implicar ser el propietario privado de los Medios de producción:

Están previstos diez minutos de pausa cada tres horas, cuando el termómetro, a las nueve de la mañana, marca, a la sombra, 25 grados. El termómetro está colocado en la puerta principal, cerca de las salas de la dirección, donde constantemente sopla un fresco aire del Rin. Aunque haga un calor espantoso, el termómetro no señala nunca los 25 grados por la mañana. En los días de calor he medido la temperatura de nuestro sector de la nave. Trabajamos entre dos hornos de barniz, y casi nos morimos de calor. No es de extrañar; la temperatura es de 38 grados en las horas de mediodía. Aquí no llega el aire fresco del Rin.

            En las líneas anteriores, Wallraff expone como las condiciones materiales de las que dependen las llamadas: “pausa de calor”, están arbitrariamente montadas para beneficio del interés privado de los propietarios: la satisfacción de la producción deseada como principal objetivo. Los trabajadores dejan de ser fines en sí mismos para convertirse en medios para tal empresa. Siguiendo al escritor, se les ha negado el patrimonio del mundo que es su viento fresco, en este caso: el viento fresco del río Rin.

De tal manera podemos advertir cómo nuestros compromisos con un Futuro planteado por el Progreso y sus dinámicas de consumo y producción nos puede llegar a negar nuestra habitación del mundo, si renunciamos a la habitación de nosotros mismos.

El aliento de la noche

“No lo olvides:

caminamos por el infierno,

contemplando flores.”

Bashō Matsuo

Hace veinte años leí por primera vez Manuscrito hallado en una botella de Edgar Allan Poe. Su impacto fue tal que hasta ahora comprendo la definitiva influencia que tuvo en mi vida. Desde hace tiempo parecería obvio que así es. Algo que parece manifiesto en la franca decisión que surgió entonces de escribir y en el claro homenaje a dicho cuento en el título de mi único libro de narrativa publicado: Manuscritos hallados en un bote de basura. Sin embargo, con una particular espontaneidad que también apenas advierto y que no deja de sorprenderme, regresé a la habitación del aliento sabio del maestro como quien regresa a casa. Como alguien que vuelve a encontrarse consigo mismo.

            El relato del poeta posee un detonador principal caracterizado por la intensidad de lo álgido. Este corresponde con las sofisticadísimas inquietudes científicas del también gran narrador, manifiestas en el papel de la Naturaleza y sus materialidades en varios de sus relatos:

[…] cada momento nos amenazaba con ser el último de nuestra vida, las inmensas olas se acercaban para destruirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo creía posible y es un milagro que no nos hubiéramos hundido en un instante. Mi compañero se refirió a lo ligero de nuestra carga y me recordó las excelentes características de nuestro barco, pero yo no podía evitar sentir la absoluta desesperanza de la esperanza misma y me preparaba tristemente para una muerte que, creía, nada podía postergar más de una hora, ya que con cada nudo de camino que atravesaba el barco, el oleaje de aquel terrible y oscuro mar se volvía más amenazante. Por momentos, jadeábamos en busca de aire, alzados a una altura mayor a la del albatros; en otros, nos mareábamos por la velocidad del descenso a algún infierno de agua, donde el aire parecía estancado y ningún sonido interrumpía el adormecimiento del monstruo marino.

La dolorosa magnitud de lo sublime impresiona a un cuerpo confrontado con su propia finitud. Un sentimiento que implica la habitación de nuestra sensación que, podemos inferir, puede ser semejante a la que inspira el estar atrapado en las finitas fronteras de nuestra piel ante el mundo. Una experiencia cercana a la muerte por estar relacionada con su deducida semejanza con el último transcurrir de un cuerpo durante el momento inmediato de la extinción de su vida. No podemos escapar o ir más allá de nuestra finitud cuando ésta resulta sometida a un constreñimiento radical de la misma, semejante al cual nos presenta el escritor estadounidense. Sin tal constreñimiento, queda la libertad implicada en la posibilidad de nuestras huellas en el mundo como habitación o estadio del mismo. Una manifestación de nuestras potencias capaces de ir más allá de nosotros mismos, la cual implica una respectiva independencia de nuestros actos y sus fenómenos en relación con nosotros mismos, a pesar de la respectiva dependencia de dichos fenómenos a la indeterminabilidad de la contingencia del mundo y sus emergencias.

La imagen que nos ofrece el autor bostoniano es la de la indefensión de un cuerpo ante las potencias de la Naturaleza, quizá, en una de sus más radicales posibilidades. Es absurdo cuestionar dicha ley, valga el antropomorfismo, al igual que podría ser cuestionable nuestra pertinencia en varios de los ambientes de la misma. Si fuéramos muy puristas (e ingenuos) o tan sólo seres racionales que ponen a prueba los límites de sus argumentos y de su pensamiento mismo, quizá llegaríamos a preguntarnos: ¿qué hace un ser humano en alta mar? ¿Qué hace un barco surcando aguas que, en tanto que especie terrestre, quizá el ser humano jamás debió haber conocido? Sin embargo, nuestra capacidad de artificio, nuestra creatividad e inventiva, también comprometidas con esta clase de conocimiento,evidencian nuestra tendencia a la concreción y constitución de nuestra libertad y sus fenómenos, lo cual implica tanto la estructuración de nuestro poder y su facticidad como misiones más profundas y sofisticadas como las relacionadas con la posibilidad de llevar a cabo la investigación de nosotros mismos. Parece que la sensación de nuestra libertad,como habitación de las potencias de nuestro cuerpo, siempre serán el aliciente suficiente para tratar de concretar la problemática voluntad de ir más allá. En relación con lo anterior, la pregunta sería: si ello también implica la afirmación de nuestras vidas, más allá de la suficiencia de dicho deseo, ¿no estará manifiesta en él una necesidad?

Si no nos propusiéramos el acto de afirmación implicado en dicha voluntad, ¿qué nos quedaría? Probablemente tendríamos que dejar de actuar y, por lo tanto, de vivir para ser congruentes con la precaución inferible ante el supuesto y aparente peligro que puede ser la Vida atravesada por nuestra voluntad de vivirla. ¿Puede ser ello una opción? Pareciera que, en todo caso, resulta importante aprender a llevar a cabo dicha voluntad. ¿Cómo? ¿De qué forma? ¿Quién sería el maestro? Probablemente se trata de un arte, un fenómeno poético de la prudencia, que sólo podemos llevar a cabo todos y cada uno de nosotros.

El cuento de Poe nos habla de un cuerpo sometido por estadios de un ambiente adverso que implican la posibilidad de la supresión de las potencias y capacidades propias de nuestro organismo: la supresión del sonido como anulación de la audición; el desconcierto de un movimiento oprimido que implica la sujeción de su dueño a través de una movilidad ajena que el cuerpo no puede vencer ni mucho menos resistir, en este caso, la potente corriente del mar y los golpes embravecidos de unas olas conducidas por un clima extremo. Ello implica la radical novedad de texturas y temperaturas extraordinarias, maneras muy particulares de la sensación del aire y el agua, además de un contacto impreciso con la gravedad que implica, por lo tanto, el extravío de nuestro centro debido a la falta de suelo, una ausencia de teluricidad. Extraordinarias sensaciones, casi únicas,posibilidades lejanas de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, desafiantes fenómenos para la posibilidad de nuestra conciencia y su principio: nuestra percepción. En ellas está implicada una experiencia única de la sublime magnitud del mundo:una sensorialidad extraordinaria y muy particularde lo aéreo y lo acuático, además de lo radical de una experiencia como la ausencia de suelo. Fenómenos y manifestaciones de la Naturaleza de inmensas proporciones para las que nuestro cuerpo jamás ha estado del todo preparado, ni para el cual fue constituido por la Naturaleza misma.

En ello radica la escisión de los cuerpos descritos por el narrador estadounidense. El compañero del protagonista del cuento de Poe, en un intento de confianza con base en probabilidades asechadas ‒las precauciones para el viaje, siempre cuestionables ante lo inconmensurable de la Naturaleza‒, manifiesta un difícil optimismo que se antoja tanto un triunfo de la voluntad como un absurdo. Tal manifestación sólo logra un efecto contrario al de alentar al autor diegético de la narración: acaba inspirando una esperanza que se convierte en motivo de desesperación. Parece que no hay lugar para la esperanza en un cuerpo que vive la sublime magnitud de su dolorosa finitud. El autor nos habla de la esperanza como horizonte en el que se diluye lo probable en las aguas de lo imposible. Se trata de una experiencia de proximidad con lo definitivo: nuestra muerte, la muerte de un cuerpo vivo y su respectiva angustia.

En la narración la incertidumbre es inspirada por la oscuridad, la falta de aire, el ahogamiento y el frío como materialidades concretas de lo indómito de la fisis. La inmersión de un cuerpo estatizado por la supresión que implica un movimiento extraordinariamente mayor que lo subsume, propicia estadios de anulación del sensorio, en los que se limita este último, casi de maneracompleta. Como ya lo advertíamos, hay un énfasis en la anulación de la audición, la visión e incluso el olfato. Son experiencias diluidas, casi homogeneizadas. De hecho, el tacto también se homogeneiza en una experiencia extraordinariamente acuosa como si el cuerpo fuera, no sólo diluido, sino también absorbido por las aguas del mar. Es interesante pensar que el desafío a nuestra vida siempre estuvo presente como posibilidad de lo ingente de tal magnitud. Más que una posibilidad y probabilidad, es un hecho lo terrible que puede ser el mar, a pesar de lo aparente de su calma. Lo aparente de creer que su peligro tan sólo es posible e incluso latente. Estar en el mar es estar más allá de nuestras potencias.

De ello podemos inferir el surgimiento del pensamiento ‒basta con su inferencia‒ de un más allá capaz de sujetarnosy lo terrible tanto de su incógnita como de dicha coerción. Por ello, el tiempo en la narración de Poe no es un tiempo relativo al cual un cuerpo en condiciones habituales puede estar como parte de un estadio del mundo, relacionado inextricablemente con su acción y su fisiología. El autor nos ofrece la imagen de los fenómenos de un tiempo de clausura. Un tiempo de lo contundente, de lo inevitable y definitivo de nuestro destino. El tiempo del sentimiento de lo sublime implicado en la angustia que provoca la posibilidad de que la vida acabe. Lo anterior ante la incertidumbre de no saber qué implica la muerte, entendida como el fin de nosotros mismos del cual jamás podremos ser cabalmente testigos.

Sin embargo, ahí está, muy a pesar del propio protagonista del cuento, la esperanza como dolorosa manifestación de una vida que siempre quiere afirmarse, incluso a pesar del dolor flagrante de su finitud. Por dicha circunstancia resulta tan terrible lo aparente de su impertinencia.

A pesar de lo ingente e inconmensurable que resulta la Naturaleza, sería injusto considerarla monstruosa y terrible si dejamos de tomar en cuenta tales categorías como adjetivos propios de la condición humana. Somos los únicos seres capaces de lo monstruoso y lo terrible debido a nuestra libertad. Ello se manifiesta en nuestra capacidad de llevar a cabo fenómenos dotados de lo sublime geométrico que resultan nuestros artificios cuando intentamos dominar a la Naturaleza a través de ellos: dominar lo indominable como manifestación de nuestra falta de dominio de nosotros mismos. Ello, en más de una ocasión, ha generado invenciones resultado de nuestra imaginación extravagante con las que pretendemos regir al cosmos, imitando sus fenómenos sin una cabal comprensión de los mismos. Entre estos últimos, nosotros mismos, los seres humanos, como fenómenos del cosmos. Tendemos a posponer y evadir, como principio de habitación del mundo, la comprensión de nosotros mismos que implica nuestra habitación, la habitación de nuestros cuerpos y, por lo tanto, de nuestra sensación como animales y fenómenos cósmicos.

Parece que para Poe la posibilidad de compartir dicha claridad es algo que nos une. La siguiente imagen desafía la habitación de nosotros mismos y, por lo tanto, la posibilidad de nuestra conciencia como fenómeno de nuestra imaginación:

Estábamos en el fondo de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero rompió aterradoramente la noche. «¡Mire, mire! ‒me gritaba al oído‒. [¡]Dios Todopoderoso! [sic] ¡Mire! ¡Mire!» Mientras él hablaba, comencé a notar un suave resplandor rojizo que aparecía a los lados del enorme abismo en que nos habíamos hundido, alumbrando con incertidumbre nuestra cubierta. Al alzar los ojos, tuve ante la vista un espectáculo que me heló la sangre. A una terrorífica altura por encima de nosotros y al borde de aquel precipicio de agua, se elevaba una gigantesca nave, tal vez de unas cuatro mil toneladas. Aunque surgía por sobre la cresta de una ola que lo superaba cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier otro barco existente de línea o de la Compañía de la India Oriental. El enorme casco era negro y opaco y no mostraba ninguno de los habituales adornos de un barco. Sólo asomaba una línea de cañones de bronce por las cañoneras abiertas y su superficie reflejaba el brillo de innumerables faroles de batalla que se balanceaban en los aparejos. Pero lo que más horror y sorpresa nos inspiró fue que el barco mantuviera las velas desplegadas en medio de aquel mar sobrenatural y aquel indomable huracán. Al verlo por primera vez, sólo se veía su proa, mientras se elevaba lentamente del golfo oscuro y horrible de donde provenía. Durante un momento de intenso terror, se detuvo en el vertiginoso pináculo, como para contemplar su propia sublimidad, después tembló, vaciló y… cayó sobre nosotros.

            Me resulta difícil no concebir a dicha nave como una especie de Leviatán artificial. Una clase de monstruo marino ‒en este caso, creado por los hombres, no por el Dios del Antiguo testamento‒ que con lo simbólico de su caída acabó de consumir al ya subsumido habitante de aquel cuerpo y, por lo tanto, a la conciencia de dicho ser vivo, el protagonista del relato de Poe. Un ser escindido por lo espectral de dicha imagen (una imaginación igual de contundente para quienes somos sus lectores) tan sublime como terrorífica, en medio de la incógnita de aquella penumbra. Hablamos de un ser vivo, un cuerpo, inmerso en un abismo. No sólo me refiero al abismo creado por la Naturaleza, sino al que ha constituido la habitación del miedo y de la angustia de los hombres ante la incertidumbre que significa el estadio de su destino como posibilidad del más allá inferible que representa el enigma de la muerte y, por lo tanto, el misterio del hombre como elemento cósmico,en tanto que parte de la Naturaleza por su irrenunciable carácter animal. Un abismo también creado por el protagonista del relato, a partir de la experiencia sublime de su propia finitud.

Hablamos de una animalidad recubierta por capas de artificio que, como las capas de una cebolla, al develarse por la escisión que significa nuestra experiencia de nuestra finitud, deja como centro y corazón la penumbra del vacío de dicho enigma. Nuestro centro que sólo tiene guía cuando el cuerpo permanece con vida, ya que en tal incógnita se principia la posibilidad del más allá al cual ir como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, posibilidad de nuestra acción: el movimiento de un cuerpo vivo.

El encuentro con tal vacío puede ser reconocible como la Nada de la cual habla el Zen y que prefiero llamar con el concepto propio de dicha tradición: Satōri, sinónimo de comprensión y, por lo tanto, liberación. Dicho logro es propuesto como un motivo de inacción, no pasividad, que implica la posibilidad del pensamiento sin obstáculos. Paradójicamente ‒como nuestra libertad misma‒ ello, más que mera acción, también es una voluntad, la de la contemplación: la contemplación de la vida como comprensión de la vida y manifestación más elevada de las potencias de la vida de un ser vivo, un cuerpo vivo.

El apego que puede inspirar la experiencia sublime de nuestra finitud como posicionamiento y voluntad opuesta a la propuesta antes expuesta puede también constituir el compromiso egoísta de sujetarnos a la incomprensión de nuestra apariencia.Si problematizamos nuestro yo,y advertimos que seguimos siendo parte de la vida y sus dinámicas al ser posible integrarnos a las mismas de otra manera como otra posibilidad de ser parte del cosmos después de la muerte ‒otra faceta del mismo‒ se vuelve cuestionable nuestra comprensión de la muerte como un fin definitivo y se abre la posibilidad de comprenderla como un tránsito. Ello implica el tránsito doloroso de una superación de la determinación de nuestra individualidad y, por lo tanto, nuestra finitud que, sin embargo, no está exento de la alegría de la afirmación de nuestras potencias. Es entonces que podríamos cuestionar al más allá. ¿Hay a dónde ir? ¿Hay un más allá de la inconmensurabilidad de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos?

Poe propone una sublime inmersión como viaje al abismo de nosotros mismos. La investigación de nosotros mismos, a través de la experiencia de nuestra sublime finitud como proyecto ontológico del examen de nuestras vidas:

En este momento, no sé que repentino autocontrol sobrevino a mi espíritu. Alejándome todo lo que pude, esperé sin temor la ruina que nos aniquilaría por completo. Nuestro propio barco había dejado de luchar y su proa se hundía en el mar. En consecuencia, el choque de la masa descendente lo golpeó en la parte de su estructura que estaba casi bajo agua y el resultado inevitable fue que me lanzó violentamente sobre los aparejos de la otra nave.

            Vemos como el cuerpo como materia posee su propia inteligencia ante su semejanza y familiaridad con la Naturaleza. Tal inteligencia posibilita el dominio implicado en ciertos estados de conciencia o, quizá sea mejor decir, ciertos estadios de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, posibilidades de nuestra sensación. Estamos ante lo inevitable de un destino, en este caso, una catástrofe como ineludible adversidad.

Afirman algunos médicos y patólogos que no es necesariamente la mejor opción alimentar a una persona moribunda cuando ha perdido el apetito. Ello puede implicar un sobreesfuerzo, la generación de un agotamiento innecesario en tanto que oposición y confrontación ante lo insuperable de lo inevitable. Además, ello puede suscitar la angustia implicada en la impotencia del enfermo por no lograr llevar a cabo dicha acción como potencia de un cuerpo vivo en mejores condiciones. El dejar de alimentar a dichos cuerpos puede permitirles cierta calma, reposo y descanso, según dichos estudiosos de la salud, por supuesto, desde las perspectivas de sus respectivas tradiciones clínicas.

Aprovechando este ejemplo, parece que Poe propone la imagen de un cuerpo que cede para armonizarse con la contingencia que le ha tocado padecer. Una manera inconsciente de asumir un ritmo correspondiente con tal situación como manifestación de la inteligencia matérica de dicho ser. Por ello, vale la pena pensar también en la sabiduría de nuestros cuerpos.  Podemos advertir en ello una fisiología no dispuesta a desgastarse en evitar una derrota ante una fuerza como la de la Naturaleza que geométricamente resulta superior. Se trata de una de las escenas de la inevitabilidad de la muerte. No comprenderlo haría más dolorosa dicha circunstancia, probablemente generaría más sufrimiento del debido.

Es aquí cuando vemos pertinente el principio Zen de la inacción como fundamento de la contemplación,como un pensamiento sin obstáculos. El Zen afirma: “Sólo hay una pregunta: ¿Qué es esto? Sólo hay una respuesta: el maestro Zen golpea el objeto que tiene más cercano y afirma: «Esto es esto»”. Desde otra tradición oriental, Sinzu en El arte de la guerra sostiene que el mejor general es el que evita la batalla.

Quizá en ello radique el hecho de que tal golpe de suerte que empujó al protagonista al barco que por poco lo hunde junto con la embarcación que tripulaba le haya salvado la vida. Podemos leer en la obra de Poe las imágenes de la continuidad de dicha vida:

Una indescriptible sensación de miedo que se había apoderado de mí al ver por primera vez a los navegantes del barco pudo haber sido la razón de que me ocultara. No podía fiarme de unas personas que me había provocado, con sólo verlos, tanto asombro, duda y aprensión. Por eso, creí más apropiado asegurarme un escondite en la bodega. Lo conseguí quitando una parte de la estructura movible, como para procurarme un sitio adecuado entre las enormes cuadernas del barco.

El protagonista del cuento nos habla de la compleja novedad que puede significar lo desconocido. Un cuerpo que intuye su acecho como otra posibilidad del padecimiento de la experiencia sublimen de su propia finitud. Él es un extranjero en el indeterminable territorio nómada y móvil de aquella inmensa estructura llena de desconocidos. El cuerpo se guarece haciendo de sí mismo una frontera más radical de lo que ya es, ante lo desconocido de su ambiente por la novedad del mismo.

Probablemente, más de uno hemos tenido dicha experiencia ante la emergencia que ha implicado estar en alguno de los estadios que constituyen la diversidad de la Naturaleza. Esta última suele resultar una experiencia contrastante con lo normalizante de los estadios tan desterritorializantes y desterritorializados de nuestra cotidianidad, que tienden a inducirnos a la desterritorialización de nuestra subjetividad y a la renuncia a la territorialización que puede llevar a cabo esta última. Espacios como lo pueden ser los de la ciudad en la que vivimos, propuestos y diseñados a partir de un planteamiento de lo urbano implicado en la hegemonía del proyecto de la Modernidad y el desarrollo del mismo que, además, cada vez se evidencia más comprometido con dinámicas de consumo y producción. Una manera de entender al espacio, su división y estadio que condiciona nuestra manera de vivir la ciudad, sin que ello implique necesariamente habitarla, y, por lo tanto, de verbalizar la manera en la que comprometemos nuestra sensibilidad en la relación con ella.

La extraordinaria circunstancia del encuentro del anónimo protagonista del cuento lo ha llevado a una crisis que evidencia la dificultad de su pathos. Una sensación de vulnerabilidad e indefensión que manifiesta un anhelo de sobrevivencia a su dolor:

Un sentimiento que no puedo describir se apoderó de mi alma, una sensación que no admite análisis, para la que el aprendizaje de otros tiempos resulta inadecuado y para la que, creo, ni el futuro podrá ofrecerme la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es un mal verdadero. Nunca, lo sé, nunca estaré satisfecho con la naturaleza de mis concepciones. Sin embargo, no debe sorprenderme que estas concepciones sean indefinidas, ya que tienen su origen en fuentes demasiado nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad, se suma a mi alma.

            Ya advertíamos lo problemática que puede ser la novedad como fenómeno de determinadas circunstancias, especialmente si son de una radicalidad como las relatadas. Recordando lo relevante que puede resultar la posibilidad de pensar sin obstáculos, probablemente el más grande obstáculo para ello en nuestras vidas sean nuestros prejuicios. Entendamos a estos últimos no como categorizaciones a partir de una moral hegemónica, muchas veces impuesta, con la cual, paradójicamente ‒tanto en su aceptación como en su aversión‒, también se nos ha condicionado y, supuestamente, también se nos ha educado. Habría que cuestionar al respecto muchas nociones y modelos de educación. Entendamos a los prejuicios de manera más literal: juicios previos que hemos constituido para habitar al mundo, vivir y sobrevivir en él y que han constituido también inercias manifiestas en hábitos que nos han sido útiles.

Más que juzgar tal problematicidad, valdría la pena intentar comprender dicha dinámica. Kant advierte en la Crítica de la Razón Pura que, cuando la razón se confronta con la experiencia de sus límites y la incertidumbre que implica, tiende a generar prejuicios como un intento de explicación de aquello de lo cual cabalmente no puede dar cuenta. En esa medida, habría que comprender lo radical de la vulnerabilidad del personaje de Poe. Éste se encuentra en un estadio prácticamente único e inimaginable en su vida, lo cual nos confronta con lo inconmensurable de las posibilidades de nuestra experiencia y las habitaciones y estadios del mundo. Quizá la densidad ontológica de la experiencia, como pathos y sensación de nuestro cuerpo, sea lo más contundente y radical de muchos de nuestros fenómenos vitales, además de implicar la compleja problematicidad de su carácter intransferible.

Sin embargo, podemos advertir que, a pesar de su dolor, el protagonista del cuento es capaz de intentar situarse ante él, contemplarlo para comprenderlo. Probablemente se trata de él mismo, a través de la sensación que habita en su cuerpo, tratando de afirmar su vida, su permanencia y, por lo tanto, su existencia:

[…] no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y allí encontré los materiales con los que he escrito y estoy escribiendo. De cuando en cuando seguiré escribiendo este diario. Es verdad que puede ser que no halle la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no dejaré de hacer el intento. En el último momento, colocaré el manuscrito en una botella y lo lanzaré al mar.

Vemos en este gesto un intento de estructuración y constitución de sí mismo como acto de sobrevivencia. Un esfuerzo de habitación de sí mismo a través de la escritura, cuya potencia yace en lo incierto de un sentido más allá del acto de escribir por el escribir mismo. Ello constituye a tal acto como la estructuración de una habitación de sí mismo del protagonista del cuento como manera de afirmar su existencia. Lanzar a la sublime magnitud del mar inmenso tal esfuerzo para llevar a cabo el viaje de su último aliento; la escritura habitada por la vida de un cuerpo que se lanza a la incertidumbre; el sinsentido del acto de esperar sin esperar, por la ausencia del compromiso con la lejana posibilidad de que alguien encuentre la botella con dicho manuscrito y tenga interlocutor. En más de un sentido, ¿tal resistencia ‒diría Freud en relación con el acto de escribir‒ no ha sido siempre en lo que consiste la escritura?

Estamos ante un ejemplo de tremenda sensibilidad y profunda agudeza por parte de Poe. Tan profundo como la oscuridad del inmenso mar que en más de un momento escribió el poeta como metáfora de uno mismo y de su búsqueda. El personaje de Poe no verbaliza la posibilidad del encuentro de la botella, no parece darle importancia alguna al hallazgo fortuito del manuscrito por parte de alguien, un posible interlocutor. El encuentro más importante es con uno mismo porque el Encuentro siempre es con uno mismo:

Ocurrió un incidente que me dio nuevos motivos para meditar. ¿Estas cosas ocurren por un azar ingobernado? Subí a cubierta y me tendí, sin llamar la atención, sobre un montón de flechaduras y velas viejas, en el fondo de un bote. Mientras pensaba en la singularidad de mi destino, dibujé sin darme cuenta con un pincel con brea los bordes de un ala de trinquete que se encontraba a mi lado, doblada perfectamente sobre un barril. Ahora la vela está extendida en el barco y los toques descuidados del pincel se despliegan formando la palabra DESCUBRIMIENTO.

La singular originalidad del signo narrativo que nos propone Poe es sumamente sugerente en relación con el tópico del encuentro de nosotros mismos que acabamos de revisar. Se trata del descubrimiento de lo que podemos ser y no sabemos que somos, la inconmensurabilidad de nuestras potencias que sólo podemos advertir si llevamos a cabo la aventura de navegar a través de las oscuras e ingentes aguas de nosotros mismos: animales inconmensurables por seguir teniendo, a través de nuestro cuerpo, una relación enigmática e indescifrable con la Naturaleza. De hecho, más allá de la abstracción que implica el concepto legítimo de subjetividad, el descubrimiento más importante es el del territorio de nuestro cuerpo, la territorialización que podemos llevar a cabo de él y a través de él. Ello implica la habitación de nosotros mismos, al comprender a los fenómenos de nuestra conciencia y sensibilidad como fenómenos de nuestro cuerpo. Fenómenos fisiológicos inextricables entre sí que nos permiten ejercicios prudenciales de sobrevivencia para generar habitaciones y estadios del mundo, nuestro mundo, como experiencia cósmica. Poe, me atrevo a inferir, nos habla del DESCUBRIMIENTO de nosotros mismos.

Me parece relevante detenerme en un importante recurso de Poe para hablar de la continuidad de la vida y de lo particular del tiempo que la misma puede implicar. Poe nos ofrece la imagen de una superficie móvil que navega la oscuridad. La nave parece atravesar un tiempo indefinible. Dicha imagen de la sublime magnitud de la embarcación resulta metonimia de la eternidad:

Últimamente estuve observando la estructura del barco. Aunque está armado, creo que no es un buque de guerra. Los aparejos, la construcción y el equipamiento general no corresponden a un barco de este tipo. Puedo decir qué no es, pero me temo que es imposible decir qué es. No sé cómo es, pero al observar el extraño diseño y su particular estructura de mástiles, el gran tamaño de sus velas, su sencilla proa y su anticuada popa, aparece repentinamente en mi mente una sensación de cosas familiares, y siempre se entremezcla con esas sombras indistintas de recuerdos una inexplicable memoria de antiguas crónicas extranjeras de tiempos remotos.

Parece tratarse de una embarcación sin tiempo por lo indefinible de su epocalidad al contener todos los tiempos en la memoria del protagonista del cuento. Convive cierta innovación, por lo extraño de la nave, con lo antiguo y lo anticuado que remite a los relatos que constituyen al personaje como parte de su mítica personal, una mítica del viaje y la aventura que, quizá podemos inferir, tuvo que ver con su decisión de embarcarse para superar el apego a su Nación y su Familia, manifiesto como problema de su trayectoria vital al principio del cuento, además de estos últimos ser referentes de lo problemáticos que pueden ser los compromisos con la identidad,los cuales no siempre comprendemos y solemos decidir a partir del condicionamiento social de la inercia de la heteronomía, si es que no se nos han impuesto.

El inmenso Leviatán artificial de Poe parece ser el estadio de cuerpos dispuestos a su tránsito para habitar la eternidad en ellos mismos: una habitación del no-tiempo, lo que está fuera del tiempo, a partir del cual se puede inferir lo ingente e inconmensurable de la Naturaleza y, por lo tanto, del cosmos: “recuerdo un extraño dicho de un viejo navegante holandés: «[…] es tan seguro como que existe un mar donde el barco mismo crece como el cuerpo viviente de un hombre de mar»”. El barco, como un hombre, es un cuerpo cósmico que, como todo, navega lo común de la eternidad que nos encuentra.

            Justamente tal estadio sin tiempo se manifiesta en los cuerpos de los tripulantes de la embarcación. El movimiento de la materia que, como bien advierten grandes materialistas clásicos como el propio Epicuro y Lucrecio, se evidencian en la vejez. No necesariamente como fenómeno de decrepitud sino de vida. La vida de cuerpos finitos que, podemos inferir por su actitud contemplativa y por lo aparente de su inactividad, tienen estadio como parte de la tripulación. No necesariamente tienen transcurso, trayectoria o trayecto. No es inferible que haya a dónde ir, un más allá, tan sólo se está. No hay fin ni destino. Simplemente se está porque no hay más que estar:

[…] parecían no tener la menor conciencia de mi presencia […] todos mostraban signos de ancianidad. Sus rodillas temblaban inseguras; sus hombros se doblaban con decrepitud; su piel arrugada temblaba contra el viento; sus voces eran bajas, temblorosas y entrecortadas; sus ojos brillaban con la humedad de los años, y sus grises cabellos se movían terriblemente en la tempestad […]

            Vemos como estos cuerpos, incluso a pesar de la intranquilidad y la ansiedad que el protagonista advertirá en ellos en líneas posteriores, han aprendido a habitar la adversidad y navegar a través de ella, recurriendo al artificio como gran posibilidad de sus potencias como seres vivos habitantes de su humanidad. Poe nos ofrece la imagen de cuerpos que en su acción ejemplifican cómo sobrevivimos al abismo de nosotros mismos. Parece que de tal aprendizaje el protagonista del cuento está dando testimonio, a través de un texto que probablemente acabe sumergido en la inmensidad del mar que somos para quizá ser leído por quien se atreva a dicho viaje, por quien se atreva a la pasión de navegar en las profundas aguas de sí mismo, al grado de incluso tener que sumergirse en ellas, aunque en el intento acabe ahogado. Tal es la aventura de nuestro encuentro:

He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como esperaba, no me prestó atención. Aunque el observador casual no halle en su apariencia nada que pueda parecer fuera de lo humano, se mezclaba un sentimiento de inevitable reverencia y temor con la sensación de maravilla con la que yo lo observaba. Es casi tan alto como yo, es decir, cinco pies y ocho pulgadas. Tiene una estructura corporal compacta, ni muy robusta ni todo lo contrario. Pero la singularidad de la expresión que gobierna su cara, la intensa, maravillosa, sorprendente evidencia de avanzada edad, tan clara, tan extrema, produce una sensación en mi espíritu, un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece llevar el seño de una mirada de años. Sus cabellos grises son signos del pasado y sus ojos aún más grises son sibilas del futuro […] Apoyaba la cabeza en las manos y miraba, con ojos inquietos y llameantes, un papel que creí era una orden y que, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuró para sí, igual que el primer marino que vi en la bodega, algunas palabras confusas y malhumoradas en lengua extranjera, y, aunque quien hablaba estaba cerca de mi codo, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

            Advertimos nuevamente la complejidad del tiempo del cuento en el aparente entrecruce entre las maneras en las cuales lo dividimos y problematizamos para habitar al mundo. Tales posicionamientos se manifiestan en el cuerpo del capitán, en la distancia y lejanía de lo particular de su presencia, también manifiesto en la elocución de su voz y la extranjería que se manifiesta en esta última, al igual que en el resto de los personajes, siguiendo al protagonista del cuento. Poe juega con las imágenes como materialidades de la imaginación y, por lo tanto, como signos. Constituye un imaginario que inspira a preguntarnos por los tópicos de la presencia y la ausencia, por aquello en lo que supuestamente consisten como densidades ontológicas de un mundo más complejo de lo que solemos advertir. Nos confronta con el hecho de advertir cómo determinadas posibilidades de estadios y habitaciones del cuerpo tienen su legitimidad como fenómenos que responden a lo emergente y contingente de su racionalidad, lo cual es inferible simplemente por su inteligibilidad. Poe cuestiona al mundo, sus estadios y sus habitaciones para habitar sus profundidades a través de su propia sensación, caracterizada por su privilegiada sensibilidad. La potente sensibilidad de un cuerpo que, por lo mismo, es también capaz de profundas intuiciones y elevados procesos intelectuales:

El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la Vejez. La tripulación se desplaza como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos muestran ansiedad e intranquilidad, y cuando sus dedos se iluminan por el reflejo de las linternas de batalla me siento como no me había sentido antes, aunque toda mi vida fui anticuario y asimilé las sombras de las columnas caídas de Baalbek, de Tadmor y de Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Poe ahonda en la relación entre la habitación del tiempo, implicada en el estadio del navío, y la condición de los cuerpos que lo habitan. Advierte la presencia de lo antiguo y la fantasmalidad de lo eterno. Nuevamente, podemos advertir a la vejez como signo del movimiento que es la vida. El poeta nos habla de las materialidades del transcurso del tiempo, la vida que fluye en el mismo, manifiesto en la ruina como aparente decaimiento. Las ruinas nos hablan, cuentan su historia. Dan testimonio con sus huellas de la vida que poseen por haber sido habitadas. En ese sentido, todo ser humano que vive y ha vivido está dispuesto por el tiempo a la posibilidad de su ruina como testimonio de su participación de la Eternidad.

Nuestro autor parece querer insistir en una imagen en la que todos los tiempos, o todo tiempo, se condensa. Una presencia en la que todo habla el mismo idioma, incluso a pesar de su extranjería, y en la que todo es signo del Hado.

Vale la pena detenerse en la ansiedad e intranquilidad que advierte el protagonista en sus compañeros de viaje. ¿No será ello la manifestación de la armonización de los demás tripulantes de la nave habitando su sensación, llevando a cabo la habitación del abismo? Se trata de una circunstancia adversa de suma intensidad y sublime magnitud en la cual, a pesar del dolor, continúa el viaje de la vida:“Todo al rededor del barco es la oscuridad de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua a cada lado de nosotros pueden verse, cada tanto y borrosas, gigantescas paredes de hielo que se alzan en el desolado cielo y como si fueran las murallas del universo”. Un universo que es nuestra habitación, la habitación de nuestro dolor, implicado en el descenso de todo autoconocimiento, el del universo que somos:

Creo que es imposible concebir el horror de mis sensaciones. Sin embargo, por encima de mi desesperación predomina la curiosidad por penetrar en los misterios de esas extrañas regiones y me reconcilio con los aspectos más horribles de la muerte. Resulta evidente que corremos hacia un conocimiento apasionante, un secreto que nunca compartiremos y cuya obtención nos lleva a la destrucción […]

Nuestro personaje comprende y, por lo tanto, se comprende a sí mismo al habitar su finitud, al habitarse. En ello yace la posibilidad de nuestra liberación. Poe, con la imagen de aquellos muros de hielo apenas resplandores de aquella noche eterna, parece describir las fronteras interiores que pueden ser el esqueleto de un ser vivo, al igual que la piel del mismo en la imagen del cielo desolado: “Tal como imaginaba, el barco está en una corriente, si se puede llamar así a una marea que, aullando y gritando entre la inmensidad de blanco hielo, va hacia el Sur como un trueno y con la velocidad de una catarata”, He ahí el descenso a través de la corriente del logos, del cual el camino hacia arriba y hacia abajo siempre es el mismo. Su velocidad es el vértigo de nuestra libertad, la angustia ante lo indeterminable de toda incertidumbre: “La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y temblorosos, pero hay en su rostro una expresión que se parece más a la ansiedad de la esperanza que a la apatía de la desesperación”. Podemos advertir en ello la liberación implicada en la comprensión de nuestro destino como habitación del mismo. En la nave se actúa, se viaja, sin esperar nada y, sin embargo ‒paradójicamente‒, no se puede dejar de esperar porque no se puede dejar de vivir si es lo que puede un cuerpo, por lo que los personajes parecen haber decidido esperar sin esperar o esperar nada. Al final, en ello consiste toda acción, especialmente cuando ésta está comprometida con la renuncia a cualquier sentido. Basta con la acción como movimiento de la vida, habitación del presente como habitación de la eternidad:

¡Oh! ¡Horror y más horror! El hielo se abre de repente hacia la derecha y hacia la izquierda y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, alrededor de los bordes de un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden en la oscuridad y la distancia. ¡Poco tiempo me queda para pensar en mi destino! Los círculos se van haciendo más pequeños rápidamente. Nos precipitamos en el torbellino. Y entre el rugido, el oleaje y el trueno del océano y la tempestad, el barco se estremece y, ¡oh Dios mío!, se hunde.

…No hacía falta arrojar la botella al mar. Desde el principio ya estaba en él, habitada por su dueño.

El arte de tener alas

“¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias,

instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos!

Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños

y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad,

la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.”

Friedrich Nietzsche

La palabra angustia recibe su nombre de la palabra ‘angosto’y, por lo tanto, también tiene relación con la palabra ‘angostura’. Dicho sentimiento tiende a angostar nuestra mirada, limitar nuestra visión y, con ello, pareciera más estrecho el horizonte de nuestras vidas. La oscuridad, la tormenta y la oscuridad de la tormenta,además de adversidades, son experiencias sublimes que, en más de una ocasión, han servido como metáforas de la adversidad misma y del sentimiento de impotencia ante lo que sólo podemos advertir o creemos imposible,resultado y efecto de la ceguera aparente de la angustia.

Quizá no haya peor ceguera que la que nace en nuestra entraña, al no comprender su sensación. Una ceguera parcial capaz de esconderse en nuestra visión, a cuya aparente objetividad entronamos como referente de lo probable y lo posible. Estos últimos aspectos suelen ser los últimos que solemos cuestionar, quedando entrampados en la supuesta certeza del mundo como garantía de seguridad, realismo que vale la pena cuestionar si puede ser capaz de destruirnos.

De tal forma nos derrota la angustia. Sin embargo, si su influencia no se consuma con lo terrible de lo irremediable, puede implicar nuestro despertar como consecuencia del quiebre de nuestras cadenas: un aprendizaje a través del dolor y su derrota. Se trata de una experiencia sublime de lo común de la finitud de nuestros cuerpos. Por ello, caer, si bien es doloroso, es común e importante. En cambio, levantarse puede ser extraordinario. Por ello, vale la pena recordar que la palabra ‘derrota’ es sinónimo de ‘camino’.

Alberto Blanco es un reconocido poeta mexicano quien, además, tiene el importante mérito de haber traducido el Dhammapada, texto atribuido a Sidharta Gautama, Buda Shakyamuni o Buda histórico. Una obra fundamental para la comprensión y práctica del budismo. El autor capitalino nos ofrece un cuento que inicia con la presencia de unos seres especiales, depositarios de potencias creativas de carácter cósmico, en medio de la penumbra que ha ocasionado la tormenta. Ante dicho cielo insondable, se dificulta la visión del horizonte por parte de dichos personajes. Estos últimos son: los hacedores de pájaros. Ante tal dificultad toman una primera medida:“Los hacedores de pájaros se refugiaron en sus pensamientos y esperaron a que pasara la tormenta”.

La imagen que nos ofrece Blanco cuestiona la supuesta diferencia entre lo interior y lo exterior, entre el adentro y el afuera. Ambos fenómenos resultan dos materialidades complejas, distintas en cuanto a su densidad ontológica y, sin embargo, susceptibles de ser estructuras, fenómenos estructurales, estructurados y estructurantes. Si bien la tormenta como fenómeno material posee un nivel de influencia y determinación, el pensamiento permite un posicionamiento estructurante ante ella. En este caso, el pensamiento constituye un refugio e implica la acción que construye al mismo. No sólo la influencia de los fenómenos del mundo que vivimos puede condicionarnos y determinarnos, también nuestro pensamiento puede ser determinante al grado de generar condiciones capaces de constituir habitaciones del mundo y, por lo tanto, a estas últimas como fenómenos vitales. En este caso, un refugio de la tormenta como habitación de nosotros mismos ante la adversidad.

Los personajes de Blanco viven momentos difíciles. Un periodo de crisis que desafía su apatía ‒en el peor sentido de la palabra‒ al grado de que su hartazgo los llevó a la reflexión. Esta última, en tanto que fenómeno del pensamiento,como una acción profunda capaz de desmontar la imponente y violenta complejidad de la adversidad para, desde la serenidad, comprenderla y saber qué hacer sin que se imponga tan sublime magnitud. La escisión delcuerpo atravesado por la Noche de la angustia; la pasión triste con la cual el poder puede ser capaz de someternos.

Después de tres días de intensa lluvia, el cielo empezó a condensarse en un velo de luz cálida y agradable. Esta última se proyectaba en la tenue y amable lluvia que quedaba. De repente, dicha calma fue interrumpida por truenos distantes. El estruendo dio paso a la apertura de la frugal cortina de humedad del cielo. Se acababa de disipar la intensa oscuridad celeste que los personajes del cuento habitaron desde su serenidad. Fue entonces que ante ellos: “un enorme y bellísimo arco cubrió lentamente los ciento ochenta grados del horizonte, haciendo lucir en su comba siete colores nunca vistos: el violeta, el azul añil, el azul cielo, el verde, el amarillo, el anaranjado y el rojo”. Después de aquella borrasca, por primera vez los hacedores de pájaros veían la apertura del horizonte, el cielo y lo posible. Por primera vez, la circunferencia del mundo se vestía de arcoíris.

Maravillados por tal privilegio, los hacedores de pájaros decidieron hacer una nueva creación, una nueva criatura. Decidieron usar los colores del arcoíris para hacer una nueva ave. El hacedor de pájaros más anciano advirtió: “En realidad son mucho más que siete colores […] Si observan con mucho cuidado podrán distinguir una variedad inmensa de sutiles graduaciones entre un color y otro”. Vemos en tal agudeza la sabiduría que nos ofrece el mundo cuando aprovechamos su habitación y atendemos con profundidad a la misma. Ante nosotros se abre el sentido y en esa apertura de las posibilidades de la vida se evidencian infinitas las cosas y sus potencias.

Esa agudeza, tal sensibilidad, es la de un cuerpo llevando a cabo el esfuerzo de armonización y sintonía con la vida que hace del cuerpo un sensorio. Una sensibilidad más allá de lo limitante de la parcialización de nuestra sensibilidad sólo entendida a partir del funcionamiento de sus órganos. Se olvida que la armonización de nuestro cuerpo es un proceso de vinculación y articulación de la relación entre nuestros elementos, implicando la diversidad de sus materialidades y, por lo tanto, lo diverso de sus densidades ontológicas. Estas últimas tan diversa como los colores de un arcoíris. Recordemos que no sabemos lo que puede un cuerpo.

Nuestro cuerpo ante sus dificultades, por ejemplo, se convierte en uno sólo multifacético y colaborativo. Podemos llegar a ser multifacéticos y colaborativos con nosotros mismos y, quizá, también con los demás. El cuerpo atento se complementa a sí mismo. Por ello, podemos ir más allá de posicionamientos como los de Platón en el Fedón cuando, a través del personaje de un Sócrates que me resulta cada vez más cuestionable en la obra del tan privilegiado filósofo ático, afirma que con la vejez los ojos del cuerpo se debilitan mientras los del alma se fortalecen. No es así, todo el cuerpo se armoniza en el esfuerzo de nuestra atención a la vida. Activamos nuestras potencias para constituir nuestra integridad.No se trata de un fenómeno deficitario sino de un fenómeno de nuestra integridad, llevar a cabo nuestro despertar que significa nuestra plenitud.

¿Cuántos de nosotros capaces de la habitación de nuestras potencias, capaces de la habitación de nosotros mismos, nos hemos llegado a abandonar en algún momento de nuestra vida por no hacer dicho esfuerzo de comprensión? El anciano hacedor de pájaros no se lo permite y por eso, a pesar de su edad y de la fragilidad de su cuerpo, puede ver más que sus compañeros.

El proceso de generación de la nueva criatura se desarrolla óptimamente, hasta que surge un inconveniente: los hacedores de pájaros ya han usado todos los colores del arcoíris. Han proporcionado a los mismos selectivamente para cada parte del cuerpo de la nueva ave: “¿Qué color nos falta? […], ya hemos utilizado todos y no hallamos la solución a tan preciado enigma”. Nuevamente, el hacedor de pájaros más anciano da muestra de su pertinencia como cualidad de la sabiduría. Evidenciando su serenidad,“había guardado hasta ese momento un profundo silencio […] entrecerró los ojos y con voz profunda dijo:

            ‒Creo que tengo la solución […] Sólo podemos utilizar para la corona de nuestra creación un color que esté más allá del arcoíris […] habrá que verlo. Tenemos que ser capaces de dotar a nuestra obra maestra de un color supremo para que pueda armonizar. Cualquier otro color echaría a perder nuestro precioso invento”.

            El maestro expone la necesidad de una apertura que parece demandar el fenómeno de lo suprasensible. En este caso, parece tratarse de algo más humilde: el esfuerzo de atención del que hasta ahora hemos hablado. La apertura de nuestra sensibilidad a través del esfuerzo de sintonía y armonización de nosotros mismospara lograr la armonía de nuestras habitaciones del mundo, en este caso, la armonía del cuerpo nuevo que los hacedores de pájaros están creando.

Es necesaria la armonía de los cuerpos de los hacedores de pájaros para constituir cuerpo común y lograr a la nueva ave como fenómeno poético. Podemos inferir la necesidad de la experiencia estética de nosotros mismos: poetizarnos para poetizar al mundo; crear al mundo, para habitarlo.

Lo anterior implica ir más allá del cierre de sentido con el que puede comprometernos las apariencias del mundo que solemos llamar: normalidad o realidad. Datos de nuestra cotidianidad que por su positividad suelen imponérsenos como supuesta evidencia de lo posible y lo probable. Como ya he señalado, tal es el cierre de sentido de la vida capaz de producirnos la angustia suficiente como para encardinar nuestras vidas de manera sumamente problemática. La angustia, por lo tanto, es impertinencia y desatención. La pérdida del centro que constituye la poiesis de nuestra armonía y, por lo tanto, de nosotros mismos.

Tal cierre de sentido se manifiesta en nuestro compromiso con la positividad implicada en la parcelación de nuestro cuerpo, al reducirlo a sus órganos y las aparentes funciones de los mismos. Lo anterior, en contra de la noción de sensorio, esta última más tendiente a una concepción integral y armónica del cuerpo.

Prejuicio tan importantese evidencia de manera clara en el más joven de los hacedores de pájaros, probablemente por su inexperiencia. La atención que implica la habitación de la vida es un cultivo constante que requiere vivir. Se trata de vivir atentamente con toda la intensidad del caso. Sin embargo, siendo justo, la intensidad y experiencia de la vida es tan indeterminable como el nivel de comprensión de sus fenómenos del cual seamos capaces, en buena medida por su carácter intransferible. ¿Quién ha vivido y comprendido más, el hombre suizo de cien años que llevó a cabo la misma rutina todos los días de su vida adulta o el niño colombiano de nueve años que ya ha matado a diez adultos por dedicarse al sicariato? No me atrevo a contestar la pregunta.

 Sin embargo, ‒podemos inferir por su función diegética en el cuento‒ el joven hacedor de pájaros confía más en la positividad de los datos del mundo que en su sensación. En este caso, el joven hacedor confía más en lo que ve que en lo que siente: “¿Y cómo hemos de hallar ese color supremo? ‒preguntó el más pequeño‒ ni siquiera podemos imaginarlo…”

Y es que, justamente, el esfuerzo atento que puede implicar imaginar algo como parte de un proceso creativo demanda nuestra armonía:el compromiso integro con nosotros mismos y, por lo tanto, con nuestra sensación. Imaginar, de manera deliberada, creativa y atenta, puede demandar una habitación de nosotros mismos en la que los datos del mundo puedan ser distractores o impertinentes si no llevamos a cabo el autodominio de nuestra armonización para no acabar sujetos a la influencia de ciertos estímulos del mundo, lo cual puede implicar la constitución de una relación específica con los mismos sin necesariamente anularlos. Estamos ante las sofisticaciones de una poiesis que sólo puede lograrse viviendo, un arte de vivir.

No depende meramente de los ojos ver algo, ni mucho menos verlo con la plenitud de la atención. Es más importante la imaginación para ver con profundidad, ver más allá de la positividad del mundo que tiende al cierre del sentido de su habitación y vida del mismo. Imaginar con la atención de nuestra habitación puede prescindir tanto de los ojos como de otros órganos de nuestro cuerpo.

Son los prejuicios los que nos impiden ver. Los que incluso con su impertinencia pueden distraer y desarmonizar nuestros procesos imaginarios. Su influencia puede motivar perversas habitaciones de nuestro dolor como pasión de la incomprensión de nosotros mismos. Los prejuicios implican el peligro de cerrar el sentido de nuestras potencias como seres vivos, al obstaculizar la posibilidad de advertir su indeterminabilidad. Pueden ser resultado de circunstancias de indefensión como la infancia, epifenómenosdel prejuicio como violencias ilegítimas capaces de alejarnos de la posibilidad del autoconocimiento o incluso pereza ‒dicho esto sin prejuicio moral‒ como manifestación de nuestro miedo ‒no olvidemos la inducción a este último en más de un estadio de nuestra cultura‒ o de nuestra angustia, también manifiesta en fenómenos tan problemáticos como la culpa.

En contraste con el más pequeño hacedor de pájaros, el más viejo manifiesta plena confianza en su sensación:

    ‒Cuando aparezca [el color] habremos de reconocerlo de inmediato […] Mientras tanto sugiero que nos pongamos a cantar.

     Los hacedores se pusieron a cantar a los cuatro vientos en torno a su obra maestra hasta que las últimas nubes comenzaron a abrirse en el horizonte. Un rumor silencioso empezó a surgir del fondo del mar.

Es aquí cuando vemos cómo, con su sugerencia, el hacedor de pájaros más viejo invita a sus compañeros a hacer cuerpo común a través de la habitación de sí mismos que es el canto. Este último, un proceso de armonización que implica acudir a nosotros mismos, a nuestra sensación. Ir a nuestro encuentro al habitar la armonía de la música primigenia de nuestro aliento para armonizarnos. Vemos cómo el más viejo hacedor de pájaros vence la dificultad de la racionalización tendiente al prejuicio que podía implicar la postura del joven, dando como opción ante dicha incertidumbre la armonización a través del lenguaje corporal para pensar sin obstáculos. El pensamiento sin obstáculos que puede ser sentir desde la plenitud de la habitación de nuestra armonía, en lugar de privilegiar una argumentación sin referente experiencial como en el caso del joven. Este último, comprometido con una comunicación no tan integrada que nos remite al problema de los límites del lenguaje, su insuficiencia ante ciertos fenómenos y, por lo tanto, su condición de problema en relación con su pertinencia epistemológica ante la complejidad de ciertos fenómenos como, por ejemplo, los de la vida de un cuerpo.

Es innegable la importancia del lenguaje verbal y sus fenómenos escriturales ‒si no fuera el caso no estaría elaborando este trabajo. Considero importante pensar en su pertinencia y en su relación armónica con otras posibilidades del lenguaje como el corporal, por poner un ejemplo significativo.

El maestro, a través de su acción ‒su praxis‒ como habla de su cuerpo, enseña al pequeño hacedor de pájaros una vía para acercarse a los referentes experienciales que le faltan a través de su armonización, en lugar de fomentar su angustia con una discusión que puede llegar a rigidizarlo. Le da la posibilidad de armonizarse a través de la habitación de su cuerpo, la habitación de su sensación, la habitación de sí mismo, que es el canto.

A través de este proceso ritual se da un vínculo con la Naturaleza, una armonización con el todo, una relación cósmica entre el todo y sus partes. No deja de ser sugerente como siempre ha habido una relación entre determinados fenómenos rituales, sus performatividades en más de una cultura, y el establecimiento de dicha clase de vínculos con el cosmos: rituales para conjurar la sequía, para invocar la lluvia, para atraer la abundancia, a través de la danza y el canto.

La Naturaleza se manifiesta en lo que para los hacedores pájaros son los signos de un habla que constituye una respuesta del cosmos para concluir su labor, como lo advierte el hacedor de pájaros más viejo: “Es la señal que estamos esperando […] En efecto, detrás de la lluvia, apareció por vez primera el oro del sol con toda su majestad, con un poder nunca antes visto”.

Durante siglos, el sol ha sido parte fundamental de la comprensión de los ciclos de la vida de los seres humanos, al igual que uno de los centros fundamentales de su relación con el cosmos. Antes de que las energías eléctrica y nuclear nos determinaran de manera tan contundente, durante periodos históricos completos no dejamos de ser mamíferos que con la ausencia de luz tendían al sueño y con la presencia de la misma tendían al inicio de sus actividades. La luz solar organizaba los días, las rutinas, las actividades y los momentos precisos de las mismas. Por ello, en más de una cultura, el sol era referente de inteligencia, orden y ley. En la cultura griega, por lo mismo, era un símbolo geométrico que significaba: escala y proporción. Su esfericidad remitía a la constante de un movimiento con el menor desplazamiento posible, implicado en la trayectoria de una circunferencia. De todo esto es referente una figura como el dios solar de dicha cultura: Apolo, también dios de la música. El sol proporciona el calor necesario para un cuerpo vivo, dispuesto a la adaptación de su respectiva intemperie, independientemente de su condición mineral, animal o vegetal. En esa relación proporcionada, dicho cuerpo establece tanto sus actividades y dinámicas como el ritmo de las mismas. El fuego es símbolo de inteligencia, especialmente el solar por las razones ya planteadas, el fuego también encardina la cotidianidad.

 La semejanza del brillo del oro con la luz solar lo hace valioso para muchas culturas. En la alquimia el oro es la piedra filosofal, símbolo de la óptima transformación de la materia por ser portador de la luz divina de la inteligencia, la inteligencia como fenómeno divino y, por lo tanto, proyección de Dios en la belleza del mundo. Esta es la razón por la cual los satanistas tienen prohibido usar oro en sus indumentarias. Decían los latinos: “Omnia Sol Temperat”, “El sol todo lo ordena”.

En el sol se manifiesta una relación con el cosmos a través nuestra biología. Un vínculo entre nuestro cuerpo y su calor vital con el cosmos, a través de dicho astro tan importante; la posibilidad matérica y material de la habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos en tanto que sensación; la aesthesis del calor de nuestro planeta como calor de nuestro cuerpo, el calor como habitación.

Lo tienen claro los hacedores de pájaros quienes, al unísono y con júbilo exclaman: “¡Es la sangre del sol el color que nos faltaba para la corona!” La luz del sol es fenómeno del cuerpo vivo: nuestra sangre cuya circulación produce calor. Aunque se refieran al cuerpo vivo del sol, a su sangre y a su vida, ¿podrían hablar desde tal metáfora de un cuerpo que no fuera el nuestro? Se trata de la vida del sol que nos habita cuando la habitamos porque está en nuestra sangre, es parte de nuestra vida en tanto que ordena y constituye su ritmo, escala y proporción, tal es el vínculo. Nuestra familiaridad con el cosmos se manifiesta en nuestra voluntad de hacer comunidad porque ésta es una habitación de lo común: el cosmos.

El cosmos ha respondido al llamado con el cual se le convocó a través de la armonía del canto. Éste ha respondido con el don del color de la sangre del sol. La armonía del hombre constituye su habitación del cosmos: es éste último a través de sí mismo como fenómeno de la ingente e inconmensurable Naturaleza: “El color supremo es la fuente de todos los demás colores. Sin su luz no hay arco iris [sic]. Podemos terminar ahora nuestra creación”.

En esta afirmación del más viejo hacedor de pájaros se manifiesta la importancia de la visión como comprensión y, por lo tanto, armonización de nosotros mismos: la compleja plenitud de la habitación de nuestro cuerpo. La luz del sol posibilita la visión en el mundo y, por lo tanto, la habitación de este último. Ello implica que nuestra comprensión consiste en la iluminación constituida por la armonía de habitarnos. Ser capaces de ver más allá de las apariencias, habitarlas a través de nuestra habitación del cosmos como habitación de nosotros mismos.

Los hacedores de pájaros, a través de su armonización, han alcanzado el color fundamental como habitación de su cuerpo, de sí mismos y de su sensación, el principio de la visión misma más allá del arcoíris, la comprensión más allá de la apariencia,para poder coronar la cabeza de su más reciente criatura: “Y fue así como el Xochiquetzal, animado por el oro del sol, despertó de su sueño ancestral”.

La luz del sol es calor de nuestro cuerpo y circulación de nuestra sangre. Nuestra armonía, con la cual le damos vida al artificio de nuestra poiesis. Animamos, damos alma con la cual moverse,a nuestra poesía. Ésta última es resultado de nuestra armonización. Por ello el Xochiquetzal vuela. En su alma yace la luz que posibilita la visión del cosmos: la Armonía desu vuelo habitado. El Xochiquetzal despierta a la vidacomo lo hace un cuerpo vivo. Su sueño era ancestral porque la Armonía es el todo inconmensurable: lo posible, lo probable, el cosmos y, por lo tanto, la Vida.El Xochiquetzal es eterno como Todo: Uno y lo Mismo. Lo común de la comunidad: la Armonía. Nuestra sabiduría es la Armonía invencible del cosmos.

La Noche del Futuro como noche del cuerpo

“El cazador es el que conoce los límites de la ritualización de los demás […]

El fundamento de la caza es el ritual del cazado.”

Antonio Escohotado

El mundo es un animal, un ser vivo que manifiesta en su complejidad lo ingente e inconmensurable de sus potencias vitales. Los estoicos creían en ello. Tal es la razón por la cual concebían la posibilidad de hablar de un alma del mundo como generadora del movimiento en el que se manifiesta dicha vida. Parece que, en la medida en que renunciamos a la investigación de nosotros mismos, perdemos nuestro centro. Paradójicamente, motivados por un impulso prospectivo manifiesto en metas y objetivos egoístas, hemos propiciado, a través del ejercicio de nuestra libertad, las terribles dificultades y adversidades de nuestras vidas en el mundo. Ello implica una relación inextricable entre dichos fenómenos y nuestras elecciones. Acontecimientos que evidencian nuestra deshabitación de la vida. La decisión de llevar a cabo una deshabitación del animal que es el mundo, cuya raíz es la deshabitación de nuestra animalidad.Esta última, a pesar de la irreversibilidad de nuestra condición humana, nos es inextricable y constitutiva. Ésta se manifiesta en los problemáticos fenómenos de nuestra voluntad, nuestra querencia, nuestro deseo.

            Alguien sumamente consciente de dicha miseria, al grado de llevar a cabo un profundo posicionamiento crítico ante la misma a través de atender los detalles de su época más normalizados y menos privilegiados por la observación de sus habitantes, fue Joseph Conrad. Dando seguimiento a lo material y concreto de su actualidad, manifiestos en fenómenos vitales obviados a pesar de la importante repercusión de los mismos en la vida del paisaje del mundoque habitó, el narrador logra llevar a cabo una de las mejores aportaciones de todo gran escritor: ampliar su biografía haciendo de la misma una biografía de su mundo. Llevar a cabo el intento de compartir la vida colectiva del cuerpo común que puede constituirse en la cotidianidad de la vida de nuestra especie.

Conrad cuenta con la guía más importante para llevar a cabo dicho objetivo: la claridad de que parte del desastre en el que probablemente acabe cifrándose el futuro radicará en la terrible negligencia de no comprender nuestros anhelos y, por lo tanto, la problematicidad de nuestra esperanza. Renunciaral cuidado de lo que deseamos como cuidado de nosotros mismos, evidenciando nuestra poca consciencia del altísimo riesgo de que nuestros deseos puedan hacerse realidad.

Con dicha contundencia, este espléndido escritor inaugura las portentosas imágenes de Una avanzada del progreso:

Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes y pequeños no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el salvajismo puro y sin mitigar, con la naturaleza y el hombre primitivos provoca súbitas y profundas inquietudes en su corazón. A la sensación de estar aislado de la especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos y sensaciones, a la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es lo peligroso: una intuición de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya perturbadora intrusión excita la imaginación y pone a prueba los civilizados nervios, tanto de los tontos como de los sabios.

    Si seguimos este último planteamiento de Conrad, ¿será que la civilización como proyecto normalizado a través de la noción de Progreso ha implicado el distanciamiento de nosotros mismos a través de la abstracción de nuestra sensibilidad, al anular la posibilidad de una relación de cuerpo a cuerpo o entre cuerpos de manera semejante a la que se da en la Naturaleza? Parece que dicha vulnerabilidad implica un extrañamiento de nosotros mismos y entre nosotros mismos como especie capaz de generar dicha distancia. La falta de esta última parece generar por sí misma una confrontación inspirada por el desconcierto ante la desnudez de una vida sin cultura. Una conciencia especial ante nuestra desprotección, en tanto que especie que, desde su nacimiento, requiere de una atención particular para su subsistencia.

¿Por qué vivimos juntos? ¿Qué es lo que realmente nos une? En sentido estricto, muchas veces podemos llegar a tener muy poco o nada en común con los demás, independientemente de lo obvio: la fragilidad de nuestros cuerpos. La brecha no sólo es entre los desconocidos sino también, en más ocasiones de las que creemos, dicha diferencia puede ser más grande con aquellos que nos han querido, nos vieron crecer y fueron parte constitutiva de nuestra trayectoria vital. Parece que vivimos juntos para creer que estamos unidos y que, por ello, siempre habrá alguien que sea capaz de considerarnos ante nuestra adversidad.

Pareciera que creemos que la garantía de tener a alguien a nuestro lado implica la posibilidad de ser sujetos de atención y de fenómenos tan importantes de la misma como lo son:  la empatía y la compasión. Sin embargo, ¿por qué tendría que ser así?, ¿qué obligación tendrían los demás conmigo? Lo anterior lo planteo pensando en lo difícil que ya es para uno mismo sobrevivir a la compleja vida que hemos constituido como para asumir la responsabilidad de los demás: la responsabilidad de hacerse cargo de uno mismo. Sin embargo, tampoco se puede negar que los demás nos importan. Nos importa lo que los demás piensen de nosotros y, en ese sentido, parece que no deja de haber en medio de dicha posibilidad la atención a la conveniencia que puede implicar la satisfacción de uno o más intereses privados de nuestra parte. La máscara social nos protege al ocultarnos, nos permite no quedar a la intemperie como es el caso de una vulnerabilidad observada y, por lo tanto, una soledad siempre constreñida a su indigencia. Quizá por ello, tendemos a creer que la soledad es desamparo, el olvido de la protección de ser parte, de ser como los demás, dignos de su atención y reconocimiento.

 Con lo anterior no anulo el hecho de que muchos de nosotros también seamos capaces de preocuparnos por la circunstancia de los demás, al grado de conmovernos y que dicha sensibilidad sea principio de importantes vínculos, incluso a pesar de nuestro desconocimiento. También es innegable el hecho de que, por diversas razones, tenemos una profunda estima por nuestros afectos. Aparentemente, nos queremos entre nosotros y, en ocasiones, llegamos a tener afectos más importantes entre personas lejanas o no familiares que entre integrantes de nuestra propia familia. Sin embargo, no deja de quedar fuera del horizonte la pregunta del porqué nuestro cariño por los demás no deja de responder a la expectativa de la satisfacción de intereses privados y la de nuestros anhelos egoístas, ¿qué tanto los demás nos importan en tanto que satisfacen nuestro deseo y son capaces de la aparente solución de nuestra demanda de reconocimiento ante la soledad de sentirnos vulnerables debido a la incertidumbre que nos pueden llegar a causar las emergencias del mundo?

Nos importa el juicio de gente que no conocemos, nos importa qué piensen de nosotros y nos vulnera su señalamiento. Lo anterior nos confronta con el aparente acuerdo al que llegamos con los demás. Pareciera que el mismo es el resultado de tener a los demás seres humanos como contrarios o adversarios, asumiendo además que un contrario o adversario puede ser también un juez. En más de un sentido, un adversario tiende a posicionarse desde una aparente superioridad moral, un horizonte provisional de sentido que aparentemente legitima su crítica. Parece que nuestra máscara social se constituye por miedo a la amenaza que significan los demás por no estar de acuerdo con ellos o llegar a discrepar. ¿Será que tenemos miedo a que nos abandonen al dejar de ser considerados por ellos dignos de su afecto por acabar enemistados mutuamente por no coincidir con ellos y, por ello, ser diferentes? Ello tampoco excluiría el aparente problema de convertirnos en una amenaza por no corresponder con la moral y los valores de los demás. Por lo tanto, dichos valores constituyen privilegios que se desprenden de la moral.

Conrad genera una atmósfera para constituir la escena de los tópicos anteriores a través de la desafiante fuerza de la Naturaleza y lo sublime de su experiencia que, por la inconmensurabilidad de su magnitud, escinde nuestra conciencia, colocándonos ante nuestra frágil y vulnerable finitud. Nos posiciona inmediatamente ante nuestras potencias y la finitud de las mismas: las potencias de nuestro cuerpo finito. Estamos ante la experiencia fundamental que ha encardinado nuestra presencia en el mundo y, por lo tanto, lo que podríamos llamar como parte de nuestra trayectoria vital ‒no sin problemas‒ el germen de nuestra historia. Una historia digna de ser puesta entre comillas y problematizada, susceptible de ser cuestionada ante el hecho de que su mero planteamiento siempre implicará la problemática voluntad del cierre del sentido de la vida de los hombres y la problemática definición de la pertinencia de nuestra especie.

El autor nos confronta con la promesa civilizatoria de la garantía de seguridad que nos ha llevado a constituir nuestras formas de vida. Nos confronta con el hecho de que la sujeción que llevamos a cabo entre nosotros responde al miedo que sentimos: la experiencia sublime y constitutiva de nuestra finitud. Somos seres que confiamos nuestra vida a la aparente regularidad del mundo, un apenas inferible orden indescifrable e indelimitable por su inconmensurabilidad, engendrando la imagen del control como supuesta aspiración a la correspondencia con dicha lógica aparente. Lo anterior, como si estos fenómenos no pudieran ser planteados y problematizados como derivados de la máscara social que hemos generado para sobrevivir y subsistir, el resultado de lo que podemos llamar: cultura. Se trata del ejercicio de nuestro artificio como construcción de nosotros mismos. Esta última problematización desafía a la noción de forma y el cierre de sentido que puede implicar su constitución. Sin embargo, en tanto que la forma es posible tiene su legitimidad como manifestación de nuestras potencias. Parece ser que su problematicidad tiene que ver con su pertinencia y, por lo tanto, el peligro de su imposición.

Sin embargo, ante lo indeterminable, lo incontrolable, lo incalculable, es poco lo que podemos hacer. La Naturaleza y su inconmensurabilidad desafían nuestras potencias y nos confronta con nuestra vulnerabilidad. Parece ser que la evasión de lo particular de su experiencia ha constituido un abandono y olvido de nosotros. Podemos inferir en ello la renuncia a una experiencia primigenia de la Naturaleza como experiencia de nosotros mismos en tanto que fenómeno constitutivo, su experiencia estética.

Con el abandono de la Naturaleza hemos dejado de habitarla y, con ello, hemos abandonado la habitación de nosotros mismos. Probablemente, sin esa comprensión hemos hecho distante buena parte de la habitación de nuestra animalidad. ¿En qué medida se podría renunciar a lo inextricable de nuestra animalidad en tanto que cuerpos vinculados desde nuestro origen con la Naturaleza en tanto que fenómenos de la misma? Se antoja irreversible dicha posibilidad. Es entonces que se abre una paradoja: al tratar de sobrevivir a través de nuestras máscaras sociales ‒ y quizá, por ello, habría que entender, en los términos de nuestra actualidad, a la civilización como: la gran máscara social del Progreso‒, hemos constituido habitaciones del mundo que tienden a nuestro abandono y olvido de nosotros mismos. Aparentes habitaciones de nuestro abandono, desterritorializaciones generadas a través de la represión de nuestros vínculos primigenios. La civilización como la estructuración de nuestra deshabitación.

Una deshabitación que nos aleja de la Naturaleza y, a través de dicha distancia, hemos generado el artificio y el arte para llevar a cabo una problemática dominación de la misma. A dicho fenómeno es al que hemos solido llamar: Progreso. El fenómeno que Conrad ha elegido para orientar su crítica al convertirlo en blanco de la misma.

¿Qué tan posible sería nuestra vida sin tal posibilidad de artificio? ¿No será que lo hemos constituido para sobrevivir a nosotros mismos y no sucumbir al peligro que somos por la incomprensión de nuestra animalidad y el distanciamiento de la misma que implica la consciencia como posibilidad de nuestra inteligencia? Esta última también puede implicar el retorcimiento de nuestro pensamiento a través de un posicionamiento perverso de nuestra voluntad, al grado de generar imaginaciones extravagantes alimentadas por la adolescencia de nuestro deseo de dominación que, en más de una ocasión, hemos sido incapaces de comprender y, en más de una ocasión, hemos tendido a juzgar al grado de una represión que acaba siendo punitiva, mutilante y, por ello, capaz de lo terrible.

Hablamos de la posibilidad de lo perverso de nuestro deseo ysus imaginaciones extravagantes. También su abandono y olvido constituye nuestra incomprensión, la facilidad de un juicio punitivo en su contra y, por lo tanto, la renuncia a la comprensión de nuestra animalidad inextricable: la inconmensurabilidad de las potencias de un cuerpo vivo manifiestas en su deseo, a pesar de su finitud.

Paradójicamente, nos hemos alejado tanto de nuestra animalidad que la inconmensurabilidad de sus potencias nos puede destruir. Necesitamos construir sus habitaciones para evitar ese peligro. Llevar a cabo un cuidado de nosotros mismos que siempre correrá el peligro de convertirse en parte constitutiva de la ilusión del poder.

Conrad tiene una importante consciencia de tal paradójica problematicidad. Adviertecríticamente lo que somos ante la problemática confianza de su tiempo en el proyecto civilizatorio del Progreso.En dicha actitud Conrad advierte la manifestación de una minoría de edad, lejos de la importante animalidad y potencia de lo infantil, cercana a la infantiloide embriaguez del poderoso:“Kayerts y Carlier caminaban del brazo, pegado el uno al otro, como hacen los niños en la oscuridad, los dos compartían la misma sensación de peligro, no del todo desagradable, que casi se sospecha es imaginario. Charlaban persistentemente en tono familiar”. Los dos protagonistas del relato de Conrad volvían a ser niños a través de la experiencia primaria de la oscuridad ante lo inconmensurable e indómito de la experiencia de la Naturaleza en la cual están inmersos. Una imagen metonímica de lo que ha sido el ser humano comprometido con el Progreso y lo que sigue siendo al estar abstraído por el abandono de sí mismo y el olvido que constituye la ilusión del poder,asumido como verdad. Un fenómeno de la incomprensión de nuestro deseo.

Paradójicamente, en la indigencia de estos hombres se evidencia lo peligrosos que son, tanto para los demás como para ellos mismos. Se evidencia el peligro que implica su dificultad para habitar la selva a la cual han llegado. Se trata de dos cuerpos sujetos a los hábitos que los han constituido durante su trayecto vital, las costumbres de las ciudades que el llamado Progreso ha erigido. Estos hombres han aprendido, cultivado y estructurado dependencias que los han constituido a través de su territorialización del llamado mundo civilizado que, a su vez, también ha territorializado su subjetividad. Han llegado a la selva de un horizonte colonizado, habitados por las imaginaciones generadas desde el privilegio y con las que se han comprometido desde tal posicionamiento vital. Parece inevitable que la primera impresión de dicho entorno, su primigenia experiencia estética, no les resulte confrontativa a los dueños de dicha clase de voluntad. Conrad evidencia el sentimiento de peligro, vulnerabilidad y amenaza en la regresión infantil de aquellos cuerpos escindidos por la sublime experiencia de la inconmensurable Naturaleza, en medio del enigma de la oscuridad de su noche.

Se trata de hombres que probablemente, ante la penumbra, no adviertan su propia soberbia sino la defensa de la supuesta legitimidad de su derecho de ordenar: “¡Hágase la luz!”. Estamos ante dos voluntades quese verán confrontadas con el peligro de ser conminados y derrotados por la Naturaleza. Ello, para tal clase de ambición, no es una opción. Ello sería lo imposible: el fracaso del Progreso. La sublime experiencia de la Naturaleza puede ser motivo suficiente para tal clase de voluntades para ejercer el poder en un territorio que se ha asumido como irracional y, por lo tanto, ajeno al derecho y a la ley. Ello es un ejemplo de la racionalización perversa de la que puede ser capaz el dueño de una imaginación extravagante. Con ella buscará justificar su barbarie: la detentación de un poder asumido como legítimo ejercicio por parte de un perverso gobierno de facto.Una aparente autoridad que implique ejercicios de dominación desde la incomprensión de nuestro deseo.

Desde una comprensión causal del mundo que asume al mismo como un mecanismo a partir del compromiso con cierta manera de entender a la razón y, por lo tanto, de entender lo racional y la racionalidad, los protagonistas del cuento de Conrad se asumen como regidores de una Naturaleza a su servicio que, a partir de dicha comprensión jerárquica, asumen indolentemente como proveedora, entre muchas cosas, de la fuerza de trabajo de los habitantes de la región que, desde la subordinación implicada en tal supuesta legitimidad, deben ser sus sirvientes. En ello consiste una supuesta legitimidad de la servidumbre: “¡Dejaremos que la vida pase plácidamente! Nos sentaremos y recogeremos el marfil que nos traigan los salvajes. ¡Este país, después de todo, tiene su lado bueno!” Estos dos empleados de una compañía encargada de la comercialización de marfil son el ejemplo de cómo sólo la servidumbre aspira a la llamada nobleza. Se trata de dos seres incapaces del dominio de sí mismos, al grado de llevar a cabo en nombre de su ambición la dominación de los más vulnerables. En ello consiste la evidencia de su debilidad y lo agudo de su dependencia a sus formas de vida como manifestación y ejercicio de poder. Por ello, todo rey es un hijo bastardo. Al fuerte le basta el dominio de sí mismo:

La sociedad, no por razones de ternura, sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Sólo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora, libres del cuidado alentador de los hombres con la pluma detrás de la oreja, de los hombres con galones dorados en los puños, eran como dos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad. No sabían hacer funcionar sus facultades porque los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos.

Vemos la vulnerabilidad que puede generar el hábito de la subordinación. Conrad evidencia el peligro de la supresión de la autonomía como ejercicio de mecanización de un cuerpo humano, sujeto a las prácticas de una forma de vida y sus dependencias. En este caso, la de aquella forma constituida por el sentido del Progreso y sus valores como moral civilizatoria, supeditada al cierre del sentido que sería la conquista y la dominación del futuro. Probablemente la más grande perversión del Progreso sea la dominación que significa el cierre del sentido del futuro, entendido como una manera de asegurarlo al suprimir toda contingencia. Ello implica convertirnos en máquinas: autómatas constreñidos a la rigidez metálica de un cuerpo esclerotizado por una vida eficiente, funcional, productiva y encardinada por el consumo.Una vida que haya logrado suprimir la emergencia, la contingencia, la posibilidad y que, por lo tanto, haga de lo probable un problema que corresponda con el cumplimiento ineludible de lo causalmente necesario y eficiente. Sin embargo, ¿puede ser la rigidez de tal constante y su falta de espontaneidad correspondiente y comparable con las potencias inconmensurables de la vida manifiesta en La Naturaleza y sus fenómenos? Me cuesta trabajo no pensar en dicha inercia como algo incapaz de ser llamado vida, en términos de la problemática plenitud que para muchos ésta significa.

La posibilidad como fenómeno de la espontaneidad tiene una estrecha relación con la creatividad y sus fenómenos, como ejercicios de un pensamiento autónomo capaz de la apertura del sentido que los dota de su carácter estructurante. Este último, cualidad de la imaginación. Ante la novedad de un paisaje y la adversidad que puede implicar, bien advierte Conrad, parece poco lo que puede hacer un cuerpo poco comprometido con las habilidades que le pueda proveer el ejercicio de su creatividad negada como ejercicio de nuestra libertad y, por lo tanto, su inventiva. Por más poder que se tenga, resulta una franca debilidad ante cualquier circunstancia dicha carencia.Se trata de una indigencia semejante a la indefensión de un niño. En este caso, dos seres infantiloides que pueden ser susceptibles de ser víctimas del ejercicio de su propio poder. La sublime magnitud de dicha confrontación inevitable se antoja abismal por su tendencia a la desproporción. El territorio incapaz de subordinar a estos hombres,como sucedía en sus ciudades de origen, constituye la trampa de la ilusión de su poder. La boca de lobo disfrazada de paraíso, en la cual ellos mismos son sus propios demonios. Seres sujetos a las flamas de su voluntad.

            Hay un momento sumamente significativo del relato de Conrad en el que, como parte de la crítica de la mecanización que pueden implicar los fenómenos civilizatorios del Progreso en su época, evidencia la dificultad de los seres humanos, en tanto que seres vivos, de convertirnos en máquinas. Conrad advierte la dificultad de suprimir las potencias de nuestra sensibilidad, el sentir de un cuerpo vivo pensante al estar comprometida su integridad en su experiencia estética. Vemos en tal ejemplo de Conrad como el pensamiento también es un fenómeno sensible y como nuestra sensibilidad también es pensamiento en tanto que parte estructural del fenómeno de nuestra consciencia.

Me permito una breve digresión y el recuerdo de alguien que se fue hace relativamente poco. El gran filósofo Antonio Escohotado alguna vez declaró que para él la palabra: ‘pensar’ era una manera espuria de hablar de la experiencia de ‘sentir’. En más de un sentido, ello me resulta una declaración sumamente importante. Sólo analíticamente podríamos establecer dicha diferencia. Es difícil no inferir que, en todo caso, sólo se trata de dos maneras de hablar del mismo fenómeno. Dos maneras de verbalizar nuestra sensación del cuerpo que constituyen dos posicionamientos ante nuestra sensación, si lo atendemos con la serenidad del caso, sumamente semejantes.

Conrad nos habla del hallazgo de varios libros y revistas en el lugar donde sus protagonistas se han instalado. En aquella accidentada biblioteca se encuentran relatos que los conmueven y emocionan, al punto de la alegría y el llanto. En dicho acervo destaca la presencia de Alexandre Dumas y Honoré de Balzac. Quizá, si hay alguna experiencia que evidencia la posibilidad del ejercicio autónomo de nuestra libertad sea la experiencia estética: el instante en el cual vivimos el arte y creamos el mundo. Nos volvemos poetas de las potencias de nuestro cuerpo. Somos capaces de una poética de nosotros mismos:

«Es un libro espléndido. No tenía idea de que hubiera tipos tan listos en el mundo.» También encontraron unos viejos números de un periódico de la metrópoli. Trataban de lo que se había dado en llamar “Nuestra expansión colonial” en un lenguaje altisonante. Hablaba abundantemente de los derechos y deberes de la civilización, de lo sagrado de la obra civilizadora, y ensalzaba los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra, Carlier y Kayerts lo leyeron, reflexionaron y comenzaron a pensar mejor de sí mismos.

Los protagonistas del cuento también encuentran ejemplos del discurso hegemónico de las instancias del Progreso. Se trata de textualidades apologéticas del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso, proyectado para la defensa de la supuesta legitimidad de tal empresa de dominación. Se encuentran con discursos que celebran emprendimientos semejantes al de ellos, lo cual los complace, aunque dicho reconocimiento implique el anonimato de ambos protagonistas. Se trata de la legitimación de una idea de civilización constituida por una serie de formas de vida con las que están comprometidas Naciones enteras que saben que en la posibilidad de dicha explotación consiste su problemática hegemonía.

Vemos cómo en tal discurso del dominador el anonimato de su ejercicio está comprometido con la reivindicación de la mayoría que tiende a ser masa, como mecanismo eficiente e impersonal de despersonalización. En tal comprensión, comprometida con la noción de Estado-Nación, podemos advertir la homogeneidad de una normalización alienante que, por un lado, hace un reconocimiento impersonal de los integrantes del proyecto y, por otro, acaba invisibilizándolos al reducirlos a elementos mensurables y cuantificables deuna serie de accidentes de la Historia. Un grupo de vidas ricas y complejas subsumidas para satisfacer la demanda de utilidad y eficiencia como sentido del consumo de sus cuerpos ofrendados y sacrificados al fantasma con las manos vacías del Futuro. Este último, promesa del Progreso.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, tal reconocimiento parece indicar que más de uno está del lado de los protagonistas del cuento. La Mayoría está de su lado. Por ello dichos hombres tienen valor, esos hombres valen por ser útiles y, por lo tanto, eficientes. El problema es, como bien advierte Kant, que sólolo útil, en tanto que provisional, perecedero, intercambiable y desechable tiene valor y, por lo tanto, vale. En cambio, según el filósofo prusiano, los seres humanos no tenemos valor, no valemos, sino que tenemos dignidad y esta última es inalienable:“Carlier dijo una tarde moviendo una mano: ‒Dentro de cien años tal vez haya aquí una ciudad. Muelles, almacenes y barracas, y…y quizá salones de billar. La civilización, muchacho, la virtud y todo eso. ¡Y luego la gente se enterará de que los dos buenos tipos, Kayerts y Carlier, fueron los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar!” Estamos ante la lógica servil del alienado que se cree amo sin advertir su esclavitud, en dicho gesto se consuma esta última. Un ejemplo de la conciencia alienada que puede significar la servidumbre como identificación con el dispositivo.

Sin embargo, ello resulta en dicha diégesis un somero consuelo ante la densidad ontológica que constituye un cuerpo potencialmente acechado, atravesado por su indigencia y siempre dispuesto a la contingencia del mundo por su vulnerabilidad: “Los dos se dieron cuenta por primera vez de que vivían en unas condiciones en las que lo inusual podía ser peligroso, y no había poder alguno en la tierra, excepto ellos mismo, que se interpusiera entre los dos y lo inusitado. Se sintieron incómodos, entraron en casa y cargaron sus revólveres.” Es muy fácil olvidar nuestra indigencia, al instalarnos en las aparentes comodidades y ventajas que constituyen nuestras formas de vida y comprometernos con el cierre del sentido de la misma que tal decisión puede implicar. Fenómeno del cual habla la afirmación, casi una advertencia, que hace el joven Nietzsche en De verdad y mentira, en sentido extramoral: “Vivir es estar en peligro”.

Aquellos hombres que, como afirma Conrad, “Llevaban sirviendo a la causa del progreso más de dos años”, no eran capaces de habituarse. La adversidad los confrontaba con circunstancias que entrañaban otra comprensión de la vida, como era el caso de una impresión y aparente claridad que concebían en relación con aquellos lugareños con los que habían llegado a tener contacto: “nada hay más fácil para ciertos salvajes que el suicidio”. Podemos inferir en tal impresión por parte de nuestros protagonistas, además de ser un posicionamiento del propio Conrad, la creencia en que las personas de dicho entorno, más vinculadas con la Naturaleza, tienden más a la inmediatez y fugacidad de la vida como fenómeno de la animalidad de un cuerpo que no necesita de una compleja significación del peligro al estar naturalizado como experiencia de la finitud de nuestro cuerpo y, por lo tanto, como fenómeno de la vulnerabilidad del mismo. En tal posibilidad, quizá, podemos advertir una fortaleza ante la fragilización de nuestro carácter que puede significar la domesticación de nuestra animalidad. Vemos el complejo abismo de la dificultad de un muy improbable, por no decir imposible, regreso al estado salvaje, una reversión de la condición humana a nuestra animalidad, ante unas formas de vida comprometidas con su Progreso el cual nos cubre de capas sobre capas de fenómenos que constituyen y complican nuestras habitaciones del mundo, las cuales tienden al abandono de nosotros mismos.

La pregunta, entonces, sería: ¿Qué es una vida fácil?, ¿Podemos llamar de esa forma a una vida integrada por una serie de fenómenos que nos vuelven dependientes de la posibilidad de una vida productiva, eficiente y tendiente al consumo o a confrontar todas las dificultades y aparentes carencias de una vida somera y frugal?

Ambos son dos extremos que se antojan absolutos y no quisiera optar por ninguno de los dos para no caer en un moralista cierre de sentido. Sin embargo, habría que pensar qué es lo que está en juego entre dichas posibilidades en relación con la probabilidad entre ambas. La primera, más comprometida con el Progreso entendido como el avance en la complicación de nuestra vida constituida por las dependencias que la hacen eficiente y productiva, al grado de llegar a deshumanizarnos o, quizá, tendientes a superar nuestra humanidad como fenómeno físico y corporal. La segunda, más tendiente a la autonomía e independencia como posibilidades de la habitación y comprensión de los supuestos peligros que significan para muchos hombres supuestamente civilizados los fenómenos de la Naturaleza, pero con el problema nada menor de tender a la dificultad de un imposible y problemático regreso a nuestra animalidad, lo cual también implicaría el profundo conflicto de desmontar nuestra domesticación y rehabitar nuestra animalidad a partir de asumir y comprender al peligro como parte de nuestra vida.

Los dos escenarios anteriores resultan radicales: el primero por lo contundente y profundo de la subversión artificial que implica, el segundo por el asiento en nuestra raíz animal que puede llegar a implicar nuestro reencuentro en la Naturaleza a través de la revinculación con nuestra animalidad. Sin embargo, sería interesante pensar en lo siguiente: ¿Qué tanto son posibles estadios intermedios entre tales posibilidades? ¿Qué tanto los hemos ensayado? y ¿qué tanto hemos tenido éxito o fracaso en dichos intentos?

En términos de una supuesta civilización comprometida con el Progreso, como ya hemos visto en el pasaje del encuentro de los documentos periodísticos a los que nuestros personajes tienen acceso según la narración de Conrad, los poderes fácticos de los Imperios y Estados-Nación, a través de sus siervos, consideran que llegan a los lugares que colonizan para proveerlos de una mejor y más avanzada forma de vida. Subestiman las potencias de los colonizados, supuestamente bárbaros, capaces de llevar a cabo habitaciones de la Naturaleza. La supuesta inferioridad de dichos seres colonizados que, además, es el prejuicio que integra al problemático porqué de haber sido conquistados, se basa en la supuesta pasividad implicada en la falta de avance de dichas colectividades quienes, por tal supuesta incapacidad, siguen sujetos a la necesidad dehabitar a la Naturaleza quedando subsumidos por la misma, según la lógica del Progreso. Según dicho proyecto supuestamente civilizatorio, se trata de sociedades incapaces de superar el peligro que significa depender de la Naturaleza. Esto implica una supuesta sujeción a la contingencia de esta última, en contra de la seguridad y estaticidad que supuestamente garantizan las formas de vida que constituyen a la llamada civilización.

Lo anterior nos confronta con una cara de la discriminación,en el sentido más problemático de la palabra. Aquella que se basa en el planteamiento de una aparente inferioridad que supuestamente legitima al colonizador como autoridad capaz de tutelaje. Hablamos de la presunción del colonizador como supuesto mayor de edad que, por lo mismo, acaba siendo autorizado para formar al supuesto menor de edad: el colonizado, reduciéndolo a pupilo de su dominador.

Ello motiva una importante reflexión acerca de las pedagogías entendidas como procesos formativos y civilizatorios. ¿Qué tanto formar a alguien o tomar dicha misión en nuestras manos implica el peligro de propiciar el cierre del sentido de su vida? ¿Dicho peligro no implica la posibilidad de inducir al colonizado a su alienación como naturalización de su esclavitud? ¿No implicaría dicho proceso la consumación de la dominación por parte del colonizador como consumación de la heteronomía como territorialización de una subjetividad?

Se trata de un paternalismo que, desde los términos de la posibilidad de un ejercicio autónomo de la razón, se evidencia sumamente cuestionable. Especialmente si advertimos que la renuncia al ejercicio autónomo de la razón ha derivado en la dependencia al proyecto civilizatorio del Progreso, lo cual como hemos visto ha sido afirmado por el propio Conrad. Por lo mismo, se evidencia cuestionable la autoridad de quienes han sido formados desde el principio de sus trayectorias vitales a través del proyecto civilizatorio del Progreso. Podemos inferir la miseria que se evidencia en lo cuestionable del carácter libertario de dicha comprensión de la civilización, en tanto que se antoja cuestionable y problemática la independencia de sus integrantes y, por lo tanto, su manera de comprender la Libertad. Especialmente si confrontamos dichos elementos con los resultados de la praxis implicada en el ejercicio del aprovechamiento de las propias potencias vitales por parte de los supuestamente bárbaros e incivilizados que, a pesar de dicho prejuicio, han sido capaces de constituir sus habitaciones vitales con base en una relación lo suficientemente armónica con la Naturaleza.

Para no caer en el error de idealizar la anterior posibilidad y con ello provocar el compromiso con un posicionamiento que se presuma o tienda a entenderse como absoluto capaz de cierre del sentido,no hagamos a un lado el que todo proyecto humano tiende a su problematicidad debido a la falibilidad inextricable a nuestra finitud, especialmente en relación con la Naturaleza. Sin embargo, podemos distinguir posibilidades del ejercicio de nuestra libertad en todo emprendimiento de nuestra cultura, lo cual implica el discernimiento de nuestras formas de vida, incluyendo la advertencia y comprensión de lo óptimo o pauperizante de las mismas.

Un claro ejemplo de dicho contraste lo encontramos enun momento en el que los protagonistas del cuento se sienten vulnerables y azorados por el abandono de sus trabajadores. Kayerts, con la poca consciencia implicada en el fenómeno de la alienación, manifiesta la ilegítima violencia de su paternalismo como manifestación de su creencia en la inferioridad de aquellos que ha colonizado: “‒Casi no lo puedo creer ‒dijo Kayerts, lloroso‒. Les cuidábamos como si hubieran sido nuestros hijos”. Independientemente de lo problemática que ya por sí misma resulta esta afirmación, habría que preguntarse: ¿qué tan bien trata un hombre comprometido con el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso a sus hijos? ¿Realmente a los Colonizados de la historia se les ha tratado alguna vez con un afecto semejante al de un hijo? ¿Qué significa en dichos términos y desde tales posicionamientos ‒especialmente si los situamos en su correspondiente contexto histórico‒, tratar a alguien ‒especialmente a un colonizado‒ como a un hijo? Este cuestionamiento resulta particularmente significativo en el caso de Kayerts porque una de sus motivaciones para el emprendimiento comercial que lleva a cabo es el profundo amor que siente por su hija: Melie.

Estamos ante la interesante posibilidad de advertir cómo nuestros más profundos afectos acaban comprometidos con nuestras dinámicas de consumo y producción, además de acabar comprometidos con valores como la eficiencia y la seguridad como garantías de una vida supresora de la contingencia y tendiente a la supuesta estabilidad de la inercia. Parece que la posibilidad del acuerdo y la concordia como fenómenos de armonía, en tanto que principios, resultan distantes. Las posibilidades semejantes a estos últimos principios sólo serían posibles desde la consolidación de la imposición de las condiciones y formas de vida del colonizador.

Un ejemplo de tal condicionamiento lo encontramos cuando nuestros personajes descubren el porqué del aparente abandono de sus trabajadores. Al servicio de ambos hombres está un colonizado natural de la región: Makola. Éste aprendió a sobrevivir a través de dicha servidumbre, al grado de poder mantener a su familia, integrada por su mujer y sus hijos. Makola aprendió a llevar a cabo la contabilidad del lugar y a trabajar con los libros y cuadernos para ello. Aprendió a llevar a cabo los tratos del hombre blanco y la administración de los mismos, de la manera en la cual lo han constreñido sus amos.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, Makola parece haberse equivocado, incluso a pesar de los resultados del trato. Los dos protagonistas del cuento no contaban con la aparente adversidad de la contingencia de su circunstancia ni mucho menos con que la rigidez de sus formas de negociación iba a constituir un obstáculo según sus expectativas, a pesar de haber enseñado bien a un conquistado a conducirse con su misma lógica: “‒No fue un trato corriente ‒dijo Makola‒. Trajeron el marfil y me lo dieron. Les dije que se llevaran lo que más les apeteciera de la factoría. Es un marfil estupendo. Ninguna estación tendrá colmillos como éstos. Los comerciantes necesitaban portadores y nuestros hombres no servían para nada. Ningún trato, ninguna entrada en los libros; todo correcto”.

Makola había obtenido excelentes ejemplares de colmillos de elefante sumamente valiosos, a cambio de la poco eficiente mano de obra de la empresa. Lo anterior, ante la situación relativamente precaria de la empresa desde la llegada a la misma de los dos protagonistas del cuento. Estos últimos, como parte de su misión, debían resolver dicho decaimiento. Makola, con base en lo que le habían enseñado y sujeto a las condiciones establecidas por el hombre blanco, hizo lo que consideró mejor para la empresa y consiguió buenos resultados que, podemos inferir, pueden constituir una excelente inversión para la empresa con muy buenos resultados en ventas y, por lo tanto, también en ganancias. Lo anterior se antoja un logro si tomamos en cuenta las circunstancias. Por lo menos lo sería si apreciáramos la contingencia y emergencia como dinámicas de la vida.

Sin embargo, a pesar del éxito de la explotación de la Naturaleza y del aniquilamiento de la magnitud sublime de la misma, los hombres blancos demuestran su ambición al indignarse con Makola. No querían ni perder ni apostar nada, querían todo, incluyendo su fuerza de trabajo que jamás se imaginaron perder, a pesar de lo precaria de su circunstancia. Para ellos, en tanto que dueños y amos, hacer negocio no debe contemplar riesgo, únicamente grosera explotación y, por lo tanto, sólo debe haber ganancia. No hay lugar para la contingencia y su desventaja, lo cual implica hacer la menor inversión sin importar su dificultad ante dicho escenario.

Los dos hombres habían llegado para dominar a la Naturaleza, para civilizar matando a la Vida que la constituye y, por ello, ésta última debe rendirse servilmente y no representar desventaja alguna. Ante la sublime magnitud de tan ingente adversidad, ¿no se antoja dicha voluntad, además de un despropósito, un inevitable motivo de profunda angustia? La absurda renuncia a la posibilidad de la comprensión de la lógica intrínseca de la materialidad concreta de su circunstancia por parte de estos dos hombres blancos resulta desconcertante para el propio Makola quien tan sólo hizo su trabajo: “‒Hice lo que más convenía a ustedes y a la Compañía ‒dijo Makola, imperturbable‒. ¿Por qué grita tanto? Mire ese colmillo”. El empleado había hecho un trato excelente correspondiendo con lo que le habían enseñado y, sin embargo, sus jefes no están satisfechos. Se evidencia la postura de ambos hombres ante las reglas de su propio juego, en tanto que integrantes del proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso: Carlier y Kayerts siempre tienen que ganar y, para ello, todo el mundo tiene que perder. Tal es la economía, recordemos que la palabra economía, cuyas raíces son: oικoσy νoμoσ, significa: la ley de la casa. En este caso, la casa siempre gana y, para ello, todos tenemos que perder.

Después de aquel desencuentro, ambos hombres se sentían engañados y defraudados. Creían que todo aquello había sido un plan de Gobila, el sacerdote de la tribu que, con ayuda de Makola, se había llevado a los hombres, embriagados por el fuerte vino de palma que Makola les había ofrecido. Quizá pensando en la indefensión de sus perdidos trabajadores en el momento de su extravío, los protagonistas declaran: “‒La esclavitud es una cosa horrible ‒balbuceó Kayerts con voz quebrada. ‒Terrible, toda clase de sufrimientos ‒gruñó Carlier con convicción”. Sin embargo, más que pensar en la circunstancia de sus subordinados, parecía que pensaban en la indefensión y extravío que les causaba su propia servidumbre, comprometida con el problemático anhelo que entraña el supuesto proyecto civilizatorio del Progreso: “Nadie sabe lo que significa el sufrimiento o el sacrificio, excepto quizá las víctimas de la misteriosa intención de esas ilusiones”. Pensando en estos términos, parece evidenciarse la trampa del poder: la ilusión del futuro y la aparente seguridad del bienestar como fin de la contingencia y su incertidumbre, el cierre del sentido de nuestras vidas.

¿Con que clase de despropósitos estamos y seguiremos comprometidos?, ¿es tan racional nuestra vida como se nos ha hecho creer o, justamente, hemos renunciado a varias de las más importantes posibilidades de la razón para permitir la sinrazón implicada en la incomprensión de nuestro deseo?

Parece que lo anterior se evidencia en los males que el proyecto supuestamente civilizatorio del Progreso ha llevado a los lugares que ha colonizado, haciendo cuestionable la mejoría que supuestamente significa la forma de vida que propone. Conrad, con una admirable comprensión de lo anterior para su época dada la atmósfera imperante de la misma, nos ofrece un escenario en el que queda claro lo problemático de nuestro deseo: si civilizarnos es humanizarnos, debemos estar alerta de si realmente queremos humanizarnos porque, muy probablemente, jamás dejaremos de ser humanos, demasiado humanos:

[…] los blancos, que habían traído mala gente al país. La mala gente se había ido, pero el miedo continuaba. El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias e incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo, sutil, indestructible y terrible, que invade todo su ser; que impregna sus pensamientos; que ronda en su corazón; que observa en sus labios la lucha del último aliento.

            En estas palabras de Conrad advertimos el posicionamiento del narrador ante la dolorosa herencia del Progreso en más de un territorio en el cual ha sido padecido o se sigue padeciendo, principalmente en el caso de los territorios de la subjetividad de quienes lo padecieron y lo seguimos padeciendo. El miedo es una experiencia constitutiva que no hay que juzgar, negar o reprender sino comprender porque, como bien lo señala nuestro autor, se trata de un impulso vital, una afirmación de la vida, en tanto que experiencia sublime de nuestra finitud constitutiva. Una habitación de nuestro dolor, su padecimiento y, por lo tanto, una habitación de nuestro cuerpo, nuestra sensación y de nosotros mismos. Una plenitud en la que puede consistir la experiencia de nuestra adversidad como fenómeno constitutivo.

¿No podría ser qué, ante lo terrible de nuestra historia, dicha experiencia sublime-terrorífica pueda ser subvertida al grado de convertirse en una potencia en tanto que manifestación de nuestro cuerpo y posicionamiento vital del mismo ante tal adversidad que implique nuestra sobrevivencia? Pueden dominarnos, sin embargo, en la vida de un cuerpo, en ese último aliento del que habla Conrad, mientras haya vida está presente la potencia invencible de esta última. Quizá sea lo más importante que haya que aprender de aquellos que saben realmente qué es la esclavitud, qué es ser sujeto de dominación y colonización, qué es ser colonizado y, por lo tanto, qué es ser sujeto de estigmatización y exterminio.

La situación en la región era sumamente difícil. La falta de recursos, incluyendo la comida, era notoria. Carlier consigue cazar un hipopótamo. Sin embargo, no puede capturar el cuerpo del animal a tiempo por falta de infraestructura y el cadáver se hunde en el río en el que fue cazado hasta desaparecer, probablemente alejado por la corriente del sitio en el que estaba. Después aparecerá flotando cerca de la aldea lidereada por el brujo Gobila, lo cual representó un hecho de gran fortuna para tal colectividad. Sin embargo, el posicionamiento y la reacción por parte de Carlier ante tal situación es particularmente llamativa y poco sorprendente por parte de uno de los ejecutores del Progreso: “Fue ocasión para una fiesta nacional, pero Carlier tuvo un ataque de rabia y dijo que era necesario exterminar a todos los negros para que el país fuera habitable”. Vemos como la dificultad para la obtención de recursos contempla la posibilidad del exterminio de los subordinados cuando representan un obstáculo para ello, evidenciándose la inferioridad que asume el colonizador sobre el colonizado. La explotación implicada en la dinámica consumo-producción hace pertinente a los cuerpos colonizados sólo en la medida en que son consumibles y explotables (podemos inferir que no sólo laboralmente) y, en esa medida, el consumo y la explotación llevados a cabo por ellos implica el peligro de su emancipación al ser capaces de propiedad y, por lo tanto, convertirse en propietarios. Ello les daría la suficiente paridad para dejar de ser subordinados, transformándose así en adversarios.

Estamos ante un caso semejante en una situación extrema. Sin embargo, lo significativo es lo imperante de dicha lógica y su emergencia en términos raciales y en relación con las condiciones materiales que han sido subsumidas por condiciones morales que aparentemente legitiman al poder. Sin embargo, dicha legitimidad se manifiesta cuestionable ante lo relativo, variable, circunstancial, emergente y contingente de las condiciones de poder, especialmente en condiciones tan volátiles. Conrad evidencia con ello lo arbitrario de la propiedad como principio de legitimidad del ejercicio del Poder. Se puede inferir que este último no es referente de Justicia y, por lo tanto, tampoco se puede asumir a la propiedad como principio de esta última. Por lo tanto, la condición de propietario como principio de legitimidad del poder implica ir en contra de la racionalidad de lo indeterminable e ingente de los fenómenos del mundo ‒además de no tomar en cuenta la inconmensurabilidad de la Naturaleza‒, yendo en contra de la supuesta racionalidad que se ha asumido como guía del Progreso como proyecto civilizatorio de la humanidad. Tan cuestionable oposición a la razón suele posibilitar la perversa detentación del poder, haciendo de este último un fenómeno siempre susceptible de abuso.

Con ello Conrad evidencia al absurdo como fenómeno que desafía a la aparente racionalidad que se nos ha impuesto como principio constitutivo de nuestra habitación del mundo, con la cual tendemos al abandono de la habitación de nuestras vidas. Justo eso es lo que podemos inferir en el pensamiento de Kayerts ante el momento contundente de la obra, signado por una particular adversidad que acaba derivando en lo terrible: “Estaba completamente obsesionado por la súbita percepción de que nada tenía sentido, de que en aquellos momentos tanto la vida como la muerte se habían convertido en algo igualmente difícil y terrible.” Dicho protagonista de la obra, a raíz de tal adversidad, había acabado en un duelo digno de análisis con su compañero. Ambos habían reservado en una caja fuerte los últimos quince terrones de azúcar de sus despensa y media botella de coñacen caso de enfermedad. Su dieta frugal consistía en café sin azúcar y arroz hervido. Tan insípida rutina alimenticia desesperó a los dos civilizados hombres, manifestando con ello su dependencia a una dinámica de consumo implicada en una forma de vida que los hacía dependientes de los productos específicos que también eran elementos de la misma al constituirla. Carlier, harto de dicha insatisfacción, confrontó a Kayerts para que le diera azúcar y coñac, principalmente un terrón de azúcar para su café. Quien diría que ante tal panorama en el que se evidencia la tensión entre nuestra necesidad y nuestro deseo se suscitaría el desenlace fatal de ambos hombres a manos de ellos mismos. Los dos misioneros de la civilización sucumbieron ante su propia fragilidad. Acabaron derrotados por la incomprensión de su deseo, lábil por estarsubsumido por la apetencia vuelta necesidad, a pesar de ser propietarios y, por lo tanto, supuestos hombres libres y legítimos dueños, autorizados para ejercer el poder. Kayerts, quizá sin poder advertir las consecuencias de su rigidez o su incapacidad de llevar a cabo una decisión más flexible, acaba matando a Carlier por un terrón de azúcar. He ahí el absurdo que evidencia Conrad de manera contundente:

Dio la vuelta a la galería mientras Kayerts permanecía sentado mirando el cuerpo. Makola volvió con las manos vacías, quedó sumido en sus pensamientos, luego entró tranquilamente en la habitación del muerto y salió con un revolver que enseñó a Kayerts. Kayerts cerró los ojos. Todo empezó a girar en torno suyo. La vida era ahora más difícil y más terrible que la muerte. Había matado a un hombre desarmado.

            ¿Cómo no dejar de cuestionar la racionalidad del Progreso que se supone representan estos hombres debido al compromiso con su civilización, manifiesto en los hábitos de consumo y producción que constituyen sus respectivas vidas? ¿Cómo es posible que el Progreso incluya tan terrible desenlace por parte de aquellos que representaban la promesa de una mejor forma de vida y que, además, trabajaban para ella? ¿De qué manera se manifestó aquí, pensando en términos de necesidad y deseo, la represión de estos últimos en lugar de su comprensión como fenómenos constitutivos implicados en nuestra animalidad? Este proceso de comprensión planteado con el fin de afirmar una humanidad en contra de su sesgo, mutilación y deshabitación,ante el peligro ‒en este caso siguiendo dicho desenlace‒ de la barbarie de su autodestrucción. ¿Han dejado de ser alguno de los cuestionamientos anteriores referentes de la problematicidad de muchos de nuestros fenómenos contemporáneos?

            Conrad lo dice bien, en lugar de hacerse la luz…:

Llegó la noche y Kayerts se sentó inmóvil en su sillón. Se sentía tranquilo, como si hubiera tomado una dosis de opio. La violencia de las emociones que había experimentado le producía una sensación de agotada serenidad. Había vivido en una corta tarde todas las profundidades del horror y de la desesperación y ahora había encontrado el reposo en la convicción de que la vida ya no tenía secretos para él: ¡ni tampoco la muerte! Se sentó junto al cadáver, pensando; pensaba intensamente, le sobrevenían nuevos pensamientos. Le parecía que se había desprendido de sí mismo por completo. Sus antiguos pensamientos, convicciones, gustos y antipatías, las cosas que respetaba y las que aborrecía se le presentaban ahora bajo su verdadera luz. Parecían despreciables e infantiles, falsas y ridículas. Se sentía a gusto con su nueva sabiduría, sentado junto al hombre que había matado. Discutía consigo mismo sobre todas las cosas que había bajo el cielo, con esa especie de extraviada lucidez propia de algunos lunáticos. De paso reflexionó que, de todos modos, el muerto era una bestia dañina; que diariamente se morían miles de personas, tal vez centenares de miles ‒¿quién podía saberlo?‒, y que en esa cantidad una muerte más no importaba; no tenía importancia, al menos para una criatura capaz de pensar. Él, Kayerts, era una criatura capaz de pensar. Hasta aquel momento de su vida había creído muchos absurdos, como el resto de la humanidad, formada por tontos; ¡pero ahora podía pensar! Se sentía en paz; conocía bien la filosofía más elevada. Luego intentó imaginarse muerto y a Carlier sentado en su sillón, contemplándole; y lo consiguió de tal forma que en pocos instantes ya no supo quien estaba muerto y quién estaba vivo. Esa extraordinaria conquista de su imaginación, sin embargo, le dejó estupefacto y tuvo que hacer un complicado y oportuno esfuerzo mental para salvarse a tiempo de convertirse en Carlier. Su corazón palpitó y sintió calor en todo su cuerpo pensando en el peligro pasado. ¡Carlier! ¡Qué cosa más bruta! Para tranquilizar sus excitados nervios ‒¡no era sorprendente que estuvieran así!‒ intentó silbar un poco. De pronto se quedó dormido o, al menos, creyó dormir; pero había niebla y alguien había silbado en aquella niebla.

En este largo y crucial pasaje de la obra de Conrad, con maestría el autor describe cómo la consciencia de un cuerpo escindido por la sublime experiencia de su finitud comienza a hacer una serie de racionalizaciones para sobrevivir, pasando también por la perversidad de imaginaciones extravagantes que intentan justificar lo terrible cuando se está ante ello como autor del acto o de los actos que lo han hecho posible. Conrad nos confronta con el dolor de haber llevado a cabo lo irreparable, lo cual puede implicar tanto el fenómeno del remordimiento como el de la culpa. Esta última consiste en la incomprensión y juicio narcisistas de creer que adoleciendo un dolor punitivo podemos reparar nuestro irreparable error, como si fuéramos Dioses que con nuestro sufrimiento fuéramos capaces de retroceder el tiempo. Hago esta diferencia porque el remordimiento tiene la legitimidad de manifestar una consciencia de lo terrible e irreparable que hemos hecho. Un fenómeno que el budismo llama: hrī, palabra en pali que suele traducirse como: remordimiento. La legitimidad de la culpa yace en que en ella se manifiesta lo que puede un cuerpo ante tales circunstancias. Sin embargo, como ya hemos explicado, implica el apego a la imposibilidad de nuestro deseo y suele ser un recurso de control por parte de las morales imperantes, ello hace de la culpa un fenómeno problemático.

Conrad narra la angustia de Kayerts, un cuerpo escindido ante un hecho que desafía la racionalidad de la forma de vida con la que se había comprometido, debido a que la misma, junto con sus dependencias implicadas, lo han llevado a tan terrible resultado y nefasta consecuencia. Quizá puede inferirse en tal dolor la advertencia de la sensación de Kayerts de ser esclavo del proyecto del Progreso. Una esclavitud debida a la irreflexividad implicada en la falta de autonomía que lo había reducido a dicha condición infantiloide para ser parte de su civilización de origen como ya nos había advertido Conrad. Kayerts experimenta el dolor de dicha consciencia, el dolor de ser consciente, lo que Hegel definía, en tanto que buen romántico, como: el desgarro de la penetración de la consciencia.Esta última intenta no desestructurarse y mantener su orden ante el padecimiento de su sublime finitud. Intenta su sobrevivencia en medio de su angustia, la noche del cuerpo. De ahí la racionalización y el intento del cuerpo de armonizarse manifiesto en el silbido. Un ejemplo que pone Freud en Inhibición, síntoma y angustia: el caminante que silva para sobrellevar la angustia que le produce caminar en medio de la oscuridad.

Sin embargo, tanta angustia puede ser demasiado desafío para la finitud de cualquier cuerpo vivo. La muerte no es cualquier evento, especialmente para aquél que, de cualquier forma, pudiera ser el autor de su emergencia. Basta con imaginarlo para padecer el sufrimiento de la imaginación misma de tal dolor. Si ya hay una sensación significativa en ello, ¿cómo será en el caso de quién lo vive? Siempre será más fácil inferirlo sin que alcance nuestra imaginación cuando uno ha tenidola fortuna de jamás haber experimentado algo semejante como es mi caso:“Se puso en pie, miró al cadáver y alzó los brazos dando un grito como el de un hombre que, al despertarse de un trance, se encuentra para siempre en una tumba”. Kayerts ha sido derrotado por la sublime experiencia de su finitud porque ha rebasado los legítimos límites de las potencias de su cuerpo. El cuerpo de Kayerts y lo que puede se han confrontado con una de las evidencias y accidentes más contundentes de la Contingencia que probablemente jamás podrá suprimir ni solucionar el Progreso: la muerte.

A la región llegó el Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora, “(ya sabemos que la civilización sigue al comercio) desembarcó el primero y sin detenerse dejó atrás al vapor. La niebla río abajo era cada vez más densa; arriba de la estación la campana sonaba incesante y bronca”, así describe el arribo de dicho personaje Joseph Conrad. Había llegado para dar cuenta de la circunstancia del negocio y sus encargados. Un control de daños con el fin de que continúen las funciones, procesos y objetivos de la Compañía, a partir de su informe y la evaluación de tal situación que derive en un posicionamiento posterior con su respectiva mejor solución. Sin embargo, la imagen que se encontraría sería la del discurso de un cuerpo que evidenciaba el fracaso estructural de una misión regida por una aparente racionalidad (una racionalidad sesgada e instrumentalizada) que había provocado lo terrible de la causalidad que defendía como manifestación del absurdo de los compromisos con nuestro deseo cuando es incomprendido, implicados en nuestras formas de vida. El Director Gerente de la Gran Compañía Civilizadora…:

Se quedó en pie y buscó afanosamente en sus bolsillos una navaja mientras miraba a Kayerts, que estaba colgado por una cuerda de cuero de la cruz. Evidentemente, había subido a la tumba, que era alta y estrecha, y después de atar el extremo de la correa al travesaño, se había dejado caer. Los dedos de sus pies estaban a sólo unas pulgadas de la tierra; sus brazos colgaban, tiesos; parecía estar rígidamente cuadrado en posición de firmes, pero con una mejilla de color púrpura juguetonamente posada sobre su hombro, Y, con indolencia, mostraba su hinchada lengua al Director Gerente.

Conrad describe la postura del cadáver ‒hallado en la tumba de Carlier‒ con la rigidez de un cuerpo obediente, semejante a un soldado o un militante. Pareciera el signo del condicionamiento de una forma de vida, una manera de vivir, en el cuerpo que la habitó. El habla de un cuerpo muerto manifiesto en las grafías que son las huellas de su trayecto vital. Finalmente, la gran burla correspondiente con el absurdo y sinsentido manifiestos en el despropósito de dicha misión y su terrible desenlace: Kayerts, como un niño, le saca la lengua al personaje último e incidental que representa tanto al Progreso como a la Civilización que lo ha generado y legitimado como cierre del sentido de nuestras vidas y manifestación de la incomprensión de nuestro deseo. Lo anterior, fenómenos inextricablemente comprometidos con nuestra responsabilidad y, por lo tanto, fenómenos de lo problemática que resulta nuestra Libertad, al igual que nuestra especie.

Poeta de sí mismo

“Busca un trabajo que ames

y no trabajarás ni un solo día de tu vida.”

Proverbio chino

Independientemente de las materialidades obvias que pueden advertir al cambio como manifestación del movimiento, no deja de serla comprensión del fenómeno del tiempo un problema de suma importancia. Spinoza advertía que la división del tiempo es un proceso imaginario que llevamos a cabo como un necesario acuerdo de nuestra cotidianidad. El anterior posicionamiento guarda cierta semejanza con el de Kant en relación con dicho tópico, si entendemos que el carácter trascendental del tiempo planteado por el filósofo prusiano no es incompatible con la emergencia de diversos imaginarios del mismo que implican su convención.

Tal semejanza en la comprensión del fenómeno del tiempo no implica que este último se reduzca a su convención. Sólo advierte la artificialidad a la que puede tender nuestra relación con él y, con ello, la posible poetización del mismo: su habitación manifiesta en nuestra capacidad constitutiva de generar densidades ontológicas estructurantes que constituyen nuestras habitaciones del mundo,en tanto que relación espacio-temporal.

Hay personas que trabajan y viven de noche y duermen de día. Hay gente que entra a trabajar en la tarde y que duerme por las mañanas. En mi caso, escribo estas líneas a las dos veinticinco de la mañana de un jueves. ¿Cuál será el tiempo de la satisfacción, la diversión, el juego y el placer? ¿Valdrá la pena contestar la pregunta si ello puede inhibir el acto libertario de aprovechar la oportunidad de su indeterminación?

Heinrich Böll es un escritor que demuestra su sabiduría a través de una economía de la palabra, especialmente si atendemos el significado etimológico de la palabra ‘economía’: “la ley de la casa”. Su escritura está dotada del equilibrio y sobriedad de la mesura, lo cual se refleja en la composición de sus imágenes. Este magnífico narrador posee un implacable oficio que le permite un sentido de la contundencia en la transmisión de sus mensajes.

Todo lo anterior son cualidades de uno de los cuentos de tan importante escritor que, por más obra menor que se le quiera considerar (así de grande es la literatura de Heinrich Böll), se trata de un ejemplo del magnífico fruto de la humildad, capaz de lograr al cosmos en una nuez. El resultado de una narrativa muy bien cuidada: pulcra, transparente y luminosa. Estas últimas, cualidades del paisaje que se proyecta en los espacios de dicho mundo.

El escritor logra la precisa musicalidad de la palabra cotidiana cuando está comprometida con la claridad de un pensamiento sublime. Fenómeno sumamente extraordinario que recuerda cuando Nietzsche criticaba a ciertos espíritus que oscurecen sus aguas para hacerlas parecer más profundas, Heinrich Böll es incapaz de dicha pirotecnia.

Algo va a pasar es un potente cuento breve que dice demasiado de nosotros mismos. Resulta imposible no encontramos en el protagonista aparentemente típico y simple que compone Böll: “Tiendo más, por naturaleza, al ocio y a la meditación que al trabajo, pero de vez en cuando los problemas económicos me obligan ‒pues la meditación proporciona tan pocos ingresos como el ocio‒ a aceptar lo que se llama un empleo.”

El narrador alemán nos ofrece un perfil muy especial del protagonista de su cuento. Se trata de un ser humano tendiente a los procesos imaginarios y, por lo tanto, estructurantes que implica el ocio como estadio atento a nosotros mismos. Una libertad sólo comprometida con nosotros capaz de propiciar la meditación como esfuerzo de contemplación. Una atención que implica una habitación del presente que, en su aparente transcurrir,suele constituir la habitación de nuestra sensación.

Esta última también manifiesta su discurrir. Se tratadel cuerpo que, para decirlo de manera analítica, se manifiesta en sus epifenómenos como signos de un lenguaje que sólo analíticamente podemos distinguir entre verbal y corporal: imágenes que se manifiestan en su actividad capaces de constituir imaginaciones e imaginarios. Lo anterior, por lo tanto, también implica comprender a nuestro pensamiento como posibilidad de tal clase de discurso y de lenguaje en tanto que habitación de nuestra sensación.

La meditación, en tanto que posicionamiento ante el mundo, contrasta en relación con el ritmo de los procesos instrumentales que solemos identificar con la relación: consumo-producción. Esta última suele estar comprometida con el futuro más que con el porvenir. Como más de una persona lo ha señalado, desde hace tiempo dicha relación ha encardinado la derrota del progreso. Sin embargo, creo que en ello no ha radicado la verdadera problematicidad de temas como la producción y el consumo, sino en la advertible pretensión del cierre de sentido que ha implicado como condicionante de la satisfacción de las necesidades vitales básicas a las que podemos acabar constreñidos, al grado de la reducción a las mismas de nuestros procesos vitales. Estos dejan de ser procesos constitutivos para acabar siendo procesos de consumo y producción. Es advertible cómo estamos ante un personaje cuya singularidad revela una oposición a la lógica de la identidad comprometida en designar al sujeto de una ciudad como un consumidor por ser capaz de producción.  

El anónimo personaje de Böll es un ser de especial particularidad que, podemos inferir, evita el trabajo o tiene una concepción especial del mismo opuesta a la sensibilidad de su carácter, aunque compatible con privilegiar lo constitutivo de su sensación a partir de su atención y advertencia. Quizá se trata de alguien que ha logrado vivir a partir de la satisfacción de su deseo, en la medida en que ello es compatible con la satisfacción de sus necesidades,aunque sólo pueda hacerlo de manera temporalo, quizá, se trate de alguien que halló una forma de evadir el trabajo, aunque ello sólo fuera de manera intermitente. Esa incógnita, paradójicamente, nutre al personaje de Böll al dotarlo de una condición intempestiva.

Se trata de un ser humano que, en más de un sentido, puede representar una dificultad para determinadas dinámicas cotidianas planteadas en la diégesis que podemos fácilmente relacionar con nuestra actualidad. Su particular presencia podría resultar disruptiva en su contexto por manifestar en sus condiciones la posibilidad de privilegiar la experiencia de lo lúdico y, por lo tanto, la creatividad que implica, en una diégesis tambiéncompuesta por la relevancia de la relación: consumo-producción. El protagonista del cuento entraña fenómenos que, generalmente, no son apreciados como un bien al desafiar una noción de utilidad correlativa a la relación recién señalada: consumo-producción.

Es sugerente pensar en tal parámetro y en la manera en la que entendemos a los bienes. Qué tanto estos últimos, desde dicha concepción, son comunes y, en tanto que no lo fueran, qué tanto se trataría, en lugar de bienes, de los satisfactores de intereses privados en los que se manifiesta una relación privada con nuestro deseo y nuestra necesidad. La clave que podría ayudarnos a comprender la complejidad del protagonista del cuento de Böll probablemente esté en la tensión entre nuestra necesidad y nuestro deseo.

Heinrich Böll propone un personaje capaz de la libertad de pensamiento que implica la claridad de la satisfacción de su deseo como fenómeno constitutivo de su carácter. Alguien capaz de la satisfacción de su placer al comprender a la mismacomo una necesidad. Estamos ante un ser que habita su sensación, el estadio de su cuerpo. El ocio y su subsecuente meditación implican una habitación del tiempo presente a la cual, de manera problemáticamente ordinaria, tendemos a renunciar. Hacemos de la importantísima habitación de nosotros mismos algo extraordinario y del abandono como olvido de nosotros mismos algo ordinario, a través de la renuncia al presente.Esta voluntad constituye la esclavitud de sujetarnos al ritmo de la prisa comprometida con el futuro, fantasma con las manos vacías advierte Wajdi Mouawad y promesa imposible del progreso. Tal es la escena cotidiana de mucha de nuestra angustia.

Sin embargo, la rebeldía del personaje del narrador alemán está velada en la clandestinidad de una máscara social. Eso le permite discernir en relación con su circunstancia y activar, a partir de la tensión entre su necesidad y deseo, una estrategia que posibilita y articula un arte de vivir que no abandona una poiesis de sí mismo, todo lo contrario, con esta última dicha labor está sumamente comprometida.

Nuestro personaje busca empleo en una fábrica que le resulta sumamente sospechosa por su pulcritud, además de la transparencia de su arquitectura por tratarse de una traslucida habitación formada por una estructura de cristal. En su primer encuentro con la empresa y como supuesta antesala a su prueba de ingreso laboral, se le ofrece un desayuno al igual que a los demás aspirantes al puesto solicitado. Sin embargo, el protagonista sospecha certeramente que aquello no es ningún preámbulo. El examen ya empezó y, en cada momento del encuentro con la institución a la que acude, él está siendo analizado.

El protagonista decide desayunar con mesura y frugalidad. Una contención que le permite aparentar una supuesta celeridad correspondiente con la prisa de ponerse en acción inmediatamente. La máscara de un hombre siempre listo, dispuesto y preparado.

Come los alimentos justos para aparentar satisfacción. Prescinde del consumo de alimentos como el pan tostado que puedan propiciar y relacionarse con la gordura ‒en especial la lentitud de esta última‒, la tendencia al sueño y la falta de energía que suele adquirir un cuerpo incontinente y mal alimentado. Un cuerpo indisciplinado que se manifiesta insaciable y, por lo tanto, incapaz de sujetarse a su necesidad. Un cuerpo incapaz de orden por tender al exceso de comida que, aunque paradójicamente lo pueda constituir alimentos sanos, finalmente acaban por propiciar la ineficiencia e improductividad de su dueño. Cuerpos incapaces de producción por su consumo indisciplinado. Sería interesante preguntar: ¿Quién decide en qué consiste la salud de un cuerpo sano? ¿Será que se nos ha impuesto el identificar a un cuerpo sano con un cuerpo eficiente?

Por otra parte, también se trata de una prueba para el gusto. Los alimentos para un cuerpo eficiente, entendiendo que la eficiencia es el parámetro de salud que se ha impuesto, deben ser los de la evidente preferencia por parte del sujeto apto para dicho empleo. Ello implica una problemática normalización del gusto y, por lo tanto, una sujeción de nuestra experiencia estética.

El protagonista es el primero en acabar los alimentos y el primero en acceder a la sala de pruebas donde será evaluado a través de un cuestionario escrito. Demuestra ser un cuerpo listo, dispuesto y preparado, realmente interesado en el puesto de trabajo y dotado con la energía y fortaleza suficientes para cumplir con sus compromisos puntualmente y de manera eficiente. Ello le permite también demostrar que su máscara social incluye la iniciativa y la búsqueda de ventaja como manifestaciones de orden y prolijidad: “estaba tan seguro de ser observado, que me comporté como lo hace un hombre de acción cuando cree que no lo observa nadie: saqué impacientemente la pluma del bolsillo, la destapé, me senté a la mesa más próxima y atraje hacia mí el cuestionario, como lo hacen las personas coléricas con las cuentas de los mesones”. Antes de obtener el empleo, nuestro personaje ya ha comenzado a trabajar.

Vale la pena atender las preguntas del cuestionario que se le hacen al personaje, no sólo porque Böll pone particular empeño en dicho momento de la composición de su cuento sino también por lo interesante del posicionamiento ante las mismas del personaje a través de sus respuestas: “Primera pregunta: ¿Le parece bien que las personas sólo tengan dos brazos, dos piernas, ojos y oídos?”. No deja de antojarse esta pregunta, más que capciosa o psicométrica, sumamente absurda en un sentido llano del adjetivo. Se cuestionan condiciones más allá de la voluntad de un cuerpo que, a su vez, plantean una disposición y captura del organismo en cuestión. La pregunta nos remite a las funciones del cuerpo, sus partes y, por lo tanto, a las dinámicas que las mismas constituyen.

Ante esta pregunta resulta revelador el posicionamiento del personaje de Böll: «Ni siquiera cuatro brazos, piernas y oídos bastarían a mi actividad. La dotación, en este aspecto, del hombre, es mezquina.» Nuestro personaje se pone la máscara social de un hombre dispuesto a un nivel de eficiencia superior a la de su cuerpo y tendiente a la mecanicidad. Un cuerpo capaz de transformarse en una máquina a través de la dinámica laboral impuesta, con las potencias suficientes para tal metamorfosis. Por cierto, hablando de esta última, es claro lo kafkiano del planteamiento de Böll, cualidad que no me parece una coincidencia en su caso.

Justo parecería que Böll estaba pensando en las varias patas de una cucaracha que resultarían del peligro de convertirse en una: “Segunda pregunta: ¿Cuántos teléfonos puede usted usar al mismo tiempo?” Resulta sumamente advertible la disposición a la explotación que implica la pregunta anterior. Se trata de una pregunta por la disposición del aspirante a condiciones extraordinarias, más allá de las posibilidades cotidianas y ordinarias de los cuerpos y las herramientas que puedan entrar en contacto y relación con él, haciendo de la herramienta una prótesis en tanto que extensión del cuerpo convertido en herramienta. Se trata de una instrumentalización que desafía las condiciones naturales de una anatomía y desafían de manera abusiva la importantísima capacidad de artificio del cuerpo humano.

Sin embargo, el personaje está dispuesto a constituir una máscara de sujeción para obtener un empleo que le permita satisfacer sus necesidades y, con ello, también poder atender su deseo: «Cuando sólo tengo siete teléfonos […] me impaciento; únicamente con nueve me siento satisfecho.» El personaje relaciona al placer con la explotación, da cuenta de una importante disposición al consumo de sí mismo que, además, vincula con su satisfacción. Nuestro personaje se evidencia como un cuerpo, no sólo sujetable, sino sometible que, además, es capaz de mantener la contención de su disciplinamiento en momentos de suma tensión y constante presión.

Esto último también puede ser un cuerpo deshabitado, un cuerpo capaz de abandonarse ante determinadas circunstancias: “Tercera pregunta: ¿Qué hace usted en sus días de asueto?” Esta pregunta parece tratar de detectar la tendencia al ocio y a la pereza del aspirante con el fin de advertir qué tan disciplinado y contenido es dicho cuerpo, al grado de ser un eficiente administrador de su tiempo capaz de sujetarse al mismo y ser productivo en tanto que consume su tiempo con dicho fin: «No conozco la palabra asueto. Después de cumplir los quince años, la borré de mi vocabulario, pues al principio fue la acción». Ésta última respuesta ‒cuya afirmación final es una clara referencia al inicio del Fausto de Goethe y a su abandonado protagonista consumido por la avidez de su ambición de erudición y el olvido de sí mismo que es el olvido del amor‒ consuma la máscara social: un cuerpo lo suficientemente abandonado, dócil y sujetable que es capaz de renunciar a la necesidad de su descanso y, por lo tanto, será sometido al cumplimiento de las expectativas de la producción de la fábrica que lo consumirá.

Con total estrategia y desde la soberanía de su libertad, el personaje de Böll ha generado la integración de una máscara social: un trabajador alienado, entendido como una máquina eficiente y productiva, dispuesta a su consumo por parte de la institución y, por lo tanto, totalmente desechable y sustituible en la medida en que lo deje de ser.

En cambio, desde la honestidad de quien habita su sensación,el protagonista del cuento es una máquina de guerra capaz de la libertad soberana de permitir su captura para satisfacer su deseo y no depender de su necesidad. Un cuerpo vivo comprometido con la satisfacción de su placer y, por lo tanto, con la habitación de su sensación: “Obtuve el puesto. Realmente ni siquiera los nueve teléfonos me resultaban suficientes. Gritaba por el micrófono: «Actúe usted inmediatamente» o «Haga usted algo». «Tiene que pasar algo.» «Ha pasado algo.» «Debería pasar algo.» Pero lo que más empleaba era la forma imperativa, pues parecía que le iba mejor al ambiente”.

El personaje sigue dando cuenta de cómo articula un lenguaje verbal como parte de su máscara, correspondiente con el disciplinamiento con el que ha permitido la aparente captura de su cuerpo para habitar a la institución, aunque, más que habitarla, la ha invadido. La conciencia que implica la claridad de su estrategia le permite preservar la propiedad de su pensamiento, entendido como habitación de su sensación,para seguir articulando su estadio de la convención social sin comprometer su sensación. Nuestro personajeestá atento al peligro de perder su cuerpo.

Nadie puede quitarnos nuestra sensación por su carácter intransferible. Sin embargo, tanto lo demás como los demás pueden influir para que nosotros les cedamos la habitación de nosotros mismos y sean capaces de colonizarnos, habitando espuriamente nuestra sensación por haberla abandonado a través de la escisión de fenómenos como el miedo, en los cuales se manifiesta la sublime experiencia de nuestra finitud. Tal es el peligro en estadios de indefensión tan importantes como el de la infancia: propiciar la fantasmal presencia de invasores que se manifiesten en nuestro posicionamiento como cuerpos vivos ante nuestra circunstancia y, por lo tanto, ante el mundo. Una dominación reflejada en materialidades concretas como nuestra postura corporal.

Se trata de condicionamientos invasivos generados heterónomamente que han propiciado el abandono de nuestro cuerpo, nuestra sensación, al haber sido inducidos a dicha voluntad por parte de los otros que, a través de tal abandono,consuman su dominación. Acabamos haciendo de estos últimos los fantasmas de nuestra casa al renunciar a nuestro hogar, motivados por la incomprensión de nosotros mismos.

El cuidado de sí mismo ante dicha posibilidad es el que lleva a cabo el personaje de Böll, a través de la máscara social que ha constituido.

Me parece importante detenerme en un punto que toqué de manera muy rápida anteriormente. La captura del dispositivo también es una captura del lenguaje, tanto como fenómeno verbal como fenómeno corporal. Como lo advierte el propio protagonista del cuento desde el refugio de su máscara social, decide adoptar una manera de hablar. Una forma de posicionar su lenguaje verbal correspondiente con el posicionamiento de sí mismo que implica su lenguaje corporal,para generar un estadio en la institución que le permita habitarla e infiltrase en ella. Dicha máscara sería la de un cuerpo capturado que, por lo tanto, también habría sido condicionado heterónomamente para enunciar y hablar de su experiencia, su sensación, de determinada manera que establezca una relación específica con las materialidades concretas comprometidas con la eficiencia, consumo y producción de la institución entendida como dispositivo. La manera en la cual hablamos, verbal y corporalmente, y, por lo tanto, nos referimos al mundo genera una habitación o abandono del mismo, en tanto que habitación y abandono de nosotros mismos, porque es a través de la mediación de lenguaje, verbal y corporal, que establecemos la comprensión de nuestra relación como cuerpos vivos con las materialidades concretas que constituyen al mundo.

            La oscuridad del mundo es la entraña de lo aparente.Un espejo de lo invisible porque en ella no cabe mentira, vertebra las máscaras a través de su fuga de las mismas. Un cuerpo sutil, expansivo, amorfo, tendiente a la volatilidad. Es incapaz de contener, se trata de la inteligibilidad incapaz de signo. En ello radica su soberanía.

            El protagonista del cuento de Böll se confronta con la armonía aparente de un cuerpo disciplinado y eficiente. Un ser vivo y finito que ha comprometido sus potencias con el consumo-producción de la fábrica, al cual ha asumido como sentido de su vida. Podemos advertirlo en su esfuerzo por sustituir su ritmo vital por el de la normalizante cotidianidad de la institución a la que ha sujetado su cuerpo. Dicho sujeto ha desplazado su sensibilidad, su sensación, al deshabitarla y permitir con tal abandono la ocupación de su cuerpo por parte de los fantasmas de los demás, identificables con las expectativas e intereses de estos últimos. Un ser alienado, probablemente por la falta de una máscara protectora para su libertad:

El propio Wunsiedel era una de esas personas que en cuanto se despiertan, están dispuestas a hacer cosas: «Tengo que actuar», piensan, mientras se anudan enérgicamente el cinturón del albornoz. «Tengo que actuar», piensan mientras se afeitan y miran triunfalmente los pelos de la barba que quitan, juntamente con la espuma de jabón, de su maquinilla de afeitar: esos restos pilosos son las primeras víctimas de su afán de acción. Aun los actos más íntimos producen satisfacción a esa gente: el agua corre, se usa papel. Ha pasado algo. Se come pan, se rompe la cáscara del huevo.

A diferencia del protagonista del cuento, Wunsiedel tiene un nombre. El conocimiento de este último, el cual además es su apellido, manifiesta su vulnerabilidad. Contrasta con nuestro protagonista por la capacidad de secreto de este último, al grado de constituir una clandestinidad que lo convierte en una especie de ignoto para la misma diégesis. Así de efectiva es la máscara del protagonista: una máscara invisible, probablemente construida de la transparencia del ejercicio de su libertad, al grado de no ser advertible ni siquiera de manera aparente para el propio escritor del cuento, mucho menos para los personajes del mismo. Es notable la agudeza y alta capacidad creativa de Böll. Ha escrito la breve historia de una máscara invisible y su contraste con la finitud, indigencia y vulnerabilidad de un cuerpo capturado.

Un cuerpo que ha caído en la ilusión de creer que es libre por llevar a cabo su propia esclavitud. Un ser determinado por su acción como ejercicio de su libertad, lo cual se manifiesta en la constancia de su avidez,que no deja de antojarse convulsión generada por la inhibición que implica la contención de un disciplinamiento. Se trata de un ser humano que con la desnudez de su nombre ha sujetado sus potencias vitales al dispositivo.

Hay quien diría que dicho personaje vende su alma al consumo de la producción: “Cuando entraba en su despacho, saludaba a su secretaria exclamando: «Tiene que pasar algo.» Y ella contestaba con buen humor: «Algo va a pasar.» Después iba Wunsiedel de sección en sección lanzando su alegre: «Algo va a pasar.» Y yo también exclamaba gozosamente cuando entraba en mi oficina: «Algo va a pasar.»”

El gesto de Wunsiedel manifiesta la compulsión del consumo, el consumo de sus potencias vitales y, por lo tanto, dicho gasto tiene el sentido de llevar a cabo la producción. Siempre “tiene que pasar algo” y eso que pasa es el consumo del propio Wunsiedel para llevar a cabo la producción. Tal es la dinámica de la avidez que, al servir para algo por la sujeción a un aparente sentido, hace de Wunsiedel un órgano eficiente y productivo capaz de consumir. Un órgano del cuerpo de la institución. Dicha dinámica, por la apariencia de su sentido, jamás tiene fin o, por lo menos, un fin aparente o, en todo caso, un interés privado último. Se trata de un sinsentido, un absurdo que es peor que la falta de sentido porque esta última, por lo menos, puede abrir al mismo.

La libertad de esta apertura que, además, sería una apertura del porvenir, es opuesta al cierre de sentido del ritmo que a Wunsiedel lo ha capturado al permitirlo, porque se trata de un ritmo rígido que constituye a través de su disciplinada constancia una estaticidad monolítica que implica la esclerotización del cuerpo de Wunsidel por su tendencia a la inercia. Se trata de un cuerpo tendiente a su consumo por estar comprometido con el fin aparente y absurdo del sinsentido del futuro, propuesto por la rigidez de la lógica del progreso.

En contraste, el protagonista continúa habitando su máscara de la mejor forma posible: a través del juego:

Durante la primera semana, elevé a once el número de teléfonos empleados; durante la segunda, a trece y me entretenía mucho, cuando iba por la mañana en el tranvía, inventando nuevas formas de imperativo o en conjugar el verbo «pasar» en todos los tiempos, en todos los géneros, en el subjuntivo y en el indicativo; me pasé dos días repitiendo la misma frase, porque la encontré preciosa: «Tendría que haber pasado algo», y todos los días esta otra: «Esto no debería haber pasado.»

            El anónimo personaje aprovecha el juego como principio creativo. La invención desactiva la sujeción al ser parte de la habitación de nuestra sensación que es nuestra máscara. A través de la invención como principio creativo estimula su ludismo y libera de su captura al lenguaje verbal normalizado y disciplinado ‒el cual además es habitación de nuestro cuerpo‒que se le intenta imponer como parte del condicionamiento del orden del dispositivo. El protagonista hace poesía con su libertad a través de la palabra. Subvierte el lenguaje verbal a través de su inventiva y se encuentra consigo mismo al advertir lo precioso de su composición. Un hombre autor de su liberación es un poeta.

            Sólo el hombre libre, tan libre que es capaz de la autonomía que implica el ocio y la meditación, puede ser capaz de la liberación que implica la poiesis de sí mismo. Alguien así para la institución del dispositivo puede ser por sí mismo un peligro. Por ello tal hombre necesita una máscara tan transparente, traslucida, casi invisible, que nadie la note. A veces la mejor estrategia es velar develando y no hay nada que pueda llegar a engañar más que la aparente evidencia de nuestras acciones y sus hechos aparentes.

Sin embargo, también como posibilidad de nuestra autonomía aliada al entendimiento de la lógica de la apariencia, a través de tal recurso se puede disfrazar el perverso. Es el caso del fascista vestido de santo: el políticamente correcto.

En De verdad y mentira, en sentido extramoral Friedrich Nietzsche afirma que las palabras más importantes del Evangelio las pronunció Poncio Pilato cuando se preguntó por la Verdad. Ante el juego de máscaras de la vida que presenta el cuento de Böll, la pregunta no deja de ser la misma diegética y extradiegéticamente: ¿Qué es la verdad? Y, sin embargo, el protagonista se atreve a ostentar tal articulo de lujo a partir de la contundencia de un hecho. Sin embargo, siendo justos, no se trata de cualquier hecho:

Empezaba a encontrarme realmente satisfecho, cuando pasó una cosa de verdad. Un martes por la mañana ‒aún no había acabado de sentarme‒ entró Wunsiedel violentamente en mi despacho y me lanzó su «Tiene que pasar algo». Pero algo indefinible que vi en su cara me hizo dudar de que fuera oportuno contestar, con alegría y vivacidad, como está prescrito: «Algo va a pasar.» Dudé demasiado tiempo, pues Wunsiedel, que no solía gritar, rugió: «Conteste usted. Conteste usted como está prescrito.» Y yo contesté, en voz baja y de mala gana, como un niño malo. Haciendo un gran esfuerzo, conseguí pronunciar la frase: «Algo va a pasar», y a penas la había dicho, ocurrió realmente algo: Wunsiedel cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y quedó tendido ante la puerta. Me di cuenta en seguida de lo que había ocurrido ante mis ojos, mientras me dirigía, rodeando la mesa, hacia el hombre allí tendido: estaba muerto.

¿Será que la muerte, en tanto que única certeza y a pesar de su incomprensión, es lo único verdadero o identificable con la Verdad? ¿De qué manera la muerte no podría ser tan sólo una apariencia más?

Parece que nuestro protagonista se confrontó con el colapso de un ser vivo incapaz de la estática de un cuerpo comprometido con su esclerotización a través del condicionamiento y cierre del sentido del hábito. Se trata de la normalización a la quetiende un cuerpo disciplinado. Wunsiedel murió por haber obedecido,como si el resultado de su obediencia se tratara de la muerte de cualquier hombre: la muerte de un hombre que, tarde o temprano, habría de morir por cumplir con el ineludible deber de trabajar para satisfacer las necesidades inextricables a su finitud. Sin embargo, a pesar de que la muerte sería una aparente evidencia del anterior posicionamiento, ¿no estaría este último también comprometido con las apariencias de nuestras vidas, la lógica de las mismas y, por lo tanto, con nuestras máscaras? ¿Hasta qué punto la aparente verdad de una máscara constituye una densidad ontológica que nos permite sobrevivir y hasta qué punto nos constriñe para convertirse en una cárcel, una prisión de nuestra sensación?

Nuestro personaje no se abandona. Habita la inconmensurabilidad de su cuerpo vivo como fenómeno de la Naturaleza manifiesto en nuestra sensación:

Cuidadosamente volví a Wunsiedel de espaldas, le cerré los ojos y me quedé mirándolo pensativamente.

     Casi sentí ternura por él, y por primera vez me di cuenta de que no le había odiado nunca. En su cara había algo que tienen los niños cuando se niegan tercamente a dejar de creer en Papá Noel, aunque los argumentos de sus compañeros suenen tan convenientes.

            El protagonista del cuento es capaz de sentir empatía por Wunsiedel, un duelo constituido por la compasión como imaginación del dolor de los demás. Es capaz de habitarse al habitar su sensación, lo cual se manifiesta en el discurso de su lenguaje corporal: busca paz para sí mismo en el acto de homenajear la vida consumida de Wunsiedel al ponerlo de espaldas, cerrarle los ojos y pensar en él. En esto último se constituye la habitación de nosotros mismos que puede ser el duelo como experiencia sublime de nuestra propia finitud. Nuestro personaje se habita a través de la sensación de su duelo como habitación de su cuerpo.

El duelo no es un habitante de nuestro cuerpo, mucho menos un huésped o un invasor, porque surge en nosotros, aunque parezca causado por una influencia externa. Esta última idea inadecuada radica en la confusión de creer que lo que sentimos es independiente de nosotros y responsabilidad de los demás. Podemos hacernos responsables de lo que sentimos porque nos es constitutivo. Se trata de nuestra sensación y ésta, en cierto nivel de la posibilidad de nuestra consciencia, nos pertenece.

Negar lo anterior implica una abstracción de nuestros fenómenos sensibles. Una negación de las posibilidades de las potencias del cuerpo, a pesar de lo intransferible de la pasión de fenómenos como el duelo, sin mencionar la diversidad de posibilidades de nuestra sensibilidad de la cual son capaces las potencias inconmensurables de nuestro cuerpo. El duelo es un estadio que, por más doloroso que sea, implica la responsabilidad del acto de justicia de amarnos a nosotros mismos. Merece la poiesis de nuestra comprensión como poiesis de nosotros mismos.

            El protagonista del cuento de Böll advierte en el gesto de Wunsiedel, como signo de su lenguaje corporal, resabios de la certeza que encardinó su vida. La rigidez (quizá un rictus) de la convicción de estar llevando a cabo el sentido de la vida, a través de tan absurda mecanicidad. Advierte en ello una terquedad que en el caso de los niños es santa inocencia y bendita ingenuidad, mientras que en el caso de un adulto: problemática necedad. La voluntad de un adulto que ha permitido ser tratado como un niño, al renunciar al discernimiento que implica su autonomía. Quizá, si no hubiese renunciado a esta última, Wunsiedel se habría salvado a través del cuidado de sí mismo.

Ante la conmoción de tan sólo pensarlo, acontece la lógica de la ternura en nuestro personaje. Se manifiesta en la compasión y empatía de este último, en contra de la lógica del consumo-producción que mató a su compañero. Esta última,además, invisibilizó la humanidad de Wunsiedel, al grado de que el protagonista del cuento a penas advierte que jamás lo odio. Un hombre derrotado por la heteronomía que suscitó al abandonarse y olvidarse de sí mismo.

Volvió a pasar algo y nuestro personaje lo subraya por tratarse de algo extraordinario, en tanto que no necesariamente corresponde con la normalizante cotidianidad de la institución. Un acto disruptivo, potencialmente subversivo, en tanto que puede dar pie al proceso creativo de la invención. Una posibilidad de la poesía por su potencial poético. En este caso, un evento que invita a la poiesis que es la reinvención de nosotros mismos

Pasó algo: Wunsiedel fue enterrado y yo fui designado para ir, con una corona de rosas artificiales, detrás de su féretro, pues estoy dotado no sólo de una tendencia al ocio y a la meditación, sino también de un tipo y una cara que van muy bien con los trajes negros. Debí de hacer ‒andando tras el féretro de Wunsiedel con la corona de rosas artificiales en la mano‒ un efecto estupendo. Una elegante compañía de pompas fúnebres me propuso que formara parte de ella. «Usted es un funerario nato», me dijo el director de la compañía. «El vestuario corre de nuestra cuenta. Su cara es definitivamente magnífica.»

Si bien el protagonista de Böll había logrado infiltrarse en la institución como fenómeno del dispositivo (aunque siempre será problemático distinguir al dispositivo de sus fenómenos e instituciones), a partir de la aparente casualidad de la muerte de Wunsiedelsucede el aparentemente fortuito acontecimiento y aparente serendipia del encuentro de dicho personaje con su vocación. Habría que pensar que, probablemente, una vocación sea tanto el hallazgo como el encuentro conmigo mismo. ¿Puede ser realmente lejana tal posibilidad si nos habitamos al habitar nuestra sensación?

Después de una amable renuncia al puesto que tenía en la fábrica, argumentando que sus capacidades y talentos se estaban desperdiciando y quedando insatisfechos ‒lo cual es claro en más de un sentido aparente ‒, el protagonista continúa con su trayecto vital en una especie de renuncia a la posibilidad del sedentarismo y una afirmación de la posibilidad libertaria del nomadismo como movimiento de un cuerpo vivo: “En cuanto presté mi primer servicio como funerario, lo supe: «Esto es lo tuyo, éste es el puesto que te estaba destinado»”.

Más allá del deber supuesto del trabajo, especialmente cuando el trabajo es constitutivo de nuestro placer y, por lo tanto, de nosotros mismos, el personaje cultiva dicha satisfacción a través de lo lúdico que en sí mismo es el placer como sensación y habitación de nosotros mismos. Se trata de un juego, el protagonista ha hecho de su trabajo un juego de su placer:

[…] algunas veces voy detrás de entierros con los cuales no tengo ninguna obligación, compro de mi dinero un ramo de flores y me uno al empleado de la beneficencia que va tras el féretro de algún desterrado. De cuando en cuando visito también la tumba de Wunsiedel, pues en definitiva debo a él el haber hallado mi verdadera profesión para la cual es conveniente la meditación y una obligación: el ocio.

     Bastante tiempo después, me di cuenta de que nunca me interesé por el artículo que se producía en la fábrica de Wunsiedel. Debía de tratarse de jabón.

            Se trata de una actividad que implica la movilidad del cuerpo, la posibilidad de caminar como imagen de la vida de un cuerpo vivo y potencia del mismo, en contra de la estaticidad del sedentarismo de un espacio constreñido y cerrado, lo cual se opone a la posibilidad del paisaje como vista al aire libre del horizonte.

            El agradecimiento que manifiesta el protagonista a su compañero muerto es un homenaje tanto a su vida como a la Vida. A pesar de la desgracia, tal evento le permitió encontrar su vocación: un trabajo correspondiente a su carácter lúdico y, por lo tanto, poético y subversivo, al ser cualidades a las que tiende el ocio y la meditación. Hay que homenajear al hallazgo del sentido de nuestras vidas y, especialmente, a aquellos que, de la manera que haya sido, fueron parte de la posibilidad de llegar a él, a nuestro encuentro. Habría que vocarnos a la satisfacción de nuestras cualidades, en lugar de comprometernos con la insatisfacción del consumo-producción.

            Hay un referente aparentemente velado propuesto por Böll de manera sumamente importante y sugerente. Advierte el personaje que jamás supo con certeza cuál era el producto realizado por la fábrica en la cual trabajó. Hasta el final del cuento advierte la probabilidad de que se tratara de una fábrica de jabón. Recordemos que este producto era uno de los realizados con la grasa humana de los cadáveres de los campos de concentración nazis. Un fenómeno de la problemática relación consumo-producción, con su inextricable lógica, que confronta al progreso con su capacidad de hacer posible la presencia de fábricas de muerte, instituciones del fascismo y de radical, injusta y punitiva captura de los cuerpos.

            Por ahora, parece que nuestro protagonista venció al fascismo al conseguir un trabajo que lo satisface porque ello es una habitación de nuestra vida, de nuestra sensación. No deja de resultar sugerente pensar que eso es lo que conseguimos cuando nos acaban pagando por hacer lo que nos gusta.

Un crimen invisible

“Ser egoísta no es vivir como uno quiere

sino querer que los demás vivan como uno.”

Oscar Wilde

En Del sentimiento trágico de la vida, en los hombres y los pueblos, Miguel de Unamuno defiende al hombre de carne y hueso. Reivindica su concreta y material existencia hecha de muchas piezas, según el bilbaíno. Se opone a la experiencia de estufa de René Descartes y reivindica la contundente experiencia estética de la vida, tendiente al vértigo de profundas intensidades de las cuales ninguno de nosotros estamos exentos. Dicho filósofo reivindica el derecho de cada ser humano de afirmar: “¡Yo sé quién soy!”, en contra de lo espuria que puede resultar una definición universalista de los hombres, lejana a su sentimiento y, por lo tanto, a su vida. En un mundo empeñado en definir, decidir por nosotros y decirnos lo que somos, ¿no adquiere cierta legitimidad y pertinencia la postura de Unamuno, aunque parezca una arbitrariedad? ¿No se antoja más arbitrario el cierre de sentido con el que acabamos comprometidos al no atender el peligro de la captura de nuestra sensación por parte del dispositivo?

            Quizá lo más importante de nuestros mitos sea su cercanía con las materialidades concretas de nuestras formas de vida. No sólo me refiero a lo más evidente y positivo: los datos del mundo que evidencian nuestro paso por el mismo de manera tangible, sino también a las situaciones y circunstancias que constituyen un pathos del cuerpo, imaginable a través de su narración por estar en relación con nuestra sensibilidad. Me refiero a nuestras emociones, sentimientos y pasiones. Éstas tienen la superficie, el volumen y la profundidad incalculable de nuestro cuerpo cuando está vivo. Por ello, la literatura tiene una relevancia ante la Historia (asumiendo a la misma como una pretensión), especialmente cuando la última, en varios contextos y momentos, se propuso una problemática objetividad que la llevo, incluso, a constituirse como un mero registro basado en una asepsia de todo lo que se antojara o pareciera subjetivo. Ello, en varios casos y momentos, la hizo objeto de captura por parte de dispositivos de poder que aprovecharon tan imposible voluntad de neutralidad par llevar a cabo un cierre de sentido que se constituyera en la problemática posibilidad de una Historia oficial. Sin embargo, como un constitutivo posicionamiento vital, siempre hemos contado con el mito para no olvidarnos de nosotros mismos.

            Mi anterior postura acerca de lo que ha sido un problema de la Historia, no El problema de la Historia, por lo mismo no es una generalización. Podemos hallar ejercicios significativos en dicha disciplina que son esfuerzos por abrir sus horizontes críticos y reflexivos ante el peligro antes mencionado, de altos y muy originales niveles de comprensión e importante erudición muy bien fundamentada, los cual se manifiesta en relevantes aportaciones para no olvidarnos del carácter problemático de nuestra especie.

            Un ejemplo de la relevancia del mito en el ejercicio de comprendernos como fenómeno problemático, lo encontramos en Las brujas de Salem de Arthur Miller. Motivado por evidentes preocupaciones contemporáneas, Miller acude a la intempestividad de un momento de la historia de su país que le habla y lo lleva al encuentro consigo mismo en el que consiste toda reflexión. Aprovecha su riqueza de recursos como el gran dramaturgo consumado que ya era, para componer desde el referente de un imaginario aparentemente lejano una diégesis que le permita problematizar su época, además de argumentar una crítica a su tiempo de manera frontal y abierta. Lo anterior desde la seguridad que puede permitir el arte, sin negar que también la poesía tiene sus riesgos. Con ello demostró que, muchas veces -como también Albert Camus lo comprendió-, lo político del arte se vertebra estratégicamente a través de una poética. Miller da cuenta en su trabajo de que el mito no sólo es un discurso sino también una habitación del cuerpo.

            Sin embargo, antes de llegar con más puntualidad a ese punto, vale la pena atender la retórica de nuestro autor en un momento clarificador y pertinente de la antesala necesaria para acceder a dicha diégesis. Desde este primer momento ya es advertible la complejidad de la composición de la obra, debida a la volatilidad del tema. Miller es consciente de que en su actividad como dramaturgo está comprometido más de un aspecto de la vida civil de la cual es parte y que una falta de prudencia o alguna indiscreción pueden ser motivo de incomprensión o vulneración del tejido social. Hasta para prender una hoguera se requiere arte. Miller está lejos de dicha pretensión, es justo lo que quiere evitar escribiendo acerca de una ejecución. La falta de dicho arte es lo que Miller critica:

La tragedia de Salem, que está por comenzar en estas páginas, fue el producto de una paradoja. Es una paradoja en cuyas garras vivimos aún y todavía no hay perspectivas de que descubramos su resolución. Simplemente, era esto: con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de estado [sic] y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales e ideológicos. Fue forjada para un fin necesario y logró este fin. Pero toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio. Evidentemente, llegó un momento en que las represiones en Nueva Inglaterra fueron más severas de lo que parecían justificar los peligros contra los que se había organizado ese orden. La “caza de brujas” fue una perversa manifestación del pánico que se había adueñado de todas las clases cuando el equilibro empezó a inclinarse hacia una mayor libertad individual.

            Partamos de esta primera postura que nos ofrece como vía de comprensión el propio dramaturgo de la obra. Me parece importante analizarla en dos partes, la primera que tiene que ver con los argumentos en relación con los fines o sentido de determinadas instauraciones y posicionamientos culturales, de la cual se deriva la segunda parte de este análisis que abordaremos con más detalles en las siguientes líneas.

No deja de ser sugerente que el escritor defina a su propuesta escénica como una tragedia, probablemente más en relación con un sentido de lo trágico que con el fin de ser acorde con todas las implicaciones de un género dramático tan importante. Se antoja tal lectura en la medida en que también aquí, de manera muy distinta por las indudables diferencias culturales, vemos un conflicto entre los hombres como seres comunitarios y la potencia última de lo divino como guía de su vida, ante la problematicidad de la condición humana.

Por lo pronto, pongo sobre la mesa esta cuestión, sin desestimar demasiado que estemos ante una manifestación de lo trágico más que de un ejemplo de tragedia. Tomemos en cuenta que la problematicidad de esta clase de fenómenos en una época ya signada por los orígenes de consciencias resultantes de posicionamientos como La Modernidad están atravesados por el tema del libre pensamiento, libre albedrío e, incluso, el ejercicio de una libertad individual y autónoma tendiente a la consciencia que puede implicar su soberanía. Sin embargo, probablemente podemos advertir la intempestividad de la tragedia, más que como género dramático, como horizonte poético de problematización de la condición humana, siguiendo el posicionamiento de Miller.

En relación con esto último, el autor afirma que seguimos atrapados por la problemática paradoja que intenta representar en su discurso dramático, al grado de que se vislumbra imposible la resolución de dicha circunstancia. Probablemente, me permito inferir, porque, quizá, nuestro autor está generando un seguimiento y reflexión desde la acción escénica del carácter paradójico de la condición humana. Me parece cuestionable entender dicho fenómeno como un problema, en un sentido básico de la palabra y, en todo caso, obviar el carácter problemático de la condición humana desde una experiencia conflictiva del ser humano ante la vida de su especie, su propia vida. Por ello, me repliego más a la pregunta de si ello, en este sentido planteado por Miller, es auténticamente un problema y, en esa medida, darnos cuenta de lo problemático de negar la legitimidad de dicho fenómeno y, por lo tanto, una posible legitimidad del mismo. En esa medida, más bien lo cuestionable sería atribuirle un carácter moralmente anómalo, al grado de pretender solución o liberación del mismo. Si pudiéramos hablar de liberación, ¿no sería más adecuado pensar en la comprensión y habitación de tan conflictivo fenómeno como manifestación de la integridad de la condición humana?

Pienso en un momento sumamente sugerente en el que el personaje de Hale es evidenciado como un hombre más complejo de lo que podríamos advertir en otros momentos de la obra. Un hombre tendiente a la sabiduría de quien, por no tener certeza alguna de su virtud (si es que ello fuera posible), decide intentar actuar regido por la misma. Alguien capaz de la prudencia, más que de la contrastante posibilidad del juicio punitivo, culpabilizante y estigmatizador.

Hale es mostrado por Miller como alguien que posee un contrastante matiz en relación con los demás personajes: una capacidad de autonomía y consciencia libertaria, ajena a la caracterización de la norma que sería un juez comprometido irreflexivamente con la ley, entendida como convención social al grado de no cuestionarse el cumplimiento de esta última,al igual que la posibilidad de su obediencia por parte de tal ejecutante: “No podemos caer en supersticiones. El Diablo es preciso.”, afirma Hale, apelando al cuidado que exige la serenidad de un ojo atento, capaz de la contemplación de la complejidad de los fenómenos de dicha índole.

Sin embargo, en relación con lo anterior, resulta igual de importante el posicionamiento de Miller, en una de esas reflexiones que tanto le gustaba escribir en sus obras de manera digresiva, aprovechando el estilo que, ya para entonces, había constituido a través de kilométricas acotaciones: “Evidentemente ni siquiera hoy estamos muy seguros de que el diabolismo no sea cosa sagrada y de la que no hay que mofarse. Y no es por casualidad que estamos tan confundidos”.

La declaración anterior nos confronta con la inconmensurabilidad de nuestra sensación como fenómeno del cuerpo que implica nuestra relación con la inconmensurabilidad de la Naturaleza. Abre la posibilidad de la comprensión de sus fenómenos en nosotros mismos, en lugar de la problemática ligereza de un juicio de los mismos que cierre su sentido y constituya un estigma contra quien, en tanto que objeto de incomprensión, acabe siendo víctima de escarnio.

El propio Hale, como bien describe Miller en líneas anteriormente inmediatas al parlamento citado de la obra, atendió a una mujer acusada de brujería, el primer caso de la parroquia de dicho experto en casos de brujería y posesión diabólica. Dicha mujer, según la dramaturgia, tan sólo necesitaba el afecto de una atención especial para dejar de padecer su aparente condición de endemoniada, la cual estaba enmascarada socialmente por ella misma a partir de una charlatanería con la cual, podemos inferir, ella misma acabó por comprometerse al grado de la autosugestión.

Es aquí cuando podemos advertir lo libertario que puede ser asumir la responsabilidad de nuestro dolor, nuestro pathos y, por lo tanto, nuestra sensación. Se trata del largo proceso que puede implicar la comprensión del sedimento de una vida capaz de constituir nuestra pasión,ante las decisiones que tomamos y los eventos de nuestra vida. Un dolor que, al ser incomprendido, genera una terrible angustia que se podría traducirse como la ceguera que hace de la voluntad de los demás nuestro lazarillo. Así de perversa puede ser nuestra voluntad cuando nos abandonamos.

En el caso de aquella mujer que resultó no ser bruja ni estar endemoniada, Hale fungió el papel de cuidador durante la estructuración en la cual puede derivar ese esfuerzo de autoconocimiento que, perdón por la obviedad, sólo puede llevar a cabo uno mismo.

No se trata de un juez que, a partir del prejuicio, actúa angustiado por la incertidumbre que le producen los límites del marco estrecho con el que está comprometido, el cual ha elegido como restricción de su autonomía y referente de prejuicios compatibles con el mismo. Lo anterior implica asumir a la ley de manera heterónoma y, por lo tanto, como la conceptualización vacía que la evidencia como problemática afirmación del conocimiento del mundo. Lo anterior, evidentemente, cuestiona su legitimidad.

En el caso de Hale, se trata de un hombre capaz de suspender su juicio y con ello evitar ser capturado por las creencias fáciles a las cuales cualquiera de nosotros tiende con una posible naturalizada indolencia.Tal discernimiento puede permitirnos constituir un mejor posicionamiento posible para la comprensión de circunstancias problemáticas ante la complejidad de estas últimas.

Me atrevo a afirmar que tal voluntad evidencia cómo el esfuerzo de comprender puede estructurar ejemplos de sabiduría. No confundamos esta última con la certeza aparente con la que generalmente nos solemos posicionar ante el mundo. Una certeza aparente que constituye nuestras cuestionables creencias sobre él. Quizá valga la pena entender a la sabiduría como la prudencia que implica tratar de comprender ante el desconcierto que puede llegar a generar en nosotros el acontecimiento novedoso y extraordinario de ciertas experiencias. Ello empieza por comprendernos a nosotros mismos, ya que dicho desconcierto nos encuentra por ser una sensación que nos habita. Debido a esto último, comprenderla es habitarla y, por lo tanto, ello tiende un puente con quien motiva en nosotros tal novedad: el desconcierto que, en el caso de dicho ser sujeto, produce un extrañamiento en relación conmigo mismo.

Un juez comprometido con la mera enunciación de una ley abstracta, carente de los contenidos materiales de nuestra sensación, difícilmente sería capaz de acudir a esa legalidad que implica la habitación de nuestra sensación, aquella en la que se manifiesta la autonomía de nuestra razón. Un juez de este tipo puede estar sujeto a la ceguera elegida de la obediencia irreflexiva que puede imponer el colectivo o cualquier otro agente ajeno a sí mismo. Se trata de la imposición a mí mismo de la ley como una convención social que puede estar al servicio de los supuestos bienes de una colectividad que, en el peor de los casos, pueden responder a meros intereses privados, ilegítimamente defendidos en relación con la posibilidad de la Justicia entendida como bien común. Un juez de ese tipo, por lo tanto, puede ser capaz de abusar de la ventaja que le da la aparente legitimidad de su servidumbre.Estamos ante la compleja posibilidad de la heteronomía,tan evidente en muchos fenómenos de nuestra vida. Con ella somos capaces de constituir prejuicios, al igual que de abrir la posibilidad de la naturalización de estos últimos.

El autor nos prepara para su descripción dramática de un posicionamiento moral, una base religiosa e ideológica en términos contemporáneos, capaz de propiciar la unión de una colectividad, comprometida con la pretensión de generar afectos comunitarios a partir de dicho posicionamiento. En este punto podemos advertir lo problemático de muchos rasgos de nuestra cultura en fenómenos como: la violencia, la imposición, la agresión y los compromisos de la misma con otros fenómenos igual de problemáticos y conflictivos como la identidad. Quiero aclarar algo importante, cuando hablo de fenómeno problemático no le impongo connotación moral al mismo. Mi interés tiene que ver con entender lo problemático como aquello digno de examen y comprensión en tanto que fenómeno humano. Tal característica la advertiremos en el carácter común y fundamental de muchos de los eventos y circunstancias más importantes de nuestra condición, así como de lo intempestivo de nuestra finitud y, por lo tanto, nuestra indigencia.

Miller describe cómo el posicionamiento moral de la colectividad de Salem, constituido finalmente como una forma de vida compleja y colectiva, tenía el propósito de evitar el esparcimiento de aquellos que, alrededor de dicha institución, se convertían en parte de la misma. Una fortaleza moral capaz de blindar a la colectividad que la habitaba, en contra de la amenaza de su desintegración y, en esa medida, capaz de apartarla del mal, al grado de aspirar a poder llevar a cabo la expulsión y erradicación del mismo. Esto último, como veremos, en el peor de los casos.

En el Salem de la obra de Miller, el mal es un ente metafísico personificado por El Diablo. La reducción de la vida a la forma impuesta, la de la noble conducta que implica la conducción y estructuración de la vida por parte de dicha institución social, garantiza (según su pretensión) que será siempre el bien el que se afirma y realiza, constituyéndose en tal resultado la legitimidad de dicha institución, estableciéndose así como principio de la vida de los hombres y mujeres que la hayan asumido, logrando hacer del mal, según dicho planteamiento, algo ajeno y lejano a tal forma de vida que, por lo tanto, está lejos de su corrupción. Esta postura resulta muy acorde con el puritanismo de muchos fenómenos culturales de raigambre anglosajón. De ahí que en diversos fenómenos culturales de todo tipo encontremos registro y relación con tal posicionamiento ideológico, como parte integrada e integradora de la cultura estadounidense.

El autor parece no dar el paso de hablar de la raigambre moral de tal posicionamiento. Sin embargo, como veremos, será inevitable dar cuenta de lo ideológico y artificial ‒en un sentido lato del término‒ de esta clase de posturas. Es por ello que estas últimas derivarán en las escenas de una máscara social. Estamos ante la escena de la incomprensión y padecimiento de los afectos comunitarios propios de una colectividad por parte de sí misma y, al mismo tiempo, de la simulación y desvanecimiento de los mismos como posibilidad problemática de la condición humana. En la reflexión acerca de ello consiste la segunda parte del análisis de este primer posicionamiento de nuestro autor.

La segunda parte de nuestra reflexión en torno a este posicionamiento por parte de Miller tiene que ver con el carácter artificial de una institución y su tendencia al olvido de su convencionalidad moral, debido en buena medida a la desorientación que puede implicar las pretensiones morales de la misma. Nuestro autor nos habla de cómo la institución de una forma de vida como la que pretende representar en su obra se sostiene a partir de la posibilidad de ser un poder efectivo capaz de prohibición y exclusión. Estamos hablando de la instauración de la represión de un dispositivo. Un mecanismo de control capaz de generar y condicionar posicionamientos vitales que normalizan a la colectividad que sujeta, a través del reconocimiento de cada uno de sus integrantes como órganos del mismo. En esto último consiste una territorialización moral de la vida.

Por ello resulta tan sugerente el símil moral que nos ofrece Miller: dos cosas que no pueden ocupar el mismo espacio. Una imagen que nos remite a las condiciones físicas del espacio como fenómeno del mundo, en términos aparentemente naturales. Dicha imagen me lleva a pensar en aquello que está en su lugar y, por lo tanto, en lo punible que puede ser estar fuera de lugar, lo cual implicaría la disfuncionalidad e impertinencia de quien, aparentemente, tuviera dicha condición. Según dicha condición y dispositivo, sería el caso de aquello que es punible porque no está donde debe estar.  Esto último constituye una correspondencia identitaria basada en una preceptiva moral del bien como aquello que está ocupando su pertinente función en el espacio como órgano del dispositivo. Se trataría entonces de un órgano alerta a todo aquello que aparente o pueda ser ajeno al territorio colectivo y, por lo tanto, capaz de invadir a este último, delimitado moralmente. Dicho criterio, por lo tanto, estará siempre orientado en relación con aquello que es propio y posee la habitación y habitabilidad de un hogar que lo relaciona y, aparentemente, lo hace común, desde la activación de dicha lógica de la identidad.

Como vemos, es cuestionable hablar en este caso de lo común porque dicha relación depende de un encuentro signado por la particularidad respectiva que distinga a cada uno de los elementos del mismo entre sí. Sólo lo característicamente distinto se encuentra. Aquello que posee mismidad es idéntico y, por ello, lo mismo.

Me permito una breve digresión. Es sugerente pensar en lo cuestionable de la mismidad como fenómeno identitario y, por lo tanto, en lo cuestionable del fenómeno de la identidad. Parece más probable el difícil y complejo fenómenos de la comunidad que el de la identidad.

Por lo tanto, con base en estos elementos, en el caso de un dispositivo comprometido con una lógica de la identidad de manera tan rígida no hay encuentro sino asimilación, disolución, alienación y, por lo tanto, se evidencia como un fenómeno tendiente a la heteronomía y a la naturalización de esta última.

Un magnífico ejemplo de la supuesta anomalía que constituye la ruptura e impertinencia de quien resulta fuera de lugar, por lo tanto, un individuo opuesto a la colectividad, lo encontramos en el personaje de Abigail. Un ser humano estigmatizadoal ser considerado órgano enfermo y, por lo tanto, disfuncional de su colectividad.

Abigail ha sido señalada principalmente por la supuesta evidencia que para la colectividad significan los hechos en los que se manifiesta la adolescencia de la incomprensión de su pasión que, a la vez, es juzgada por su colectividad. El estigma se constituyea partir de los prejuicios del corpus cultural que integra al horizonte de sentido de dicho grupo humano. Ello evidencia que una colectividad, al comprometerse inextricablemente con una lógica de la identidad, se vuelve poco susceptible de hacer comunidad. Estamos hablando de un fenómeno de heteronomía que evidencia que no hay comunidad sin autonomía porque la radicalidad de esta última depende de asumir la responsabilidad de atender a nuestra sensación. Podemos inferir tal descubrimiento en el discurso de Abigail, a través del cual expone lo que para ella resulta, más que una novedad de su sensación,una revelación. Sin embargo, con todo y lo espurio de mi sensación en relación con la de Miller a través del personaje (“real” y “ficticio”), me atrevo a considerar que, posiblemente, lo que intenta exponer en su discurso Abigail es un nivel de comprensión a partir de la habitación (todavía apasionada) de su sensación. Fenómeno posible en todo cuerpo vivo:

¡Quiero a John Proctor, el que interrumpió mi sueño y abrió los ojos de mi corazón! Yo no sabía lo hipócrita que era Salem, ni me daba cuenta de las mentiras que me enseñaban todas esas mujeres beatas y sus aliados esposos. Y ahora pretendes que me arranque esa luz de los ojos. ¡No lo haré, no puedo! ¡Me amaste, John Proctor, y por más pecado que sea, aún me amas! (Él se vuelve bruscamente para salir. Ella corre tras él.) ¡John, piedad…; ten piedad de mí!

La primera evidencia que advierto de una renovación libertaria está en la desujeción que implica el movimiento abrupto de Abigail al correr hacia John. Un movimiento apasionado que, sin embargo, desafía a la rigidez a la que puede tender una convención social. Abigail se habita y con ello se manifiesta la liberación de su deseo, Abigail se moviliza.Ella misma verbaliza el carácter libertario de su deseo. Sin embargo, es más significativo cuando ello se manifiesta en la integridad de dicha voluntad que implica el habla de esta última a través del lenguaje corporal. Independientemente de la evidente correspondencia y coherente congruencia entre el lenguaje verbal y el lenguaje corporal, lo más importante es que si podemos hablar distintamente de ambos se debeen buena medida a que se trata de dos delimitaciones analíticas, resultado de un esfuerzo estratégico de entendimiento de nuestra parte  del mismo fenómeno: el movimiento de un cuerpo vivo. En este caso, un cuerpo vivo habitante de su pasión, con toda la legitimidad del caso si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo.

Abigail describe cómo estaba imbuida en el sopor moral de una colectividad que la había reprimido, al grado de sentirse conminada al abandono de su sensación. Un abandono del cuerpo semejante a una anestesia del mismo. Abigail decide no renunciar a esa libertad, a la plenitud de una vida que se ha encontrado en lo que siente y que Abigail afirma al declarar su amor. Una experiencia clarificadora que abre su mirada, que amplía el horizonte al maximizar su visión, contraria a la angostura de esta última que produce la angustia, como lo indica el nombre de la misma. Vemos cómo la vida, con toda su complejidad, adquiere la novedad de su plenitud porque era ajena para ella, lo cual implica el inevitable dolor de nuestra finitud. Por ello, ésta resulta una experiencia desconcertante que puede constituir una radicalidad porque se trata de la experiencia sublime de nuestra finitud. Lo radical y potente que puede ser la habitación de nuestro cuerpo, la habitación de nosotros mismos, la habitación de nuestra sensación.

Resulta reveladora la claridad de Miller al plantear en el nivel diegético de su dramaturgia al mal como algo ajeno por estar fuera de lugar. Se trata de algo que no está en ninguna parte, no tiene lugar porque no posee la propiedad para ello. El mal es la inhabitación, por ello deshabita y desterritorializa. En este contexto, el mal (aparentemente)deshabita, según la moral de la colectividad. Por ello, cuando acontece se manifiesta en la desestructuración que implica su anomalía. Tal es la razón de que el mal sea capaz de enfermedad. En este caso, una anomalía capaz de enfermar al espíritu.

El mal no tiene cabida en la bondad, bien y mal no pueden cohabitar y ser parte de lo mismo, según la moral de la colectividad de Salem. El mal no puede ser porque no está. Es la descomposición porque no une ni constituye como sí lo hace la bondad, según la moral de Salem.

En ello advertimos la problemática rigidez del puritanismo como postura moral que, podemos inferir, vela la complejidad de los fenómenos de la vida, anula a esta última al grado de invisibilizar su movimiento porque reprime a este último en los cuerpos vivos, en este caso los de la diégesis de la dramaturgia de Miller.

La pregunta de fondo es: ¿cómo llega a ser posible el mal si, al final de cuentas, éste es capaz de acontecer,incluso a pesar de la asepsia pretendida por parte de los comprometidos con formas de vida como la que estructura nuestro autor a través de su dramaturgia?

Un ejemplo de tal compromiso moral lo advertimos en la rigidez monolítica del siguiente parlamento de Hale, contrastante con la sabiduría que de él habíamos advertido, lo cual lo evidencia como personaje complejo: “La teología, señor, es una fortaleza; en una fortaleza, ninguna grieta puede considerarse pequeña”. ¿Cómo explicar la corrupción de los habitantes de Salem? ¿Cómo tiene lugar y qué lugar tiene la corrupción en el blindaje de dicha fortaleza, si ésta supuestamente hace de sus habitantes seres satisfechos con el bienestar que la misma garantiza?

Podríamos inferir que parte de advertir una invasión consiste en padecer la novedad del invasor: un ser espurio que cuestiona lo posible según el orden impuesto. Esto último puede representarse como la anomalía de una mancha, un fenómeno en el que se manifiesta la corrupción del ser, a pesar de, paradójicamente, ser posible. Entonces, la pregunta que cuestiona al orden impuesto es: ¿Cómo es posible el mal? Miller evidencia no ser ajeno a la necesidad de cuestionar tan dudosa perennidad:

La “caza de brujas” no fue, sin embargo, una mera represión. Fue también, y con igual importancia, una oportunidad largamente demorada para que todo aquel inclinado a ello expresase públicamente sus culpas y pecados cobijándose en acusaciones contra las víctimas. Repentinamente se hizo posible -patriótico y sagrado- que un hombre dijese que Martha Corey había acudido a su habitación durante la noche y que, mientras su esposa dormía a su lado, Martha se había acostado sobre su pecho y “casi lo había sofocado”. Por supuesto, sólo era el espíritu de Martha, pero la satisfacción del hombre al confesarse no fue menor que si se hubiese tratado de Martha misma. De ordinario, no podía uno decirle tales cosas en público.

            Resulta muy agudo por parte de Miller hablar en términos de satisfacción en relación con un tema tan importante y problemático como el de la confesión. En este caso, ésta se evidencia como una manera de dar testimonio público para articular con la propia palabra la renuncia a la propia consciencia, en un ejercicio que implica la pertenencia a dicho colectivo; una vía de integración heteronómica que implica sostener la propia palabra para renunciar a sus potencias libertarias, a través de una demostración voluntaria de docilidad ante la ley que posibilita al propio dispositivo como orden.

Pensando en el ejemplo de Miller, un personaje que confiesa ante el difamado y víctima de escarnio pondera la superioridad moral de quien confiesa como acto, no de credibilidad y legitimidad, sino de docilidad y sujeción, aquella de la cual no es capaz el acusado que, como veremos con mayor puntualidad más adelante, ante los ojos del colectivo ya es culpable. Estamos ante el fenómeno de la adquisición de credibilidad por parte de quien habla o confiesa, otorgada por parte del resto que escucha: en este caso tanto la audiencia de la asamblea popular como esta última que, con su actitud automática, mecánica y tendiente a la inercia, confirma lo heteronómico de su sujeción.

Ello nos da cuenta de un fenómeno inferible en tal circunstancia: una alienación como sujeción y extravío en la autoridad aparente de quien nos sujeta con su confianza, como reconocimiento posibilitador de la confesión y la confianza de quien queda sujeto al reconocer al dispositivo como orden, una legalidad que tiene que ver con el saber al mismo capaz de ser temible y, por lo tanto, una amenaza. El colectivo como dispositivo otorga su confianza ante el testimonio dado. Con ello el confesado obtiene el reconocimiento de ser parte del mismo: un digno integrante, congruente con la vida colectiva por ser fiel a su institución y, por lo tanto, dócil sujeto de la forma de vida que hace posible al colectivo.

La búsqueda de dicho reconocimiento funda y manifiesta un acto básico de sobrevivencia porque esta última depende de la pertenencia al colectivo. En tal fenómeno radica la integración al mismo. A partir de la demostración de la fidelidad por medio de la confesión se adquiere el reconocimiento. La confesión valida la igualdad en relación con los demás integrantes de la colectividad. Es entonces que se está entre iguales, capaces de vivir bajo la moral y, por lo tanto, los valores que constituyen los privilegios de la forma de vida fundacional del colectivo.

La confesión se advierte como acto de confirmación de lapropia pertenencia al colectivo, en tanto que el sujeto de la confesión posee una conciencia heterónoma inspirada por el miedo. Este último, por lo tanto, entendido como una experiencia sublime de la propia finitud. Miedo al poder excluyente y prohibitivo, en términos de Miller, del cual es capaz la colectividad entretejida y conformada por relaciones íntimas y familiares de profundos afectos.

Tal miedo propicia la angustiosa imaginación de la radical experiencia del duelo de ya no ser parte de la colectividad, porque la magnitud de dicha pérdida implica lo radical de la experiencia sublime de la propia finitud como experiencia vertebral capaz de activar la sujeción del colectivo como dispositivo sobre el sujeto. Estamos hablando de la raíz de un condicionamiento (un control) queha sido perversamente velado a través del reconocimiento, el cual exige su comprobación en el cierre de sentido implicado en el habito como mecanización de los cuerpos. Dicho control impuesto por una moral heterónoma y coercitiva que ha instituido una problemática forma de vida.

Resulta digno de pensar la diferencia entre poner límites a nuestros afectos en relación con la manera en los cuales estos pueden comprometer nuestra integridad como seres capaces de autonomía y la aparente y perversa legitimidad de la incondicionalidad de todo afecto como constatación de su carácter verdadero, como si el ser humano pudiera cabalmente hablar de verdad sin problematizarla. Me parece digno de reflexión pensar cuántos de nuestros afectos se basan en sujetar o estar sujetos a través de nuestras expectativas.

Activar dicha heteronomía implica renunciar a las potencias vitales de todo ejercicio libertario como posibilidad de constituir nuestra autonomía,la posibilidad del ejercicio de la libertad que implica pensar por cuenta propia.

Por otra parte, la confesión da cuenta de un nivel básico -quizá primitivo- de conciencia, la de una heteronomía entendiéndola también como conciencia sujeta, manifiesta, en este caso, en el acto público de asumir el error propio, la falibilidad, el pecado, ante la ley que funda la forma de vida constituida por dicha moral, desplegada en valores como principios de acción: cánones que no pueden ser transgredidos.

Por ello, por el miedo que inspira el poder de tal dispositivo que ha sujetado a sus integrantes a través del reconocimiento que implica toda confianza, el sujeto da cuenta públicamente de lo anómalo de sus actos y está dispuesto a la purificación que implica toda redención, a través de la confesión. La superioridad moral del sujeto se constituye en creerse íntegro y sanable ante el mismo mal por ser dócil, por ser capaz de rehabilitación. Un ser falible, como todos los integrantes del colectivo ya penas corrompido por el mal, redimible por ser capaz de asumir y aceptar el castigo de sus verdugos, la propia colectividad de la cual es integrante, como si los demás miembros de la misma fueran capaces de la pureza que los colocaría en un pedestal superior al de quienes, en este caso, explícitamente piden perdón.

Un gran contrapunto en relación con esta última problematicidad lo hallamos en uno de los parlamentos de mayor contundencia dramática del personaje de John Proctor. Advertimos en él cómo la sublime experiencia de nuestra finitud desafía cualquier máscara social, al rasgar el velo de nuestras convenciones para dejarnos desnudos y vulnerables ante la intemperie del conflicto de nuestra sociable insociabilidad: “sólo somos lo que siempre fuimos, pero desnudos ahora […] ¡Sí, desnudos! ¡Y el viento, el viento helado de Dios…soplará el viento!”, con la cual se evidencia que, probablemente, sólo haya una posibilidad para la armonía de nuestros días y, por lo tanto, para el acuerdo. Dicho acuerdo sólo será conmigo mismo:

¿Si ella es inocente? ¿Por qué jamás os preguntáis si Parris es inocente, o Abigail? ¿Es que ahora el acusador es siempre sagrado? ¿Es que han nacido hoy tan limpios como los dedos de Dios? Yo os diré lo que se pasea por Salem… Por Salem se pasea la venganza. ¡En Salem somos lo que siempre fuimos, sólo que ahora andan los chiquillos revoltosos alborotando con las llaves del reino, y la ley es dictada nada más que por la venganza! ¡Este mandamiento es una venganza! ¡Yo no entregaré a mi esposa a la venganza!

Se evidencia la impertinencia en la colectividad de Salem de John Proctor. Este último está fuera de lugar y, sin embargo, es apreciable la plenitud de su sensación, la habitación de la misma, en la consolidación de su centro para tener el coraje de oponerse a la injusticia del dispositivo. Su crítica expone cómo la institución, ante la desigualdad que implica el poder (opuesta a lo común que hace de la institución un fenómeno cuestionable y, por lo tanto, una adversidad), acaba defendiendo no sólo intereses privados sino también pasiones que no deberían dejar de ser privadas, mucho menos convertirse en públicas, de las cuales sólo quien las padece debería ser responsable.

¿En qué se basa la creencia en una superioridad moral?, ¿cuál es el sustento que legitima este reconocimiento? La supuesta autoridad de los demás se evidencia en el cuestionable consenso alrededor de una moral aparentemente incuestionable, de manera heterónoma. La autoridad de una mayoría que se yergue ante el individuo que corre el grave peligro de ser defenestrado. El peligro de ser excluido de materialidades concretas que garanticen su sobrevivencia, la cual está sujeta a una moral que da y quita supuestos derechos inalienables que, en tanto que dependen de sujeción, obediencia y propiedad, en realidad son privilegios.

Pienso en la manera en que Miller se posiciona ante su propuesta escénica, ¿será advertible en ello un carácter trágico suficiente que compare a las víctimas de escarnio de la obra con la figura del agón de la tragedia, el integrante defenestrado de una colectividad reducido a farmacon cuya agonía será el sacrificio necesario para restaurar el orden?

Miller parece advertir cómo el medio que constituye el acuerdo que une a una colectividad se transforma en una amenaza para sus propios integrantes cuando se le acaba considerando un fin en sí mismo en tanto que satisface intereses privados, en lugar de no dejar de ser el medio para satisfacer el fin en sí mismo del bien común. El propio Parris acabará declarando: “¡El diablo participa de tales confidencias! […] ¡Sin confidencias no habría conspiración, Vuestra Merced!”.

El “inmaculado” colectivo confirma y legitima la redención. Sus integrantes están sujetos a través del afecto y la confianza como habitaciones de nuestra sensación de las cuales se usa y abusa. Habitaciones de nuestra finitud constitutiva como principio de nuestros mutualismos, nuestros primordiales afectos comunitarios. Adviértase la tremenda vulneración que ello implica, quedar a merced de la perversa dinámica de sujetar a cualquiera desde la raíz más íntima de nuestros afectos, nuestra sensibilidad y, por lo tanto, de nosotros mismos, minando la posibilidad de la confianza. ¿Cómo no esperar con ello la automaticidad mecánica de nuestro cuerpo capturado, manifestando en dicha sujeción nuestra heteronomía?

En ello yace lo aparente de la superioridad moral de ser capaz de dicha contrición, ser capaz de arrepentimiento. En ello yace la satisfacción de la cual habla Miller, porque dicha superioridad moral también otorga el malsano gusto, la imaginación extravagante, de ejercer poder sobre los demás: ser capaz de sujetar a los demás. Tal perversión se potencia de manera particular y contundente en aquellos que pueden ser víctimas de escarnio y difamación, confirmando así su miedo como motivo de su servidumbre. Tal es la ceguera moral a la que induce la heteronomía.

No se advierte que la posibilidad de ser sujetado a dicho acto de destrucción, a través de la férrea observación moral del dispositivo, es una circunstancia de la cual nadie está exento porque en la misma yace el poder detentado por el dispositivo. Se trata del sometimiento a través del padecimiento apasionado de nuestra finitud constitutiva; el descarnado carneo de cualquiera de los corderos que integran al colectivo. Carne de consumo para la satisfacción del dispositivo, la misma que básicamente somos, vista desde tal significación.

Sin embargo, hay un momento de suma claridad que nos confronta con la ineludible sensación de nosotros mismos, al grado de abrirse la posibilidad de convertirnos en los únicos jueces legítimos de nosotros mismos. Este sucede ante un posicionamiento de Rebecca que demuestra cierta posibilidad de la templanza necesaria para comprender, en medio de los momentos álgidos del vértigo de nuestra libertad que es la angustia:“acudamos a Dios. Hay un peligro monstruoso en ponerse a buscar espíritus errantes. Lo temo, lo temo. Es mejor que busquemos la culpa en nosotros”.

Resulta sumamente relevante este posicionamiento. Rebecca pide acudir a Dios y dejar de culpar a espíritus errantes. Ello implica un apelo a la razón, la manifestación reflexiva de un pensamiento autónomo que, por lo tanto, nos manifiesta como seres capaces de la voluntad de acudir a nuestra sensación, la posibilidad de sentirnos, cuya integridad se manifiesta en nuestra reflexión. Para decirlo, insisto, de manera meramente analítica: la sensación completa a la reflexión. Una razón representada en Dios como ley (logos), lo cual implica, siguiendo su argumento, buscar la culpa en quienes la padecen. Eso implica una investigación de sí mismos que, por lo tanto, los haría responsables de sus actos. No deja de resultar interesante pensar en que ello implica una indagación en la propia sensibilidad, en la propia sensación que podría liberarlos.

            Me parece importante detenerme en una importante digresión de Arthur Miller en el que el autor intenta dar cuenta del carácter intempestivo y, por lo tanto, contemporáneo de su obra. Como es inevitable, todo artífice de sí mismo que puede ser un ser humano está situado en su presente y en la compleja y problemática historicidad que implica. Ello resulta más evidente cuando lleva a cabo una labor crítica que, por lo tanto, puede llegar a vertebrar una investigación de sí mismo:

En el momento en que estoy escribiendo esto, sólo Inglaterra se ha detenido ante las tentaciones del diabolismo contemporáneo. En los países de ideología comunista, toda resistencia de cualquier origen es vinculada a los totalmente malignos súcubos capitalistas y en Norteamérica cualquier persona que no es reaccionaria en sus opiniones está expuesta a la acusación de alianza con el infierno rojo. Por lo tanto, a la oposición política se le da un baño de inhumanidad que justifica entonces la abrogación de todos los hábitos normalmente aplicados en las relaciones civilizadas. La norma política es igualada con el derecho moral, y la oposición a aquella, con malevolencia diabólica. Una vez que tal ecuación es hecha efectiva, la sociedad se convierte en un cúmulo de conspiraciones y el principal papel del gobierno cambia para transformarse de árbitro en azote de Dios.

Con la transparencia que le es posible, Miller declara cómo el fenómeno de estigmatización y exterminio, a través de una cuestionable autoridad moral, hace de los sujetos a dicha dinámica: objetos de injusticia, a través de una metafísica esencialista que reduce la complejidad de los hechos por medio de una problemática identificación, a partir de las cuestionablescategorías maniqueas de lo bueno y de lo malo. Ello es susceptible de arbitrariedad, aquella a la que puede tender el poder como ejercicio de desproporción.

Miller, en relación con su contexto inmediato, declara cómo es cuestionable la justificación de dicha coerción, al estar supuestamente sostenida en conceptos sin correlato material y concreto como lo puede ser la figura de Dios; conceptos vacíos, con base en los cuales se puede llegar a convertir a las leyes en instrumentos de injustica, al ser dictadas y seguidas de manera irreflexiva; apelar a supuestas evidencias, por ser susceptibles de meras interpretaciones, al estar basadas en el carácter intransferible de nuestra sensación. Tales elementos son los que podemos identificar en la obra de Miller y que, con base en el anterior posicionamiento del dramaturgo, podemos cotejar con lo convulso de su momento histórico, en el cual, cómo ya es añeja noticia, se suscitó la cacería de brujas del macartismo.

Vale la pena hacer las siguientes aclaraciones. La primera es en relación con lo problemático del carácter intransferible de nuestra sensación. No renuncio a la suma importancia de esta última, todo lo contrario, nuestra sensación es la importante habitación de nosotros mismos capaz de permitirnos una relación con los demás y el mundo que compartimos porque sólo a través de nosotros mismos podemos establecer dichas relaciones. En ello radica su importancia, lo cual no la hace ni infalible ni apodíctica. Justamente por ello es un principio prudencial del cual es importante hacernos responsables y, justo en la medida en que es intransferible, nos solicita la humildad de atender a los demás, a través de un esfuerzo vinculante de comprensión que nos permita procurar a la virtud como posibilidad de lo común. Lo anterior, entendiendo a la virtud, no como una certeza (lo cual es imposible), sino como el mejor posicionamiento del cual seamos capaces.

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en la propia obra de Miller. Se trata de uno de los momentos de comprensión más conmovedoresque he hallado en mi humilde lectura de la literatura dramática a la que me he permitido acceder. En ese momento se manifiesta la activación de una lógica de la ternura opuesta a la imperante lógica de la crueldad que atraviesa a la diégesis estructurada por el dramaturgo estadounidense. Miller nos encuentra con la sabiduría de Elizabeth, una mujer capaz de llevar a cabo la habitación de sí misma, alatender a su sensación; “Yo no te juzgo. El magistrado que te está juzgando reside en tu propio corazón. Nunca he creído sino que eres un buen hombre, John, (con una sonrisa) sólo que algo desorientado”. Un ejemplo de cómo la comprensión,en lugar del juicio como resultado de la inercia de nuestras pasiones, puede llevarnos a actos extraordinarios como el del perdón. Es tal su empatía, que le señala a John la vía hacia su corazón. El camino semejante que ella sigue para poder comprender y perdonar. Un acto que requiere más coraje del que creemos, y que tendemos a subestimar al considerarlo signo de debilidad cuando, en realidad, requiere de una gran fortaleza, el arraigo y el centro de un ser humano íntegro capaz de vulnerarse.

Por otra parte, al hablar de la problematicidad de la figura de Dios como principio de autoridad moral, con un claro carácter político en el caso del contexto histórico del propio Miller, no niego la legítima creencia de cualquiera de nosotros a creer o no creer en alguna divinidad o lo divino. Lo realmente problemático de dicho fenómeno radica en la imposición de tal creencia, lo ilegítimo que puede ser imponer a la misma, en tanto que tal tipo de compromiso pretende constituir una forma de vida. Dicha imposición implicaría el intento de sujetar a los demás a una serie de dinámicas y prácticas que uno o varios individuos han elegido legítimamente para sí mismos, sin que ello sea el caso de quien no esté de acuerdo con tales ejercicios y su respectiva creencia vertebral. Se trata de un fenómeno que puede ser la legítima elección de unos, no de todos. Con ello se anularía la posibilidad de la comunidad que, como ya hemos visto, también requiere de lo particular y lo característico que puede diferenciarnos, incluyendo a la discrepancia.

Además de lo anterior, no puedo dejar de advertir que la figura de Dios y la noción de lo divino han sido planteados por más de una religión como fenómenos vinculados con sus creyentes a través de hechos y eventos. Estos últimos, fenómenos tanto cotidianos como constituidos a través de la fiesta y el ritual. Fenómenos del mundo inextricablemente comprometidos con nuestra sensación,con todo y lo problemático de su intransferibilidad. Sólo me queda mencionar, sin ahondar en detalles, el problema teológico y filosófico de concebir a Dios como la experiencia de lo absoluto por parte de un ser finito.

            Las brujas de Salem, como ya podemos advertir, también es una obra acerca de nuestra relación con el deseo. Encontramos en ella la complejidad del mismo y lo problemático que puede resultar hacernos responsables de él. En tal complejidad se manifiesta un tema medular que la confesión trata de desmontar a través de su carácter intrusivo. La confesión en este contexto puede llegar también a ser un principio para la invasión de la intimidad, a partir de la aparente justificación del cuidado de la colectividad que supuestamente implicaría la preservación de su moral y, por lo tanto, de sus valores. Se trata de escrutar en toda conducta de los integrantes de dicho grupo humano, para comprobar su pureza y, por lo tanto, su legitimidad como integrantes de tal colectividad. Dicha vigilancia se da en relación con la grave falta que sería, quizá incluso más que el pecado, el ocultamiento de este último. La voluntad de ocultar el pecado implicaría la posibilidad de la clandestinidad. Un principio de la rebeldía, lo cual podría generar una vida paralela y sin vigilancia, capaz de evadir al ojo-vigilante del dispositivo y, por lo tanto, sería capaz de desactivarlo. Como referente de ello y en relación con el tema de la máscara social, tenemos el siguiente parlamento de Abigail que nos confronta con el legítimo derecho que todos tenemos al secreto:

(se levanta): ¡Oh, qué duro es cuando la máscara cae! ¡Pero cae, cae! (Se arropa como para irse.) Has cumplido con ella. Espero que sea tu última hipocresía. Ojalá vuelvas con mejores noticias para mí. Sé qué así será… ahora que has cumplido tu deber. Buenas noches, John. (Retrocede hacia la izquierda con la mano en alto, despidiéndose.) Nada temas. Yo te salvaré mañana. (Al mismo tiempo que se vuelve para salir.) De ti mismo te salvaré. (Vase.).

Abigail ha sido confrontada por John Proctor, su amado. Este último le ha pedido que salve a su esposa de las consecuencias del escarnio, al haber sido acusada injustamente de brujería. Lo anterior, según John, con base en un plan que ha tramado la propia Abigail para inculpar a Elizabeth. Ello decepciona a la primera debido al profundo apego que siente por su amado, al cual creía capaz de cumplir su expectativa: quedarse al lado de ella cuando Elizabeth fuera condenada. Dicha expectativa constituye un intento de sujeción de John por parte de Abigail, una sujeción al deseo de esta última, en tanto que ella creía que la relación entre ambos era tan significativa para él como lo resulta para ella.

Abigail cree que John se traiciona, además de creer que John traiciona el afecto que ella siente por él. Abigail está decepcionada porque John decide cumplir con el deber de su máscara social: ser el esposo de Elizabeth. Para Abigail ello constituye un acto de hipocresía, actitud que, en relación con su contexto, identifica con la moral de la colectividad a la cual ambos pertenecen. Para ella se devela un supuesto engaño. Ella cree que éste ha sido encubierto por la máscara con la que John se relacionó con ella: la máscara de su amante.

Es importante notar cómo para ella la hipocresía radica en cumplir con el deber moral de la colectividad y, por lo tanto, con sus valores. Para Abigail, estos últimos son incompatibles con el descubrimiento de la plenitud de su sensibilidad, hasta entonces reprimida. La habitación de su deseo como habitación de su sensación. Una habitación de su cuerpo y, por lo tanto, de sí misma que todavía le resulta tan novedosa como intensa, al grado de implicarle un tremendo esfuerzo de comprensión del que no parece capaz. Ello constituye su dificultad para hacerse responsable de su deseo. Por eso Abigail queda sujeta a la pasión que siente. Sin embargo, nada de lo anterior puede justificarla de la evasión y negligencia que implicaría renunciar a la responsabilidad de sí misma.

Otro personaje de gran relevancia es el del Comisionado del Gobernador, Danforth. Éste representa una de las instancias más amenazantes y susceptibles de ejercicio de coerción en un proceso legal: el interrogador porque el interrogatorio es un proceso caracterizado por tal complejidad, ambigüedad y tendencia a la malinterpretación. No hay interrogatorio que no sea un ejercicio de presión y que esté comprometido con una estrategia para obtener una confesión, cómo podemos advertir con particular carácter especial en el caso del temible tribunal que Miller plantea en su obra.

Al respecto, Hale habla del miedo que los integrantes de la colectividad sienten por dicho organismo legal y la respuesta de Danforth resulta correspondiente con el objetivo de obtener dicha confesión: “Entonces hay una inmensa culpa en la comarca. ¿Tenéis VOS miedo de ser interrogado aquí?”. Es claro que Danforth advierte cómo las denuncias que se han suscitado como parte de la complejidad del proceso legal son resultado de la búsqueda de la satisfacción de los intereses privados de quienes las han llevado a cabo, motivados por su egoísmo, mezquindad y miseria. Tal parece ser la culpa a la que se refiere Danforth, aunque también puede inferirse que este último hace hincapié en la amenaza que resulta para los verdaderos culpables, autores del crimen en cuestión: la brujería, la fiereza amenazante de un tribunal de dicho tipo. Esto último se puede deducir en uno de los argumentos del Comisionado, verbalizado de manera iracunda, según Miller: “¡No me reprochéis el miedo en la comarca! ¡En la comarca hay miedo porque en la comarca hay una conspiración en marcha para derrocar a Cristo!”.

Una de las tareas de Danforth, probablemente la más importante, es la preservación de la pureza espiritual de la colectividad cuyo examen le ha sido encargado. Su misión posee implicaciones trascendentes y, por lo tanto, está comprometida con la ley divina por ser intérprete de esta última. Se trata de un referente legitimador de la justicia que, se supone, procura la institución que representa. Por ello, el deber con el cual está comprometido también implica un compromiso con la moral puritana y los valores de esta última. Danforth debe actuar con base en el fin de preservar la estructura moral que hace posible y legitima el poder del dispositivo y, por lo tanto, la sujeción al mismo a través de la culpa. Danforth, al igual que todo integrante del tribunal, debe repartir la culpa. Su misión es depositarla de manera proporcionada y correspondiente en cada uno de los integrantes de la colectividad, de tal manera entiende a la Justicia. El criterio (por llamarle de alguna forma) de tal ejercicio, por lo tanto, se basa en el actuar de los integrantes de la Comarca. Resulta crucial cómo ellos se posicionan ante su deseo, lo cual implica una especial atención por parte del tribunal en cómo velan o evidencian sus actos.

La minoría de edad con la que se conmina a los sujetos al dispositivo propicia la dificultad de que dicho grupo humano sea capaz de responsabilizarse de su deseo. Sin embargo, insisto, eso no los justifica ni los exime de la misma, ello es inextricable a todo ejercicio de libertad. Quizá el único matiz que haría al respecto radique en el caso de quienes no sean todavía capaces de tal posibilidad y se encuentren en un estado de indefensión, claramente es el caso de los niños, y en el caso de circunstancias en las que podamos advertir justamente cierto nivel de indefensión, las cuales no necesariamente corresponden con todo fenómeno coercitivo. Generalmente, estos últimos son estados de supresión del ejercicio de la libertad o fenómenos que no dependen de nosotros, en ocasiones dependientes de la estupidez y la irracionalidad de los demás.

Para tal dispositivo, dicha vigilancia pretende advertir que tan punibles y culpables son los habitantes de la Comarca, en la medida en que resulte grave su tendencia al pecado. Sin embargo, como ya nos los advirtió el propio Miller, quien detenta la aparente legitimidad del veredicto será el azote de Dios: un tribunal empoderado por el miedo de aquellos que ha sujetado.

En ello advertimos la intención de desactivar cualquier potencia política por parte de los fenómenos que constituyan una experiencia de ciudadanía, en este caso por parte de la colectividad misma cuando ninguno de sus integrantes posee alguna clase de poder, además de evidenciarse cuestionable lo libre que puede llegar a ser una colectividad y lo problemática que puede resultar la pretensión de una voluntad colectiva. No niego la posibilidad del acuerdo, la concordia y el consenso como algo cercano a dicha clase de fenómeno. Sin embargo, además de problemática,se advierte lejana la posibilidad de esta clase de fenómenos cuando sus integrantes prescinden de su propia reflexión, entendiendo a esta última como el esfuerzo de pensar en la posibilidad de una política comprometida con la comunidad y, por lo tanto, con el bien común que implica.

Como lo advertimos en el trabajo de Miller, el miedo puede ser suficiente para desactivar dicha posibilidad. Puede bastar para tal sujeción el escarnio del señalamiento, la denuncia, y, por lo tanto, la subsecuente estigmatización cuando se carece de un compromiso con uno mismo, el compromiso de ser responsable de nosotros mismos y cuidar de nuestra sensación. Un cuidado de nosotros mismos. Quizá por ello no resulta sorprendente la dificultad de Abigail para comprenderse y no juzgarse a sí misma, tomando en cuenta la peligrosa minoría de edad que la mayoría de los integrantes de dicha colectividad manifiestan en sus actos.

Hay un momento crucial de la obra que apela a lo común y a la posibilidad de llevar a cabo discernimientos legítimos en lugar de juicios fáciles de nuestra circunstancia, especialmente en casos tan problemáticos como el que presenta Miller en su obra. El dramaturgo se detiene con gran sutileza a llevar a cabo la escena de la problematicidad epistemológica del supuesto crimen cometido, para cuestionar la densidad ontológica del mismo, en tanto que narración y, por lo tanto, mito. Este último concepto entendido como un proceso imaginario y, por lo tanto, estructurante que, por ello y a pesar de su problematicidad, es capaz de determinar materialmente a su contexto. Esto último nos da cuenta de que nuestros mitos (insisto, entendidos como narraciones) tienen una relevancia crucial en la estructuración de nuestras formas de vida:

Señor Hale, creedme; para ser un hombre tan grandemente ilustrado, estáis muy confundido.  ..; espero me disculpéis. He estado treinta y dos años en el foro, señor, y me sentiría azorado si me llamasen a defender a esta gente. Considerad ahora… (A Proctor y a los otros): y os ruego que hagáis lo mismo. En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es “ipso facto”, por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible, ¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente debemos fiarnos de sus víctimas. Y ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme explicado, ¿no es así?

En una especie de confesión profesional o en un acto de aparente honestidad del mismo tipo, el Comisionado explica la dificultad de su labor ante el carácter intransferible de un crimen que no parece dar cuenta de su materialidad.Sin embargo, considera más difícil la defensa de los acusados, a pesar de lo comparable de la circunstancia de sus abogados con la del propio Danforth, por el hecho ineludible de que todo se basa en la intransferibilidad de la sensación de los integrantes de la colectividad, cuyo testimonio y denuncia es lo único que poseen. Sólo les queda a los acusados pedir confianza y, por lo tanto, pedir ser creídos.

Todo el caso judicial en cuestión está basado en meras habladurías de las cuales las más importantes son las denuncias. ¿No implica ello la generación de condiciones óptimas para llevar a cabo problemáticos ejercicios de coerción que den pie a ilegítimos y arbitrarios actos de violencia por parte de quienes tienen el poder, los cuales robustecerán a este último a pesar de que evidencien lo cuestionable de su autoridad?, ¿No sería ello una manera de ser permisivo y negligente ante la ilegítima violencia del fascismo, entendiendo a este último como la injusta dinámica de estigmatización y exterminio a la cual cualquiera de nosotros podría quedar sujeto?

La manifestación de tales peligros lo vemos en el interrogatorio como dinámica de coerción que no busca testimonio ni defensa sino, como hemos dicho, confesión. En tanto que se asume que es posible una confesión y se asume como el objetivo de tal dinámica, hay una presunción de culpabilidad que, por más estratégica que se presuma, muy probablemente generará prejuicios que condicionarán al juicio, entendido como procedimiento judicial, que harán tendiente a este último a la injusticia.

Se evidencia tal problematicidad en la manera de conducirse de Danforth hacia Mary cuando es interrogada, además de también hacerse patente la imposición de su criterio como un parámetro más legítimo y verdadero que el de aquellos que no son parte del tribunal, en tanto que supuestamente está respaldado por la supuesta autoridad moral que le da ser representante e intérprete de la ley divina, por ser un defensor del puritanismo religioso y sus valores: “¿Cómo te han instruido en tu vida? ¿No sabes que Dios condena a todos los mentirosos? (Ella no puede hablar) ¿O es ahora cuando mientes?” Danforth puede asumir, con base en prejuicio, la posibilidad de advertir mentira porque él es el dueño de la Verdad, lo cual evidencia su tendencia de facto a la injusticia: el será uno de los que determinarán si los acusados se conducen con Verdad porque el tribunal es el dueño de la misma, en tanto que exégetas, y, por lo tanto, dueños de la última palabra.

En contraste, ante el asedio de otro integrante del tribunal: Hathorne, Mary pierde su centro. Se trata de un cuerpo frágil, tendiente a desmayos relacionados con supuestas visiones de supuestos espíritus, que acaba todavía más desarmonizado y fragmentado ante la exigencia de hablar con verdad de un fenómeno que apenas si ella misma comprende. ¿Cómo no creer que tal falta de consideración evidencie una disposición al abuso y la tortura?

Hathorne, en lugar de comprender lo lábil del estado de Mary: una adolorida fisiología, cuestiona lo que güeramente considera una contradicción cuando Mary afirma que se desmayaba porque veía espíritus y, sin embargo, el desmayo le evitaba verlos: “¿Cómo creías verlos si no los veías?”. La respuesta de Mary no constituye para el tribunal la evidencia de lo crítico de su estado ni de la angustia que le produce, a pesar de su incapacidad de articular discurso coherente al respecto. Podemos inferir en este detalle la estrategia de Miller para evidenciar la rigidez geométrica a la que puede llegar a tender un sistema legal, convirtiéndose en procurador de injusticia, cuando nos sujeta a la exigencia de un sólo tipo de discurso que, además, puede llegar a ser sumamente incompatible con nuestra habla y, por lo tanto, con la materialidad correspondiente de nuestras formas de vida: “Yo… yo no sé cómo, pero creí. Yo… oí a las otras chicas gritar, y a vos, Excelencia, vos parecíais creerles y yo… Era jugando, al principio, señor, pero luego todo el mundo gritaba espíritus, espíritus, y yo… yo os aseguro, señor Danforth, yo sólo creí que los veía, pero no los vi”. Es advertible en tal discurso el gran nivel de angustia que puede producir en alguien la alta posibilidad de la condena cuando nos vemos sometidos por la incomprensión.

Pareciera que no hemos hablado de un elemento fundamental en la obra, incluso a pesar de haberlo nombrado en más de una ocasión. Arthur Miller, con la escrupulosidad que lo caracteriza, es capaz de hacerlo detonar como una de las fuentes sediméntales del conflicto dramático de su obra. Se trata de la explosión estruendosa de un pantano. Quizá la sensación de su impacto, su experiencia estética, nos puede ayudar a comprender que la armonía inaparente puede ser mejor que la aparente:

(su voz a punto de quebrarse, grande su vergüenza): En el sitio apropiado… donde se acuestan mis animales. En la noche que puso fin a mi alegría, hace unos ocho meses. Ella entonces me servía, señor, en casa. (Tiene que apretar los dientes para no llorar.) Un hombre puede creer que Dios duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Os ruego, señor, os ruego…, vedla tal como es, un terrón de vanidad, señor… (Está agobiado.) Perdonadme, Excelencia, perdonadme. (Enojado consigo mismo, vuelve la espalda al Comisionado por un momento. Luego, como si el grito fuese el único medio de expresión que le quedase.) ¡Pretende brincar conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría, puesto que fui [sic] blando con ella. Dios me ayude, obedecí a la carne y en esos sudores queda hecha una promesa. Pero es la venganza de una ramera, y así tenéis que verlo; me pongo enteramente en vuestras manos. Sé que ahora habréis de verlo.

            Sin embargo, no lo verán porque ello implicaría el esfuerzo de comprender y, justamente como Danforth ha advertido, se trata del juicio de un crimen invisible. Un aparente crimen en la conciencia de una colectividad cuyo supuesto pecado fue ejercer su negado derecho al secreto para preservar su intimidad, derrotado por el egoísmo que implica la incomprensión de sus propias pasiones.

            Estamos en uno de los momentos medulares del drama escrito por Miller: la importante confesión de John Proctor, en la cual se evidencia su profunda culpa. Una culpa que derrota a su cuerpo y que, a pesar del coraje que exige la voluntad de vulnerarse, éste no será reconocido a través de un acto de compasión, mucho menos de comprensión, sino que será aprovechada para ser motivo de sometimiento. John Proctor queda sujeto. Lo evidencia su tensión en la mandíbula, un freno que le impide caminar y, por lo tanto, huir. La sujeción yace en él, radica en lo que siente y en la manera en la que ha aprendido a posicionarse ante ello, al haber sido miembro durante tanto tiempo de la Comarca. Ha naturalizado su moral en los hábitos que constituyen su cotidianidad, al grado de estructurar a su cuerpo como habitación de su sensación. Una sensación incomprendida que, cuando fue habitada, lo dejo en una situación tan delicada y angustiante que, finalmente, lo sometió todavía más al dispositivo y la moral de la cual es parte y ha participado. El duelo de la culpa, consecuencia de juzgar rígida y duramente su deseo, le produce llanto. Su angustia lo paraliza. Ésta se manifiesta en seguir culpando a Abigail de lo que para él es un error, en lugar de terminar por asumir la responsabilidad de sus actos. Parece no ser capaz de acabar de comprenderlo. John, como participe de la moral que lo conmina, también cae en la inercia de ser juez, incluso ahora que también es parte. En ello se sigue manifestando su identificación con la colectividad y, por lo tanto, con el control heterónomo de la misma. El estigmatizado John, a pesar de lo cercano de su exterminio, también estigmatiza a la apasionada Abigail al tildarla de ramera. Se angosta su mirada, lo cual le impide comprenderla, a pesar de haber sido cómplices de su deseo.

La pasión de la culpa nos sujeta al empoderarla por medio de inducir a los demás a su sentimiento. Así se activa el control del dispositivo a través de nosotros mismos, por medio de la captura de nuestra sensación. Basta para ello la habladuría:el juicio fácil y sin elementos con el cual también podemos llegar a ser juzgados, nosotros mismos habilitamos esa posibilidad. De ahí la inducción del dispositivo,al cual acabamos reducidos, a volvernos juez y parte con base en el problemático fenómeno de la moral. Se antoja más problemático este último fenómeno que el de una ética, si entendemos a esta última como: un acuerdo conmigo mismo. En la posibilidad de la sujeción de la moral de la cual somos capaces consiste la heteronomía:

(sin aliento, con la mente enloquecida): ¡Digo…digo que… Dios ha muerto! […] (rie como un demente y): ¡Fuego, arde un fuego! ¡Oigo la bota de Lucifer, veo su asquerosa cara y es mi cara la tuya, Danforth! Para quienes se acobardan de sacar a los hombres de la ignorancia, como yo me acobardé y como vosotros os acobardáis ahora, sabiendo como sabéis en lo íntimo de vuestros negros corazones que esto es un fraude… Dios maldice especialmente a los que son como nosotros, y arderemos… ¡Arderemos todos juntos! […] ¡Estáis echando abajo el Cielo y entronando a una ramera!

Y es que, así como la moral resulta más problemática que la ética, probablemente la santidad resulte más problemática que el pecado en relación con la vida de nuestra especie.

Miller, a través del personaje de Hale, hace patente la descomposición del cuerpo vivo de una ciudad cuando éste se ha deshabitado. Se deshabita su deseo y, por lo tanto, su sensación, porque se ha violado su intimidad como habitación de sí misma: “ Excelencia, hay huérfanos vagando de casa en casa; el ganado abandonado muge en los caminos, el hedor de las mieses podridas flota por todas partes y ningún hombre sabe cuándo pondrá fin a sus vidas el pregón de las rameras… ¿y vos os preguntáis aún si se habla de rebelión? ¡Mejor sería que os maravillaseis de que aún no hayan incendiado vuestra provincia!”. Vemos cómo la vulneración del secreto hace imposible la continuidad de la vida, porque el secreto permite la posibilidad del movimiento del mismo y, por lo tanto, su transformación, a partir de su carácter estructurante. El deseo manifiesto en las potencias de nuestra imaginación puede ser el principio de una poiesis de la vida: una comprensión estructurante de nuestra querencia al habitarnos en su sensación y vivirla plenamente, capaz de estructurarnos. ¿Queda algo si nos negamos tal posibilidad?

No creo que sea digno de tomarse en cuenta como algo que queda de dicha mutilación de nuestro cuerpo: la miseria, la insatisfacción y el malestar que pueden suceder ante tal carencia, capaz de convertirse en una pasión que genere las más terribles posibilidades de nuestra libertad y, por ende, voluntades perversas que den motivo de castigo por parte de las voluntades perversas que han capturado nuestra sensación.

El reverendo contempla la derrota hacia el rictus de Salem: un cuerpo agonizante deshabitado por la erosión de su deseo; un paisaje inhóspito tendiente a la inercia. Los fenómenos de nuestro deseo susceptibles de ser estigmatizados como ‘enfermedades’ por quienes no hacen el esfuerzo de comprenderlos, participan de la armonía de la vida del cuerpo vivo de una ciudad. Cuando aquella aparente anomalía es desterritorializada del lugar en el que es pertinente, el cuerpo civil se desarmoniza, se propicia su malestar. Se genera la descomposición que implica la desintegración de dicha habitación de nuestra sensación,debido a que dicho territorio pierde forma y, con ello, su sentido. Una necrosis que puede culminar con lo inevitable de su desenlace.

Cuando no hay manera de ocultar nuestra mierda bajo la alfombra, acaba flotando hasta en el agua que bebemos: “Pues es bien simple. Vengo a cumplir la obra del Diablo. Vengo a aconsejar a cristianos a que se calumnien a sí mismos. (Su sarcasmo se derrumba.) ¡Sangre pesa sobre mi cabeza! ¡¡Es que no podéis ver la sangre sobre mi cabeza!!”, declara Hale en una manifestación de sabiduría, a pesar de la angustia que le causa el fiambre que alguna vez fue Salem. ¿Puede haber momento más pertinente para la sabiduría que el de la angustia que puede inspirar nuestro paisaje?

Por ello se puede inferir que lo que llamamos malestar es la desarmonización que resulta de no comprender la emergencia de lo que creemos y llamamos: enfermedad, al igual que su pertinencia en el cuerpo vivo de la ciudad como habitación de nuestra sensación. La evidencia de tal desarmonización sería lo que solemos llamar: síntoma. Dicho epifenómeno o su conjunto constituye o constituyen al malestar. Por lo tanto, no son causa de lo que hemos estigmatizado como enfermedad sino de la desarmonización que implica la incomprensión de la llamada: ‘enfermedad’, al no entenderla como una manifestación de la vida que, por lo tanto, tiene su legitimidad a pesar de su complejidad. En este caso, nos referimos a dicha manifestación como un fenómeno del cuerpo vivo que es una ciudad.

Hale, consciente del compromiso de sus afectos con la vida que fue Salem, sabe que también, de alguna manera, es responsable de lo que pasó con quienes fueron objeto de injusticia por haber quedado sujetos por la identidad que los condenó a la estigmatización y exterminio del dispositivo. Hale es consciente de que participó y no fue ajeno a aquel proceso, porque también, de alguna manera insisto, colaboró con el empoderamiento de la culpa que erigió el poder de la moral que capturó la sensación de los integrantes de la colectividad que constituyeron al dispositivo:

No equivoquéis vuestro deber como yo equivoqué el mío. Vine a este pueblo como un novio a su bienamada, cargado de presentes de la más alta religión; traía conmigo las coronas mismas de la ley sagrada y cuando toqué con mi radiante confianza, murió; y allí donde puse el ojo de mi inmensa fe, manó la sangre. Ten cuidado, Elizabeth Proctor… no te aferres a ninguna fe, cuando la fe trae sangre. Es ley equivocada la que te lleva al sacrificio. La vida, mujer, la vida es el más preciosos don de Dios; ningún principio, por muy glorioso que sea, puede justificar que se le arrebate. Te imploro, mujer, influye sobre tu esposo para que confiese. Que diga su mentira. En este caso no te acobardes ante el juicio de Dios, pues muy bien puede ser que Dios condene menos a un mentiroso que a quien, por orgullo, se deshace de su vida. ¿Querrás exhortarle? No puedo creer que escuche a ningún otro.

Son las palabras compasivas de Hale ante la atrocidad inminente que advierte como destino de John si éste no confiesa. En ellas se evidencia la claridadde Hale al descubrir en la fe un fenómeno de rigidez: el fanatismo, a pesar de utilizar dichos argumentos para intentar salvar a Proctor a través de una injusta confesión condicionada por la influencia de Elizabeth. Los argumentos que emplea el reverendo para tal injusticia podrían ser legítimos si se usaran para evidenciar la injusticia del proceso que ha condenado a la horca, hasta ese momento de la obra, a doce personas y que tiene en cautiverio a otros, entre los que están John Proctor y su esposa. Probablemente por ello, ante lo desesperada de la situación, han surgido por parte del propio Hale argumentos en contra de tan importante convicción para la vida civil de la Comarca, fenómeno del cual él aparentemente sigue siendo una figura importante. Tal es la gravedad de la situación que ha hecho consciente al propio Hale de la irreductibilidad de la fe que la evidencia como fenómeno incapaz de ser objeto de discernimiento. Toda fe es fanatismo.

Sin embargo, consciente de la injusta moral que ha sujetado tanto a su esposo como a ella, Elizabeth advierte la perversidad de sus jueces en la voluntad de usar su influencia como esposa y madre de familia para coaccionar a John. Un hombre que, como cualquiera, vive la complejidad de su deseo, al igual que la de sus consecuencias. Un delito del cual, probablemente para cualquier puritanismo, todos somos culpables.

Sin embargo, la esposa de John Proctor también parece reconocer la compasión de Hale en el hecho de hacer a un lado lo que para él fueron profundas convicciones, con el fin de salvar a John. Por lo anterior, aunque parezca cuestionable, me atrevo a inferir un posible carácter libertario y rebelde en el posicionamiento de Hale, debido a la autonomía advertible en el mismo. Lo anterior, además de constituir una voluntad de justicia ‒quizá de manera muy velada‒, también se sugiere como un posicionamiento estratégico ante la institución. Un carácter sabio y prudencial que se atreve a criticar a algo tan importante para dicho contexto como lo es la fe, con el fin de salvar a un hombre. Hay un riesgo latente en el carácter desnormalizador de criticar a la fe en tal contexto, por más que la circunstancia parezca justificar el posicionamiento del reverendo, especialmente si tomamos en cuenta la presencia de parte de los miembros del tribunal.

Sin embargo, Elizabeth, defendiendo su inocencia y la de su marido, no deja de advertir lo perverso de tal posicionamiento: torcer la supuesta ley divina a favor de la injusticia de satisfacer los intereses de los injustos que, además, son jueces, por más que ello implique la salvación de su esposo y padre de sus hijos: el bien aparente de salvar a John. Eso la evidencia como una verdadera practicante de su fe, a pesar de lo opuesto de tal actitud al carácter prudencial de la sabiduría y la rigidez del fanatismo que he criticado. Se necesita mucho coraje para vivir según nuestras creencias cuando manifiestan la honestidad de nuestro querer. Ello también puede constituir un acto de autonomía.  Elizabeth confronta su destino:(con calma): Creo que así razona el Diablo”.

Quiero revisar con más calma las implicaciones del posicionamiento del reverendo Hale, sobre todo el advertible riesgo del cual he hablado como particular elemento de su crítica y en relación con lo que él mismo representa. Si bien Elizabeth cuestiona tal posicionamiento al considerarlo resultado perverso de la lógica del diablo por sus fines, con lo cual estoy de acuerdo, no deja de resultar interesante el acto de autonomía que constituyen tanto la crítica de Hale como los argumentos de la misma víctima. Rescatando la mera noción de Elizabeth de lo que asume como lo que podría ser: ‘la manera en que razona el diablo’, vale la pena, apegándonos al mero contexto cultural en la que está situada la diégesis propuesta por Miller, advertir lo rebelde y libertaria que podría ser tal clase de lógica debido a su carácter tendiente a la posibilidad de autonomía.Y es que la figura del diablo, tomando en cuenta lo anteriormente planteado, sería susceptible de resignificación como: el símbolo de la rebeldía y la desobediencia que pueden surgir en quien, al acudir a su sensación y, por lo tanto, al habitarse al habitar su cuerpo, es capaz de generar un acuerdo consigo mismo. En ello consiste el ejercicio de su propio razonamiento el cual, inevitablemente, siempre estará confrontado con la normalización de todo entendimiento del mundo y de su vida, que pretenda cerrar el sentido o simplemente sea ajeno y, por lo tanto, una alteridad susceptible de imponer su ley: la ley del otro. El diablo, desde la resignificación que propongo, sería el adversario que se opone a tal imposición: la imagen de quien decida confrontar a quien impongan su manera de vivir. Éste último sería para los fascistas: el que está fuera de lugar, el impertinente. A los normales les parecerá un poseso, un leproso fuente de contagio.

Quien ha decidió llegar a un acuerdo consigo mismo, si no mata al héroe que vive en su alma, no dejará de advertir la posibilidad impositiva y coercitivadel desprecio por el examen de la vida que compartimos. Probablemente, siempre le parezca que dicha voluntad pretende detentar un espurio poder injustificable, ante lo cuestionable de la propiedad de la Verdad entendida como referente del Absoluto, por parte de cualquiera de los que tan sólo somos cuerpos finitos. El diablo está en el cuerpo: “(en el colmo de la desesperación): Mujer, frente a las leyes de Dios, apenas somos cerdos. ¡No podemos leer Su voluntad!”, le reclama Hale a Elizabeth con el fin de salvar a John a través de la influencia de esta última y, sin embargo, no deja de ser conmovedora la humildad de Elizabeth ante la injusticia. Con un sencillo acto de gran coraje evidencia su ejemplaridad. Demuestra su capacidad de autónoma prudencia al conducirse con la justicia con la que nadie de los que los juzgaron trataron a los Proctor, ni a ninguno de los condenados y procesados de Salem: “No puedo discutir con vos, señor; me falta estudio para ello.” Elizabeth suspende su juicio.

            Ante la amenaza de tal dignidad para el tirano y su poder, Danforth demuestra que no hay cabida para los argumentos de una legítima defensa sino para la coerción a partir de la superficialidad de un juicio somero, escaso en reflexión y, por lo tanto, irracional, sobre la propia Elizabeth. Se agudiza el escarnio contra ella al evaluar lo indiscernible: la sensibilidad de la propia Elizabeth en relación con sus afectos familiares. Una reducción que se pretende sostener a partir de la mera interpretación de uno sólo de sus hechos, haciéndose claro lo injustos que podemos ser cuando creemos que una imagen vale más que mil palabras. Con ello Miller evidencia la apariencia de una máscara social: la institución llevando a cabo un cuestionable simulacro de justicia:

(yendo hacia ella): Elizabeth Proctor, no se te ha convocado para discutir. ¿Es que no hay en ti la ternura de una esposa? Él morirá al amanecer. Tu esposo. ¿Lo comprendes? (Ella lo mira simplemente) ¿Qué dices? ¿Tratarás de convencerlo? (Ella calla.) ¿Eres de piedra? ¡Con franqueza, mujer, si no tuviese otras pruebas de tu vida antinatural, tus ojos secos ahora serían prueba suficiente de que has entregado tu alma al Infierno! ¡Hasta un monstruo lloraría ante semejante calamidad! ¿Habrá secado el Diablo toda lágrima de piedad en ti? (Ella permanece callada.) ¡Lleváosla! ¡No se ganará nada con que ella le hable!

La inmediata impulsividad de una opinión, desnutrida por faltarle el alimento del esfuerzo por comprender por parte de la razón, convierte a Elizabeth en un monstruo ante la mirada pública. El coraje ante el escarnio puede ser la mejor y única defensa ante los que están en el púlpito del juez. John lo tiene claro, criticando una razón instrumental que sólo busca satisfacer la conveniencia personal y el interés privado, por encima del bien común.

No hay juez más legítimo que uno mismo. Para Elizabeth resulta claro al reconocer la integridad de su falible esposo: “Haz lo que quieras pero que nadie sea tu juez. ¡Bajo el cielo no hay juez superior a Proctor!”.

La dignidad de los Proctor es el bien común de su ejemplaridad que, desde lo problemático de su puritanismo, los hace posicionarse en el esfuerzo de su virtud como un acto de habitación de su verdad en ellos mismos: su honestidad. Se advierte, no sólo la gravedad de la mentira que se le quiere obligar a decir a Proctor en una falsa confesión, sino también lo problemática de la mentira como deshabitación de uno mismo. En la postura de los Proctor hay una defensa de la honestidad como simiente de nuestra autonomía, ante la mentira como posible generadora de la desconfianza en nuestras relaciones. Advertimos en tal posicionamiento por parte de Miller y sus personajes: una problematización de la mentira como principio de difamación y escarnio. Estas últimas, herramientas del dispositivo capaces de fracturar a la vida de los cuerpos que constituyen a una ciudad. Por ello, John afirma ante la cuestionable pureza de quienes los han juzgado: “Es difícil arrojarle una mentira a los perros”.

Sin embargo, la obra nos confronta con la sublime experiencia de nuestra finitud cuando ésta significa el angustioso padecimiento de lo terrible que puede ser la injustica y sus efectos en nosotros. Si recordamos que no podemos saber lo que puede un cuerpo, ¿cómo juzgar los límites de las potencias de cualquiera de nosotros ante circunstancias que, no sólo los ponen a prueba, sino que también pretenden rebasarlos? John quiere vivir y para ello debe confesar un crimen que no cometió. John decide confesar.

Me parece advertible la facilidad de un juicio en contra de dicha voluntad, ante la dificultad que implica tan sólo la amenaza de una probable ejecución en contra de alguien. Un castigo a partir de la aparente legitimidad de un dispositivo de poder. Se puede imaginar lo indeseable de dicha posibilidad para muchos de nosotros. Cualquiera capaz de imaginar el dolor ajeno, difícilmente sería capaz de desear tal circunstancia para sí mismo o los demás, por lo menos actuando desde la serenidad de un cuerpo capaz de consciencia. Un cuerpo atento a su sensación es un cuerpo armonizado capaz de comprender. La adquisición de consciencia a través del servicio de nuestra razón también es una habitación de nuestra sensación. Actuar racionalmente es un acto sensible que puede implicar la habitación de nuestra reflexión y pensamiento como fenómenos de un cuerpo vivo. ¿Qué posibilidades podría llegar a tener un cuerpo derrotado por la angustia o en la necesidad de estar en constante resistencia?

  Sin embargo, John, a pesar de lo anterior, intenta seguir preservando su integridad, a pesar de la humillación a la cual tiene que ceder. Acepta confesar, pero no está dispuesto a firmar su confesión. No quiere entregar su nombre por escrito, lo característico de una rúbrica o grafía, como testimonio de los actos de su vida y el honor que en ellos está comprometido. Según sus creencias, en relación con el honor de los actos de su vida está comprometida la valía de su alma. Es sugerente pensar que en muchas tradiciones se evita dar el nombre para que nadie se quede con el alma de su dueño. A John le piden tal confirmación para quedar sujeto al juicio del Pueblo, a través del registro de su historia como recurso para su ojo vigilante y el escarnio del cual sea capaz. La historia del cuerpo vivo es también una historia de los pueblos como habitaciones del primero:“¡Al Diablo con el pueblo! ¡Yo confieso ante Dios, y Dios ha visto mi nombre en este papel! ¡Es bastante!”. No sólo es bastante, es un sacrificio, es demasiado.

Recordemos la concepción de ‘Dios’ como ley (logos) vinculada, a través de la razón,(logos) con la consciencia de los hombres, en tanto que referente de esta última. Paradójicamente, este elemento también hace posible la confesión. En este caso, John defiende la territorialidad de su subjetividad: le basta saber lo que ha hecho como un fenómeno de su consciencia. Sólo a esta última tiene acceso Dios que está en todas partes y todo lo sabe, según sus creencias.

Sin embargo, el dispositivo necesita publicar la prueba de su veredicto ante quienes gobiernan, para legitimarse y, con ello, actualizar el dominio del dispositivo. En este caso, también depende de ello la supuesta ejemplaridad del castigo, impuesto como motivo del miedo capaz de someter a los sujetos por el mismo. Se trata de la dominación de la colectividad a través de la captura de su propia sensación. Cómo hemos visto, ello constituye al dispositivo. Se trata de inducir al miedo a padecer lo terrible que puede ser este último, a través de la aparente superioridad de quienes ejercen su voluntad como autoridad.

La reducción a tal imagen pública,concreta la dominación de John por parte del dispositivo. La vergüenza que pueda surgir del mero escarnio abre la posibilidad de vulnerar la propia creencia en sí mismo y para sí mismo en relación con sus actos. John está defendiendo desde su finitud que cree en un único juez legítimo: su contraparte correspondiente que es el Absoluto representado por Dios. Esa integridad es una manifestación de pensamiento autónomo que pone en peligro al dispositivo porque puede ser capaz de constituir rebeldía.

Concretar el castigo implica mutilar la integridad de un cuerpo vivo para consumar el sometimiento a través del mismo: “¡Me he confesado! ¿Es que no hay más penitencia buena que la pública? ¡Dios no necesita de mi nombre clavado en la iglesia! ¡Dios ve mi nombre! ¡Dios sabe cuán negros son mis pecados! ¡Es bastante!”. John defiende ser su propio abogado ante la ley de los cielos y su propio juez en la tierra, a través de su consciencia. Se trata del último aliento por la defensa del porvenir de su habitación del mundo. Está comprometida toda la vida de John, incluyendo lo más importante para él, como veremos más adelante.

John, finalmente, firma la confesión. Sin embargo, nadie le advierte que parte de la misma implica señalar a los supuestos cómplices de su supuesto crimen. Aquí se evidencia lo problemáticos que pueden ser los acuerdos tácitos por parte del Derecho, en tanto que tienden a posibilitar la arbitrariedad, la confusión y el prejuicio. John decide no ceder ante tal intento de coacción: “Tengo tres hijos… ¿Cómo enseñarles a caminar por el mundo como hombres si he vendido a mis amigos?”. Hasta entonces, el tribunal lo creía dominado. John todavía es capaz de la consciencia de la responsabilidad de sus actos y sus implicaciones en relación consigo y los demás, especialmente con sus seres más queridos.

Ser objeto de vergüenza implicaría perder el respeto que propicia en uno la posibilidad de nuestra ejemplaridad, especialmente ante nuestros afectos más importantes. Traicionar a los demás no es sólo traicionarnos a nosotros mismos sino a los que más queremos. Sin embargo, a pesar de lo importante de este aspecto, especialmente en el caso de las figuras paternas, nadie está exento de su falibilidad.

En el anterior posicionamiento de John podemos advertir el poder heterónomo del escarnio ante nuestra lábil capacidad de comprensión, especialmente hacia nosotros mismos,por lo definitivo y específico que puede ser el peso de nuestros juicios menos fundamentados y más ligeros en nuestras vidas y sus formas. En este trabajo, en términos intempestivos, no resulta gratuita mi insistencia en advertir cómo toda cultura tiende a ser una cultura del escarnio, con todo y sus documentos de barbarie, y que estamos muy lejos, en buena medida debido a nuestro egoísmo,de la posibilidad de una cultura de la comprensión. Vemos cómo hemos generado un dispositivo con rostros históricospara el escarnio, capaz de hacerse de la propiedad de nuestros nombres para desterritorializar nuestra subjetividad y colonizarla, haciéndonos tendientes a ser cuerpos fragmentados: humanos mutilados por la incomprensión de su deseo, deshabitados y, por lo tanto, seres que suelen ser incapaces de constituir habitaciones de lo común en el mundo.

John, padeciendo la experiencia sublime de la finitud constitutiva de su cuerpo y de su vida, afirma y defiende lo mucho o poco que le queda después de tal dominación:“(con un grito desde el fondo de su alma): ¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin nombre? ¡Os he dado mi alma; dejadme mi nombre!”.

En estas palabras, Proctor manifiesta cómo quedamos reducidos a la abstracción del registro de los datos que constituyen un archivo,a través de la burocratización. Somos sujetos susceptibles de burocratización por parte del dispositivo. Conceptos que, si llegarán a perder el referente de sus materialidades concretas, quedarán vacíos. En ello radica el estadio último de la condena, la pena final y, por lo tanto, el castigo definitivo.

Nos queda pensar en lo paradójico del desenlace de la obra: Proctor quedaría derrotado si hubiese cedido a todo lo que implicaba su confesión, incluyendo la delación de los otros implicados en lo que llama Miller: “la tragedia de Salem”, a pesar de haber podido conservar la vida. Sin embargo, Proctor vence, a pesar de que el dispositivo obtuvo un cuerpo que castigar porque no cede a la confesión, no delata a nadie y hace fracasar al tribunal de los verdugos de la injusticia, a pesar de que ello le cuesta la vida. Podría decirse que John vence a sus contrincantes siendo derrotado. La armonía inaparente de la supuesta maldad y corrupción de John Proctor vence a la armonía aparente de la supuesta pureza inmaculada del dispositivo. John no entrega su integridad porque no puede. No puede hacerlo quien es señor del dominio de su sensación. Un dominio de sí mismo manifiesto en la autonomía de quien es un legítimo hombre libre que piensa por sí mismo: un poeta de su libertad que, en términos del propio Proctor, no renuncia a sus potencias vitales:

(con los ojos llenos de lágrimas): Si que puedo. Y he aquí vuestro primer milagro, que sí puedo. Habéis producido vuestro milagro, porque ahora si creo vislumbrar una hilacha de bondad en John Proctor. No alcanza para tejer con ella una bandera, pero es lo bastante blanca como para no dársela a estos perros. (Elizabeth en un arranque de terror, corre hacia él y llora en su mano.) ¡No les concedas una lágrima! ¡Las lágrimas les placen! ¡Muestra tu honor, ahora, muestra un corazón de piedra y húndelos con él! (Él [sic] la ha levantado y la besa con gran pasión.)

Proctor confronta su destino. Asume con coraje su conversión en un templo sólido, la conversión en un hombre capaz de templanza. Decide llevar a cabo el esfuerzo de su imperturbabilidad el cual, a pesar de la rigidez de las imágenes de su discurso, sería injusto confundir con represión.Todo lo contrario, se trata de la imperturbabilidad que produce en sí mismo quien tiene el coraje de habitar la plenitud de su sensación. En ello radica la honestidad de la victoria de John, al igual que su ejemplaridad. John Proctor ha desactivado al miedo al comprenderlo como una experiencia de sí mismo. Logró su victoria al investigarse a sí mismo.

Parece que la armonía de John es el porqué de la orden inminente de Danforth: “¡Colgadlos bien altos sobre el pueblo! Quien llore por éstos, llora por la corrupción. (Sale, pasando a su lado como una exhalación. Herrick comienza a llevar a Rebecca, que casi se desploma, pero Proctor la ayuda mientras ella lo mira como disculpándose.)” Por la celeridad con la que Danforth sale, parece dicho caminar, más que un último acto de indolencia, una huida. ¿Será que la potencia que manifiesta el coraje de John Proctor le ha quitado rigidez y su centro aparente?

Proctor cerró su discurso con un beso apasionado. El signo de un discurso verbal que nos remite tanto al acto extraordinario del perdón entre John y Elizabeth como a su amor. Se advierte a la lógica de la ternura, capaz de desactivar al fascismo.

Desde la plataforma de su ego, Hale evidencia su culpa. Ésta lo ha vencido con todo y su sabiduría. Incluso la culpa puede derrotar al más sabio, porque el sabio lo es por haber sido derrotado muchas veces, varias de éstas por la culpa. Hale sólo piensa en la muerte de John Proctor, incapaz de admirar el acto de coraje con el cual éste consumó su integridad para no acabar perdiéndose a sí mismo en la esclavitud del dispositivo:“: ¡Mujer, exhórtale! (Comienza a correr hacia la puerta, pero regresa.) ¡Mujer! Es orgullo, es vanidad. (Ella evita sus ojos y se mueve hacia la ventana. Él cae de rodillas.) ¡Ayúdale! ¿De qué le sirve sangrar? ¿Ha de ser el polvo quien lo alabe? ¿Han de ser los gusanos quienes proclamen su verdad? ¡Acude a él, quítale su vergüenza!”. Sin embargo, Elizabeth no tiene dudas. Ella es capaz de admirar la ejemplar integridad de John, porque el amor abre los ojos, libera al diluir la propiedad del ego y se opone a la angostura del paisaje limitado por la angustia: “(sosteniéndose para no caer, agarra los barrotes de la ventana y grita): Ahora tiene su pureza. ¡Dios no permita que se la quite!”. Nadie puede esclavizar ni quitarle nada a quién tiene el coraje de habitar su sensación.

Comencé este trabajo preguntándome acerca de la posibilidad de seguir a Miller en relación con su posicionamiento de presentar a Las brujas de Salem como una tragedia. Parece arrogante cuestionar las claridades muy legítimas de un autor acerca de su obra. Sin embargo, mi pregunta va más allá de tal superficialidad. Entraña una inquietud muy personal. Un tema para mí muy importante, que tiene una estrecha relación con el porqué de mi decisión de acercarme al teatro, al igual que a otras posibilidades poéticas de la escena.

Considero medular tomar en cuenta la posibilidad de comprender a los hechos históricos en los que se basa el trabajo de Miller, una tragedia. En ese sentido, más allá de entender a la tragedia como un género dramático que se diferenciaría de la noción de ‘lo trágico’ como un fenómeno independiente de la historicidad de dicho fenómeno poético, me resulta más importante abrir la posibilidad de resignificar a la tragedia como horizonte de comprensión de la relación entre libertad y destino, estos últimos entendidos como fenómenos correspondientes, en relación con el carácter paradójico de nuestra libertad. En ese sentido, también parece necesario resignificar a la noción de ‘destino’ y, con ello, considerar nuevamente a la tragedia como un horizonte de análisis, examen y comprensión de la condición humana, si es que alguna vez ha dejado de serlo. De hecho, esta propuesta no es ninguna novedad. En ello, en más de una ocasión, ha consistido la intempestividad de dicho fenómeno cultural.

Alguien que ofrece importantes claridades al respecto es otro magnífico dramaturgo, Carlos Solórzano:

Los grandes problemas del hombre han vuelto a tratarse ante los ojos del público. Sin pretender igualar las formas griegas, son ésos los modelos que se han seguido. El concepto destino ha vuelto a cobrar sentido. Sabemos que hay algo que se sobrepone a la voluntad del hombre. Hoy podemos llamarles tiranías, persecuciones, brutalidades o espíritu de resignación, motivado por lo absurdo de nuestro mundo; pero sabemos que tiene la misma validez dramática que ese concepto del fatum griego: el de limitar la acción humana por la inminencia de algo que el hombre no puede precisar y menos aún decidir ni evitar y que le dan, a la existencia de hoy, un contenido trágico. El problema del hombre contemporáneo es el del individuo ante la sociedad.

            Me resulta difícil no estar de acuerdo con Solórzano en lo fundamental de su intuición, sumamente cercana a la problematicidad de nuestros afectos comunitarios como lo hemos visto en el caso de la obra de Miller. Por ello, probablemente sea igual de importante que la resignificación de la tragedia que se propone no implique hacer a un lado la noción de ‘lo trágico’, para no dejar de advertir lo trágico de nuestras vidas lo cual, probablemente, nos confronte con la tragedia como el horizonte de comprensión que siempre ha sido, a partir de su resignificación. Esta última labor y su posibilidad, también parece demandarnos el no dejar de advertir la compatibilidad entre la tragediay ‘lo trágico’ como referentes intempestivos de las materialidades concretas de nuestras formas de vida. Una relación inextricable que da cuenta de una relación transhistórica entre las diversas manifestaciones y posibilidades del mito, al igual que de las densidades ontológicas de dichas imágenes, imaginaciones e imaginarios.

            Quizá de tal forma sea más difícil abandonarnos al olvido de nosotros mismos, al grado de deshabitarnos. Quizá de tal forma sea más fácil no olvidar lo terribles que podemos ser.

Emmanuel Carrère y El Adversario

Jean-Claude Romand

“El arte es una larga confesión”

Friedrich Nietzsche según Juna Carlos Onetti

Alguna vez escuché decir que la única solución a la pregunta por el origen era el mito. La persona que lo decía consideraba que la teoría del Big-Bang tan sólo era una versión científica del Génesis. Había razones para sospecharlo, ya que el autor de la misma fue el astrofísico, matemático y sacerdote católico belga Georges Lemaître. Sin embargo, en el caso de la literatura y la vida de los hombres, ¿será que la única solución a la pregunta por las causas, entendidas como el origen de nuestras acciones, sea el mito?

Es advertible la semejanza entre el concepto ‘causa’ y ‘origen’. Sin embargo, difiero con aquel personaje que veía en el mito una solución o respuesta. Lo que sí me parece claro es que el mito, entendido sucintamente como narración,es una vía de problematización que, quizá, pueda permitirnos llegar a comprender nuestras acciones y los efectos de las mismas.

            Emmanuel Carrère es un escritor francés de la llamada autoficción que, evidentemente, comparte esta clase de inquietudes por la vida y la posibilidad de la verdad o, quizá de manera menos pretenciosa, lo que podría ser la comprensión de un concepto tan problemático, rígido y volátil como lo puede ser el de ‘realidad’. Un concepto que comparte una importancia crucial en el proceso que implica la significación de nuestras vidas, por remitir a la densidad ontológica de las mismas. Tanto el concepto como la palabra ‘realidad’ tienen un peso específico en la manera en la que podemos entender los fenómenos de la vida, desde los más cotidianos hasta los más extraordinarios.  Probablemente la cercanía de Carrère a la problematización anterior tenga una relación con la herencia de las viejas tradiciones cientificista del siglo XIX, resultado inmediato de la llamada Revolución Industrial. De ésta surgieron, justamente en Francia, corrientes teóricas como el positivismo de Comte, las cuales convivieron con la emergencia de fenómenos literarios como el Naturalismo y el Decadentismo. Se trata de una problematización del mundo de la cual la literatura en la lengua de Carrère, además de jamás haber sido ajena, fue protagónica. Por ello no resulta sorprendente la posibilidad de tal influencia, al igual que el hecho de que el origen de la vocación literaria de dicho escritor tenga una importante cercanía con su profesión de origen: el periodismo.

            Fue a través de este último que Carrère tuvo uno de los encuentros más importantes de su vida. Cubriendo una trágica notica, el joven periodista y novel escritor se encontró fascinado por su protagonista. Se trató del terrible caso de la familia Romand. Un incendio había cobrado la vida de los hijos y esposa del padre de la familia: Jean-Claude Romand. Este último pasó casi una semana en coma. Aparentemente, también había sido víctima del fuego. Sin embargo, acabaría siendo sospechoso del asesinato de su familia inmediata, incluyendo a sus padres, cuyos cadáveres fueron hallados en la casa de estos últimos.

Probablemente, aunque Carrère no acaba de enunciarlo (congruentemente con la problematización que lo llevó a su más preciada vocación y oficio), el papel central de la ficción en la estructuración de tan entramado evento fue lo que lo motivo a escribir acerca de Jean-Claude Romand, el Adversario.

Amistad

No estoy seguro de que la novela El adversario de Emmanuel Carrère sólo sea la narración vertebrada por la crónica de un crimen, que refleja la complejidad de nuestras formas de vida en un mundo tan intricado como el que hemos creado. Me parece que esa es sólo una de las tantas e importantes lecturas posibles que le podemos dar al universo que ha logrado desde las letras dicho escritor. Un legítimo posicionamiento ante lo complejo de la densidad ontológica de una vida revestida por más mundos posibles de los que creemos. Además de lo anterior, el trabajo en cuestión se presenta como el motivo de una importante reflexión acerca de la posibilidad de nuestros afectos y relaciones. Encontramos en el texto la posibilidad de pensar hondamente acerca de nuestros más cercanos e íntimos afectos.

Un ejemplo de lo anterior lo encuentro en la manera en que el autor francés medita acerca de la amistad entre Jean-Claude Romand y Luc Ladmiral. En dicha obra, el también periodista francés nos da cuenta de la complejidad de nuestra entraña, lo complicado del desafío de atender nuestro deseo ante estadios vitales tan comprometidos con valores y morales diversas, las cuales incluyen dinámicas de consumo y producción que, en más de una ocasión, pueden poner en conflicto algo tan importante como la posibilidad de la amistad y, por ello, la posibilidad de un fenómeno todavía más importante para nuestras vidas en común: la confianza.

Hay un momento que me parece de suma importancia en la obra que nos encuentra, donde Carrère se posiciona ante la amistad de Romand y Lamiral de una manera muy profunda: “Un amigo, un verdadero amigo, es también un testigo, alguien cuya mirada permite evaluar mejor la propia vida, y desde hace veinte años, sin desmayo ni grandes palabras, ambos habían cumplido esa función recíproca”. Un testigo es alguien que puede dar testimonio, en este caso, de la vida de aquél que Ladmiral consideraba una presencia muy importante en su vida. Irónicamente, Ladmiral fue un testigo en más de un sentido de la palabra, también lo fue como parte del proceso que intentó dar cuenta de los motivos que llevaron a Romand al crimen que cometió. No sólo, aparentemente, se desentrañó el porqué del crimen, independientemente de que lo definitivo de ello radico en saber en qué consistía la manera de vivir de Romand, también este último quedó desentrañado de su amigo, al llevarse la confianza de Ladmiral con su engaño.

No dejará de resultar complejo pensar en nuestros propios afectos. Siempre será un enigma el porqué elegimos la compañía de quienes son importantes para nosotros e incluso acabar de advertir porqué resulta tan relevante en nuestra vida la manera en la cual ellos se posicionan ante nuestra manera de vivir, lo cual incluyen nuestras decisiones, desde las más ínfimas y superficiales hasta las más complejas y trascendentales. Podemos hacer un montón de útiles racionalizaciones al respecto, las cuales pueden tener sentido o ser sólo maneras en las cuales podemos velar tal comprensión. Si es así, lo que llamamos engaño puede ser motivo de problematización. ¿En qué momento dejamos de recurrir a las apariencias para habitar al mundo? ¿Deja de ser ello posible o hay algún momento en el que nuestra máscara se fisura y nos mostramos tal y cómo somos? Por supuesto que hay tales momentos, sin embargo, si somos congruentes con nosotros mismos, probablemente esos momentos sean los menos en nuestra trayectoria vital.

 En ese sentido, nuestras relaciones, cercanas y lejanas, nos ubican, nos posicionan, no sólo ante nuestros afectos más cercanos sino también ante el mundo, incluyendo a los demás. En nuestros afectos está depositada mucha de la orientación de nuestra vida. Quizá por ello, resulta fácil caer en la trampa de las expectativas que depositamos en los demás. Quizá, esa sea la razón de no acabar de comprender que no necesariamente es lo mismo la inestimable confianza que los demás pueden depositar en uno o que uno le otorga a los demás que la satisfacción de nuestras expectativas. ¿Qué hay del deseo de los demás, especialmente de aquellos a quienes supuestamente queremos?, ¿no hay más justicia en la libertad de respetar sus decisiones, aunque éstas sean opuestas o contrarias a nuestro deseo? Parece que, con mucha facilidad, confundimos en nuestro querer a lo que podríamos pensar como un bien común, un biena compartir,con nuestros intereses privados. No niego la legitimidad de estos últimos, sin embargo, considero que no pueden estar por encima de la amistad y mucho menos de la confianza que ésta implica.

Justo por ello, la honestidad de esa confianza, como una apuesta por alguien y el cariño de dicha persona hacia nosotros, merece tener límites. Estos son necesarios para no quedar entramados en la confusión de la cual todos somos susceptibles, porque resulta más frecuente de lo que creemos la somnolencia que puede implicar el sujetarnos a nuestro deseo o el de los demás, cuando el dueño o los dueños del mismo no lo comprenden. ¿Quién mejor que uno mismo para hacer ese esfuerzo? Sólo uno puede comprender la propia querencia, intransferible y a veces opaca o en penumbras, en muchos momentos de nuestra vida.

Es desde aquí que puedo imaginar la dura prueba que para Luc significó la traición de uno de sus seres más cercanos. Un amigo puede ser mucho más importante que la propia familia. Esta última no necesariamente es la mejor aliada. Sabemos que una familia puede ser un crisol complejo de emociones, sentimientos y pasiones. En más de una ocasión, una familia no es ajena a las miserias, mezquindades e intereses privados, legítimos e ilegítimos, que caracterizan a la compleja vida que hemos construido.

Luc se encontró con una de tantas máscaras que el ser humano se pone para sobrevivir, para habitar la indigencia que nos es inextricable y que se acentúa ante nuestra angustia. Este hombre tuvo una experiencia onírica desconcertante. Un sueño en el cual, como lo afirman varios estudiosos del tema, se manifestó su angustia, al igual que su deseo: “A Luc se le pasó por la cabeza la idea que habría de obsesionarle más adelante, la de que en ese sueño Jean-Claude interpretaba un papel de doble, y de que afloraban a la luz temores que él experimentaba respecto a sí mismo: miedo de perder a los suyos, pero también de perderse él mismo, de descubrir que detrás de la fachada social no había nada.” 

En este momento del relato de Carrère me es difícil no confrontarme con una pregunta que me resulta tan compleja como importante: ¿cómo es que llegamos a ser amigos de alguien que, al final de cuentas, nos ha hecho daño? Desde lo perverso de la culpa puede surgir la pregunta: ¿cómo he cometido este error? Y, sin embargo, es advertible la franqueza del autor consigo mismo, en relación con su apuesta por la amistad como un fenómeno de suma importancia en nuestras vidas: “¿Qué sería una amistad que se dejase convencer de su error tan fácilmente?” Parece que, por más dolorosa que sea una traición, resulta más terrible dejar de confiar porque ello es dejar de creer en nuestro amor y, por lo tanto, dejar de creer en aquellos que queremos. A Luc le tocó la dura lección de darse cuenta de que, a pesar de su esfuerzo, su amistad con Jean-Claude sólo era posible desde la problemática ficción con la cual Romand habitó al mundo, con la cual terminó por destruir tanto su vida como todo lo que amaba. Es por ello comprensible que acabara la amistad, como si se tratará de una novela, con el punto final que fue el terrible desenlace de la tragedia que marcó a ambos hombres. Jean-Claude, en el afán de satisfacer el interés privado de sostener un modo de vida que acabó rebasándolo, utilizó a todos aquellos que depositaron su confianza en él para sostener su cada vez más pesada máscara.

Sin embargo, Carrère le hace un homenaje a Luc y a su amistad, y con ello un homenaje a la amistad misma, dejando patente lo importante que es la confianza en nuestra vida. Porque, al final de cuentas, probablemente la amistad sea la mejor apuesta en la apertura de mundos posibles,que resulta del juego de máscaras que constituye nuestro mundo.

A través del dolor se vela otro cuestionamiento más terrible e importante: ¿Qué es tan semejante a mí de esta persona que me ha hecho encontrarme con ella tan profundamente? Una amistad lo es porque constituye una intimidad, tal es la razón de la confianza. Sin embargo, cuando se cae la máscara ‒una inevitable necesidad de todos para sobrevivir y habitar una vida en la escena del mundo‒ ¿qué es lo que queda sino lo terrible de los hechos? Estos últimos, frecuentemente identificados con la realidad y la verdad. ¿Son pocas las mentiras que constituyen nuestra vida frente a los demás? En ese sentido, ¿cómo hablar de culpa cuando sería muy difícil tener la legitimidad de aventar la primera piedra, sin que esto no signifique que más de uno lo hemos hecho en la febril inercia del resguardo de nuestro entorno inmediato? Quizá tenemos la seguridad de hacerlo porque no se ha caído nuestra careta. Todavía nadie nos ha arrancado nuestra defensa de la intemperie a través del juicio fácil, del señalamiento irreflexivo que suele entrañar el escarnio como fenómeno de autoridad moral.

En el caso de una amistad fragmentada por la caída de una máscara, quizá lo difícil de aceptar es la evidencia de que, aquello que creíamos sin fisuras, sin intersticios, sólido ante la ilusión inerte de lo monolítico, cuenta con tales defectos aparentes, que quizá sería mejor pensar como fenómenos de nuestra vulnerabilidad. Nos duele reconocernos falibles y vulnerables. Nos duele la exposición que implica el reconocer que fuimos objeto de engaño porque ello desafía nuestra seguridad, nuestra pericia, nuestra capacidad de sabernos relacionar en la vida con los demás y realmente ser privilegiados con algo tan importante como una genuina amistad. Algo que puede ser más difícil de lo que creemos advertir (o de lo que queremos creer) a lo largo de los trayectos vitales que llevamos a cabo en la escena del mundo.

Cuando sufrimos una traición nos sentimos despojados de algo de lo que nos creíamos dignos: una amistad como resultado de un verdadero conocimiento de la vida y de los demás. Se pone en cuestión si somos los suficientemente dignos de un privilegio de este tipo. Emmanuel Carrère lo tiene claro cuando advierte la centralidad que puede llegar a tener un gran amigo en nuestras vidas.  Alguien quien, antes de la inevitable ruptura, nos era imprescindible en nuestro mundo y parte de lo que creíamos el sentido de la habitación del mismo: “el duelo de la confianza, la vida entera gangrenada por la mentira”.

Nos han mutilado al despojarnos de la confianza, hemos perdido una parte de nosotros. Alguien, parte de nuestras entrañas,nos ha herido tan profundamente que dicha herida se ha infectado y necrosado, al grado de que es necesario amputar la entraña herida y enferma del amigo que nos ha traicionado, y que con su ida se va con la confianza y el amor que le habíamos dedicado. Efectivamente, probablemente eso sea una traición.

Compasión

El autor francés declara algo semejante a una confesión. En este caso, algo semejante a una confesión profesional: “Es la carta más difícil que he tenido que redactar en mi vida”. Carrère se refiere a la carta que redactó para solicitar una entrevista con Jean-Claude Romand, el hombre capaz de cometer el crimen que motivo una de las obras más célebres de quien, hasta entonces, se dedicaba únicamente al periodismo. En un fragmento de la misma, el autor le da cuenta a Romand del porqué del especial interés en él y su caso:

Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan, y son esas fuerzas terribles las que yo desearía mostrar en acción.

     Sea cual sea su reacción a esta carta, le deseo, señor, mucho valor y le ruego que crea en mi muy profunda compasión.

En el pasaje anterior Emmanuel Carrère solicita algo más que una entrevista. Promete comprensión, y el favor de tal esfuerzo exige algo muy preciado por parte de muchos de nosotros: confianza. Me resulta inevitable preguntar: ¿puede confiar alguien que no halló mejor manera de vivir que traicionar la confianza de sus afectos más cercanos?, ¿qué es la confianza para un hombre que hizo del engaño una manera de vivir? Lo anterior parecería un juicio muy duro de mi parte, opuesto al muy importante esfuerzo de la comprensión que está en contra de la inmediatez del juicio fácil.

Sin embargo, en el caso de Romand, ante el hecho de verse rebasado por las consecuencias de sus decisiones, por estar vertebradas a través de la constante evasión de importantes hechos de su vida y la responsabilidad que implican como lo señala el propio Carrère, me cuesta trabajo no formular la pregunta anterior sin que parezca un juicio. Parece incongruente la postura anterior después de hablar de cómo ninguno de nosotros estamos exentos de estructurar nuestra vida a través de la ficción, entendida como la construcción de una máscara social. En el caso de Jean-Claude Romand, sus decisiones se advierten como una radical, extrema y egoísta exacerbación de lo anterior, al estar motivada por la angustia que en él se fue gestando por la incomprensión de su deseo. Encontramos en el libro de Carrère, el relato de un hombre sujeto al deseo de los demás de manera sumamente heterónoma. Un hombre sujeto a expectativas sociales, familiares y amorosas correspondientes con sostener un medio como fin en sí mismo: una forma de vida de la cual Jean-Claude Romand era capaz sólo a través del engaño, entendiéndolo como la grave traición de la confianza de las personas que, se supone, más quería. Ello fue lo que derivó en las terribles consecuencias de sus actos: el asesinato de su familia inmediata, incluyendo a sus padres, además de su mujer y sus hijos. Estamos hablando de un hombre arrastrado por su propia miseria. Una miseria que constituyó una pasión que lo condujo voluntariamente a tal atrocidad.

Sin embargo, estoy de acuerdo con Carrère en lo importante de la comprensión en este caso. Si bien es innegable lo problemático del actuar y sus consecuencias en el caso de Romand, lo que habría que comprender y no juzgar fácilmente es cómo alguien, cualquiera de nosotros, podría llegar a hacer algo semejante a lo terrible que llevó a cabo nuestro protagonista. Carrère lanzó al aire la moneda de la confianza y, a pesar de la dificultad de tal misión, el entonces principiante escritor no oculta el entusiasmo que significó para él dicha decisión: “Había escrito aquello por lo que me había convertido en escritor. Comenzaba a sentirme vivo”.

Probablemente si esta última declaración me parece una confesión (como aquella en la que Carrère declara lo difícil e importante de escribir la carta en la que le solicitaba a Romand una entrevista) se deba a mi propio moralismo. Habría que poner sobre la mesa el añejo problema de que, generalmente, la confesión, más que un motivo de comprensión,suele resultar un motivo de juicio y subsecuente castigo.

Sin embargo, Carrére (y lo digo sin afán de juzgarlo sino en un esfuerzo de comprensión) no es ajeno, como todo ser humano que convive con los demás, a su propio moralismo. La respuesta de Romand tardó dos años, lo cual es comprensible ante lo delicado del tema. El riesgo era mutuo: estaba comprometida la confianza de ambos, al igual que su futuro. En tal apuesta estaba invertida la búsqueda del sentido de la continuidad de dos vidas. En el caso de Carrère, estaba comprometida su vocación de escritor. En el caso de Romand, implicaba el riesgo de poner en manos equivocadas los detalles de un asunto tan terrible y delicado como lo es el crimen que cometió. El propio autor, en líneas y entre líneas, lo evidencia:

Que esta carta me estremeció sería decir poco. Sentí, dos años más tarde, como si me hubieran enganchado por la manga. Yo había cambiado, me creía lejos. Esta historia y sobre todo mi interés por ella más bien me repugnaban. Por otro lado, no iba a decirle que no, que ahora ya no deseaba conocerle. Solicité un permiso de visita. Me lo denegaron, por no ser familia, precisando que podría realizar otra tentativa después de que Romand compareciera ante la audiencia criminal de l’Ain, lo que estaba previsto para la primavera de 1996. Entretanto, quedaba el correo.

Es difícil que un crimen como el de Romand no cause un impacto en quien se entere de él. Se trató del acto de una magnitud existencial sumamente violenta. Fue el fin de un mundo, la caída estrepitosa de una escena, la de la máscara de Romand, cuyo colapso no dejó nada en pie porque no había cimiento alguno sobre el cual sostenerse. Lo que todo rompe ni a sí mismo puede sostenerse, el engaño y la traición de la confianza jamás podrán cimentar nada.

Así de terrible puede ser cuando el desdén por la confianza, esta última evidencia de la generosidad de los demás, apasiona a una vida al grado de someterla. Comprendo la repugnancia de Carrère, ésta tiene su legitimidad y por ello no la juzgo, incluso aunque nos acerque al juicio fácil de reducir a Romand a un monstruo. Para muchos de nosotros no dejaría de ser problemático el vernos atraídos por esta clase de escena, con sus correspondientes circunstancias y protagonistas. En ellas se manifiestan esas posibilidades de lo humano que, como diría Nietzsche, nos exigen mucho estómago para confrontarlas. Son un espejo de lo terribles que todos, sin excepción, podemos llegar a ser.

 Considero importante dejar mi moralismo a un lado para comprender mejor a Carrère ante lo intensas que pueden ser las experiencias de lo humano, especialmente las de este tipo. Hay un momento en el que Carrère evidencia un admirable esfuerzo de compasión que, independientemente de lo problemático de dicho fenómeno, es inestimable porque, como en todo fenómeno de compasión, manifiesta una sensibilidad capaz de vulnerarse para imaginar el dolor ajeno. En el coraje que implica tal posibilidad, yace también la oportunidad de adquirir una comprensión que convierta a la compasión en empatía como posibilidad de lo mejor de la condición humana. Carrère imagina las limitaciones materiales de Romand y hace un esfuerzo por igualar su situación a la de él. Se da cuenta de que su entrevistado tan sólo puede contestar sus cartas a mano, en un papel que Carrère describe como feo y cuadriculado, además de que el acceso a dicho material está limitado para Romand. Ello motiva a Carrére a dejar de escribirle en computadora. Este detalle que manifiesta una atención especial por la circunstancia de Romand lleva a Carrére a una profunda reflexión acerca de la relación entre nuestras formas de vida y las posibilidades de lo moral en la misma:  “Mi obsesión respecto a la desigualdad de nuestra situación, el miedo a herirle exhibiendo mi suerte de hombre libre, de marido y padre de familia feliz, de escritor estimado, la culpabilidad de no ser yo culpable, todo eso confirió a mis primeras cartas ese tono casi obsequioso cuyo eco él reprodujo fielmente.”

En el pasaje anterior, Carrère enuncia condiciones materiales que fueron centrales en el móvil del engaño que llevó a cabo Romand durante años ‒esto entendido especialmente desde el posicionamiento muy singular y problemático ante dichas condiciones por parte del propio Romand‒ que derivó en tan irremediables consecuencias. Carrère advierte la posibilidadde que la noticia de su fortuna material y existencial hiera a este hombre que perdió lo que el escritor conserva, a pesar de ser dicha pérdida el resultado de las acciones del primero. Advierte que sería injusta una ostentación de ello y que va en contra de la confianza en la atención que ha recibido por parte de Romand. Ello indica un esfuerzo de comprensión que deshabilita al castigo material como principio de autoridad moral.A este último podríamos enunciarlo de la siguiente manera: yo tengo porque no soy culpable y tú perdiste lo que tenías por ser culpable.

Probablemente, Romand en medio de la incomprensión de su pasión, al querer tener una forma de vida fuera de sus posibilidades (y que de hecho tendía a cierto privilegio en relación con la mayoría), adoleció la miserable pasión de sentirse culpable por no tener esa vida que los demás esperaban de él. Probablemente, Romand creyó durante años en tal forma de vida como si fuera unaexpectativa personal. Ésta última fue el motivo de su angustia por ser tan sólo un aparente sentido único de la vida que jamás correspondió con su querer. Su vida giró alrededor de lo que los demás esperaban. Nunca fue importante, ni si quiera para él, lo que realmente quería.

Probablemente, Romand, colapsado por la angustia de no poder continuar con su engaño, decide cometer el fin de su mundo. Su traición se había vuelto insostenible, sólo quedaba la vergüenza por haber mancillado la confianza de quienes lo querían. Probablemente, la sola idea del escarnio le resultaba insoportable. Romand había elegido satisfacer las expectativas de los demás para justificar la pertinencia de su existencia en el mundo y la única manera que encontró para hacerlo fue traicionándolos. Para Romand el futuro se había cerrado porque no sabía otra manera de vivir. Probablemente, para aquel hombre derrotado por la pasión miserable de la culpa otra manera de vivir era imposible.

Es importante advertir que Carrère no es ajeno a la sensación de esa culpa como él mismo manifiesta en la compasión que padece por su entrevistado. Una sensación que, tratando de ser más justo con el autor francés, me parece más cercana al remordimiento, entendidocomo una conciencia del sufrimiento del cual somos capaces, tanto llevándolo a cabo como padeciéndolo. Sin embargo, cuando Carrère verbaliza su sensación con la palabra culpa evidencia el condicionamiento heterónomo de la misma como elemento relacional posible de toda expectativa social. Lo común de dicha pasión encuentra a ambos hombres. Nuestra culpa, sueño de la razón, crea “monstruos”.

“Monstruos” que todos podemos ser, por lo cual, sería somero decir que lo anterior es una justificación de los crímenes de Romand, lo cual sería un juicio fácil. No hay manera de justificar lo terrible porque simplemente es terrible. Sin embargo, sí podemos hacer un esfuerzo de empatía, semejante al de Carrère, y, antes de juzgar con ligereza o con la ligereza a la que tienden nuestros juicios, ¿por qué no mejor hacer un esfuerzo por comprender qué nos podría llevar a lo terrible e irremediable en nuestras vidas? Quizá ello pueda permitirnos dejar de reducir a los demás en relación con sus errores y terribles decisiones, para dejar de creer que sólo son monstruos y no complejos seres humanos, tan complejos como nuestras vidas.

En ese sentido, el autor francés es congruente al desestimar a la justificación como un posicionamiento cercano al juicio fácil.El juicio fácil,por su inmediatez, busca justificar la culpabilidad o la inocencia. De tal manera, se abre, a través de la compasión, la posibilidad empática de la comprensión, más cercana a la prudencia y serenidad del juicio con elementos, un juicio mejor fundamentado. Aquello que estoicos y epicúreos consideraban el bien supremo: el juicio recto:“No existen sin duda treinta y seis mil maneras de dirigirse a alguien que ha matado a su mujer, a sus hijos y a sus padres y les ha sobrevivido. Pero retrospectivamente me percato de que enseguida le adulé adoptando aquella gravedad envarada y compasiva y viéndolo no como a alguien a quien le ha sucedido algo espantoso, el juguete infortunado de fuerzas demoníacas.” Justo en este pasaje advertimos cómo la culpa,como principio de control, se yergue como plataforma moral capaz de generar una supuesta autoridad. A través de su propia condescendencia, Carrère advierte la manifestación de tan problemática y supuesta superioridad.

Libertad

Jean-Claude Romand eligió satisfacer las expectativas que participan de la mirada crítica de quienes convivían con él. Sin embargo, probablemente no hay mirada más influyente e importante que la de aquellos que amamos, quizá por lo terrible que sería perder tanto su amor como su presencia en nuestras vidas. Por lo mucho que significamos para ellos, lo cual podemos llegar a interpretar a partir de su voluntad de seguir a nuestro lado, nuestros seres más queridos también son los que más esperan de nosotros. Tendemos a identificar su afecto en el hecho de ser las personas que más nos ofrecen su confianza, las más capaces de tal generosidad y, por lo tanto, las que más esperanza pueden llegar a tener en relación con nuestras vidas, decisiones y los resultados de estas últimas. Nuestros seres queridos son aquellas personas que, por su cercanía, suelen estar más atentos a nuestra forma de vivir y, por lo tanto, ante tales compromisos, son aquellos de los cuales estamos también más atentos. Atención que no necesariamente está enfocada en nosotros y nuestras necesidades sino, muchas veces, en la satisfacción de lo que esperan de nosotros, así como nosotros podemos llegar a esperar la satisfacción de nuestro deseo en el actuar de los demás, especialmente en el de aquellos que queremos.

En el olvido de sí mismo, en su abandono, Romand sólo tenía esa mirada a satisfacer, ni siquiera se tenía a sí mismo. No era capaz de afirmar, quizá ni siquiera de advertir, la posibilidad libertaria de su deseo. Todavía más lejana parece que era para él la posibilidad de ser comprendido. Parece que para Romand sólo existía el triste escenario de ser juzgado por aquellos que amaba, probablemente porque se juzgaba a sí mismo con implacable dureza y rigidez. Era su peor juez, quizá también su más cruel verdugo, condenándose a la obediencia de los otros. Paradójicamente, traicionar la confianza de estos últimos fue la manera que eligió para hacerlo. Por miedo al juicio de los demás, no fue capaz de corresponder con la misma confianza que le tenían sus seres queridos. Fue incapaz de ser honesto ante el miedo que le causaba la reacción consecuente de la decepción de los demás, que tanto esperaban de él. Romand traicionó a sus seres queridos para no traicionar sus expectativas. Hizo de sí mismo un medio, en lugar de un fin en sí mismo. Probablemente, para él, la traición de las expectativas de estos últimos habría sido la peor de las traiciones, paradójicamente, peor que la traición que estaba cometiendo, la cual, al final, acabó por ser una traición tan semejante y terrible como la que imaginaba Romand, si llegaba a decepcionar a sus seres queridos: la traición de aquellos que, generosamente, más confiaban en él porque más lo querían.

Esta es la clase de perversas racionalizaciones de las cuales somos capaces cuando nos sujetamos al deseo de los demás, en lugar de satisfacer el nuestro y, por lo tanto, asumir la responsabilidad de nosotros mismos. ¿Cuál es la raíz profunda de la anulación de sí mismo que llevo a cabo Romand?, ¿por qué tenía tanto miedo? Eso es algo que sólo él puede responder o, quizá, apenas atisbar. Romand era un hombre ciego porque la angustia hace lo que su nombre describe: angosta nuestra mirada.

Puedo imaginar a Romand negociando con sus seres queridos para satisfacer su deseo de amor y reconocimiento, dependiente de satisfacer las expectativas de los mismos. Sin embargo, su sujeción le era suficiente. Tal esclavitud le daba sentido a su vida, por lo cual se vuelve problemático pensar en el deseo de un hombre que llevó a cuestas tan pesada máscara social. Se trataba de un hombre poseedor de una vida privilegiada que, a través de la traición de la confianza de sus seres queridos, satisfacía lo que los demás esperaban de él. Romand era un presidiario de su propia voluntad antes de acabar siendo un presidario más en una cárcel francesa.

Una vez que lo peor había pasado, la reclusión fue el lugar de su alivio, donde ya no había nada más que perder. El agobiante peso de una vida insostenible, la máscara constituida por años a través de muy complejas y problemáticas decisiones, dejó de vencer su caminar. Quizá por ello decidió morir en la misma casa en la que también moriría su familia. Sintió que había llegado el fin de su mundo, ya no podía dar un peso más de tan pesada que era la pasión de su culpa. Ya no podía satisfacer las expectativas de nadie, había fracasado y, por lo tanto, su vida ya no tenía ningún sentido.

Quizá una de las razones por las cuales mató a sus seres más queridos: su esposa, sus padres y sus hijos, se debió a que veía en sus expectativas la causa de su pasión. Eso es lo peligroso de no advertir lo terrible de abandonarse, dejar de hacerse responsable de uno mismo, en un sentido profundo y no meramente pragmático. Romand, aunque fuera a través de la traición de la confianza, se había convertido en un padre de familia. Un padre proveedor tanto de lo básico como de privilegios. Sin embargo, jamás atendió su deseo, no acudió a él como si éste no importara.

Para la propia sorpresa de Romand, después de casi una semana en coma, estaba vivo. Imagino su sorpresa ante el hecho de no haber podido concretar la fuga de la vida que había elegido. Sin embargo, como se puede advertir en los fragmentos de la correspondencia que comparte Carrére con quienes hemos leído su libro, ante el hecho de que lo peor había pasado, ya no era tanto el agobio insoportable de una vida basada en el engaño.

Más adelante, en la soledad de la cárcel estaba resguardado y sin contacto con los demás. No estaba presente el ojo crítico que le atormentaba. Estaba lejos de aquellos ante los que se evidenciaba su incapacidad de poner límites a su influencia, como la haría un adulto en el sentido más profundo de la palabra. Vivía para los demás, no para sí mismo. Había sido una vida atravesada por la miseria de la culpa. Culpa alimentada por la incomprensión de Romand de su propio deseo.

Sin embargo, todavía esclavizado por su propia confusión, todavía sujeto a la angustia que era combustible de su culpa, sabía que no podría evadir lo que siempre había temido, su más grande miedo: el terrible juicio de sus decepcionados seres queridos. En ello está algo que puede llegar a unirnos a todos: el dolor de confrontarnos con aquellos a quienes traicionamos su confianza. Romand, ante sus seres más queridos, protagonizaría el juicio final de su mundo. Un juicio que, ante la grave magnitud de lo cometido, también contaría con el doloroso tránsito del escarnio social, el resto de las miradas que también nos acompañan, atienden y vigilan.

Sin embargo, ante lo evidente, Romand no tenía más que ocultar. Podría mostrase liberado de su máscara sin el peso de la misma: una vida que se tornó terrible por decidir el absurdo e imposible mandato de llenar el pozo sin fondo de las expectativas de los demás. Perversa voluntad que había surgido de él y de su angustia, quizá concebida como una misión, hasta llegar a lo terrible.

En la obra de Carrère encontramos las palabras de un hombre alienado, quizá en el sentido más radical de la palabra: “«Me preparo para este juicio […] como para una cita crucial: será la última con “ellos”, la última oportunidad de ser por fin yo mismo frente a “ellos” … Tengo el presentimiento de que, después, mi porvenir no durará mucho.»”.

Es duro sentir en las palabras anteriores cómo Romand ha clausurado su vida con la pérdida de lo que para él era el sentido de la misma. Es claro el latido de su angustia, se antoja en su última oración un chantaje suicida que apela al provenir, sin advertir que éste no es el futuro sino la apertura de la continuidad del presente. Algo que requiere, justamente, la voluntad de no esperar nada o esperar sin esperar. Un esfuerzo sumamente grave para todo ser humano ante su finitud. Romand no es capaz de advertir que ahora tiene una nueva vida que, igual que la anterior, no está exenta de dolor, errores y fracasos pero que, quizá, pueda llegar a ser menos miserable que la que tenía. Lo anterior podría ser si Romand quisiera continuar, respetando el hecho de que, en algún momento, decidiera lo contrario. Incluso, ante el enigma de la vida y el misterio de la muerte, a pesar de lo problemático que resulta el suicidio por pasión, en este caso, la culpa que lo angustia. Un problema con el cual nos ha confrontado, de manera muy especial, la sabiduría de la filosofía helenística, hallada en páginas como las del estoicismo.

Emmanuel Carrère vio en el juicio de Romand a un hombre frágil y cabizbajo. La imagen de un hombre ante el escarnio y su vergüenza. Un hombre común que el sensacionalismo había retratado como un monstruo.

A través de un fragmento de la correspondencia entre el periodista y aquel hombre en espera de juicio, Carrére nos comparte una impresión de Romand en relación con aquellos que asistieron a su juicio: “No se tiene todos los días la ocasión de ver la cara del diablo”. Sin embargo, siguiendo al propio Carrère, era el rostro de un hombre común semejante a cualquiera de nosotros. Un hombre cualquiera, como los que caminamos por el mundo. Humanos capaces de pasiones que, quizá, puedan llegar a ser semejantes a las de Romand. El día de aquel juicio final, probablemente más de uno fue a encontrar lo terrible que puede ser.

Semblanza

Eduardo Ledesma. Poeta y Licenciado en Filosofía por parte de la UNAM. Investigador asociado del Centro de Estudios Genealógicos desde 2014. Integrante de los seminarios «Poéticas y Retóricas de la vida civil» e «Imágenes e imaginaciones de la Cultura». Participa en los proyectos «Pantalla y deseo», «La ciudades renacentistas», «La ciudad como espacio poético» y «La formación cultural de las sociedades contemporáneas». Trabaja el estudio de las poéticas y retóricas de la emancipación a través de la soberanía del cuerpo. Es autor del libro, Manuscritos hallados en un bote de basura (Distrito Federal, Strombus, 2007).