La lujuria es uno de esos asuntos de los que la filosofía se ha ocupado con cierta timidez adolescente y, con alguna frecuencia, los filósofos han preferido seguir las opiniones de los hombres religiosos o de los hombres de Estado, y han terminado juzgándola como un pecado o como una de las principales fuentes de muchos delitos o crímenes aborrecibles, en lugar de seguir los primeros impulsos de un pensamiento jovial y festivo que ha encontrado fascinante, casi por accidente, la vitalidad anímica de la lujuria y, justo por eso, trata de indagar algo sobre su naturaleza, sus mecanismos y sus alcances. Desde una perspectiva jovial y festiva, la lujuria no sólo implica una sujeción voluntaria a los placeres sexuales –como han preferido entenderla los sacerdotes, los teólogos y los juristas–, también es un modo de actividad anímica que suele enriquecer la experiencia de los placeres de la carne, dejando al descubierto los caminos del erotismo y la sensualidad. La lujuria –antes y después de sus excesos– implica simplemente la emergencia de una voluntad de placer, entendida como un simple querer gozar las sensaciones placenteras del propio cuerpo, lo mismo las que nos resultan familiares que las que nos resultan desconocidas, pues no hay una diferencia realmente significativa entre ambas: el gozo de los placeres siempre es un acontecimiento irrepetible e irrenunciable para el lujurioso.