II.-El aliento de una máscara ante ese intento llamado virtud

Qué terrible puede ser la vida si no se comprende la sabiduría de la apariencia. El apego a la misma nos distancia de la posibilidad de su estrategia, la posibilidad de la poiesis que implica y, con dicha distancia, nos permitimos la renuncia al esfuerzo de comprender la relación íntima de la apariencia con la profundidad de nuestra sensación. Los hombres hemos decidido “comprometer” a la vida -como si su inconmensurabilidad no nos diera cuenta de su carácter inaprehensible- con la superficialidad de nuestro deseo, alejándonos de la necesidad de comprensión y de la comprensión de su necesidad. Con ello aparentemente cree (sin realmente creer) haber comprometido a la vida con tal apariencia y, por lo tanto, con su aparente satisfacción, cuando lo que ha hecho es comprometer la finitud de su destino con la somnolencia de su estupidez. “¡Buena suerte!”, nos digo a todos nosotros. Y, sin embargo, me parece injusto no intentar comprenderlo.

10

Y quizás la naturaleza ama [o: se apega a] los contrarios y a partir de éstos logra lo concordante, no a partir de los semejantes, así sin duda une al macho con la hembra y no a cada uno con el de su mismo sexo, y formó la primera pareja con los contrarios, no con los semejantes. Y el arte parece hacer eso mismo, imitando a la naturaleza. Pues la pintura, mezclando las naturalezas de los colores blancos y los [sic] negros, los amarillos y los rojos, realiza imágenes concordantes con los modelos [lit. las cosas a que se refieren], y la música, mezclando en distintas voces a la vez los sonidos agudos y graves, largos y breves, realiza una única armonía, y la gramática, haciendo una mezcla a partir de las letras vocales [sonoras] y las consonantes [mudas], a partir de éstas ha compuesto todo su arte. Y esto mismo también lo dicho por Heráclito el Oscuro:

Conexiones,

Cosas enteras y no enteras:

Concordante y discordante,

consonante disonante

y de todas las cosas uno, y de uno todas las cosas.

Así también la reunión de las cosas todas, es decir, del cielo y la tierra y del universo en su conjunto, por la mezcla de los principios más contrarios, ha arreglado una armonía…

C (Pseudo Aristóteles, De mundo 5, 396b 7)

            Hablemos primero de los más evidente. Resulta difícil hablar de lo aparente en el contexto antiguo que nos refiere, porque es hablar -recordando a Josu Landa en alguna de sus clases- de un ámbito “en el que nada era formal”. El corazón del fragmento son los versos atribuibles al sabio efesio. Al centro de los mismos está la palabra, “Conexiones”. Justo en el lugar de encuentro, la frontera como espacio común habitada por dos contrarios, dos opuestos. Una conexión es el lugar de coincidencia en el que sucede un encuentro. Éste no puede dejar de ser vinculante, hay una relación inevitable que refiere a lo común. Podemos pensar en la conexión como una continuidad entre algo diferente a aquello con lo cual se vincula en dicha relación, y este último. Lo interesante es pensar que no son del todo diferentes, hay una semejanza. Si no fuera así no habría encuentro, no habría la más mínima inteligibilidad necesaria para que si quiera hubiera una intuición y sensación de aquello que está ante nosotros como una manifestación de la apariencia de lo diferente.

Me parece, con base en lo anterior, que hemos dado con un punto clave al respecto. No todo, entonces, es tan ajeno a una forma en este contexto. Hay una comprensión, una intuición en relación con lo formal como convención y apariencia. Sin embargo, es someramente aproximado a la categoría de la forma empleada por varios autores antiguos, como es el caso de filósofos tan importantes como Platón o Aristóteles. El Eidos es necesidad y, en ese sentido, también la apariencia como dinámica del logos que, sin embargo, no va a ser tan relevante en algunos autores como lo será en otros. No me detendré en este matiz que significa una erudición monumental que no tengo acerca de los griegos, sólo quiero señalarlo. Desde esta perspectiva, no podemos hablar de la forma como apariencia -lo cual resulta más contemporáneo- ni demeritar el papel de la apariencia en nuestras vidas. Estamos hablando entonces de densidades ontológicas. Comprender la pertinencia de las mismas en su papel configurador de nuestras intuiciones y sensaciones es lo relevante. En ese sentido, ello implica comprender su logos, su racionalidad y, por lo tanto, su participación pertinente -la justicia de su medida y proporción– en la manera en la que se manifiesta la armonía de la vida y, por lo tanto, su relación con las profundidades que entraña. Para ello, hagamos a un lado el concepto de forma, más complejo y significativo; más determinante y necesario de lo que habitualmente lo usamos los hombres contemporáneos, tan ajenos de la necesidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. Pensemos mejor en la necesidad y, por lo tanto, racionalidad de ese sabio juego de medidas que es la naturaleza como fenómeno en sus fenómenos, entre ellos el hombre, tan complejos como el hombre.

En su siguiente verso Heráclito nos habla de las cosas enteras y no enteras. Pensemos en el concepto de “entero”. Podemos pensar en ello como lo que representa una unidad, una integridad de sí mismo. Sin embargo, si es delimitable, está determinado y, pareciera, agotable y carente. Sin embargo, su entereza refiere a lo unitario, a la unidad y, por lo tanto, a la armonía que significa su completud. Es algo que se puede leer y comprender, por ejemplo.

Paradójicamente, estamos ante un filósofo del cual sólo tenemos fragmentos, no tenemos su discurso integro, por lo menos en apariencia. Sin embargo, que bien se dejan leer si se es capaz de disfrutar el esfuerzo que nos exige la comprensión de sus aguas tan claras y profundas, tan profundas como la oscuridad abisal del mar en sus regiones más inhóspitas. En apariencia, su claridad y fragmentariedad los alejan y vuelven ajenos y, sin embargo, la inteligibilidad simbólica de su escritura nos vincula a través de imágenes poéticas que nos invitan a la aventura de su desciframiento. Como si se tratara de un oráculo, algo semejante, sólo que desde el esfuerzo de la razón.

Sólo nos quedan fragmentos y, sin embargo, estos se espejean mutuamente hasta el infinito, se contienen en dicha apariencia mutua, evidenciándose su carácter fractal, una unidad contenida en cada uno, en la apariencia fragmentaria de los mismos. En los fragmentos que forman la integridad de lo incompleto, como si con ello hubieran cumplido un destino semejante a la armonía a la que apela nuestro autor en el segundo verso de este fragmento.

Desde una lógica de la identidad, lo entero es lo correspondiente y concordante, lo adecuado y, en esa medida manifiesta su necesidad. Por lo tanto, es algo que preserva la unidad que posee y, por lo tanto, lo define. No hay espacio para la penumbra, es claridad, ininteligibilidad inobjetable y llana, quizá, más que somera, simple. ¿Puede ello entrañar una auténtica profundidad? Resulta, más bien, una mera apariencia. Si es el caso, ¿no habrá detrás de ella una mala voluntad, un velamiento, un ocultamiento o, simplemente, una ignorancia, una falta de consciencia acerca de la compleja problematicidad de aquello a lo cual refiere? No es lo mismo la sencillez y sobriedad al servicio de la conexión, el vínculo, la relación continua, por ejemplo, entre opuestos y contrarios (así como la complejidad de su relación) que la sencillez y simpleza del prejuicio o la “reflexión” sin compromiso con la indagación -la aparente reflexión-, que tan sólo dice enuncia sin ir más allá, no de lo evidente -la evidencia exige su búsqueda- sino de lo aparente. Se trata de la doxa, la opinión de la mayoría y su conformismo o pereza mental ante lo que les rodea y sucede. Y, sin embargo, acontece como una regularidad de la problemática condición humana, con todo y nuestro (aparente) vínculo secreto con la naturaleza, apelando al contexto de nuestro autor.

Ello evidencia una negligencia, una irresponsabilidad acerca de nuestra atención a la razón que remite a la profundidad de las cosas y su apariencia como signo vinculante con las mismas. Parece ser que en ello yace su logos. El peligro de dicha negligencia es tan grave como la deliberada intención e inducción a la misma, porque la primera permite a la segunda o, mejor dicho, facilita su hábito, la inercia negligente de su normalización o, peor aún, su naturalización, pensando en la memoria de nuestro cuerpo. Entraña la mala voluntad del cierre del sentido y, por lo tanto, la generación de un discurso “para todos”. Una habitación colectiva que aparenta fundarse en lo común, porque lo común es la razón y nuestra relación íntima, esforzada y dolorosa, con la misma. En tal habitación de una colectividad -en nuestro caso una masa informe y, por lo tanto, irracional– no hay pensamiento, reflexión y, por lo tanto, no hay comunidad. Puede haber más comunidad con uno mismo que con los cientos de hombres con los cuales podemos llegar a convivir a lo largo del día en la misma ciudad. He ahí una conexión.

Pensemos ahora en lo no-entero. Pareciera tratarse de un fenómeno que carece de algo y que, por ello, paradójicamente posee un déficit, con base en el cual lo atraviesa una carencia, una incapacidad, una disfuncionalidad. Es algo parcial y roto. Desde una lógica de la identidad es una forma que se ha perdido, una deformación o deformidad que, con la pérdida de la capacidad para contener un sentido -probablemente la función más importante de la forma– también ha perdido al mismo. Por ello, es algo irracional y excluible por su tendencia a la inteligibilidad, a la irracionalidad y, por lo tanto, incapaz de ser habitación de encuentro, habitación de lo común. De esta manera se le niega el esfuerzo de su comprensión. En ello, ¿no podemos llegar a ser irracionales si, motivados por la apariencia, renunciamos a ese esfuerzo? He ahí, nuevamente, la irresponsabilidad, la negligencia y, tratando de ser justos, la relación entre las mismas y la manera en la que nos hemos comprometido durante siglos con una lógica de la identidad.

¿Cuántas cosas y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por tal negligencia, actuando, por ello, con base en prejuicio más que en comprensión? Nos centramos en la aparente diferencia, es lo más fácil, la inmediatez de la inercia movida por nuestra conmoción y, por lo tanto, sin la comprensión necesaria para posicionarse de mejor forma ante ella. No nos permitimos, a través de la negación, encontrarnos en lo común de la semejanza. ¿No es ello irracional? ¿Cuántos y a cuántos no hemos desechado injusta y arbitrariamente por creerlos no-enteros cuando, si nos permitiéramos comprensión, quizá podríamos darnos cuenta de que se trata, no de una incompletud, sino de la inconmensurabilidad insalvable en la que se agota toda certeza por nuestra falible finitud? ¿No será que nosotros con dicha voluntad llevamos a cabo nuestra incompletud, aquella en la cual consiste nuestro prejuicio,por no comprender la relación entre lo docto de nuestra ignorancia y la inconmensurabilidad?

La inconmensurabilidad manifiesta nuestra relación con lo contrario y opuesto y, por lo tanto, es justificación necesaria de la semejanza como necesidad ante la incertidumbre. La inconmensurabilidad como falta de principio da cuenta del carácter aepistemológico de la semejanza, como posicionamiento prudencial ante la imposibilidad clara y distinta de la certeza o, quizá mejor dicho, de la pretensión de claridad y distinción que la misma supone y pretende, si es que nuestras aparentes certezas pueden dejar de ser, en cualquier momento, susceptibles de falibilidad y problematicidad, evidenciándose desde su cuestionamiento como meros prejuicios. La no-entereza, tal incompletud,es posible y muy característica de lo humano, sobre todo, en tanto que apariencia. Por lo tanto, puede entrañar un sentido y ser forma. En ello manifiesta una necesidad y, por lo tanto, ello da cuenta de su racionalidad. He ahí los Fragmentos de Heráclito que, si fuéramos realmente congruentes con una lógica de la identidad, ya hace rato habríamos tenido que aventar al fuego (No dudo que haya necios que lo deseen desde lo más íntimo de sus fueros más ocultos y secretos. Los autoproclamados dueños de la verdad, tan peligrosos por la intención de sus almas bárbaras de cerrar el sentido, por tan sólo satisfacer su egoísmo). Y, sin embargo, seguimos buscando signos de razón en la incompletud de los Fragmentos, su aparente falta de entereza. Porque sabemos lo valioso de tener, aunque sea poco, algo, en vez de nada. Porque de la nada, nada se genera (ex nihilo nii). He ahí la inconmensurabilidad tan valiosa, tan importante como invitación a lo común,a través de la semejanza. Lo no-entero es un silencio que nos habla desde su inconmensurabilidad, no para completarlo (también hay dueños de la verdad que se creen con tan egoísta derecho a cerrar el sentido de tal forma) sino para comprender que nuestra complejidad y comprensión también son fragmentarias,y que dicha fragmentariedad, probable y posible, también participa del logos. He ahí nuestros duelos y, sobre todo, lo más elemental que entrañan, nuestro dolor, habitación común de nuestros cuerpos.

 El siguiente verso nos habla de lo concordante y lo discordante. Lo concordante es aquello que manifiesta una correspondencia con algo, una relación y, por lo tanto, un vínculo. Aparentemente, hay una pertinencia en lo concordante, no hay conflicto. Sin embargo, si se trata de una mismidad, resulta sugerente creer que, de alguna forma, el encuentro no suscite conflicto o la posibilidad del mismo. No se trata, en sentido estricto, de una mismidad, ya que hay una aparente diferencia en el carácter particular que significa la singularidad de cada uno de los elementos de la relación. Se encuentran y con ello llevan a cabo una coincidencia, por ello concuerdan, manifiestan en ello una necesidad y, por lo tanto, una racionalidad.

Sin embargo, ¿qué pasa si, desde la determinación implicada en sus singularidades, le faltara a uno su concordante?, ¿qué pasa si no se puede la continuidad que significa su encuentro? En ciertos casos, probablemente, se convertirían en incompletos, no habría ya concordancia, de manera análoga a lo que significa la ausencia de una pieza en un rompecabezas o, peor aún, de manera semejante a la pérdida del amado en relación con su amante. Surgiría el duelo por la incompletud, la falta de concordancia que significaba armonía y sentido. Por lo tanto, se pierde la forma que contenía sentido, se tiende a la irracionalidad de la ininteligibilidad, se vuelve difícil o imposible la lectura del fenómeno, claro está, aparentemente y dependiendo del caso. Se pierde el rastro que signa la trayectoria de dicho mapa hacia un fin. Esa sensación surge, a pesar de que, en todo fin que entrañe lo indeterminado, ya está implícita y atravesada -casi de forma inmanente- la probable posibilidad de la finitud. Hay un extravió que hace parecer a la incompletud de la ausencia un problema, sin negar que, de cierta manera, lo es en tanto que conflicto e incertidumbre.

Sin embargo, como ya hemos visto, nos queda la incompletud. La posibilidad de que ésta signifique un duelo no implica que podamos negarnos a su comprensión. He ahí nuevamente el llamado de la inconmensurabilidad a una habitación de lo común, más allá de nuestro egoísmo. Acceder a tal comprensión, a la habitación de lo inconmensurable de nuestro duelo, o, mejor dicho, de nuestro dolor. En este caso, la incompletud de lo discordante. Permitirnos la compañía de lo probable y lo posible en la incertidumbre que significan, aquello que nos encuentra para renovar desde la comprensión nuestra relación con la vida, desprendiéndose nuevos signos que constituyan la pieza faltante, dibujen el mapa del sentido y nos recuerden los motivos de nuestro amor.

La misión es terrible, casi agónica. Quizá por ello, para muchos de nosotros, sea tan difícil. Probablemente para muchos sea más fácil negarla, y, en el peor de los casos, instalarse en la inercia de su miseria, la amargura rígida de quien no se desprende de su dolor, un apego a aquello que concordaba con él. Se trata de un duelo que aparentemente nunca acaba -hay quien decide asumirlo como un dolor infinito-, al que no se le permite acabar, un dolor que se mantiene vivo, al cual se le aviva (una máscara, una apariencia), para no dejar ir una vida que ahora es otra cosa porque ya no puede ser lo que era antes, o, por lo menos, no de la manera en la que lo era. Ahora se está ante la posibilidad de otra vida a la cual se le rechaza, a la cual se pretende renunciar, aunque ésta pueda ayudarnos a sobrevivir a nuestra pena.

No aceptar que así es, no comprender que ya no es posible ni mucho menos probable que esa vida vuelva a ser lo que era, por lo menos, de la misma manera. He ahí el egoísmo de nuestras aprehensiones. Renunciar a la efímera –aparente en ese sentido- armonía que nos daba lo concordante que se ha extinguido, de la misma forma en la que se comprende a través de la sensación la pertinencia del acorde en una sinfonía, para generar otra habitación de nosotros mismos.

Sin embargo, es más fácil juzgar que comprender y, hablando de armonía, como bien decía el filósofo de las espaldas anchas, “Las cosas bellas son difíciles”. En este caso, comprender esta dificultad como parte de la falibilidad a la que tiende la inconmensurabilidad de la vida (profundidad del logos del alma), y la difícil habitación de nuestro dolor que nos demanda. Probablemente no hay manera de completar dicha misión sin tal extravío. ¿Qué es el dolor sino egoísmo?, ¿no tendrá el egoísmo-sin negar su problematicidad– una necesidad concordante con la profundidad del logos de nuestra alma y, por lo tanto, un carácter racional?

Lo triste es la renuncia a la búsqueda del sentido ante la incompletud de la discordancia que ha surgido. El verdadero extravío, entonces, no está en la posibilidad de permitirse el sufrimiento hasta sus últimas consecuencias, sino en reprimirlo como instalación en el mismo, al grado de permitirse la plenitud de su inercia, su dominación, manifiesto en su negación. Ello nos lleva a una vigilia sonámbula, tal derrota sin la atención a sus signos posibles, posibilidades de reencardinación de nuestra trayectoria. Las materialidades concretas de un cuerpo que habla, la sensación. Apegarse a la luz inmediata de las apariencias, al no comprender la pertinencia de su logos en nuestras vidas.

Superar dicho estadio requiere de renuncia, no permitirnos la inercia de las apariencias, la incomprensión de una eternidad que no es ajena a la finitud, lo impredecible de lo posible y lo probable, ante las cuales nuestro lamento manifiesta nuestro apego en fenómenos como nuestras expectativas. Renunciar a la luz aparente de lo inmediato y permitirse la fugaz ominosidad de la alegría que yace en el seno del abismo, nosotros mismos. Toda comprensión de todo lo que nos es posible y probable comprender, es comprensión de nosotros mismos.

Lo Discordante, aparentemente, es más complejo y, al mismo tiempo, aparentemente más fácil de entender. Aquello que causa discordia produce animadversión. Es algo que está fuera de lugar, que no corresponde y que, por ello, manifiesta en su relación con aquello a lo que se opone, falta de armonía, impertinencia, desproporción. Suele ser objeto de evasión, negación y desprecio. Resulta desagradable y, por la supuesta incapacidad de pertenencia y pertinencia que se le ha adjudicado, parece ajeno y, por lo tanto, extranjero. Es el problema, la anomalía, el defecto, el mal a vencer y a destruirde una lógica de la identidad.

La discordancia se genera cuando no se logra la concordancia. Como ya hemos visto, es el caso del duelo ante la ausencia. Lo discordante evoca la ausencia de lo concordante, aquello necesario o la necesidad que logre armonía. Lo discordante es la presencia opuesta (el negativo) que recuerda a aquello que suprime la necesidad, por lo tanto, capaz de la apariencia de lo imposible: la herida y subsanar lo lastimado de manera reversible -¿es el tiempo reversible desde nuestro estadio aparente?-; la carencia y su necesidad de satisfacción de manera permanente, no hay tales ante lo concordante sino aparente armonía. Por ello, lo discordante se rechaza de facto,hasta su exterminio si es necesario Lo discordante supone un conflicto desde su mera emergencia, lo cual tiende a acrecentarse si su presencia se vuelve constante. Sin embargo, nuevamente, es la comprensión lo que puede evidenciarlo como una apariencia,y el prejuicio lo que lo condena a la identidad de “lo discordante”, a través de la estigmatización a la que tiende una lógica de tal tipo.

Por lo tanto, dependiendo del caso, el fenómeno y su circunstancia, todo lo aparentemente entero puede no ser entero y todo lo aparentemente no entero puede ser entero; todo lo aparentemente concordante puede ser discordante y todo lo aparentemente discordante puede ser concordante; todo lo aparentemente consonante puede ser disonante y todo lo aparentemente disonante puede ser consonante. He ahí la Conexión. Somos uno y lo mismo, la armonía inaparente es mejor que la aparente, como ahondaremos en otro lugar.

Aparentemente parece más fácil hablar de “lo consonante”. Sin embargo, la consonancia nos remite a lo sonoro, a la concordancia y compatibilidad capaz de generar la entera unidad de una armonía, la de aquello que, con proporción y medida, pertinentemente suena con lo demás. Una voz adecuada, un sonido que cohabita armoniosamente con lo demás, tanto en su singularidad como en su pluralidad, al grado de que, entre todos, se constituye una armonía.

La imagen demasiado perfecta -en el sentido de acabada– de la esfericidad de un cosmos, si nos ponemos pitagóricos, y, por lo tanto, la de su pertinente vibración, la de los cuerpos y, por lo tanto, su atomicidad. Una relación musical o, mejor dicho, una música cuya escucha, la de su medida y proporción, nos armoniza por ser parte de ella. En ello yace la atención al logos. Radica en nuestra afinación como armonización de nuestro oído para ser afines a dicha música. Sintonizarnos con la transmisión de dicha armonía y lograr su lectura, su comprensión. Dar cuenta que su afinación posee racionalidad (logos)y, en la comprensión de su justicia, medida y proporción, el resultado de la misma es la constitución del gozo liberador,la misma comprensión de la complejidad del logos,cuya armonía habitamos. Por ello, el logos implica su armonía no aparente (una armonía que no aparece, tendiente a lo invisible y al ocultamiento), al grado de que la desafinación de un alma bárbara o dormida -haciendo hincapié en las diversas posibilidades de somnolencia que significan nuestros estadios, habitaciones y deshabitaciones- pueden llevar a la misma a confundir, de muchas y diversas maneras, dicha música con disonancia. He ahí la necesidad de no permitirse tal inercia, la somnolencia opuesta a la comprensión como necesidad del logos, la razón que atraviesa todo.

Es entonces que nos confrontamos ante el inmenso problema de la disonancia. ¿Qué es la disonancia, en la medida en que ésta exige la comprensión de su necesidad, la justicia que dé cuenta de su proporción y medida en tanto que parte del todo? Podemos entender, en el sentido en el que hemos planteado la consonancia, a “lo no-entero” y a lo “discordante” como disonancias. Presencias o ausencia -dependiendo del caso- que son demasiado agudas o graves para el oído del cuerpo sutil que es el alma, al grado de lastimarla en el proceso fisiológico en el que consiste la habitación de nuestro cuerpo por parte de dichas sensaciones. Sin embargo, si ello no tiene como fundamento la comprensión de su necesidad, la medida y proporción de su logos, manifiesta dicho posicionamiento la irracionalidad del prejuicio. De ahí lo problemático que resulta lo aparentemente inmediato de la sensación de la disonancia.

Ello nos remite al tema del logos como palabra, la palabra como posibilidad de encuentro en lo común. La manifestación de la inteligencia (el logos) que en ella se manifiesta, y que también en ella puede habitar aunque nuestra palabra esté aparentemente desafinada, sin dejar de ser parte de la polifonía tan compleja e inconmensurable de dicha música, he ahí la profundidad del logos del alma.

Y, sin embargo, ¿cuándo nuestra palabra está desafinada? ¿Cuándo no suena bien?, ¿cuándo suena tosca y poco elegante? En términos muy llanos, cuando no tiene razón, o sea cuando no tiene logos y, por lo tanto, no es virtuosa. ¿Cuál es la palabra consonante y virtuosa?, ¿la que tiene razón? La palabra virtuosa es la que es logos, la palabra de lo común, la de la vida, no la de las apariencias y sus insalvables lejanías y distancias cuando están deshabitadas por un logos que no intentan habitar y que, por lo tanto, no las habita (toda habitación es mutua). Por ello, también es posible que el artificio no sea disonante si es habitado por la necesidad que significa el logos, lo común de nuestra razón. De la misma forma, las palabras más simples y someras pueden estar llenas de vida y, por lo tanto, cercanas a la verdad. Me pregunto, ¿quién podría hablar “mal”?

¿A cuántos no hemos callado por la ceguera irracional de nuestra alma, comprometida con la apariencia y convención de nuestros artificios? Una relación, sin medida y proporción con la palabra, carente del esfuerzo de la escucha, la escucha del logos,manifiesto en la prudencia de nuestra racionalidad. ¿A cuántos no hemos dejado de escuchar en nombre de la aparente comodidad que significa tal poder-sujetador? La pereza mental de no cuestionar nuestros prejuicios, ir más allá de ellos para escuchar a los demás (habitar lo común), para hacer el esfuerzo y el intento de comprenderlos, ese intento llamado virtud. ¿No es la inercia de tal pereza semejante a la de la caída de la roca que ha sido aventada por la mano de alguien o la del entierro de la planta que sólo tiene la posibilidad de permanecer en dicho estadio para conservar su vida, acechada por la movilidad del mundo que la rodea? ¿No es tal permisible negligencia más bárbara que aquello que, muchas veces y de la manera más grosera, es juzgado y prejuzgado como bárbaro?

La disonancia es incómoda porque habita la profundidad que significa la inmersión estremecedora en nuestro oído, el cuerpo se contrae por la inmediatez de su sensación, se comprime queriendo acorazarse, generar un escudo impenetrable ante lo que no se quiere oír, las manos también hacen lo que pueden durante dicho fenómeno. Tapan los oídos y, dependiendo de la intensidad del sonido, estos fallan o lo logran. Dicha contracción pareciera intentar expulsar la disonancia, lograr que abandone nuestra sensación.

Como bien sabía el Pseudo Dioniso Aeropagita, así como hay silencios sonoros, también hay silencios del pensamiento y del alma, silencios de la sensación, que remiten a la necesidad lógica de estadios como la contemplación a la que invita la inactividad. También lo sabían con claridad tanto Pirrón de Elis como los escépticos. De hecho, podríamos concebir a la inactividad como el silencio lógico, un silencio atento, escucha del logos-naturaleza (animalidad), manifiesto habitante en todo y de todo, incluyendo nuestra sensación. Si es el caso, hay disonancias tan profundas que no se escuchan o parecen no escucharse, memorias de nuestra sensación. Atender al logos implica la responsabilidad de saber ante qué nos estremecemos, qué aparentes disonancias habitan nuestra sensación y qué tanta medida y proporción tienen como para ser consideradas como tales por nosotros mismos. La justicia de comprender la palabra de nuestros compañeros de lo común empieza por comprendernos a nosotros mismos, eso es música.

I.- Encuentro

Tengo muy presentes varias de las magníficas clases del doctor Enrique Hülsz acerca de Heráclito de Éfeso, un filósofo de sus más profundas pasiones y dedicaciones, y en cuyo trabajo acerca de él manifestó sus más arduos rigores y compromisos. Eso es mucho decir sobre un autor, verdadero filósofo y hombre de profundos pensamientos, que siempre asumió todo lo que tenía que ver con la filosofía, especialmente todo aquello que tenía que ver directa e indirectamente con la filosofía griega, con total entrega y constancia. En una de estas clases nos comentaba que el epíteto de “El oscuro”, adjudicado al importantísimo presocrático, le parecía, más que una justa descripción de la obra de dicho referente, una manifestación de la incapacidad de sus lectores para comprenderlo. Más allá del aparente chiste que ello significaba en el ambiente ameno de sus clases, me parece legítimo y pertinente pensar de tal manera dicho posicionamiento histórico ante las narrativas alrededor de la vida y obra de tan gran pensador.

Sin embargo, con suma humildad, creo que pensar la aparente oscuridad de Heráclito entraña un importante aspecto de la comprensión y aproximación a dicho filósofo, paradójicamente. Es impresionante la claridad y musicalidad de los fragmentos heracliticos (adjetivo acuñado por otra gran autoridad del estudio de la filosofía y de la filosofía griega, Angel J. Cappelletti), al igual que la unidad fractal y correspondiente de los mismos y entre ellos. La coloquialidad y cotidianidad de su lenguaje (según su contexto y según los verdaderos expertos), nos remite a la profundidad de su enigma y, a su vez, da cuenta de esa oscuridad a la que, me parece, varios se refieren, la profundidad detrás de la apariencia de sus palabras, la aparente sencillez de las mismas. Ello, desde mi humilde lectura (para nada experta ni dotada de los recursos de la filología como lo sería la de una verdadera autoridad en los estudios de la obra de “el oscuro” -insisto-) me remite a la inconmensurabilidad de la cual trata de dar cuenta el discurso de Heráclito, el enigma de aquello ante lo que está la inteligencia ígnea de este gran poeta del pensamiento, nada más y nada menos que la naturaleza, el cosmos.

La oscuridad como inconmensurabilidad es habitación, nuestro estadio en el enigma, en la sensación como plena experiencia –sublime experiencia– de la magnitud del cosmos ante nuestra finitud. Ese descenso es el autoconocimiento, el sendero del hombre sabio que afina su atención ante la oracularidad de los signos de un lenguaje concreto, cuya atención entraña todo en cada uno de sus elementos. En ese sentido, la comprensión de tal inasible e inaprehensible oscuridad es el principio de la sabiduría. Su habitación, una habitación de lo común, una habitación del cosmos. Es el estadio de la comprensión y, por lo tanto, de su abraso. No es ningún problema como lo sería para una lógica de la identidad que tiende a mutilar la complejidad de la habitación de nosotros mismos, cuerpos vivos, capaces de la sensación que completa el pensamiento, y la plenitud de dicho estadio. Estamos ante una lógica de la semejanza, capaz de aproximarnos asintóticamente -no puede ser de otra manera- a la verdad del sentido de nuestra habitación y lugar como parte del todo (Hen Panta einai…).

            El querido doctor Hülsz para nada era ajeno a la claridad de dicha comprensión (valga la paradoja). Por ello en su magnífico texto cumbre sobre Heráclito (el cual antes de ser propiamente un libro fue su tesis doctoral), Logos: Heráclito y el origen de la filosofía, nos habla del concepto de problema (πρόβλεμα), acuñado por la cultura griega. Se trata de todo fenómeno en el cual se manifiesta nuestro asombro o incertidumbre ante un fenómeno que, aparentemente, manifiesta una correspondencia legítima con el mundo. Una aparente armonía que nos resulta problemática. Sin duda ello nos remite a una vieja y muy en desuso definición de la filosofía que, sin embargo, manifiesta su pertinencia, la pertinencia de lo común y su relevancia, la filosofía como análisis de lo obvio. La invitación a rasgar la luz que define a lo aparente, al grado de delimitarlo, para intentar ver lo que su velo no nos permite ver, al incendiar la completud de las imágenes que se proyectan sobre ella, su profundidad. Sólo para darnos cuenta de que su fondo inasible y la inaprehensibilidad de su certeza, paradójicamente, dan cuenta de una legalidad común que nos atraviesa, al grado de posibilitar, tanto nuestra inteligencia e inteligibilidad, como la de la diversidad de fenómenos que integran al mundo que compartimos con ellos y en el cual nos encontramos. Queda aquí este humilde elogio de la oscuridad, y su invitación a pensar la profunda complejidad de la ley, y la manera en la cual ésta se manifiesta en nuestras acciones, relaciones, convivencia y, al final de cuentas, habitaciones de lo común:

8

…y acerca de estas mismas cosas, investigan de forma más elevada y más acorde con la naturaleza, Eurípides diciendo que ʻla tierra reseca ama la lluvia, y el cielo sagrado, lleno de lluvia, ama caer a la tierraʼ, y Heráclito [que] ʻlo contrario es concordanteʼ, y ʻde los diferentes [surge] la más bella armoníaʼ, y ʻtodas las cosas suceden por la discordiaʼ. Y al contrario de ésos, otros, en especial Empédocles: pues [dice que] ʻlo semejante desea a lo semejanteʼ.

R (Aristóteles, Eth. Nic., Θ 1, 1155b 4)

Difícil resulta no pensar en definir qué es un contrario. Desde las posibilidades de una lógica de la identidad, podemos pensar al mismo como un opuesto, sólo en una primera aproximación desde el ejercicio de intentar un orden o, mejor, una metodología. El opuesto corresponde con su contrario, en la medida en que se ve ante él, en la medida en que hay una relación de dicho tipo, correspondiente. De manera semejante, podemos pensar en nuestro reflejo ante un espejo. La mayor parte del tiempo (por fortuna) no podemos ver nuestro reflejo ante un espejo. Alguna vez, en un seminario sobre poesía, Josu Landa nos explicó qué significó la posibilidad técnico-mimética que ello representa. Tener una claridad de nuestro reflejo y su contemplación es una conquista tecnológica que ha llevado largos procesos de perfeccionamiento que hasta ahora logran su ansiada nitidez. El reflejo de sí mismo de parte de un antiguo era todavía algo opaco, nebulosos o, simplemente, parcial y diferido, cortado por las intermitencias y accidentes del soporte de dicha experiencia. Probablemente una de las mejores opciones para ello era el acceso a aguas cristalinas como las de la naturaleza -probablemente menos habitada y dominada por nosotros en aquellos tiempos- como nos lo indica el famoso mito de Narciso. El ser humano tuvo a su primer espejo en su entorno, aquél que hizo paisaje de sí mismo, el mundo. Una complejidad opuesta y contraria a sí, una adversidad y, desde la ilusión del yo, probablemente un adversario. Por ello, ante el arrobamiento que causaban tales potencias, como ya muchos han teorizado, optaron por la humildad del culto a las mismas, generando las importantísimas poéticas de las cuales hoy en día podemos hablar como referentes de nuestra cultura.

            Sin embargo, lo contrario o el contrario implican la propiedad de cualidades que implican una relevante diferencia no necesariamente geométrica o, mejor dicho, no necesariamente simétrica. Una simetría no necesariamente correspondiente y exacta, aunque imposible de ser radicalmente diferente -desde una lógica de la identidad- en tanto que ello implicaría su ininteligibilidad y, por lo tanto, su incapacidad de ser parte de nuestra experiencia. En ello, desde el horizonte en el que lo pensamos, radicaría lo irracional y, a su vez, podemos asumirlo como el referente de todo aquello que pierde sentido y, por lo tanto, densidad ontológica. Todo aquello que es irracional en tanto que tiende a dicha desvinculación con lo común, haciendo de lo privado una categoría problemática que refiere a lo lábil, en estos términos insisto, de una lógica de la identidad.

            Es entonces que, en tanto que fenómeno, podemos hablar de todo aquello que signifique dicho estadio, en la medida en que es inteligible y, por lo tanto, elemento del mundo. A pesar de que su diferencia nos demanda su comprensión porque la aproximación en la que consiste su impresión en nosotros inaugura nuestra relación con el mismo. La mera exclusión sería racional desde una lógica de la identidad por su falta de correspondencia con la razón. De igual manera sería el esfuerzo sutil de comprensión que significa la aproximación crítica ante dicho fenómeno, un intento de ser estricto con la racionalidad que asumimos como pauta o, mejor aún, criterio. Ello vuelve problemática a la mera exclusión, en caso de que la misma -por más correspondiente que parezca con la racionalidad a la que refiere- caiga en la irracionalidad que implica la arbitrariedad negligente de no permitirse el rigor del análisis racional del fenómeno ante el que se encuentra.

            Sin embargo, he aquí cuando la razón se confronta con sus límites, como bien lo advierte Kant en la Crítica de la razón pura, y genera prejuicios (irracionalidad) ante el fenómeno de lo contrario. Las posibilidades de acción antes expuestas se evidencian problemáticas en la medida en que pueden resultar (insisto, desde una lógica de la identidad) irracionales porque no son legítimas ante cualquier circunstancia. Puede ser muy prudente la exclusión como forma de cuidado y contención ante una circunstancia, al igual que puede ser imprudente el rigor analítico ante determinados fenómenos que exigen acciones concretas e inmediatas debido a la urgencia de los fenómenos que las demandan. De la misma forma, las acciones contrarias en las circunstancias opuestas a tales posibilidades antes mencionadas, en sus respectivos casos, resultan irracionales y racionales, como ya hemos mostrado. Ello da cuenta de cómo, desde una lógica de la identidad, los contrarios se complementan al manifestar condiciones de necesidad y suficiencia en relación con el todo que integran. Sin embargo, si tales posibilidades se complejizan y problematizan al depender de circunstancia por el carácter multifactorial de las mismas y por estar, muchas veces, integradas por más de una situación y sus respectivas disyuntivas, no hay una sola posibilidad de acción representada en las mismas.  Por lo tanto, en sentido estricto y desde la racionalidad de una lógica de la identidad, no pueden ser reglas ni mucho menos normas apodícticas. En esta (aparente) dislocación implicada en la dinámica de lo contingente -he ahí la nociva pretensión de imponerle nuestra legalidad privada a la naturaleza-, aquella en la que se manifiesta el movimiento de la vida, se abre la necesidad prudencial de una lógica de la semejanza.

            Por ello, ubiquémonos en contexto lo mejor posible, en el contexto de comprensión del propio filósofo efesio, porque, como bien dice en sus clases Josu Landa, “sin contexto no hay sentido”.

            Si para Heráclito lo “contrario es concordante”, como lo señalan aquellas palabras identificadas como integrantes del discurso del filósofo efesio, podemos asumir que para Heráclito lo contrario es común, parte de todo aquello que remite al mismo y, por lo tanto, también es racional y correspondiente con el logos. Es racional que haya contrarios y que sean parte de la legalidad de la dinámica vital en la que lo común se manifiesta. Ello le da a lo contrario una relevancia y, en esa medida, una pertinencia en nuestras relaciones. Ello confirma su necesidad y, con base en ello, su densidad ontológica, su racionalidad.

            Lo contrario concuerda y, por lo tanto, es racional, es parte de la unidad y proporción de lo común. En tanto que es una parte proporcional de la unidad, manifiesta su legalidad en la relación armónica que significa la proporción del todo con sus partes. Lo contrario, por lo tanto, participa de la belleza de lo común. Concuerda en la particularidad de su legalidad en tanto que ente único signado y determinado por lo particular de su singularidad y, por lo tanto, en dicha inteligibilidad también manifiesta su necesidad y comprensión ante el asalto que, desde la descripción que significa su concepto, significa su evento o acontecimiento. El sobrecogimiento de aquella aparente ruptura de lo contrario en relación con una identidad es tan sólo un choque entre fenómenos semejantes y sus respectivos referentes. Negarlo sería tan irracional como negar la diversidad de los fenómenos de la naturaleza. En este pasaje Heráclito nos da cuenta de la complejidad de lo común y de lo contrario como habitación probable y posible del mismo.

            Y, por ello, no resulta nada impertinente la paráfrasis contenida en el mismo pasaje en el que se halla el fragmento del efesio antes citado, “de los diferentes surge la más bella armonía”. Ello, haciendo el matiz -he aquí un ejemplo de la lógica de la semejanza- de que, desde la perspectiva de Heráclito, la diferencia no es tal, en tanto que es aparente y, por lo tanto, al implicar una incomprensión, tiende a la irracionalidad que ésta implica. En el pensamiento de Heráclito no hay lugar para la diferencia en tanto que ésta es imposible porque implicaría la convivencia entre dos inteligibilidades igual de necesarias y suficientes y, por lo tanto, dependientes y determinadas. Por ello, no podrían ser principio como lo es el logos.

La diferencia es legítima como mera apariencia, una faceta del logos, una manifestación de la diversidad de su posibilidad y probabilidad, la posibilidad y probabilidad de lo común, de la misma manera en la que el fuego cambia de aroma al mezclarse con una diversidad de inciensos. Esto es muy importante, no hay comunidad sin el encuentro entre lo diverso, los elementos delimitados y significados por su singularidad. Por lo tanto, no hay comunidad sin encuentro. No hay encuentro de lo único y, por lo tanto, no hay encuentro en aquello que tan sólo posee su identidad. Se trata de una inteligibilidad que no puede referirse sino a sí misma, al grado de que dicha referencia sería imposible porque no hay hacia donde o hacia qué conducir una sensación y/o pensamiento, evidenciándose imposible dicha trayectoria. El encuentro se da entre aquellos que comparten, aquellos que comparten lo común -la habitación de una misma inteligibilidad que hace posible su encuentro, vinculación y comunicación– y que se distinguen por una singularidad dinámica que llanamente podemos llamar diferencia, la cual, por su inmediatez, tan sólo es lo que aparece, apariencia. Es por ello que, en tanto que el encuentro se lleva a cabo en lo común, todo encuentro también es un encuentro con nosotros mismos. La aparición como inteligibilidad da cuenta de su legalidad, en tanto que elemento de la unidad de lo común. Unidad, por lo tanto, del acontecimiento mismo como suceso integrante de dicha unidad de la que participa como fenómeno.

Estamos ante una dinámica, movimiento, animación y, por lo tanto, vida. No hay vida en lo que no es capaz de lo común y, por lo tanto, en aquello que no es capaz del encuentro. La identidad tiene la rigidez de la muerte, entendiéndola como tendencia al cese aparente del movimiento. La identidad no es dinámica sino monolítica -o en apariencia monolítica por su tendencia a la rigidez– porque no es capaz de establecer vínculos y relaciones, al grado de llegar a negar la necesidad de los mismos (o tender a ello), incluso en el caso de aquellos que le son inevitables, evidenciando así su instalación en la apariencia irracional de lo diferente. En oposición a ello, lo común y sus habitaciones dan cuenta de una armonía, la belleza inconmensurable del hogar al que su naturaleza la dispone y, por lo tanto, de su música, un lenguaje secreto que suele ocultarse. El de este hogar que, por lo tanto, también es cosmos manifiesto en la contrariedad vinculante de sus singulares apariencias, habitaciones de lo común, atravesadas por la inconmensurable profundidad de la ley que propicia nuestro encuentro.

Las alas del cielo

A Nim Datia Arcos Garduño y a su bebé que está por nacer,

 por recordarme que la vida es invencible.

“Al que todo lo pierde le queda Dios, todavía”

Arthur Schopenhauer

Según Lisa Simpson la palabra “crisis” en chino significa también oportunidad. Al respecto Homero, su padre, le dice, “sí, oportuncrisis”. Investigué al respecto en esa fuente tan confiable que es google traductor y me salen dos resultados. “Crisis” en chino (tradicional) se dice: Wéiji y “oportunidad” se dice Jihuí. Tratando de darle el beneficio de la duda a Lisa Simpson, busqué en la opción de “chino (simplificado)”. “Crisis” en chino (simplificado) se dice: Wéiji y oportunidad se dice Jihuí. A pesar de que estamos ante una licencia poética, me quedo con la afirmación de Lisa Simpson y con el concepto de su padre, crisis como oportunidad y “oportuncrisis”.

El mundo empezó a estallar desde que nació al igual que el cosmos, desde entonces no ha dejado de hacerlo. Algunos le llaman devenir, una danza, una música, que manifiesta su lenguaje secreto, aquél que hay que atender en tanto que palabra que suele ocultarse, logos se decía en la lengua de nuestro abuelo efesio. Por ello, resulta linda la metáfora la del big-bang. Ésta no es la imagen perdida de un suceso más del montón de datos que creemos parte de algo tan insignificante como la historia de los hombres. La actitud de tal concepción refleja el narcisismo de creer que nuestra historia es lo más importante que ha ocurrido desde siempre. Por supuesto que es importante porque nos atañe, es importante para nosotros y de ahí lo pertinente de su atención. Sin embargo, tal importancia evidencia la necesidad de asumir la responsabilidad de que su influencia en nuestra vida sea con medida y proporción. En el caso de los hombres, con justicia. ¿Qué es nuestra historia ante la eternidad? Esa es la gran lección, no es que la vida continúe, es que jamás ha dejado de ser y detenerse, no tiene por qué esperarnos.

 Dicha imagen -superando el prejuicio historicista de la definición arbitraria e imposible de un origen- resulta una metáfora de lo que no ha dejado de ocurrir y acontecer ante nosotros, en la sutileza de toda apariencia y su correspondiente invisibilidad, la vida y, con ella, la dinámica de todo lo que habita al habitarla.

Hemos llenado nuestro mundo de baobabs y ahora tememos que en cualquier momento estalle. Lo cierto es que, desde antes de que apareciera el hombre y sus baobabs, el mundo seguía estallando, aquello que algunos físicos han descrito como la expansión del universo, del cual nuestro planeta no dejará de ser parte, aunque acabe reducido a un cinturón de asteroides. La explosión ha durado millones de años. La diferencia es que los autoproclamados hijos de Dios quieren ser como su padre y hacen las cosas como pueden y de prisa, como un niño diría nuestro abuelo efesio. Imitan lo imposible de imitar y aceleran los procesos naturales, precipitando la destrucción de todo aquello que los atraviesa (ahí está la pobre oveja Dolly). Catalizamos lo que sabemos desde un principio incontenible. Queremos crear la misma vida que a la materia le llevó millones de años llevar a cabo, los mismos que ha durado su expansión. ¿Cómo no esperar que el mundo no nos explote en las manos?

Nos han hablado siempre de la gran capacidad de artificio característica del hombre, la posibilidad, incluso lúdica, de exploración y experimentación. No podemos negar eso tan importante, anularnos sería mutilar parte de lo mejor de nosotros mismos. Sin embargo, ello nos exige prudencia, la sabiduría a la que hemos renunciado a favor de una temporalidad rutinaria y lineal que defiende la apariencia del progreso y sus incalculables efectos secundarios. Necesitamos recuperar la humildad de sabernos parte del cosmos y dejar de ser hijos de Dios.

 Una gran actriz argentina, Cipe Lincovsky, cuenta que un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial le regaló un medallón que tenía el siguiente poema:“Dios, no te voy a pedir lo que todos te piden porque seguramente de eso no te queda nada./ No te voy  a pedir la tranquilidad del alma ni la del cuerpo, ni siquiera la fortuna, ni tampoco la salud./ Eso te lo piden tantos que seguramente no te queda nada./ A mí dame lo que te sobra, lo que se te rechaza./ Yo quiero la intranquilidad y la tormenta;/ la insatisfacción y la pelea y dámelo para siempre, que yo esté segura de tenerlo para siempre,/ porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo de nuevo.” Sin duda hay quien aprende a morir antes de hacerlo. Cuenta Sophie, la querida hermana del gran compositor austriaco, que los últimos suspiros del genio fueron “como si hubiera querido, con la boca, imitar los timbales de su Requiem”. Al igual que él, hay que aprender a escuchar nuevamente la música del cosmos, su lenguaje secreto, para volver a ser parte de su armonía y olvidar para siempre el compás de la fuga en la cual nos hemos perdido, no será necesario tal obstáculo si hacemos el esfuerzo de volver a estar en nosotros mismos, en el cosmos. Estamos ante la oportunidad de la crisis -la oportuncrisis-, la oportunidad de crecer. Antes de que el mundo estalle, todavía podemos aprender a caminar entre baobabs.

La canción del alma

Continuamos la exploración del relato que hace Sebastian Junger de uno de tantos rostros de lo humano como lo es el de la desnudez de la carencia cuando ésta habita la naturaleza demandante de un cuerpo. La metáfora constituida por un conjunto de narraciones históricas nos ofrece dicha imagen, nos remite a la aspereza de la guerra y a la relevancia de la cotidianeidad de un combate naturalizado en todos los aspectos de la circunstancia inmediata de un soldado en cada una de sus prácticas y actividades diarias, como ahondaremos más adelante, cada detalle de la misma se convierte en un asunto de vida o muerte.
Una vida que no tiene principio ni fin por la omnipresencia de la incertidumbre tan sólo es continuidad. Está partiturizada por el compás de aparentes discontinuidades, en este caso preámbulos, contemplaciones y repliegues estratégicos que invitan al dominio, instantes de suma emergencia y contingencia que invitan a una inesperada alegría, terriblemente espontánea, en la que la oportunidad de tal presencia es apreciada con tal compromiso que se vuelve sumamente aprovechada, intensamente vívida y vivida: “El valle de Korengal viene a ser el “Afganistán” de Afganistán: demasiado apartado para conquistarlo, demasiado pobre para intimidarlo, demasiado independiente para sobornarlo. Los soviéticos nunca llegaron más allá de la entrada del valle y los talibanes ni siquiera se atrevían a entrar.” El testimonio anterior nos ofrece una postal del lugar donde se encuentran los protagonistas de nuestro relato. “Una postal del infierno” sería lo fácilmente afirmado por las inteligencias más burdas tendientes a estigmatizar a lo monstruoso por rebasar su experiencia, la comprensión de la que sus cuerpos son capaces. Seres rebasados por la complejidad de la profunda penumbra que columbran, el problema (próblema) del misterio que es el hombre.
A pesar de lo anterior, también es la postal de un hogar para quienes han hecho de tal paisaje algo semejante. El hogar está donde se encuentra el corazón y el latido del mismo son los afectos, la familia, con quienes compartimos la tristeza del duelo y la alegría emergente de los momentos tan únicos que llamamos “eternos”, un tiempo que brota, nos dice Bachelard, indeterminable, único y de afortunada y ambigua volátil variabilidad, como la emergencia del afortunado verso por parte del poeta durante la subversiva torcedura que implica la plenitud de su momento de creación, momento de armoniosa relación consigo mismo en tanto que parte del cosmos.
Desde tal comprensión puede surgir el darse cuenta del carácter aparente de la soledad. No hay soledad en el paisaje porque es habitable o no es paisaje, al grado que incluso nuestro dolor es una compañía, una habitación de nosotros mismos, digna de contemplación, recurso de templada actividad tendiente a la quietud, capaz de ser una puerta hacia la comprensión, madre de la serenidad como bien afirman los cínicos, estoicos y epicúreos.
Estos hombres están rodeados de La materia cuya sensibilidad habitante de sus cuerpos confirma la vida que los atraviesa y constituye, la vida de un cuerpo dispuesto al vínculo con lo inmediato desde la más básica conciencia sensorial que implica su existencia como presencia en dicho paisaje a través de su proxemia. Estamos ante el paisaje de la adversidad que demanda en situaciones extremas rebeldía, y en situaciones no tan distantes un arte, el de constituirnos para ser la habitación de nosotros mismos a través de la relación con la aparente desolación de tal paisaje. Es ahí cuando se da el encuentro consigo mismo por parte de quien se ve como el animal que bebe de la fuente de su vida, la sublime experiencia de su destino: “Un pelotón, por lo general, está integrado por ocho hombres más un jefe, y esos ocho soldados se dividen en dos unidades de fuego, denominadas “alfa” y “bravo”. En un pelotón de armas de apoyo, cada unidad era responsable de una ametralladora pesada M240.” Un hombre describe las herramientas para su sobrevivencia, instrumentos de cacería, la presa es la vida. Un hombre en busca de otra clase de alimento, lo que nutre y sostiene la vida y su existencia. Tal posicionamiento exige la logística necesaria para garantizar el éxito de la misión que, para ellos, no es sólo el objetivo buscado u ordenado sino el regreso a casa que le da sentido a todo, lo más importante.
Dicho territorio es “demasiado apartado para conquistarlo”. Nos habla de su inaccesibilidad, de su aislamiento. Podemos imaginar un ámbito cerrado por una muralla de dificultades que posibilitan la magnitud de su vida, su desempeño y dinámica. Un sitio ajeno a la novedad, a lo poco familiar que esta resulta. Podemos inferir que el peligro es no estar lo suficientemente preparado cuando ésta llegue. La problemática invasión de un cuerpo vivo. En este caso la apariencia es la supuesta certeza del resguardo descrito, siempre es posible la novedad, incluso su más radical acontecimiento. Resulta indeterminable su probabilidad en tanto que siempre es posible. Las condiciones para ella y sus consecuencias jamás están del todo negados. Dado lo anterior, ¿la aparente quietud de toda paz no resulta problemática? ¿No es ello una apariencia? Puede ser muy duro el cambio, la aceptación de la misma implica el duelo de lo que creíamos. Quizá siempre sea bueno estar preparado para la novedad en la medida de lo posible, así, quizá, podríamos desapegarnos de la apariencia de nuestra paz y todo lo que supuestamente implica.
Probablemente se trató de probar e invertir infraestructura para habitar lo aparentemente inhabitable, crear las condiciones para hacer de la adversidad un hogar. ¿Puede no dejar de ser así en el caso de un ser humano? Lo que los soviéticos no lograron y lo que desafió la voluntad de los talibanes en su momento ha sido consumado en una compleja y difícil habitación. Ha sido ocupado a través de un uso estratégico de la inteligencia, capaz de dinamizar, por medio de la tecnología, un cálculo óptimo de la fuerza de un grupo de hombres hasta alcanzar el mejor de sus resultados según lo planeado.
Se abre un porvenir de manera semejante a la cual el hombre lo hace cuando domina a la naturaleza, a pesar de lo indeterminable e incalculable de sus efectos. Es ante tal posibilidad lo que la demanda por parte de nosotros mismos, en el mejor de los casos, un posicionamiento a favor de nuestra prudencia, un acto de virtud. Se evidencia claramente tal necesidad a pesar de que la magnitud de la circunstancia nos rebase. Vemos como el dominio implica un dominio de nosotros mismos, una relación adecuada que comprenda la ley, el logos, de nuestra vida. Quien desea ir en contra de la ley, del logos, va en contra de la naturaleza y, por lo tanto, va en contra de sí mismo. No es capaz de habitar la ley, de habitarse así mismo y, en esa medida y proporción, habitar la naturaleza, ser parte de ella y su comprensión, he ahí el dominio que se opone a la barbarie de la dominación.
Con cierta pertinencia habrá quien dirá, “Sin embargo, ¿no dice el sabio efesio que los dormidos participan del logos?” Así es, y, de hecho, en tanto que tal posibilidad de bárbara dominación (algoi) es parte también de la dinámica cósmica de la materia es necesario comprenderla en el sentido más profundo, amplio y pleno de la palabra. Por ello, porque nuestro carácter racional, ese Ethos que es nuestro destino, evidencia la ineludible responsabilidad implicada en la conciencia de toda racionalidad, lograr nuestra virtud consiste en lograr el dominio de la armonía -sintonía y afinación- en la que consiste el logos, en tanto que parte correspondiente del mismo.
Lograr la habitación virtuosa, la armonía, con aquello y aquellos con los cuales compartimos la vida. La guerra desafía la manera tan trivial en la que generalmente entendemos la vida. Sin comprender lo paradójico de nuestra condición humana y, por lo tanto, de nuestra libertad -como bien advierten los estoicos, grandes herederos del sabio efesio-, habitamos el mundo haciendo de él un difícil cosmos privado como si fuera ajena nuestra ineludible animalidad. Cedemos a la somnolencia y no vemos los matices posibles en relación con lo que realmente sabemos de la vida, probablemente por ello nos cueste tanto trabajo entender la guerra.
Sin juzgar, sólo intentando comprender, me permito las siguientes preguntas. ¿Es lo mismo una guerra que una invasión? Pienso, por ejemplo, en el caso de un pueblo que requiera satisfacer sus necesidades a costa de vulnerar la vida de otro pueblo saqueándolo y tomando la propiedad del mismo -propiedad, en un sentido muy antiguo y tradicional de la palabra. Ello, como llegó a ocurrir de parte de los pueblos celtas del norte de Europa, implicaba la sumisión de la voluntad del adversario, una narrativa del enemigo, la generación de su imagen -una imagen que puede ser susceptible de odio al grado de abrir la posibilidad de un exterminio ante la necesidad de este último, por ejemplo-, que permitiera fenómenos como la territorialización de la intimidad del invadido a través de la violación de sus mujeres, siendo también objeto simbólico de la sumisión y derrota de la virilidad de un pueblo conquistado, un acto simbólico de castración.
La legitimidad de tal acto puede inferirse por parte del invasor en relación con la debilidad del pueblo conquistado ante su incapacidad de defenderse, lo cual legitimaría también su servidumbre. En un contexto actual, sin dejar a un lado lo problemático de las inferencias antes hechas y sin hacer juicio alguno, insisto, con la intención de comprender la complejidad del fenómeno de la guerra para no caer en una burda denuncia de la misma, ¿podríamos hablar de una legitimidad semejante en el caso de una invasión dispar por parte de un Estado-Nación o una Dictadura? Ello, por supuesto, tomando también en cuenta la relación convencional que puedan tener desde su especificidad con el Derecho Internacional y su manipulación constante a favor de los intereses privados de los propietarios que lo atraviesan. Ante ello, ¿cuál es la legitimidad de una guerra defensiva? Todo lo dicho hasta ahora lo digo sin negar su terribilidad, aquello que llamaba Esquilo, deinotés.
¿Es lo mismo una guerra defensiva que una guerra de exterminio? Creo que muchos coincidiríamos en la legitimidad de la misma en tanto que acto de afirmación de la vida, legítimo derecho a cumplir el deseo de seguir viviendo, coincidente con la defensa de lo amado, ser amante, protector de lo amado, aquello que, en el sentido más anticonvencional de la palabra podemos llamar familia, los seres a los que brindamos la mutualidad de nuestros afectos. Alguna vez en una clase Josu Landa nos dijo, “Hay ocasiones en que la lucha es un deber”. Sin embargo, ¿qué pasa si, en términos estratégico y a favor del bien común -la vida de todos, por ejemplo-, es mejor ceder para proteger, para no exponer inútilmente lo amado a su pérdida? Ello también implica una acción de armonización, puede consistir una atención al logos. Sobre todo, si comprendemos, maquiavélicamente, a la política como la oposición geométrica de fuerzas entre cuerpos. También, por ello, está otro caso extremo, posible deriva de la inactividad, de una aparente pasividad ante el acecho de lo amado. ¿Qué pasa si lo mejor -aquello que puede constituir un bien común en situaciones tan adversas- es permitir el terrible y difícil sacrificio de lo amado? Ello puede implicar la superación de la enfermedad del ego -el yo cuando ya no es una apariencia preservadora de la vida- capaz de dar cuenta de la virtud de quien no está instalado en la somnolencia de un logos privado. Bien dicen que tanto la guerra como la política -la guerra como política al igual que la política como guerra-, en tanto que parte de la vida, también son un arte al igual que vivir.
¿Qué pasa con todo lo que implica la hiperprofesionalización tecnológica de la guerra, la cual también ofrece el asesinato a distancia de otros cuerpos sin una relación directa entre atacantes y atacados? No puedo negarlo, me resulta dolorosa la imagen de poblaciones enteras siendo exterminadas por armas enemigas desde la tremenda ventaja de la distancia incapacitante para cualquier contraataque, hay algo de perverso en la angustia de lograr dicha impotencia. Me viene a la mente el sufrimiento de un querido amigo yugoslavo, sobreviviente de la ocupación nazi, que tuvo que confrontarse con el hecho de que, después de la extinción de su país (referente de sus afectos más importantes), tuvo que reencardinar su comprensión de las cosas ante lo inminente de los bombardeos a Kosovo por parte de la OTAN… Sin embargo, ¿podemos descartar la posibilidad de que haya circunstancia alguna en la cual ello no sea una necesidad, resultado incluso de la preservación del bien común correspondiente con un legítimo sentido de justicia? Asumo el riesgo del posicionamiento que implica esta hipótesis, sé que, quizá, pongo en peligro a los demás, además de a mí mismo. Sin embargo, quizá por ello, por la posibilidad del peligro de la irracionalidad de una circunstancia de ese tipo, sea necesario pensarlo y hacernos responsables de nuestra violencia, hacernos responsables de nosotros mismos. Hay quien, con cierta legitimidad, podría decir, “¿no sería mejor no pensar o, por lo menos, no hablar de ciertas cosas?”. Honestamente, en algunos casos, creo que no. En mi humilde opinión, cierta clase de silencio ante ciertas circunstancias, siempre ha sido parte del problema de las mismas.
Todas estas complejidades se hacen más patentes desde que la guerra dejó de llevarse a cabo únicamente entre ejércitos profesionales para también involucrar a sectores de la población en el combate, sin negar que hay ejércitos no ortodoxamente profesionalizados pero sí lo suficientemente competentes como para combatir con efectividad, von Clausewitz lo reconoce al reivindicar el papel de la voluntad de un pueblo en la victoria del mismo ante dicha circunstancia. Tampoco, podemos negar que el involucramiento de la población en el combate sea algo nuevo de diversas formas, tanto en el ataque como en la defensa, al igual que en el hecho de haber sido abatidos por el mismo, como en el ejemplo que dábamos en relación con las invasiones de los antiguos pueblos celtas del norte de Europa. La comprensión de la guerra nos demanda la atención de estos matices. Por ello, lejos de juzgar llanamente cualquiera de estas posibilidades, me parece pertinente ponerlas sobre la mesa para pensarlas y, sobre todo, problematizarlas. Parece que hay que hacerle mucho caso a von Clausewitz cuando afirma, “Si quieres paz, prepárate para la guerra.”
Combatir no necesariamente es confrontarse. Luchar implica el dominio de la armonía de sí mismo para habitar la adversidad y aprender a vivir en ella. No hay adversario sino adversidad y, por lo tanto, tampoco hay lucha con un mismo. Lograr la armonía, nuestro dominio, ser señores de nosotros mismos, implica lograr una relación virtuosa con los demás, en relación con la circunstancia de nuestro encuentro, incluyendo a la adversidad en menor o mayor medida. Por ello, dicha relación virtuosa con los demás incluye la posibilidad de matar o morir.
Pensemos en el ajedrez, metáfora y metonimia del cosmos. Las fichas blancas son la vida, incluyendo nuestras potencias. Las fichas negras son la adversidad. El tablero es la eternidad y, todo en su conjunto, el cosmos. Bien dice el sabio efesio que “El tiempo es un niño que mueve las fichas, de un niño es el reino.” No hay adversarios, somos “uno y lo mismo”. El dominio está en la unidad que implica la habitación de ti mismo, manifiesto en la completud que logra el pensamiento al ser uno con la sensación manifiesta en la materia. Sensación de un cuerpo habitado, capaz de reconocer la dinámica cósmica de la música del todo, su ritmo, su tonalidad con la cual nos afinamos, nuestra correspondencia con su armonía. Ello se manifiesta en la atención de nosotros mismos a la pertinencia de nuestra actividad y su descanso, al igual que del reposo que este último implica y la atención que tanto actividad como reposo nos exigen como ejercicios sintónicos de nuestra armonización. “El inteligente es el que descansa”, me dijo un día mi amiga Emma Cecilia Delgado Hernández. De tal forma nos vinculamos en la libertad que implica la flexibilidad de nuestra acción, la atención a favor de nuestra adaptación, capaz de llevar a cabo nuestra poiesis, habitación de nosotros mismos, habitación de la naturaleza, el cosmos que habita nuestro cuerpo y nuestro cuerpo navegante, habitante del cosmos.
Ser capaz de nuestra habitación dinámica de la vida correspondiente con el lenguaje secreto de la misma, nuestro ritmo, nuestra danza, nuestra música, manifestaciones de un arte de vivir. Seguir jugando la poiesis de su habitación, escuchar al logos, atender su voz que habla a través de nuestro cuerpo. Quizá, a partir de este punto, podamos comprender la música de la guerra por parte del sabio efesio, la poiesis de los contrarios y su opuesta complementariedad.

Porvenir

Juana le había pedido a Julián que no matara al santo. Él le había advertido que no podía dejar inconclusa su misión y que por ello tendría que partir. Juana, como buena hija de la hybris, yendo en contra de su destino acaba cumpliéndolo. Toma un caballo y sigue los pasos de Julián hacia el duelo final, el último encuentro, en medio de la oscura madrugada tucumana. Al llegar, encuentra a Julián ante la tumba de Aballay. Muy probablemente, consciente de lo que ha hecho, el joven ha enterrado el cuerpo del santo, habiéndose dado cuenta demasiado tarde -como siempre- de que había matado a otro hombre. Aballay ya no era el gaucho que había degollado al padre de Julián Herralde.
Juana, quizá comprensiva o quizá sólo feliz de encontrarse con Julián, quizá pensando que éste la esperaba, sonríe al joven. A modo de cruz, la daga de plata yace clavada en el montón de tierra que señala la tumba de Aballay, justo al lado izquierdo del horizonte, mientras bajo el cobijo de su imagen los jóvenes amantes siguen a caballo su camino bajo el ojo de Febo que todo lo ve, a través del desértico paisaje tucumano.

De cabras y corderos

Estamos ante el último encuentro, la despedida entre dos hombres. Para uno se trató de la búsqueda que dio sentido a su existencia, para el otro fue el principio de una transformación que, sin saberlo, está por consumarse. El destino los ha unido en la misma derrota, de ella depende el motor respectivo de sus vidas.
Para el primero el camino a penas empieza. Este es el principio de un porvenir más allá de lo que siempre ha creído, una incertidumbre que desconoce y con la cual apenas se confrontará. Para el segundo todo lo que ha sido lo ha llevado hasta este punto porque, como bien nos lo enseña la tragedia, el destino es tan ineludible e inevitable como la muerte que lo sella.
Herralde le pide a Aballay que se baje del caballo para pelear con él. Por supuesto, éste último se niega fiel a su misión. Herralde no pierde tiempo y ataca con el mismo puñal, ahora recobrado, con el que el antiguo gaucho degolló a su padre. Es la pelea entre un joven a ras de suelo y un anciano montado en un caballo. Aballay se defiende con un carrizo que le sirve de bastón, el báculo del anacoreta, tratando de evadir el filo esgrimido por Herralde. Este último alcanza el bastón de Aballay y parte su extremo haciéndole un filo. En el inútil intento de alejar al joven necio que quiere una pelea que el estilita no desea, Aballay empuja el carrizo clavándose a un costado de la garganta del joven porteño. El grito es terrible, la sangre borbotea caudalosamente al punto de casi ahogar a Herralde. La herida duele a quien la ve, así es de profunda. Aballay, haciendo un breve pero importante esfuerzo saca su bastón de la garganta del joven. Queriendo ayudar a este último, baja del caballo, regresa a la tierra en la cual ha pecado, se produce un contundente sismo, una trémula onda sobre el suelo impactado por las botas del antiguo gaucho, como si Aballay dejara de ser tan celeste y etéreo como un santo y volviera a ser tan pesado como el cuerpo de un hombre, tan denso como sus pecados. Vuelve el aturdimiento de aquel primer encuentro con Herralde, al cual la desgracia sucedió como si nuevamente la anunciara… Así es. Aballay justifica el abandono de su misión ante el solar ojo de Dios que lo contempla: “Fue por causa mayor”, se disculpa el antiguo gaucho e inmediatamente su pecho es atravesado por la daga de plata con la que degolló al padre del joven porteño. Es ahí cuando sucede el último encuentro, un close-up desde el emplazamiento de Aballay quien ve a Herralde con gesto de llanto y duelo, empuñando el arma de su padre, atravesado por la conmoción de haber cumplido su destino como buen hijo de la hybris. Es la mirada de Aballay viéndose a sí mismo al empezar la misión que lo llevó a una nueva vida, un hombre en pleno duelo por la pérdida de sí mismo que tendrá que resignificar el encardinamiento de sus pasos en medio del duelo de haber matado a un santo que, pese a todo, le ayudó más de una vez y en una de ellas le salvó la vida. Un santo en el cual, por cierto, motivado por su profundo amor por Juana, alguna vez llegó a creer. Gracias a un plano nadir nos enteramos de que el desenlace de tal drama -como todo- ocurrió bajo la mirada de Febo, nada escapa a la misma (Omnia sol temperat).

Comunidad

Sin embargo, antes de ir por Aballay, debe rescatar a Juana quien nuevamente a caído en manos de “El Muerto”. Juana, estaqueada como lo estuvo Julián, reza por un último milagro a “el pobre” para salvarse y reencontrarse con Julián. El milagro ocurre. Para salvarla, Julián hace una alianza con “el santo”. Le dice a “El Muerto”: “Te traje algo que se te perdió hace tiempo”. “El pobre” está atado encima de su caballo. Sin embargo, en la confianza de su supuesta victoria, “El Muerto” no se percata de que Aballay está desatado. Y que de sus amarras flojas Julián puede tomar una pistola con la que se enfrenta a tiros con “El Muerto” y sus hombres, logrando herir de muerte a tres de ellos. Aballay antes del tiroteo corre maniatado y montado en su caballo, cumple su promesa de no volver a hacer daño y se va sin matar a nadie. Julián intenta tomar un caballo, las patas traseras quedan atadas por la boleadora de un gaucho aliado de “El Muerto”. Van otros hombres de “El Muerto” contra él. Logra arrebatarle a uno un cuchillo, hiriendo a dos de gravedad y dejando a otro tuerto. Toma a otro de rehén y le quita la pistola. Empieza un nuevo tiroteo donde logra acabar con el resto de los hombres de “El Muerto” ahí presentes, usando a su rehén como escudo humano. Este último recibe todas las balas que le tocaban a Herralde.
Asumamos que eran pocos hombres los que estaban en escena a favor de “El Muerto”. Si bien suena un poco excesivo lo ocurrido en la confrontación, concedamos esta licencia poética como parte del género western, en este caso un western gauchesco. Me parece necesaria esta digresión. Quizá no tanto para el lector de este trabajo como para mí, con el fin de ser justo con la muy estimable calidad de la película. Probablemente tal sea el peligro de la descripción de un relato, en este caso la secuencia de un filme, desmontar al mismo en la unidad de sus elementos, al grado de hacer de su explicación el malentendido de la misma, acentuando la insalvable distancia con su experiencia. Ante dicha posibilidad prefiero ser cauto.
Sin embargo, a Julián se le acaban las balas. Sólo quedan él, “El Muerto” y Juana estaqueada, flotando con el polvo árido de Tucumán. “El Muerto” advierte: “Suelta tu arma y a ese hombre que me estoy poniendo nervioso”. Ello lo dice apuntando a Juana con su revolver. Julián obedece y, cuando parece inminente la derrota del joven porteño e imposible un milagro más por parte de “el pobre”, ocurre nuevamente. El pueblo se cura de la malaria, el pueblo de “La Malaria” se cura. Antes de que “El Muerto” dispare es atravesado por una bala. Pronto llega otra proveniente del rifle del hombre al que “El Muerto” le robó tres caballos al principio de la película. Llega otra más por parte del vendedor de ropa que le regaló un pañuelo de “seda de la India” a Julián cuando buscaba alambre para trabajar en la casa de Juana cuando era empleado de la misma. Después disparó una mujer. Un close-up da cuenta de que un niño lo ve todo. Disparo otro hombre. Al igual que el resto, lo hace con su propio rifle o pistola. Así fue hasta que cayó de bruces sobre el suelo aquel Tirano y verdugo.
Este fue el último milagro del santo, el milagro que aparentemente no llegó y por el cual pidió Juana. Como vemos al principio de la película en la secuencia de la pulpería cuando Julián toma venganza por primera vez y recaba la primera pista que lo lleva a “El Muerto” y Aballay, todo el pueblo era devoto de “el pobre”. A pesar de su miedo, la única figura de bondad y altruismo en territorio tan adverso y ante el autoritarismo despiadado que sufría era “el pobre”. En su imagen yace la memoria de la solidaridad como necesidad, la solidaridad necesaria para hacer de la vida en dicha circunstancia digna de ser vivida. Sólo ello hacía posible una mínima alegría, sólo compartiendo se podía tener algo que compartir.
Siendo justos con el pueblo -perdón por la omisión- Juana logra escapar de “El Muerto” -después de la secuencia del anuncio de su “matrimonio”- gracias a la ayuda de algunos pobladores que, además, también le facilitan la liberación de Julián y los dos caballos con los que llega con su padrino, el contacto que les permite encontrarse con “el pobre” quien atenderá la ceguera de Julián. De la misma forma en la que la imaginación del dolor de Julián cuando era niño por parte de Aballay transformó a este último de un terrible delincuente en un estilita, el pueblo en su momento se transformó, empezando a curarse de la fiebre del miedo, cuando se imaginó el sufrimiento de Juana durante la fiesta en la que “El Muerto” hizo de ella “su” “esposa” al marcarla con el hierro ardiente con el que se señala a una yegua. Por cierto, como preámbulo a dicha “unión”, “El Muerto” dio un discurso en el que recordó los tres grandes valores sagrados de la nación argentina: Dios, La Patria y La Familia.

Hado

Es tentador pensar que la redención nos permite escapar del pasado, huir o, por lo menos, alejarse del dolor de lo que fuimos, inaugurando de tal forma una nueva vida. Sin embargo, eso sería huir de la responsabilidad de lo que hemos hecho como si pudiéramos renunciar a sus consecuencias, las implicaciones de lo realizado como concretud de lo consumado. Éstas se evidencian y manifiestan en nosotros, nos constituyen. Sin embargo, ello no implica que debamos cargar con el peso muerto de la culpa. No hay cabida para ella en el cultivo verdadero de la conciencia de nuestra biografía -el trayecto vital de nuestro querer y el drama en el que se ha concretado- que entraña la plena voluntad de hacernos responsables de nosotros mismos, debido a que tal decisión nos exige la misión de intentar el logro de una comprensión de lo que hemos sido como aquello pasado que nos constituye y de lo cual somos responsables ante el porvenir. Una plena conciencia del ejercicio de nuestra libertad y la manera en la que ésta nos ha formado, al permitirnos ser testigos de la dinámica de nuestro deseo, ofreciéndonos las claridades necesarias para constituir prácticas que nos permitan un arte (tecné) para guiar nuestro querer y llevar a cabo la realización de nuestra querencia. En eso consiste una poiesis de nosotros mismos.
Hago este preámbulo para adentrarnos al momento definitorio del filme. La redención como búsqueda de justicia (logos) con nosotros mismos es hybris. La hybris aspira a La Justicia (logos) que significa la realización de nuestro deseo como realización de la convicción de aquello que creemos verdadero y, por lo tanto, justo para, en y desde nosotros mismos. Esta última justicia es una justicia del mundo y en el mundo ya que corresponde con nuestra forma de vida, una forma de vida justa como habitación del mundo. De tal justicia con uno mismo depende nuestra alegría y, por lo tanto, en tanto que bienestar, una forma de habitar el mundo de manera justa, con justicia. Ser justo con el mundo como consecuencia de tener las condiciones para ello en tanto que nos hemos hecho cargo de nosotros, somos responsables de nosotros mismos y, por lo tanto, somos capaces de un dominio autárquico y autónomo de nosotros mismos. Ser justo con nosotros mismos implica la congruente correspondencia entre nuestra querencia y su realización como la manera virtuosa (areté) en la que habitamos el mundo, por lo cual sería imposible un conflicto con el mismo.
Siguiendo con esta digresión, problematicemos lo anterior. Aspirar a La Justicia (logos) es hybris porque es una plenitud que se opone a la falibilidad de nuestra finitud. También dicha voluntad de justicia se confronta con el deseo de lograr algo que no depende de nosotros, compartir la voluntad de dicha aspiración -por más “perfectamente” racional (logoi) que parezca- implica pretender que el mundo corresponda con tal expectativa, nuestra expectativa. Ello resulta infantil, ingenuo, histérico y neurótico. El ser humano hace de su vida un drama por el conflicto que implica la falibilidad de su deseo, manifiesto en la tensión entre el bien común -valga el pleonasmo- y nuestros intereses privados. En dicha oscilación ocurren muchas cosas fuera de nuestro control, incluyendo una serie de decisiones y circunstancias -propias y ajenas- dispuestas a la inconmensurabilidad de nuestra voluntad, nuestro conocimiento, las circunstancias y, por lo tanto, el azar. Sin embargo, y, por lo tanto, nos es constitutivo aspirar a la justicia (logos) como resultado de dicha tensión y, por lo tanto, como el elemento central del drama y conflicto capaz de hacer del sentido de la vida un objeto de reflexión y una manifestación desde y de, respectivamente, de la escena de la condición humana. Si no fuera así no existiría la disputa por la verdad en la que la filosofía consiste. En ello se manifiesta la relevancia de la Justicia (logos) en la vida de los hombres, correspondiente con la hybris como manifestación del fisis en nuestro carácter.
Paradójicamente, dicha justicia entraña en la plenitud de nosotros mismos el carácter trágico de nuestro destino como afirmación de nuestra vida hasta la muerte, nuestra plenitud yace en que la realización de nuestro deseo nos mate en la honesta voluntad de decidir ser lo que queremos ser a pesar de todo, incluso a pesar de lo que supuestamente es mejor o más conveniente para nosotros. Esta postura hace patente la aceptación del peligro de la negación irracional (alogoi) -estúpida- de la vida, por parte de un nihilismo torpe -imperfecto lo llamarían tradiciones como el budismo. Una inercia capaz de prolongar una existencia sin sentido y aletargada. Una existencia que tan sólo tiene como fin el retraso de la muerte ante el dominio de la sensación ocasionada por la incomprensión que significa el miedo a la misma, la absurda voluntad de posponer lo inevitable como si ello fuera posible, como si fuera evadible la determinación del carácter que se manifiesta en nuestro deseo como depositario de la más honesta y, por lo tanto, verdadera de nuestras voluntades, ligada inextricablemente a la fisis y, por lo tanto, definida por nuestra finitud y la falibilidad que implica. En ello consiste la inmediatez de un aparente bienestar ligado a la insignificancia de una mismidad replicable, uniformante y normalizadora en la que se basa la predictibilidad y lo predecible de una vida signada por la monotonía, la aceptación resignada de la derrota de la náusea, una muerte en vida atravesada por el sinsentido de hacer de dicha inercia el sentido de la vida por considerar a esta última un valor en sí mismo con toda la hipócrita problematicidad que ello implica. El engaño de una satisfacción motivada por el pusilánime miedo a la muerte como incomprensión de la sublime magnitud de la vida antes expuesta.
Ante la pírrica victoria de una nueva vida (la gloriosa derrota de nuestro carácter trágico) podemos caer en la ilusión de una imposible superación de la “anterior” cuando, en realidad, vida hay solo una. Las diversas facetas de la misma son correspondientes con un carácter que, si bien cambia, no deja de ser el mismo porque se trata de la misma fase cósmica mortal y finita con la cual habitamos nuestro cuerpo. No podemos dejar de ser nosotros y, por lo tanto, las conciencias posibles y correspondientes que ello significa, asumiendo a las mismas como experiencia del cuerpo. Es insuperable dicha concretud.
Aballay cae en dicha trampa. No espera que el pasado lo busque, podemos inferir con ello una negación de la contundencia de sus actos. Julián Herralde ha sido estaqueado al confrontarse con El Muerto quien ha forzado a Juana a “casarse” con él. Juana -también apodada “negro”- ha sido marcada como las yeguas con un hierro ardiente que tiene la forma de la letra “M” dentro de un círculo. Después de haber sido violada por el negro, a la mañana siguiente, logra escapar y liberar a un malherido Julián que, en su aprehensión y por lo cercano a su rostro de la detonación de una bala, ha quedado ciego. Sus ojos han sido lastimados por la pólvora y las sutiles cargas de metal del disparo. Con la esperanza de reestablecerlo, Juana le pide ayuda a su padrino, un cordobés devoto de “el pobre”, le pide que convoque al mismo para sanar a Julián. Después de una serie de pasos y códigos para dicho contacto y de una travesía a lo más profundo y elevado de una breve cordillera tucumana logran contactar al santo quien atiende a Julián.
Si bien el primer encuentro entre ambos fue hace diez años, ahora el segundo es en condiciones muy diferentes. No hay mirada en la cual se puedan encontrar, Julián está ciego y, desde esa ceguera, lograr reconocer a aquél hombre como “el pobre” del que tanto le ha hablado Juana, devota del mismo. Julián lleva consigo un dije tallado en madera, una figura de “el pobre” que le dio Juana. De cuando en cuando, Julián lo empuña para darse fuerza ante el sufrimiento de su convalecencia, más por ella que por el santo. El dije es símbolo de su amor, lo podemos apreciar en la manera en la que Julián lo besa cuando Juana se lo pide. Julián en dicha secuencia no deja de verla. Juana, después del gesto de Julián, inmediatamente besará el dije del mismo lado en el que se posaron los labios de Julián. “Entonces es el pobre, la gente le reza, le pide protección”, le dice Julián a Aballay para hacerle ver que lo ha reconocido a través del amor que siente por Juana.
A pesar de lo anterior, Aballay ve los dibujos de Julián quien ha retratado de memoria los rostros de los asesinos de su padre, el rostro de cada uno de los integrantes de la banda que lo mató. Destaca el rostro de “El Muerto”, el hombre ante el cual Aballay no puede ocultar, a pesar de su nueva vida, un desprecio por la manera en la que lo traicionó. Pero el rostro que más lo impacta es el de aquél que Julián después describirá como “El peor de todos”. Aballay se confronta con el rostro del hombre que fue, dibujado fielmente por Julián. El único objeto capaz de evocar fielmente aquél evento es la daga de plata que le robó al padre de Julián durante aquel asalto y con la cual degolló al mismo. La tiene sujeta a su espalda con su cinturón. Julián también tiene un dibujo del arma en dicho registro. Aballay acaba de reconocer en él su crimen.
Conciente de la inminente recuperación de Julián, Aballay deja solo al chico en la montaña para que concluya su recuperación, la cual sucede con la brevedad del lapso entre un día y otro. Aballay, manifestando conciencia de lo inevitable del destino, clava la daga de plata en un montón de tierra cerca de Julián. Cuando este último recupera la vista, rápidamente se percata del arma blanca confrontándola con su dibujo de la misma. Es entonces que descubre que “el santo”, “el pobre”, no es otro sino “el peor de todos”, Aballay. De alguna forma, en ese momento, Julián confirma lo que le dijo Aballay durante algún episodio del tiempo en el que compartieron la atención y convalecencia de la ceguera del joven porteño. Julián le confiesa al pobre: “…todavía tengo que seguir matando, eso es terrible”. Aballay evidencia su carácter de profeta, derivado de su vínculo con lo divino en la fisis. Vidente de ojos sanos, da cuenta de ser oráculo sin complejidad. Habla con la transparencia posible ante la incertidumbre, la claridad del estilita curandero, lector de los signos de la naturaleza: los movimientos del cielo y de sus habitantes; los reflejos del sol; los sonidos del ambiente. Hace de su entorno el lugar en el cual encontrar los materiales necesarios para llevar a cabo la artesanía que le permita sobrevivir en medio de la adversidad desértica de Tucumán, al igual que los remedios con los que garantiza la atención y subsistencia de sí mismo ante la gravedad del malestar y la enfermedad, los mismos con los que atiende a los que lo necesiten: “Y lo que viene después… es peor”, sentencia “El pobre”. Es la lucidez de un cuerpo que ha padecido en carne propia la decisión de matar. Aballay advierte el incesante apego de la venganza, el cual implica la irresponsabilidad de delegar en las inmediatas consecuencias que buscamos para los objetos de nuestra más profunda aversión la solución definitiva de nuestro dolor. La ilusoria creencia de que una vez aniquilado el objeto de nuestro desprecio habremos acabado con dicho sentimiento tan incontrolable que es capaz de dominarnos. Ello es optar por el exterminio de la materialidad concreta de lo odiado. Se opone a la misión de hacernos cargo de la dominación irracional de tal sensación atravesando al cuerpo, nos lleva a dicha falta de dominio. Dejamos de ser señores de nosotros mismos al permitir que lo que despreciamos nos domine. Confundimos la aparente retribución de la venganza con la justicia. En ello Herralde, sin jamás reconocerlo, es sumamente parecido a Aballay, es tan hybris como él -como cualquier ser humano. Manifiesta la actitud infantil de que el problema es “lo otro” y la condición concreta y material en la que se manifiesta, como si su padecimiento no tuviera alguna relación conmigo. ¿Puede dejar de haber alguna clase de intimidad con lo sentido, incluyendo lo odiado? Evado, niego y pospongo la responsabilidad de hacerme cargo de mí mismo, elijo seguir siendo una víctima cuando opto por ser el victimario de lo que más desprecio.
Me llama poderosamente la atención lo fácil que resulta inferir que, nuevamente, Aballay se ha visto en Julián. Se reconoce en la vulnerabilidad de la ceguera de la sensación que lo atraviesa, la venganza. Sabe que una vez que matas para vengarte nunca dejas de hacerlo porque siempre estás evadiendo, negando y posponiendo el hacerte cargo de lo que sientes, el hacerte responsable de tu vida. Probablemente por tal rencor sedimentado Aballay mató al padre de Julián. Ante el angustiado insulto de este último, como preámbulo del degollamiento de aquel hombre porteño con su propia daga de plata, el gaucho le dijo: “Le voy a mostrar cómo firmamos los ignorantes”.
Julián ha hallado a quien cree su enemigo principal, sin saber que éste realmente es sí mismo. Cómo cuando era niño, cómo en aquél primer encuentro, Julián se ve a sí mismo en Aballay. Ve a aquel niño que, al igual que su padre, fue víctima del gaucho que mató a este último. Lo ha encontrado, ha dado con “el peor de todos”. Cree que acabar con él es acabar con su dolor. Evidentemente no es así, el único dueño de su dolor y, por lo tanto, responsable único del mismo es él, Julián Herralde.

Estilita

Aballay recobra la conciencia mientras pasa cerca de él una peregrinación de católicos devotos dirigidos por un cura, alcanza a oír el discurso del mismo a la distancia. Aballay está cerca de un río del paisaje tucumano, se disponía a tomar agua del mismo antes de ser asaltado por sus propios compañeros. Quizá aquello fue el gesto de un cuerpo sediento en busca de la redención de un bautismo interior, capaz de apagar el fuego de la noche y su amenazante opacidad, manifiesta en el nublamiento mismo de la vista fatigada por la luz del sol. Febo ojo de Dios, motivo también presente en el filme, al igual que Febo es mencionado en la antes referida Marcha de San Lorenzo.
Aballay conoce al sacerdote de la procesión. Este último le habla de los Anacoretas Estilitas. El cura hace referencia a los más importantes practicantes de dicha tradición, Simón el Mayor y Simón el Menor. Ambos dedicaron su vida a venerar a Dios en la cima de una torre ya que en la tierra habían pecado. Pretendían acercarse a Dios con dicho gesto, decidieron pasar el resto de sus vidas en la cima de una torre alimentándose de lo que fuera, insectos, roedores y la hierba que encontraran. Según el relato del cura, Simón el mayor pasó 37 años en la torre. Simón el menor estuvo en una durante setenta años.
Aballay, ante la vida que ha llevado y sorprendido por dicho relato y la promesa de purificarse de sus males cometidos, sus consecuencias y la adversidad en sí mismo que estos han generado, opta por subir a su caballo para ya nunca bajar del mismo, con la convicción de jamás volver a hacer daño, para así purificarse de los actos cometidos y de sus consecuencias en sí mismo. La búsqueda de la redención de sus pecados, como veremos más adelante, se robustecerá al grado de ampliarse y convertirse en una vocación de servicio, la voluntad de ayudar a aquellos que lo necesiten. Dicho carácter conducirá a Aballay, finalmente, a su destino. El efecto de ello será un culto popular a la figura de “el pobre”, “el santo”, epítetos designados por una población agradecida por dicho servicio ante la agreste adversidad manifiesta en múltiples formas, incluyendo la implicada en los efectos de la crueldad del actual gobernador de la región. Un ser dedicado a la curación y atención de los enfermos y desvalidos que será representado en las pequeñas esculturas rústicas de un hombre barbado con sombrero, pelo largo y siempre montando su caballo.

Cambio de piel

Aballay, minutos después del asalto al que es sometida la familia Herralde, cae en desgracia al ser traicionado por sus propios compañeros quienes reconocen su tedio, su cansancio, al grado de yacer bajo de guardia. A Aballay ya no parece importarle el oro que han robado, antes motivo de todo lo que hacía, anterior sentido de su vida. Confirman su confusión al ver su falta de reacción ante el hallazgo de una joven pareja que espera a un hijo, la cual acaba siendo asesinada por los bandoleros ante la evidente falta de un líder que fomente y cultive su crueldad. Esa violencia sinsentido ha perdido sentido para el agonizante criminal. Aballay está mutando a través de la turbación de su cuerpo en busca de sí mismo, en escape de lo que ha sido, en imposible huida del sometimiento del dolor que le inflige su impotencia y finitud, Aballay lleva a cabo la peor de las confrontaciones con el más terrible adversario: uno mismo, guardián de nuestra libertad. Tal lucha es la transformación en algo más, tal parece ser el sentido de la misma. Tal es el portal hacia un especial tipo de muerte que nos permite comprender a la misma como el flujo cósmico en el que se manifiesta la continuación misma de la vida. La muerte es una ilusión producto de la incomprensión de nuestro carácter: tan sólo ser una minúscula fase de la inconmensurable dinámica del mundo.
El Muerto se cobra todos los momentos en los que, de la peor manera, Aballay le impuso su autoridad dándole una golpiza que lo deja en la inconciencia. Se puede inferir que la sobrevivencia del exlíder de la banda, de la cual ahora El Muerto tiene el control, se debe a que probablemente lo creyeron muerto. Efectivamente, Aballay, el gaucho bandolero y asaltante de caminos, ha muerto.