Carta a un amigo colombiano o de la presencia como encuentro con uno mismo

Aquellos que amamos y perdimos ya no están donde estaban,

ahora están donde estamos nosotros.

Agustín de Hipona

Querido Metal Hero:

Con gran tristeza me entero de la muerte de tu maestro, a causa de la terrible enfermedad que tiene al mundo en el fuego de la incertidumbre. A través de tu espléndido trabajo, del homenaje que en él hiciste a ser tan querido, puedo imaginar la magnitud de tu duelo. No me atrevo a declarar comprensión alguna del momento por el que pasas, mucho menos creer que lo entiendo, tan sólo contemplo el reflejo de su imagen en el espejo de mi dolor. En él hallo semejanza, la aguda herida de lo irremediable (una profundidad que se abre bajo nuestros pies, que de manera tan difícil nos enseña a sostenernos) ante el deseo imposible de que tales circunstancias no hubiesen sucedido, mucho menos de ese modo.

Lo imposible de ciertos deseos para quienes amamos los hace sumamente dolorosos. Quizá, ello haga del duelo por quienes amamos nuestro más grande dolor. Por ello, tales deseos son importantes. En ellos se manifiesta cierta legitimidad inevitable, una legitimidad de lo inevitable de nuestro sentir. Sin embargo, son deseos que sólo pueden ser para nosotros, para los amantes de nuestros seres más queridos, porque surgen de nuestro querer y se asientan en nuestra voluntad e imagen del futuro, sin poder acabar de repercutir en quienes amamos porque lo inevitable no dependen de nadie, ni de nosotros ni de quien amamos.

Legítimamente queremos lo mejor para quienes amamos, en ello se manifiesta la honestidad de nuestra querencia. Sin embargo, ante lo inevitable, dichos deseos van en contra de nuestra comprensión y justicia con nosotros mismos, y los que queremos: quienes amamos también mueren, no podemos remediarlo, por más cruel que sea decirlo y aceptarlo.

Por ello, querido amigo, el peligro es que nuestro amor se transforme en mezquindad, la miseria del apego y su amargura. Querido Metal Hero, no dejes que ello ocurra, no atentes con tu egoísmo en contra de la generosidad de quien te brindó su amistad, la generosidad de quien fue tu amigo y, por ello, un maestro. Libera a tu ser amado como él lo hizo a través del desapego de su amistad, con la cual te enseñó a ser libre y, de esa forma, te ayudó a crecer. Ríndele homenaje como ya lo hiciste, con la honestidad de quien ofreció para ti un legado desde lo mutuo del afecto, lo mejor de sí y su mejor esfuerzo.

 La normalidad del Velo de Maia es tan contundente que nos hace negar lo efímero de nuestras vidas, el estadio finito de cualquier cuerpo. La eternidad está reservada para el cosmos que también somos. Por ello, seguiremos siendo cuando dejemos de ser el cuerpo vivo que habitamos y nos integremos a la vibración atómica e inconmensurable de la cual siempre participamos. La vida es y la muerte sucede como confirmación de la primera, de una de las tantas fases de tal metamorfosis. Uno de tantos rostros de aquello que hombres más sabios que nosotros llamaron: Naturaleza.

Sin embargo, los que seguimos vivos nos encontramos en duelo. En la semejanza del dolor, el ríspido vibrar atómico de nuestros cuerpos. Basta la imagen en nosotros mismos del dolor ajeno para vulnerarnos. Permítete, querido amigo, sin confrontación, dicho sentir que es parte de ti y también merece ser amado. De tal sensación puede surgir la fortaleza de un cuerpo que se permite la integridad de su sentir, la experiencia de su compasión como principio de sabiduría. Esto último, habrá sido trascenderla, hacer de ella una experiencia constitutiva, en la inacabable obra del arte de vivir que todos somos. Renovar la vida, en eso, más de una vez, podemos advertir lo mucho que nos parecemos. Lo hacemos como podemos y con lo que podemos. No olvidemos que hay quien puede más y hay quien puede menos, todos sufrimos la pérdida de quienes amamos. De muchas maneras, ello nos une como el tener el peso inevitable de un cuerpo, con o sin historia. En el caso de un cuerpo vivo, su dolor es parte de su peso y, sin embargo, puede ser dispuesto a las poleas que construyamos para dinamizar nuestro caminar.

            En tus palabras trajiste a la memoria la ocasión en la que hablaste con tu maestro acerca de la muerte y de la posibilidad de que hubiera un más allá después de la misma. Recuerdas que él afirmaba no creer en que hubiera un más allá después de nuestras vidas. Como gesto de duelo y de cariño, afirmaste que esperabas que él estuviera equivocado para poder encontrarte nuevamente con él. Me atrevo a decirte, con total humildad, que, en cada uno de estos gestos que has tenido para él, ya lo has encontrado. Hallamos el legado de los que amamos en la alegría que los ha hecho entrañables como parte de lo mejor de nosotros mismos. Acudimos a ello y su imagen brota en nosotros a través de la eternidad del instante. Ahí está la verdadera docencia, la formación que es toda amistad y el maestro que es todo amigo, no hay sabiduría sin amor. La gente que muere y que amamos nos acompaña, nos da aliento porque en vida nos dio su aliento, un respirar para seguir caminando. En cada paso que damos están a nuestro lado.

Mencionas, Metal Hero,a aquél otro querido maestro de Física, también víctima fatal del virus, muy amigo de tu maestro. Cuentas como ambos tenían largas partidas de ajedrez que también eran profundas discusiones sobre temas trascendentales. Querido amigo, piensa en El Séptimo sello, la película de Bergman, en cómo siempre le ganamos la partida a la muerte por lograr que nos dé unos cuantos minutos más, porque el triunfo sobre la misma es seguir jugando, vivir, llevar a cabo el gozo y el placer de no dejar de hacer lo que se ama, no dejar de amar. No conocí a Ricardo, tu maestro. Sin embargo, tu testimonio me da cuenta de que él más de una vez le robó preciosos minutos a la muerte. Las fichas negras son la adversidad; las fichas blancas son la vida; el tablero es la eternidad. Es suficiente con tu sensación, tu memoria, tus palabras, tu aliento, para que Ricardo esté presente.

Te abrazo porque también mi aliento es tuyo y suficiente,

                                                          Eduardo.

Cuautitlán de Romero Rubio, 21 de Enero de 2021.

Herida

No deja de sorprenderme la capacidad del cortometraje para decir mucho con tan poco. Sin duda, detrás de tal recurso es necesario el enorme talento de un cineasta capaz del dominio del lenguaje de su arte y del cuidado de su oficio. Me gusta el cortometraje porque demuestra que la vida cabe en una nuez. La complejidad del cosmos es descifrable en la atención a los pequeños detalles que obviamos por su aparente insignificancia. Cuando rebasamos tal prejuicio y hacemos a un lado la aparente grandeza de lo evidente y la grandilocuencia obsesiva de algunos discursos, nos damos cuenta de que lo que llamamos vacío no tiene dicha condición, impuesta por el nombre que lo define, porque el silencio que entraña también habla.

            Un profesor universitario, anciano, malhumorado, con tal malestar que evidencia en pocos gestos y expresiones su carácter hostil y pragmático -incluso hacia aquellos seres de su cercanía- se encuentra en la paz de su casa, habitada por la aparente estaticidad de las cosas. La vibración atómica de las mismas fluye de manera sutil en el aire, y ello hace de cualquier estremecimiento un estruendo. Nuestro personaje se ha dado cuenta de que hay sonidos semejantes a los anteriormente descritos que representan una novedad. De repente las paredes crujen, parecen agrietarse, transmiten algo a través de la soledad voluntaria de aquel hombre. Los sonidos, a lo largo del transcurso de los días, parecen hacerse más fuertes, intensos, explícitos.

Son llantos, gritos y amenazas atravesando la delgada superficie de una pared de cemento u hormigón, nombres dados al concreto según la zona geográfica en la que se halle. Algo tan impenetrable como dicho material es fisurado por la voz humana, mero aire, logrando filtrarse hasta otro cuerpo vibrante. Si pensamos en la escucha como un acto de consciencia, más que magnificarse los sonidos, ¿será que por fin se está dispuesto a advertirlos?, ¿acaso ahora son dignos de atención?

            Hago una breve digresión. Creo que la cercanía con nuestros vecinos inmediatos, inevitablemente, nos dispone a tener acceso, de distintos tipos, grados y niveles, a su vida privada. Me pasa seguido viviendo entre paredes de Tablaroca. He escuchado a mis vecinos gritarles a sus hijos, estoy al tanto de sus gustos musicales e incluso he llegado a escuchar cuando hacen el amor. Probablemente se dieron cuenta de ello porque no he vuelto a escucharlos. Seguramente cambiaron de habitación para ello, no sólo por el bien de su intimidad sino también tomando en cuenta la estabilidad emocional de sus cuatro hijos, todos menores de edad.

            El profesor escucha algo semejante a una tortura. Durante la misma se va la luz en su casa. Escucha el lamento de un hombre. Este último grita, suplica, llora. Sólo tenemos una imagen parcial de dicho evento contenida en la cabeza del profesor, pegada a la pared de la que provienen tales ruidos, transparentándose tal visión a través de la expresión de sus ojos.

Estando en el jardín de su casa, el profesor había oído una reprimenda de un superior a un subordinado, como si se tratara de un militar. Otro día, en el mismo espacio, escuchó forcejeos e insultos, al igual que algún disparo. Tal susto llevó al profesor a intentar resguardarse y, en dicho intento, rompió la maceta que contenía una hermosa orquídea, bien cuidada y madura. Es fácil inferir que se trata de su planta favorita. Inmediatamente la rescato del suelo y la puso en una pequeña cubeta de aluminio, maceta provisional que le permitió correr con ella en los brazos para entrar a casa y resguardarse de un probable daño a su integridad. Probablemente, un hombre que tiene tal consciencia de la vida puede tener la sensibilidad para comprender la importancia de otras formas de la misma plenitud.

            Nuestro personaje es un profesor universitario que lee el periódico y escucha las noticias, lo suficientemente informado de mucho de lo que pasa en su país. Ello me hace inferir lo importante del momento del cual quiero hablar, el que le da título a esta breve reflexión que aspira a la capacidad de síntesis de una nuez.

            El profesor tuvo un encuentro particular con el vecino que hace tanto ruido. Primero los ruidos eran normales, el de los preparativos de una mudanza o el del acondicionamiento de una casa. Los molestos ruidos del taladro, el martilleo o el serrucho sirviendo para darle habitabilidad a un espacio que renueva su sentido. Después llegaron ruidos más lejanos a la cotidianeidad de una casa, como aquellos de los que hemos hablado. Casi no hay diálogo, el personaje habla poco, prácticamente sólo lo hace para defender su soledad, como gato panza arriba. Ello sucede claramente ante la invitación de su hijo a comer, para celebrar el próximo ascenso laboral de este último. El hijo quiere llevar a su padre a un restaurante, el padre prefiere celebrar en casa. No quiere salir, le gusta su espacio y quiere ser guardián del mismo. Incluso acompañado prefiere estar sólo, de ahí el hostil trato del padre hacia el hijo.

 Volviendo al encuentro del que hablábamos, una tarde, del otro lado de la barda del jardín del profesor, éste fisgonea los ruidos, con la discreción de un oído que siempre tiene su propia dirección. Los oídos se encardinan ante el estruendo y son encardinados a su vez por este último, una danza atómica mutua, de algo que la conciencia debe atender, según ellos. El profesor advierte un juego de pin-pon, contrastante con la reprimenda de un superior a un subordinado que había oído. Todo ello antes del incidente del disparo en el jardín. De repente, sin poder advertirlo, nuestro personaje oye el percutir de la pelota de pin pon sobre el breve suelo del patio, un objeto ha invadido su soledad. Antes de siquiera haber volteado, el profesor ve ante sí un joven que atravesó su barda, alguien se arrogó el derecho de entrar al territorio de una propiedad privada que obviamente no le pertenece. El profesor tiene la pelota en la mano. El joven se acerca ante el ofrecimiento de dársela. Dicho nuevo personaje será el otro único que aparece en escena a lo largo del film, los demás sólo se oyen brevemente. Está bien vestido, su apariencia sugiere que pertenece a una clase social alta. El joven toma la pelota y el profesor toma su brazo. El joven parece a la defensiva ante un probable regaño del profesor. Sin embargo, este último no es tonto -recordemos que lee los diarios y da clases en la universidad-, sonríe para darle al joven una cortés lección de modales, lo acompaña a la puerta para salir de la casa, de las cuales hay que pedir permiso para entrar, al igual que de las cuales hay que ser despedidos con deferencia.

            Hay quien ve una victoria en haber superado el cine mudo porque gracias a ello disponemos de diálogos para los personajes. Nos olvidamos de que siempre ha habido diálogos en el cine, incluyendo en buena parte de la producción del cine mudo. La verdadera victoria tiene que ver con la posibilidad de que el sonido, al igual que la imagen, nos cuente una historia, como complemento de la materialidad generada por el realizador, aquella en la que frecuentemente nos pasan las cosas, sobre todo las más trascendentales e inesperadas. Es el sonido el que nos revela todo, el que evidencia, visibiliza y muestra todo, vertebrando el sentido de la imagen, a lo largo de esta propuesta.

            El momento insoportable es cuando el profesor, durante la noche, no puede con los sonidos de una violación, atravesando la pared de su alcoba. El desgarro del grito de un mujer violada y torturada, mezclado con el jadeo de su perpetrador, sacan a nuestro personaje de su pasividad, en uno de los únicos momentos en que se atreve a hacer ruido a través de la palabra: “¡¡¡Paren!!! ¡¡¡Paren!!!”, grita desesperado y repetidamente, mientras golpea su propia pared. La vibración de tales sonidos atraviesa su cuerpo, haciéndolo vibrar, al grado que dicho trémolo lo empuja a la acción. Es la herida de un cuerpo pleno, sensible y pensante, íntegro en la corporalidad de su sensación, habitado por su consciencia escindida, derrota de la compasión, debilidad de un cuerpo vulnerado y vulnerable que se dispone a su entrega, la de su coraje. La vida de aquello que llama Nietzsche “el héroe en el alma”. Facta Loquuntur, los hechos hablan. En tal esfuerzo, el profesor ha tirado sin querer la planta que había rescatado y que tanto quería. Vemos la imagen de la planta en el suelo, la vida de un ser que se ha fugado, después de oír un disparo al que le sucedió el silencio.

            Nuestro personaje logra que paren. Sin embargo, se escucha el golpeteo de la puerta del profesor, seguido de una voz. Pocas veces la voz ha sido tan clara a lo largo del corto: “Profesor, ocúpese de usted nomás. ¡Ah! Y oiga, yo que usted escogería el restaurant. Felicite a su hijo de mi parte, pues”, dice la voz anónima. El profesor, en la oscuridad de su habitación, se refugia agazapado contra la misma pared. Logró que pararan, sin embargo, no duró mucho la victoria. El disparo parece no haber sido para nadie, sólo una advertencia. Se reinician los gritos de aquella mujer y las exclamaciones de su torturador.

            Esta es una reflexión acerca de lo que puede el cine porque es una reflexión acerca de lo que puede el cuerpo. Difícil el juicio del mismo ante la escisión que nuestra cultura ha propiciado de nosotros mismos y que, aun así, no anula la posibilidad de la habitación de nuestra sensación y su carácter libertario. La indeterminabilidad de nuestra naturaleza que nos confronta con la fortaleza de ser vulnerables, ante la impotencia que significa el ejercicio del poder o la posibilidad de detentarlo. ¿Serán sólo advertencia las palabras de aquel hombre anónimo hacia el profesor -un acto de ostentación, la aparente confianza del poderoso capaz de tal dominación- o se trata del reconocimiento implícito del coraje de nuestro personaje, desde un fuero interno y primitivo? La manifestación del miedo ante la amenaza que significa el coraje como liberación de la conciencia y su comprensión intrínseca.

Parece mucho esperar tanto de un ser de tal naturaleza. Sin embargo, nunca lo sabremos.

Al día siguiente, el hijo de nuestro protagonista habla a su padre, preocupado porque el mismo no fue a trabajar y no contestaba el teléfono a lo largo del día. El padre pone como excusa una fuerte fiebre, después de tomarse su tiempo en el teléfono para inventar la mentira. El profesor aprovecha para “cambiar de idea”, le dice a su hijo que prefiere la sugerencia de ir a un restaurante y el hijo acepta. El miedo (también posibilidad del cuerpo) desterritorializa al animal de hábitos que somos. Sin embargo, evitando la grosería del prejuicio, el miedo también puede ser (como parece en este caso) una oportunidad para la prudencia, la de los cuerpos que todavía no han sido derrotados.

Los Vecinos. Chile, 2015. Dirección: Diego Figueroa. Producción: Andrea Vergara. Fotografía: Pablo Poulain. Dirección de arte: María José González. Sonido: Francisca Aldunate. Diseño sonoro: Diego de la Fuente Curaqueo. Montaje: Cheryl Marambio. Con: Eduardo Burlé y Stephan Eitener. Selección oficial, 13o Shnit International Film Festival (Suiza); 4º Festival Internacional de Concepción BIOBIO CINE (Chile); 38 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano La Habana (Cuba); 27o Festival Internacional de Cine de Viña del Mar FICVIÑA (Chile); 15o Festival Internacional de Escuelas de Cine (Uruguay); Mención Honrosa del Jurado en 5o FICUABC (México); Premio Jurado Joven en 8o Festival de Cine Chileno de Quilpué (Chile); 2º Festival Universitario de Cortometrajes FUC (Chile); 3o Festival Nacional de Cine de la Calera (Chile); 13o Festival Internacional de Cine de Oruro (Bolivia); 3o Festival de Cine Emergente (Chile); 2o Festival Latinoamericano de Cine del Barrio Mapocho (Chile); 2o Festival Internacional de Cine de Caracas (Venezuela); 13o Festival Internacional de Cine de Martil (Marruecos); 4o Changing Perspectives Shortfilm Festival (Turquía).

Tejido de hombre

Quizá lo más difícil de la vida sea hacer justicia. Ser justo con la propia memoria puede ser muy delicado. El extraviado de Freud lo sabía. Una lectura suficiente y cuidadosa de Notas sobre la pizarra mágica, nos permite inferir que toda memoria es selectiva. En mi caso debo remontarme al año 2006. Tenía veintiún años (casi veintidós), no definía del todo mi vocación (entre literaria y filosófica) y estaba en un proceso de rebelión poco argumentada en contra de la Academia. En realidad, tenía miedo. La incertidumbre se hacía palpable en la tristeza de esos días.

            Fue en ese año que conocí a Silvia Durán Payán. Con ella tomé una asignatura optativa, Problemas de Estética. El arrogante Eduardo de hace catorce años, se propuso tomar una clase acerca de una materia obligatoria que se daba en dos cursos, antes de haberlos aprobado.

            El curso se vertebró a través de tres lecturas magníficas, La poética de la ensoñación de Gaston Bachelard, el Baudelaire de Walter Benjamin y Poesía y Filosofía de María Zambrano. Esta última, gran maestra del exilio español, valiente por la defensa de su posición política, comprometida con el proyecto de La República Española. Tal fue su congruencia que fue de los pocos alumnos, la única alumna, que tuvo el coraje de confrontar al energúmeno de su maestro, José Ortega y Gasset (nada más y nada menos), al respecto. La tuvimos un tiempo en la Facultad (cuando ésta estaba en la calle de “Mascarones”, claro), hasta que -dicen las malas lenguas- sus compañeros (varones) de exilio le hicieron la vida de cuadritos. María Zambrano se tuvo que ir a refugiar, primero al Colegio de la Vizcaínas en Morelia, después a Cuba. Así la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM perdió a una de las maestras en Estética más importantes del siglo XX, en Iberoamérica. Magnífica lectora del estoicismo latino (Especialmente de Séneca, prueba de ello es su magnífico El pensamiento vivo de Séneca) y una de las lectoras más originales de Nietzsche que ha habido en Lengua hispana. Por eso y por muchas otras razones, las malas lenguas no son tan malas.

            Ahora que recuerdo (¿ven lo tramposa que es la memoria?), estoy haciendo una omisión. Eran cuatro las lecturas, estoy olvidando Arte y Poesía de Martin Heidegger. En uno de mis miedos e inseguridades de esa época, abandoné el curso antes de rematar con ésta última lectura.

            La maestra Silvia Durán Payán se destacó por ser una de las maestras con mayor erudición en temas de Estética y Teoría del Arte, en la Facultad. Discípula directa de toda una autoridad en dichos ámbitos, Adolfo Sánchez Vázquez (quien le dio la oportunidad de ser maestras a toda una generación de jóvenes egresadas del Colegio, como Silvia, María Noel Lapoujade y Juliana González), se caracterizó siempre por la deferencia y generosidad de ofrecernos a sus alumnos espléndidas lecturas referentes de los clásicos en estas problemáticas, conviviendo en sus cursos con tratados contemporáneos sobre los mismos tópicos. Una maestra incansable en su constante revisión y actualización de sus proyectos, una amante erudita y gran lectora del cine -probablemente por “culpa” de ella llegué a tal nivel de obsesión que fui a la Cineteca Nacional, todos los días durante un año- y una fuente de orientación de nuestras inquietudes e intuiciones personales, al grado de abrir espacio pertinente para la discusión de temas varios, que derivó en programas completos de estudio y, posteriormente, de investigación, en torno a la relación entre Ética, Política y Estética.

            Decidí regresar, me formé con ella durante dos semestres en sus clases de Estética. Muchas de las intuiciones más importantes que siguen encardinando mis esfuerzos se generaron durante el proceso de su magisterio, horas que jamás creí tan importantes. Hoy me doy cuenta de que lo mucho o poco que sé de arte es gracias, en buena medida, al esfuerzo de Silvia. No sólo por haber tenido la gran deferencia de compartir sus enormes erudiciones, sino también porque me enseñó a aproximarme autónomamente a esta clase de referentes. Sin miedo, todo lo contrario, con mucha confianza.

            Una vez, en clase, tuvimos una amable polémica debida a mi ignorancia y prejuicio. Más arrogante de lo que sigo siendo, con la mano en la cintura, se me ocurrió afirmar que Kant era racista porque incitaba a castigar a los negros en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. “Eso no lo dijo Kant, lo dijo Hume, Eduardo”. Tuvo a bien corregirme porque, efectivamente, había metido las cuatro. Mi referencia estaba equivocada. Había leído apresuradamente, lo suficiente como para no advertir que Kant estaba citando a David Hume. Paradójicamente, acabé haciendo mi tesis sobre Kant, asesorado por el adjunto de Silvia en ese entonces, mi maestro Rafael Ángel Gómez Choreño, usando como parte central de mi bibliografía dicho texto. No, para nada es coincidencia.

Silvia trabajó en muchos sitios como docente del área de Estética. Alguna vez oí decir de ella: “En esta Facultad nadie sabe tanto de arte como Silvia”. Fue parte de proyectos tan importantes como la estructuración, revisión y renovación de los programas de formación estética de instituciones como el CUEC y el INBA, entre muchos, incluyendo los planes de estudio de dichas escuelas, de las cuales también fue profesora. Raro y pequeño este mundo. A través de mi maestra Carmen Mastache conocí a mi maestra Emma Cecilia Delgado Hernández, quien fue alumna de Silvia durante su formación dancística.

Sin embargo, a mi maestra no le fue tan bien como merecía. Me consta cómo, de manera arbitraria, fue relegada y subvalorada durante la concepción de muchos proyectos del Colegio de Filosofía. No faltó la mezquindad. Fue hecha a un lado por varios de sus alumnos directos, cuyos procesos de formación académica y docente no habrían sido posibles sin la ayuda de Silvia. ¿Qué puedo decir?, humano demasiado humano.

Pienso en muchos momentos muy importantes que compartimos con ella, quienes nos consideramos humildes receptores de su magisterio. Cuando me pasa, acudo a sus libros -los que he podido conseguir- e, indefectiblemente, me doy cuenta de mis propias lagunas, opacidades y extravíos. Ese es el aliento de un maestro. Esa vida que a uno lo habita y encuentra cauce en las misiones de quienes decidimos seguirlo.

Silvia falleció víctima del cáncer de colón el 24 de junio del 2018. Tuve la oportunidad de encontrarla en dos ocasiones antes de su muerte, la presentación de un libro sobre Kant –escrito acerca de los temas que causó aquella polémica de aula- y saliendo de la facultad, desplazándose con el uso necesario de un bastón. Fue la última vez que nos encontramos.

Intenté hilvanar lo mejor posible, espero haberlo logrado. El recuerdo, resbaladizo resquicio instantáneo de la eternidad. Vida torpe y diletante, como el Eduardo de hace catorce años que conoció a Silvia Durán Payán.

III.-Señores de la sensación

La apariencia de nuestros conflictos es la apariencia de la guerra. El problema de nuestro encuentro en lo común se vuelve terrible por la incomprensión de la inconmensurabilidad de nuestra sensación, la posibilidad de habitarnos plenamente. Un miedo abismal a nuestra sensación provoca el olvido de nosotros mismos, la renuncia a las potencias libertarias de nuestra intimidad, la habitación de nuestro dolor. Éste parece confrontarnos. No atendemos su llamado salvador, contrario y opuesto a la máscara que nos permite relación con lo demás. Esta última es apariencia, incapaz de poder ser suficiente para sobrevivir, sin tampoco poder negar su necesidad y aliento lúdico vivificante.

 Atender la voz de la penumbra, canto de sirena del abismo, exige la prudencia de nuestra habitación. La guía de la escurridiza e “invisible” alegría de sentirse, sentirse vivo. Alegría capaz de derrotar al miedo, vertebradora del coraje con el que el guerrero se yergue ante la insignificancia de morir. Asumir que la plenitud de vivir yace en sentir que hacerlo es estar en peligro, como bien dice el filósofo de Röcken.

El alto costo de comprometerse con un el realismo ingenuo que fomenta al ego como “necesidad” es que alimenta nuestro egoísmo, la cobardía del yo. Lejos de atender la necesidad de la sensación, dicho realismo ve a la manifestación de nuestra necesidad como anomalía y confusión. No hay incompatibilidad entre nuestra necesidad y el uso de una máscara, porque esta última también manifiesta a la primera. La máscara es la apariencia de nuestra necesidad. Su juicio toca la superficie de la misma. La comprensión abre la posibilidad de penetrarla sin pasar por la humillación de romperla, yendo en contra de la legitimidad de su necesidad. El juicio puede herirla hasta agrietarla, al grado de poder pulverizarla, llegando a precipitar a su dueño a la ruina espiritual. En la fortaleza de su portador yace la posibilidad de que perdure.

Por ello nuestro autoconocimiento pasa por llevar a cabo la difícil comprensión de su pertinencia, la lógica de dicha relación de contarios y opuestos. Ambos, estadios de uno mismo, que sólo son dos caras de la misma materia, una y la misma. No hay armonía en un realismo que te invita a pelearte con lo que sientes. Puede generar culpa y subsecuentes fantasmas, tiende a generar una armonía aparente, que consiste en desestimar tu sensación como monstruosa locura, un fantasma de sí mismo, puede llegar a hacer de uno un fantasma de sí mismo.

La armonía inaparente es la mejor porque es un riesgo. Nos enseña la legitimidad de nuestra sensación, la comprensión que significa amarnos a nosotros mismos, y el principio de ello como generosidad, en tanto que armónica responsabilización de nuestras emociones y sentimientos. Puede hacernos conscientes y atentos de que nuestra necesidad no discrepa del conflicto, por el mero hecho de que no hay habitación sin perspectiva, no puede haber una sola “realidad”, ni mucho menos puede resultar legítima la imposición de la misma. Habitar el conflicto es parte de la pertinencia de nuestra máscara, en relación con nuestra sensación.Confirma nuestro crecimiento, sin comprometernos con lo problemáticas que pueden llegar a ser otras apariencias. Arbitrarias realidades que a pocos se le antojan ilusiones. Leyes, convenciones e instituciones, demasiado sacralizadas por la vulgar y profana vida de los hombres.

 La incomprensión de nuestras máscaras y la incomprensión de la lógica de la apariencia nos condena a una vida de placeres demasiado problemáticos, más difíciles, por asumir al dolor como el peor de los males. Aceptamos la dominación de nuestra sensación, la resolución de una vida cómoda, incapaz de permitirnos la comprensión del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad de entregarse como afirmación de la vida. Aquello cercano a la ligereza del desapego, la flexibilidad de lo liberado, la plenitud de la vida que yace en las potencias de nuestra sensación, sin necesidad de recurrir al “registro” aparente e intransferible de cuerpos sospechosa y aparentemente perfectos o “ideales”, supuestas sensaciones que jamás referirán a la legitimidad de nuestra necesidad.

Ídolos que parecen niños ante lo divino, de manera semejante a la cual un hombre es el más bello de todos ante los simios. Somos simios amaestrados. Ante nosotros, el mono más libre y silvestre de la jungla es el más bello de los seres. No me ofendería que alguien me dijera lo mismo que Voltaire le contestó a Rousseau después de leer El Contrato social -de hecho, me sorprendería gratamente tener un interlocutor capaz de tal sarcasmo-, “Después de leer su libro, me dieron ganas de caminar en cuatro patas”.

¿Qué somos ante lo divino después de creernos capaces de sustituirlo? Esta no es la expresión de una nostalgia, para nada, sólo es un ejercicio de reflexión. En nuestro extravío se ve la torpeza infantil de nuestro berrinche. Una insalvable e injustificable orfandad, la de los vacíos ídolos inútiles en los que nos hemos convertido. En ello se manifiesta el olvido de nosotros mismos. Somos “niños” perversos en cuerpos crecidos, no necesariamente adultos. Somos incapaces de renunciar a nuestra negligencia, evadimos nuestro dolor, fomentamos nuestro afeminamiento. Cada día es más claro que hemos renunciado al intento de nuestra virtud, al arte de vivir que ello nos exige. Somos incapaces de aprender de los niños (incluyendo al pleno animal de la fisis que fuimos, aquél cuya crueldad era santa afirmadora del “Sí” de la vida). Un mono amaestrado -con perdón de los monos- incapaz de jugar como lo hacía cuando la vida manifestaba con total contundencia su logos.

24

Luego dice Heráclito:

Los dioses y los hombres honran a los muertos por Ares.

También Platón escribe, en el [libro] quinto de la República: “Y de los que han muerto en batalla, aquel que muriera siendo muy estimado, ¿no diremos, en primer lugar, que es de la raza de oro?”

C (Clemente, Stromateis, IV, 16)

            Este fragmento exige un rigor especial. Me lleva a optar por una analiticidad (en el sentido más lato de la palabra) lo más exhaustiva posible, para no renunciar a la comprensión de su sentido. Ello, claro está, desde las herramientas que tengo para ello. Cabe no olvidar que mi interpretación depende del muy estimable rigor filológico de Enrique Hülsz, sin que ello deje de implicar, por supuesto, que la responsabilidad del posicionamiento resultante sea sólo mía. Comencemos por el primer elemento del fragmento, de aquello que con rigor podemos llamar el fragmento heraclítico, como bien han distinguido expertos como Miroslav Marcovich.

En este caso hablamos de su primera imagen, “Los dioses”. Se trata de los representantes más importantes de las potencias de la vida. Han dotado de la misma a aquello que han creado, en ello se manifiesta y explicita su divinidad. Las creaciones de los dioses son formas habitadas por el sentido eterno de la vida, contenida en la existencia concreta en la que se manifiesta. Los dioses son referentes de las manifestaciones concretas de la materia y su dinámica específica, en relación con la singular existencia en la que se manifiesta la apariencia de sus distinciones, su aparente diferencia, en tanto que estados de la materia. En ese sentido, habría que apelar a que Heráclito habla de la naturaleza, en términos de cosmos y fisis. Por ello, resulta importante no desestimar la distinción que hace Aristóteles (fuente más antigua y, por lo tanto, más cercana al pensamiento de los filósofos presocráticos), la cual establece en el Libro I de su Metafísica, al referirse a éstos como filósofos fisicoi, filósofos físicos o que estudian la fisis, la naturaleza.

Los primeros dos elementos del verso, las primeras dos imágenes del mismo, están conectadas a través de una conjunción, “y”. El vínculo de la imagen de “los dioses”, se da con la siguiente imagen, la de “los hombres”. Una comunidad, conexión y encuentro,entre contrarios. Entre los seres eternos, indeterminados e indeterminables -infinitos por su inconmensurabilidad- y su creación mortal, determinada y determinable -finita por su carácter limitado y existencia concreta-, en este caso, los hombres. Esto último, tomando en cuenta el logos de las apariencias.

Los dioses, seres omnipotentes e inmortales, capaces de las potencias de la vida. Los hombres, seres determinados, finitos y falibles, sujetos a las potencias de la vida que se explicitan en tal vínculo, dicha relación, y la comunidad que implica, en tanto que encuentro. Vemos un conflicto en ello, un problema, el que constituye la comunidad.

Lo aparente de tal diferencia se manifiesta en que ambos participan en lo común de una misma acción, la mismidad de la dinámica que significa su encuentro. En este caso, hay un encuentro de ambos contrarios en el acto de honrar a los muertos por Ares. La comunidad se explicita en el acto comunitario de la honra, en este caso, por el duelo que suscita la muerte de quienes han luchado en el campo de batalla. Si nos apegamos a lo que hemos dicho hasta ahora, los dioses honran a sus creaciones humanas más virtuosas (recordemos que en el contexto griego la virtud (arete) no es un bien exclusivo de los hombres, y que ésta se manifiesta en una relación óptima entre las cosas existentes y el logos que atraviesa al cosmos).

Los dioses honran la virtud de sus creaciones. En este caso, los hombres que han muerto en el campo de batalla, protegiendo lo amado y más querido, aquello que le da sentido a la guerra, manifiesto en nuestros afectos comunitarios, los amigos, la amada, la familia. Ello nos vincula con los dioses y nos hace comunes con ellos. La guerra es la lucha que fomenta el esfuerzo por persistir en la materia, perseverar en la permanencia de la vida, cuyo afecto, pathos que motiva tal impulso, es el amor como sensación.

Los dioses, siguiendo el fragmento, son capaces de tener la virtud humana de la humildad, manifiesta en ser capacesde venerar la belleza de los seres que han creado (la armonía proporcional y con medida, Justicia le siguen llamando algunos en el mundo que los hombres hemos creado -aunque no todos la comprendan-), la proporción entre el todo de los dioses y las partes del cosmos que somos los hombres. En la virtud se manifiesta el estadio común del uno y lo mismo, la relación entre lo semejante, por más abismal que sea la aparente diferencia entre aquello que se relaciona, aquellos que constituyen dicha conexión, en contra de la difícil simetría de lo idéntico.

 Los dioses, nos dice el sabio efesio, honran la virtud de su creación. En ese sentido, participamos de lo divino, somos, en medida y proporción, tan divinos como lo es cualquier creación. Esto, claro está, si nos apegamos al significado de lo divino en el contexto mítico de la antigüedad. El matiz lo va a poner Heráclito en otro fragmento, en el que va a criticar la función creadora de los dioses para reivindicar la potencia del cosmos, fuego siempre vivo, que se manifiesta en todo, lo uno y lo mismo. Por lo pronto, queremos explicar la función poética de las imágenes del fragmento del presocrático, apelando a la retórica de la que se sirve el sabio efesio. Somos divinos por participar de la complejidad del cosmos. Tan divinos como todo aquello que también, como nosotros, es parte de lo uno y lo mismo.

Ello se manifiesta en la manera tan contundente en la que realizamos nuestro destino (hybris). Es el caso de quien muere en combate. Ello se evidencia en la apariencia, diversa y diferente, de los fenómenos en los que acontece la dinámica en la que la vida consiste,como dato de su inconmensurabilidad ante nuestra finitud, siempre en relación con la existencia concreta y singular de cada elemento de la unidad del cosmos (en la que todo participa y, por lo tanto, de la que todo es parte). Esa dinámica, dicha participación, es la que nos une en la mismidad de lo común. La guerra es una imagen poética de nuestra vida y, por lo tanto, del conflicto inextricable a la conexión en la que toda comunidad consiste.

            Ares, en tanto que dios de la guerra, también es esta última. Los muertos por Ares son los muertos tanto por el dios como por el fenómeno que, en tanto que manifiesta al primero, también lo constituye a través de la creación. Hablamos entonces de una dependencia ontológica (cercana a la crítica del carácter creador de los dioses por parte del filósofo efesio), así como de una relación inextricable entre los dioses y los hombres (una conexión), en tanto que estos últimos son creaciones de los primeros. El dios se manifiesta a través de su fenómeno, a través de la comunidad que forman ambos contrarios.

Ante ello se abre la paradoja de tal conflicto, el dios necesita de su creación, tanto como los hombres necesitan de su creador (todo esto dentro de la lógica de lo aparente), para manifestarse en la materia. Si no fuera así, la materia como la conocemos no sería ni probable ni posible porque no sería necesaria. Sin embargo, no sólo es probable y posible, en ella se manifiesta la necesidad a la que apela. Si no fuera así, la autosuficiencia de los dioses sería suficiente y necesaria para ser.

Los dioses son materia y, por lo tanto, materiales. En la materia se manifiesta lo que es, y, por lo tanto, la materia es en tanto que ser. Su determinación tan sólo es la apariencia de la inconmensurabilidad de la lógica profunda de sus procesos aparentes de generación y corrupción. Inevitablemente, esta cuestión me remite al planteamiento Epicúreo de la atomicidad de los dioses.

            Es de ahí que surge la pertinencia de que un dios honre dicho sacrificio. ¿Qué es la muerte y la guerra para un dios?, ¿qué podría importarle a un dios ambos fenómenos tan trascendentales para la vida de los hombres?, ¿por qué le resulta relevante dicho sacrificio al dios que lo ha creado, al igual que a sus protagonistas? Sólo tendría sentido tal relevancia si existiera una inextricable relación con la materia en la cual se manifiesta. Aparentemente ya lo hemos contestado. Sin embargo, creo que merece profundizarse. En ese sentido, para ello, dividamos nuestra pregunta en dos partes, con base en ambos elementos de la misma.

            Quiero iniciar por el fenómeno más inmediato a nivel fenoménico o, por lo menos, el más asequible en relación con el enigma que implica el otro. ¿Qué es la guerra para un dios? Ya el propio Heráclito nos advierte cómo nuestra comprensión de la complejidad de la vida cósmica nos está restringida por la finitud natural de la condición humana que, al confrontarse con el cosmos, no puede sino apreciar su inconmensurabilidad, al grado de no ser capaz de comprender la legitimidad de sus fenómenos y eventos y, por lo tanto, su proporción y medida. En términos humanos, nos es inconmensurable la profundidad del logos que da cuenta de su justicia.

Por ello, cabe pensar, con base en la distinción que hemos hecho, que, si un dios (en este caso Ares) es tanto principio como fenómeno (aquél que aparentemente representa), el dios a través de los hombres manifiesta el conflicto que expresa la relación de comunidad, como en este caso sucede con la guerra. El encuentro, desde una lógica de la semejanza, entre contrarios y, por lo tanto, una relación adversa, la relación entre adversarios.

Está en juego la protección y salvaguarda de lo amado, tal es el sentido de la guerra como dinámica vital. Lo atraviesan los afectos comunitarios que le dan sentido al encuentro y la semejanza que lo fundan, no hay semejanza sin encuentro, conflicto y, por lo tanto, comunidad. La semejanza le da sentido al encuentro y a la guerra como encuentro y conexión. Por lo tanto, le da sentido al conflicto y su problematicidad. Desde la inconmensurabilidad que implica dicha relación, podemos advertir que, en la dinámica de la vida, estamos ante la inconmensurabilidad de una armonía no-aparente, mejor que la armonía aparente.

            En este sentido, lo radicalmente problemático es la paz, sin dejar de apelar a que ésta responde al logos de la apariencia. Una apariencia que puede llegar a tender a la inercia de la convención como institución, capaz de propiciar el cese de los afectos comunitarios, la plenitud de las potencias de la materia, carne atómica y vibrante, cuerpos vivos. Si el dios es dador de vida, garantiza la dinámica del conflicto, el problema y, por lo tanto, la guerra que se manifiesta en el encuentro entre contrarios, posible por ser semejantes en su carácter material, la materialidad de su sensación. La comunidad y sus afectos dan cuenta de la problemática plenitud de la vida. Le dan sentido a dicho estadio como relación de la diversidad, distintos estados de la materia. Le dan sentido a tal habitación de nosotros mismos (cohabitación) y, por lo tanto, a la posibilidad de compartirla. Una habitación del cosmos que puede encontrarnos en su plenitud a través del combate.

            La paz puede ser apariencia de una falta de armonía. Aparente armonía tendiente a la inercia, cese vital, opuesta a la flexibilidad de la vida, cercana a la rigidez de lo inactivo. La sensación desplazada por la dominación de la convención como ley e institución.

¿Qué es la muerte para un dios? Pensando en la inconmensurabilidad que implica la confrontación de nuestra finitud con la inconmensurable profundidad del logos, la muerte se antoja una apariencia que participa de la profunda complejidad de dicha dinámica, la cual entraña los procesos de generación y corrupción de la materia, estando ésta más allá de las existencias concretas en la que dicha dinámica llamada vida se manifiesta. Nuevamente recuerdo a Epicuro, especialmente la llana y muy socorrida paráfrasis habitual que se suele hacer de uno de los elementos de su Tetrafarmacón, “La muerte no es nada”.

Un dios que, en estricto sentido, sólo es una representación antropomórfica o, mejor dicho, una manera de referirse a la materia a través del artificio característico de los hombres (posibilidad del logos de las apariencias), no tiene preocupación o interés alguno por la muerte. Quizá en ello radique la indiferencia de los dioses por nuestra vida, según lo también afirmado por el filósofo helenístico en el mismo jardín de su Tetrafarmacón. Esto sin olvidar que dicha afirmación se hizo en un contexto caracterizado por importantes diferencias, y desde el posicionamiento de una filosofía helenística ante una época de crisis.

Sin embargo, en la plenitud de la vida que manifiesta el sacrificio heroico del soldado en combate, en la sublime escisión que significa tal fenómeno inconmensurable, al grado de desbordarnos por el desbordamiento de su belleza, se manifiesta la virtud del héroe, de aquél que se sacrifica por lo amado. Heroicidad inspiradora de tal honra por parte de dioses y hombres, ambos hermanados por tan común manifestación de la materia, nuestra sensación en la cual surge. Es la virtud, experiencia del bien, plenitud de la vida, manifiesta en lo concreto del cosmos que habitamos, hogar del cual los hombres somos parte.

La posibilidad de tal magnitud es divina. Es honra de los dioses en tanto que posibilidad de la materia. Es honor divino, manifiesto en los actos de los hombres como plenos habitantes de sí mismos, habitantes de su materialidad, plenos habitantes de su sensación, señores de la misma. La materia dispuesta a la generosidad del amante capaz de sacrificio.

La resurrección o nueva vida del reencuentro

Karen le hace un último reproche a Dionisio, “¿Cómo está tu Suyapa?, ¿ya te cumplió todos tus deseos?” Obviamente Karen sigue pensando en la mujer de karaoke. “Ya quisiera, se ve difícil”, para Dionisio no hay más Suyapa que la virgen con dicha advocación. “¡No te quiere dar hijos!”, sentencia Karen para desazón de ambos, ella por la relación de Dionisio con otra mujer, él por la pérdida de la gracia de su madre santísima.

            A pesar de la angustia de Karen, su cuerpo despertó a la sensación a través de su relación con Ramiro. Se habita en la certeza del cuerpo que es la misma. Permite que la lleve a casa en cada encuentro, al grado de quedar de verse regularmente, para hacer ese mismo viaje de velocidad y vibración cada vez que sea necesario. Ramiro ya no sólo acompaña los trayectos de Karen de su casa al trabajo, también entra a su casa durante considerables lapsos y estadios. Ha entrado un extranjero a la polis y se ha logrado coronar bajo los techos del templo.

            Nicole lo advierte y se da cuenta que la hoja afilada de la moral y la enfermedad de la culpa no le hacen nada a Karen, es inmune. En la amargura de su derrota, se da cuenta que nada puede hacer contra una mujer que se desujeta de las miradas de los otros, asumiendo la vida que quiere llevar a favor de su deseo, llevando a cabo la habitación de sí misma que es su sensación, al igual que las decisiones que ello implica. Un acto de honestidad que exige tanto coraje que resulta tan invencible como el verano de Camus. Tan invencible que no se le pueden pedir ni siquiera justificación o explicación alguna, un adulto no da explicaciones. Por ello, Nicole le devuelve a Karen la gallina, hacía tiempo que la tenía secuestrada, queriendo ejercer dominación sobreuna persona invencible porque es capaz de ser sujeto de dominación, en la medida en que parte de su fortaleza es saberse vulnerable y permitírselo, desmantelando la coraza defensiva que la hacía impenetrable ante los ojos de los demás y que no le permitía manifestar la plenitud de su sensación, la realización de su deseo. Karen se asume herida y por eso no pueden lastimarla.

Nicole, como buena moralista, cae en la comodidad de la ambigüedad. No cumple del todo de lo que tanto se jactaba, echar a su marido si le era infiel y cobrarle la afrenta con la misma moneda. Es la debilidad del que tiene que demostrar a los demás una aparente fortaleza para adquirir su reconocimiento, una manera de protegerse y no parecer vulnerable. Así, aparentemente, no te hacen daño. Sin embargo, el daño está más que hecho, quedas sujeto a la moral y, por lo tanto, a la mirada de los demás, en este mundo de máscaras, en su mayoría, bastante torpes y poco conscientes de sí mismas. Nicole “perdonó” a su marido y no le fue infiel. Su venganza quedó desactivada y, probablemente, arrastre la culpa de haber sido el catalizador para que Karen acabara acostándose con su marido. Insisto, la moral es la vía más sofisticada para distintas y diversas maneras y formas del suicidio, desde la comprensión más distinta y diversa de la vida. ¿De qué tantas formas nos matamos? o ¿Qué tanto y cuanto de nosotros mismos hemos matado? Toda una enfermedad de perverso diseño intelectual y pasional que los seres humanos llevamos siglos practicando.

            Sin embargo, Nicole libera a Karen (y quizá también una parte de sí misma) al desactivarse su venganza por el ejercicio soberano de la voluntad de Karen. Hablando de la necesidad de confesar por parte del que está atravesado por la culpa y de los dolorosos tránsitos de la comprensión, Nicole revela qué pasa con “Suyapa” y da cuenta del tremendo poder estructurante de la imaginación. De ahí la necesidad de atención a nuestros sentimientos, emociones, deseos, pasiones y aquello en donde todas conviven, nuestra sensación, un cuidado de nosotros mismos. “¿No te das cuenta, Karen, lo inocente que sos?! ¡Que la famosa Suyapa sólo está en tu cabezota! ¡Dionisio no se esconde de nada! [tampoco Dioniso, quizá por eso Platón le tenía tantas reservas], porque no tiene nada con nadie! […] ¡Él mismo te lo dijo y no quisiste escucharlo! ¡Su famosa Suyapita no es más que la virgen de Suyapa! […] ¡A ésa la pague yo para que te hiciera la vida imposible y te diera una buena lección! [Se refiere Nicole a la mujer del karaoke que le dedicó una canción a Dionisio] […] ¡Como no tenés ojos más que para tus celos, no te diste cuenta de que la llamada era desde mi celular! [se refiere a las llamadas que recibió Dionisio después de la fiesta en el Karaoke].”

            Claro que Karen comprende y pasa por el dolor de comprender. Le dieron una buena lección y esa lección fue el extravío que la regresó a Ítaca, su sensación. El hogar de la comprensión, la cuna de la autonomía de la que habla Kant. Sólo es posible esta última si su raíz es la sensación, imantando radiantemente cada célula de sus flores y frutos.

Reflexiva, Karen acaricia la gallina que ha recuperado, a ella la ha recuperado.

            Dioniso regresa a casa, nota el desconsuelo de Karen. “¿Querés ir al doctor?”, le pregunta Dioniso a su esposa. Ella soltó la gallina cuando él llego para estar entre sus brazos, “No Dionisio, sólo abrázame”. Dionisio sonríe.

Un año después, Ramiro pasea con su novia en motocicleta. Karen, quien lleva en brazos a su hija, y Dionisio pasean, al lado de Erling, Nicole y su hijo Pablito, en la camioneta Pickup de estos últimos. La niña se llama Suyapa.

La extranjería del “inferior” de la República o la polis como zona de exclusividad

Karen va a Tegucigalpa. Quiere ir a la Iglesia. Sin saberlo, va en busca de sí. Decide extraviarse en la inmensidad de la gran capital para hallarse a sí misma, un punto de arena en la inmensidad del cosmos. Encontrarse en aquél signo que todavía le da algo de razón, esa calcomanía de los televangelistas que alguna vez le dijo, “No te divorcies”.

            Karen se encuentra en la misa (es un decir) de los televangelistas. Ante ella y los demás está el mismo tipo que vio en el comercial que se transmitió a través de la tele. Todos entienden la dinámica, ella apenas se integra a la misma, intenta saber en qué consiste. “El señor está entre nosotros y me dice que hay una mujer por aquí, hay una mujer que tiene muchos pecados”. Karen se sobresalta, evidentemente se siente señalada. Es el sobresalto de la sensación capturada, su cuerpo dominado por la enfermedad de la moral, la culpa como forma de control. Por lo tanto, si tan sólo es un artificio, apelando al realismo ingenuo de quien nos quiere imponer como verdad la rigidez de sus creencias y convicciones, en sus términos, insisto, podemos decir que la culpa no existe. Hay que ir hacia nuestro dolor porque es una de tantas habitaciones posibles y probables (quizá la más posible y probable) de nosotros mismos, nuestra sensación.

            “Ella está aquí, ¿dónde está?, eres tú”, dice el pastor (por llamarle de alguna forma al mercachifle en cuestión), señalando a otra mujer, no a Karen, para sorpresa de la misma. “Ven acá hermana, que Dios quiere administrar tu vida. Esta mujer me dice Dios que tiene un pecado de infidelidad [¡¿Qué coincidencia?! Sobre todo, tratándose de un “pecado” que casi nadie ha cometido]” Después de decir lo anterior estigmatizando a la mujer en cuestión (No hay cosa más efectiva que el dolor, parte de nuestro cuidado es su cuidado. Que no nos mate, ni permitir que los otros ejerzan dominación sobre nosotros a través de él. Ese cuidado es posible si accedemos al dolor, sin pelearnos con su sensación, nuestra sensación, la sensación,habitándola, como una oportunidad de caminar la senda de la comprensión. Quizá no haya nada más universal de la condición humana que el dolor), el tipo éste le impone la mano en la frente. “¡Que Dios te cambie!, ¡El señor quiere darte vida!, ¡Oh, Satanás sal de ella!”. Como siempre, no basta con evadir la responsabilidad de nuestros actos al ser hijos de “el Dios de los niños”, diría Levinas -pero vaya que Levinas lo adoraba y creía en él- sino que también hay que culpar al diablo para ayudarle a dicho Dios a ser un irresponsable, curiosamente igual que nosotros. Claro, esto siendo congruente con el realismo ingenuo de la lógica de la identidad que atraviesa la imposición de toda moral. Desde una lógica de la semejanza, habría que tratar de comprender que tan hondo es nuestro dolor como para haber llegado hasta aquí, de animales racionales a monos amaestrados. “¡Déjala libre en el nombre del señor!, ¡Amén!”, y la mujer en cuestión cae en una plancha, de espaldas. “¡Gracias, señor por dejarla libre, hoy el señor ha cambiado la vida de esta mujer!”, vocifera el “párroco”. “¡Eres libre!, ¡eres libre!” Afirma este hombre. Sí, ya sé que somos libre y es muy difícil. Qué hacer con ello es el tema. “¡Oh señor! ¡Ella se levanta! ¡Ven hermana mía! ¡Porque el señor te ha dado libertad! ¡Dame tu mano! ¡Dame tu mano! ¡Sé libre! ¡Ve en paz y tranquilidad! ¡Ora en este momento! ¡Ten tranquilidad! ¡Ve a tu asiento de nuevo, que Dios te bendiga! […] Tú quieres vida eterna, él te dará vida eterna. Pero tú también tienes que darle al señor, él te pide y tú le das [todo esto sin albur, claro está]. Que Dios te bendiga hermano. En este momento pasará alguien por ahí, y en este momento comparte lo que tienes con el señor.” Un niño pasa a los asientos con una canasta de limosnas que tiene un laaargo mango para alcanzar hasta el último feligrés sentado en la banca. “Deja ese espíritu de tacañería, esa duda que te está matando [¡sapere aude!]. Hoy el señor te pide que esa duda se vaya de tu corazón, que ese espíritu de represión se vaya. El señor abrirá los cielos, abrirá los cielos para que tengas ambición, y se derrame mucha paz, mucha tranquilidad. El señor te dé la vida eterna, te dé felicidad. [¿Qué tan cara es la vida eterna?] pero necesitamos de ese diezmo. ¡Qué Dios te bendiga!”. Todo esto lo dice este administrador de la vida eterna, mientras el niño con la canastita con palo le insiste a Karen que dé limosna, ante su falta de voluntad para ello. La insistencia con golpecitos de canasta (literal) y el evidente desagrado de Karen, sólo paran hasta que ella le suelta en dicho instrumento un billete.

No sé si Dios le dé mucho a estos rebaños ni si ellos le den mucho a Dios. Lo que sí me queda claro es que a quienes integran estas congregaciones les dan, les dan mucho, y no precisamente Dios (sic).

“Entonces, Pastor, ¿qué puedo hacer para que se me componga la vida? Mi marido es lo más importante para mí, pero yo no quiero vivir así, en el engaño. Yo no lo quiero engañar, ¿me entiende? Es que eso no es para mí”. Afirma Karen ante el pastor, quien está muy concentrado haciendo algo en la computadora. “Tranquila, hermana, tranquila, Dios tiene una solución para todo.”, afirma el “pastor”. Si es así, ¿porque Dios permite que lucren con él? Dejémoslo así, ya habrá tiempo para Agustín, Kant y todas las teodiceas y proyectos afines que hallemos en medio. “Yo le quiero dar hijos, pero por algo no los da Dios, ¿verdad?”, afirma Karen que hasta hace no mucho no era creyente. Está en la búsqueda honesta que es todo extravío, ¿cuánto no le debemos los seres humanos a nuestras errancias? “Yo no quiero pagarle mal [a Dionisio], Pastor, pero es que a veces me siento tan sola. Yo quisiera ser feliz con él, realmente ser feliz con él.”, confiesa Karen. Habría que pensar en la urgencia de confesar como síntoma de esa enfermedad llamada culpa. “Hermana, ¿vienes a la Iglesia siempre?, porque yo no te he visto mucho por aquí”, interpela el pastor. “La verdad es la primera vez que vengo”, la primera vez de Karen se confronta con una de las espesuras de los vicios de las grandes ciudades. ¿Entre más grandes son las ciudades, más grandes sus vicios? No sólo creo que sea una cuestión de magnitudes, ¿tendrá algo que ver el poder y su tendencia a la concentración de sí mismo? “¡Ah!, ¿de veras? Y ¿ya te explicaron los diáconos lo del diezmo?”, curiosamente el “pastor” parece, por fin, brindarle más atención a Karen. “¿La ofrenda? [lo que acá en México llamamos limosna, México es un país tan peculiar que hasta “Dios” pide limosna]”, dice Karen. “No, la ofrenda es una cosa, los diezmos son otra. La ofrenda es una donación voluntaria [Sí, claro, recordemos la insistencia del niño con la canasta de limosnas], el diezmo es un compromiso que tienes con el señor de darle la décima parte de lo que ganas con tu trabajo cada mes”. Debe haber una buena razón para ello, por eso Karen pregunta, “¿Y eso es obligatorio?”, a lo que el pastor responde, “Si quieres que Dios se haga cargo de ti y de tus problemas [hablando del carácter infantil de ciertas prácticas religiosas] debes responder a lo que él te manda. La gente está acostumbrada a pedir, y pedir, y pedir a Dios, creen que Dios tiene la obligación de darles todo lo que le piden, pero el compromiso es recíproco. Si Dios bendice a alguien es porque le da”. ¿Por qué, si Dios es Dios, necesita “tanto” de nosotros?, en fin, ya otros harán teodicea y teología. “¿Por eso cree que yo tengo problemas con mi marido?”, pregunta Karen. “Me imagino”, afirma el “pastor”. El pastor le pide a Karen que ahonde en sus problemas. Sin embargo, le suena el celular y la desatiende. Probablemente le llamó $u Dio$. El pastor se retira un momento de su oficina y Karen se siente ignorada y sin el consuelo que esperaba.

Karen regresa a casa sin integrarse a la congregación. Quizá podamos hablar de ello como un milagro de la voluntad humana. Karen toma el autobús con su dolor a cuestas. Quizá no haya nada más verosímil y honesto que las lágrimas.

¿Qué tan perdidos estamos?

Se perdió la gallina. Karen se olvidó de ella cuando se olvidó de sí misma. Suena una voz aguda, molesta y desaforada al fondo de la casa. Se trata de la conductora de talk show. “No voy a hablar mal de las buenas mujeres, voy a hablar mal de las malas mujeres”.

¿Cuál es la virtud de hablar mal de alguien? ¿Qué significa hablar “mal” de alguien? ¿No se supone que es opuesto al bien hacer cosas “malas”? ¿Puede haber justicia en hablar “mal” de alguien? Quizá creemos que sí, en la medida en que exponemos los vicios de los demás como algo opuesto al bien. Sin embargo, en tal habladuría, recordando al buen Al-farabi, se tiende a mezclar de manera indiscriminada filias y fobias, pasiones, propias y muy personales que, en realidad, no alcanzamos a comprender. ¿Puede haber justicia en ello? Me parece más honesto, por lo menos, tomar la decisión de ser malo con alguien, con la plena conciencia del mal radica que ello implica, como bien habla de él el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón. ¿No es más claro ello que el extravío al que siempre tenderá la mera opinión, la doxa? Insisto, ¿no está ahí la soberbia actitud de creerse Dios, la ley y nuestro verdugo (verdugo de todos), ejecutantes de esa guillotina llamada moral? Qué clase de psico-socio-patía entraña esa voluntad. ¿Qué clase de enfermedad es la moral y qué tan enferma está la cultura, al grado de que, en su normalización y naturalización, es capaz de convertirse en la enfermedad misma de nuestras dinámicas de consumo? Parece caricaturesco de mi parte, pero, entre lo que podemos hacer nosotros con las palabras y lo que hacía Robespierre con la afilada hoja del derecho no hay gran diferencia.

            “Hasta voz me dejaste, ¿verdad?”, le reclama Karen a la gallina ausente. “¿Qué te hiciste?”, le dice a la gallina en relación con su paradero, cuando en realidad la gallina no está, se lo está diciendo a sí misma. Mientras tanto, al fondo del espacio, se oye el griterío discursivo de la animadora del TalkShow acerca de aquellas mujeres que le hacen brujería a los hombres para tenerlos a su lado a la fuerza. Y, sin embargo, Karen desatiende la televisión, ahora está más preocupada por ella, la gallina. “Esas mujeres merecen que las metan en la cárcel, merecen que las escupan en la calle, son todas unas…”. Y antes de que la animadora acabe su decálogo, Karen apaga la televisión, probablemente harta de la perorata moral, del ruido, lo disonante aparentemente consonante, armonía aparente,siguiendo a Heráclito. Imposición de valores, moral, formas de consumo de la vida, de una “vida” privilegiada y sus privilegios. Probablemente tal decisión de Karen ante lo importante, su gallina y el amor a sí misma que ella representa, la lleve a darse cuenta, desde lo más profundo de sí, que, con base en lo último que ha hecho, ella sería “metida a la cárcel y escupida en la calle”. Sería sujeta a la crueldad del juicio, a la falta de comprensión de los prejuicios, de aquellos valores que constituyen la moral de la cual también fue verdugo.

Ni siquiera uno tiene derecho a ser juez de sí mismo. Merecemos la tierna comprensión de ser justos con nosotros mismos, la paciente y tierna escucha de nosotros, del logos de nuestras sensación, la comprensión. ¿Qué tiene de egoísta amarse a sí mismo? ¿No resulta irresponsable dejar de hacerlo?

Aventura

Ramiro insiste en estar más cerca de Karen de lo que ella, aparentemente, quiere. Va a verla nuevamente a su puesto. Cuando le da el pago por tres baleadas, sujeta la mano de Karen al recibir ésta los billetes. Ramiro insiste en que salga con ella, sólo quiere ser su amigo, según él. Karen sigue siendo firme, “Si mi marido me deja”, le dice a Ramiro. Parece que este último no soltará su mano hasta recibir una respuesta afirmativa de parte de Karen. Sin embargo, esta logra zafarse y, a pesar de ello, se muestra inusitadamente flexible con Ramiro. “Si me lo encuentro en el camino me voy con usted, si no, me voy sola.” Ella sabe que no es nada improbable el encontrarlo, sobre todo, porque él sigue buscándola y ella lo sabe.

            Después de que se va Ramiro, se acerca una camioneta al puesto de Karen. Le pide el conductor seis baleadas. La camioneta tiene en la parte inferior del parabrisas la calcomanía que ya había visto, “No se divorcie”. El conductor se da cuenta de ello y le da a Karen un volante, “Si va por Tegucigalpa, la esperamos”, le dice a Karen. Se trata de un trabajador y miembro del grupo televangelista, cuyo comercial había visto en la televisión.

            Y sucede, Ramiro encuentra a Karen. No le queda otra que cumplir su promesa, muy kantianamente, según ciertos kantianos sospechosos (sic). “¿De aquí de dónde me agarro?”, pregunta Karen. “De la cintura, más seguro”, afirma Ramiro mientras coloca los brazos de Karen alrededor de su cinturón. Se da un trayecto en el que Karen, por la velocidad (entre otras cosas), va prácticamente abrazada de Ramiro. Una cercanía suficiente y necesaria de los cuerpos. Un encuentro entre opuestos. Ella indígena de rasgos afro y él un chico de aspecto criollo, algo ibérico y caucásico. ¿Qué es lo común? El movimiento atómico de ambos cuerpos, su calor, la materia, la carne, finalmente. He ahí una conexión que puede ser de muchas formas, un juego matérico de probabilidades, y que tiende a una diversidad inconmensurable, un juego matérico de posibilidades.

De las cenizas de uno mismo a la renovación del desapego

Ahora el puesto de Nicole está en contraesquina del de Karen, cuando antes estaban uno al lado de otro. “¿Y le trajo suerte la gallina?”, le pregunta a Karen, Fermín, el chico de las gallinas que hizo el trueque de veintiséis baleadas por una gallina blanca, Tiresias adolescente y desgarbado. “¡Ah!, viera que suerte”, contesta Karen. “Si quiere me la puede traer”, dice Fermín. “Vea qué bonito, me la da y me la quita.”, reclama Karen. “Sólo le decía por si no la quiere, nomás”, ofrece Fermín. El muchacho toma su carretilla, en la que lleva ahora sus cajas llenas de aves, ya no en la espalda, las ha dejado de cargar (las aves, animal oracular al igual que su vuelo), y sigue su camino sin pedir baleadas.

            Nicole (nombre, digamos, gringo) ha echado a Erling (nombre, digamos, gringo) de su casa. Ese día Karen (nombre, digamos, gringo) y Dionisio han llevado una canasta de rosas a la virgen de Suyapa. Ya en casa, tienen relaciones sexuales, Dionisio con un mecánico entusiasmo -valga la paradoja- y Karen con una parsimonia importante, quizá todavía atravesada por lo duelos recientes. Se le ve meditativa, recostada en la misma cama y la penumbra de siempre.

            Al día siguiente, frente al puesto de Karen, se detiene una camioneta muy moderna y elegante. De ella baja una mujer apiñonada, una latina muy atractiva, sólo que con el cabello teñido de rubio como la conductora del Talk Show que se transmite desde Miami, del cual Karen es telespectadora.También la animadora de tal programa es latina y apiñonada, sólo que no es una mujer tan atractiva como esta otra mujer, que, inmediatamente, roba la atención de todos. Un acto de territorialización de la mirada muy interesante. Esta mujer, no sólo por su belleza sino por lo atípico de su presencia tan poco rural y más bien urbana, se impone al lograr habitar la sensación de su público.

            “Me dijeron que es el mejor lugar para comer baleadas […] todos recomiendan el puesto de Karen, el mejor lugar para comer baleadas […] Todos son muy amables en este pueblo”, afirma la “extranjera”. “Y usted de dónde es, joven”, pregunta a la mujer uno de sus hipnotizados. “De Tegucigalpa”, responde la chica. “¿Anda paseando?”, indaga el mismo hombre cautivado. “No, trabajando”, aclara la extranjera de la capital (De muchas formas y ante muchas personas, por diversas circunstancias, uno puede ser un extranjero en su propio país). “Don Omar [¿habrá en este nombre alguna voluntad reivindicativa reggaetonera?], para servirle”, afirma el mismo hombre deslumbrado para que, por lo menos, sepa cómo se llama. “Mucho gusto, Suyapa (Marisela Flores)”, responde la extraña, mientras en la cara atónita de Karen se dibuja el desconcierto en sus hermosos ojos negros.

            “Suyapa, Suyapucha [les juro que tal cual es el diálogo de la actriz], ¡qué casualidad!”. Afirma Karen precipitándose al vértigo de los celos, nuevamente. Mientras tanto, Ramiro, el pretendiente eterno de Karen, la sigue buscando en su moto. Karen se esconde de él, ya no es tan flexible como antes. Quizá ahora sabe que su carne es más “débil” y “accesible” de lo que cree.

¿Por qué habría que tenerlo miedo al placer? o ¿Por qué no temerle? He ahí la necesidad de nuestro deseo y la búsqueda de nosotros mismos que implica su satisfacción, por más necesariamente dolorosos que puedan llegar a ser sus tránsitos. El verdadero problema, parece ser, radica en que Karen siente culpa.

            Dionisio y Karen van a un karaoke (un humilde bar pambolero con karaoke, en realidad), a ver un partido de la selección de Honduras. De repente el anfitrión del Karaoke anuncia, “Tenemos una petición para cantar, a qué no saben desde dónde, desde la ciudad capital, Tegucigalpa”. Aparece “Suyapa”, aquella mujer foránea que se apersonó en el puesto de Karen. Viste una ombliguera hecha con la camiseta de la selección de Honduras, mostrando un muy esculpido abdomen, una brevísima cintura y luciendo unas más que estimables caderas. “Esta noche, quiero dedicarle esta canción a un hombre que me robó el corazón”, declara “Suyapa” señalando a Dionisio, quien, ya bastante alcoholizado, recibe unos codazos de atención de su celosa esposa. “Yo soy la otra,/ la que tienes escondida,/ en lo tibio de una herida,/ que te cuida con amor./ Yo soy la otra,/ la que guarda tu perfume,/ en los besos que nos unen,/ cuando ya se esconde el sol./ Yo soy la otra,/ la que limpia tu mirada,/ cuando tu alma está cansada,/ y te arrulla en su calor./ Yo soy la otra,/ la que no se llama esposa,/ la que da el color de rosa,/ a tu tiempo que sobró.”, le canta “Suyapa” a Dionisio, ante la sonrisa etílica de este último y los celos de Karen. Aparentemente victoriosa, Suyapa va hacia Dionisio, le da un beso en la mejilla y acaricia su rostro.

            Karen y Dioniso salen de la fiesta. Este último está demasiado tomado y Karen lo carga. “Suyapa” los ve y le dice a Karen, “Deja que lo llevo yo”. “Qué te metés”, le dice Karen aireada. “Qué estés mejor mañana, Dionisio”, grita “Suyapa” para seguir amarrando navajas en la pelea de gallos de los celos. “«¡Qué estés mejor mañana, Dionisio!» ¡Imbécil¡, ¿qué se cree esa estúpida?”, reclama Karen a un Dionisio totalmente dormido por el alcohol, tumbado en la cama, mientras Karen acaba de cambiarse en la oscuridad ligera de la noche. Vemos la captura de su sensación, el dominio de los celos. Está tan enojada que se desquita con la pobre gallina, “¿Y vos qué me vez?”, le dice mientras la arroja fuera de la casa. Queda la toma de su torpe vuelo como lo contrario al vuelo de una paloma de la paz. Su cacareo manifiesta el estruendo del alma de Karen. Sin embargo, falta el tiro de gracia. Suena el celular de Dionisio. Karen contesta, le cuelgan y hace una rabieta. Marca el número del cual llamaron, a través del registro de llamadas (insisto, quien inventó el celular era un hombre de tan buena voluntad como el que inventó el silenciador de las pistolas). “Aló, Dionisio. ¿Sos vos?”, se trata de la voz de “Suyapa”. “¿Aló?, soy yo, “Suyapa”, quiero hablar con vos, llámame.” repite la extranjera que vino a alterar el orden de la pequeña polis (y quizá ni tan pequeña) que puede ser un matrimonio. Karen golpea una pared y un mueble, “¡Era verdad, desgraciado!”, le dice a un Dioniso prácticamente inconciente por el alcohol, mientras patea la cama sobre la que duerme. “¡Pendeja!”, se dice Karen a sí misma (No deja de sorprenderme lo mucho que nos parecemos entre nosotros los latinoamericanos). En medio de su rabieta, Karen no se da cuenta de que alguien, oculto en la penumbra rural de dicha casa, roba a la gallina, que estaba ante la puerta de Karen y Dionisio, justo en los límites de la polis.

Intimidad

Se ha ido la luz en casa de Karen. Se siente cansada y se nota el remordimiento y, quizá, un poco de arrepentimiento en su rostro. Ahí está la culpa, esa enfermedad. Llega Dionisio y advierte su celular. “¿Qué le pasa al televisor?”, pregunta Dionisio a Karen. “No sé, ve a ver si ya vino la luz”. Y se hizo la luz, la luz de la pantalla del televisor.

            “Yo también estoy cansado”, dice Dionisio. “Trabajaste hasta tarde también hoy”, le dice Karen a Dionisio con tono de reclamo. “Sí, mucha chamba”, contesta el esposo de Karen. “¿Y qué tal está Suyapa?”, pregunta Karen con sarcasmo. “¿Qué decís?”, pregunta Dionisio realmente sorprendido. Karen avienta con ira un trapo de cocina al suelo. “¡Suyapa! ¡¿Qué crees que no sé quién es?!”, reclama Karen airada. “¿Cómo lo supiste, era un secreto?”, cuestiona Dionisio. “Un secreto a voces”, recrimina Karen. “¿Te molesta que vaya a rezar todos los días?”, pregunta Dionisio. “¿Cómo?”, pregunta Karen sorprendida. “Ahí, donde está la virgen de Suyapa”, afirma Dionisio. “Yo sé que no creés, por eso no te quería contar”, explica Dionisio. “Le estoy pidiendo un hijo”, dice Dionisio. Karen llora de culpa y remordimiento. Dionisio la procura, se mantienen juntos.

            Surgen dos reflexiones al respecto. Una que va a sonar muy básica pero también creo que tiene su relevancia. Sin intención de denostar las creencias de nadie, pero advirtiendo lo problemático que siempre será creer, en lugar de pedir un hijo, ¿no habría sido mejor que Dionisio procurara el cuidado de su vida sexual con su mujer, la intimidad con ella, independientemente de la frecuencia de la misma? Podríamos también inferir la idea de que ello fuera un problema con cierta antecedencia para lo cual hay profesionales, claro, sin dejar de advertir la accesibilidad a los mismos en relación con el contexto. Sin embargo, planteando estas meras obviedades que incluso son susceptibles de alejarse del contexto de la película, me parece sugerente pensar en qué medida podemos dejar de ser responsables o adultos ante nuestros problemas, en nombre de nuestras creencias y convicciones. ¿Qué tan cercanos son nuestros objetivos en relación con nuestras acciones? y ¿Qué tanto queremos lo que se supone que queremos? Por ejemplo, ¿qué tanto Dionisio quiere a Karen? o, quizá, ¿qué tanto Dionisio quiere más tener un hijo que estar con Karen?

            Por otro lado, intentando ser justo, ¿Por qué negarle a Dionisio el legítimo cuidado de la intimidad de sus creencias? Independientemente del posicionamiento de Karen ante las mismas, ¿por qué no pueden ser parte de la preservación íntima de su sensación? Ello también es parte de un cuidado de sí mismo. Ahí es donde vemos como Karen y Nicole actuaron como prótesis de la vigilancia del dispositivo, movilizadas como cuerpos insatisfechos (por la sensación de insatisfacción) para sujetar a Dionisio a la moral y sus perversiones.