Pantalla y deseo: Imágenes e imaginaciones de la cultura

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Pantalla y deseo: Imágenes e imaginaciones de la cultura

Blog de trabajo del Seminario de Investigación «Imágenes e imaginaciones de la cultura», adscrito al programa de investigación Formación cultural de las sociedades contemporáneas, coordinado por Dulce María Trejo Maldonado y Rafael Ángel Gómez Choreño.

Pantalla, deseo e imagen digital

ARTÍCULO EN LIBRO

GÓMEZ CHOREÑO, Rafael Ángel: “Pantalla, deseo e imagen digital: la re-producción de los afectos en las redes sociales”, en Alberto Constante y Ramón Chaverry (coords.), Redes sociales, virtualidad y subjetividades. México, Ediciones Monosílabo / UNAM, Dirección general de Asuntos del Personal Académico, Facultad de Filosofía y Letras, 2017, pp. 225-257.

[ISBN EDICIONES MONOSÍLABO: 978-607-97250-5-1 / ISBN UNAM: 978-607-02-9585-0]

El arte entre los espacios virtuales y las comunidades imaginarias

ARTÍCULO EN LIBRO

GÓMEZ CHOREÑO, Rafael Ángel: “El arte entre los espacios virtuales y las comunidades imaginarias”, en Alberto Constante y Ramón Chaverry (comps.), Filosofía, arte y subjetividad. Reflexiones en la nube. México, Estudio Paraíso / UNAM, Facultad de Filosofía y Letras (Serie Tomo Autónomo), 2016, 101-120.

[ISBN ESTUDIO PARAÍSO: 978-607-96389-3-1 / ISBN UNAM: 978-607-02-8028-3]

Disponible en línea en: <https://www.researchgate.net/publication/309648132_Filosofia_arte_y_subjetividad_Reflexiones_en_la_Nube>.

Diálogos éticos para la gobernanza del ciberespacio


ARTÍCULO EN REVISTA

GÓMEZ CHOREÑO, Rafael Ángel, “Diálogos éticos para la gobernanza del ciberespacio”, en Metapolítica, Puebla, México, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Año 20, Núm. 93, “Violencia en la democracia”, abril-junio 2016, pp. 98-101.

[ISSN 1405-4558]

El deseo de una ciudad


La habitación de una ciudad no es muy diferente a la habitación de cualquier otro espacio. No depende en realidad de las condiciones materiales del espacio físico, sino de la potencia imaginaria que uno es capaz de desplegar en el proceso de habitarlo. La imaginación de la habitación de la ciudad es lo que nos constituye como ciudadanos; por eso mismo, es el instinto que gobierna a nuestra imaginación lo que determina nuestro posicionamiento en el juego de las relaciones de poder que han producido las formas materiales de nuestras ciudades. Una imaginación deseante, por ejemplo, por eso se sujeta con tanta facilidad a los dispositivos de poder con los que las ciudades garantizan el desarrollo de una cultura de consumo. Pero de igual forma, es una apropiada imaginación del deseo la que nos libera del consumo. Habitar una ciudad desde el deseo puede sujetarnos a una relación de dominación alimentada por un obscuro impulso imaginario de consumo y auto-consumo, pero también puede liberarnos de dicha relación de poder, si encontramos el modo de revertir el efecto de poder del dispositivo mediante la liberación imaginaria del propio deseo. El deseo de una ciudad implica de suyo una habitación poética del espacio.

Sobre la idea de una intervención poética de la ciudad


Pensar que es posible una intervención poética de la ciudad es, primero que nada, una necesidad vital, una lucha consciente y esforzada por romper con las diferentes lógicas que gobiernan actualmente las inercias de la vida civilizada. No ha sido mi intención, en este sentido, abrir una línea de trabajo de investigación sobre las diferentes formas de construcción poética de la ciudad solamente, sino meditar, desde la experiencia más inmediata y ordinaria, cómo la experiencia de la ciudad puede ser configurada simbólicamente como habitación y, al mismo tiempo, como un espacio político. Pero, ¿por qué pensar en esto desde la idea de una intervención poética? La razón es muy simple. Se trata de colocar intencionalmente el punto de partida de estas meditaciones de la vida cotidiana en el análisis del tránsito que solemos operar desde la configuración poética de nuestras habitaciones del mundo, de nuestro mundo, a la configuración poética de los espacios en los que nos reconocemos como actores de una gestión o acción política, para problematizar filosóficamente, no sólo la experiencia de la ciudad, sino la experiencia activa de una ciudadanía, por ejemplo, como forma de movimiento en la ciudad. El objetivo de estas meditaciones es la activación de una praxis poético-participativa en la re-construcción simbólica de los espacios políticos y de la habitación que hacemos de ellos. También, por lo mismo, es una forma de hacer de esto un modo de poner en juego la tópica de una vida civil, de pequeños fenómenos y sus pequeños matices, de nuestras pequeñas luchas cotidianas con las que buscamos intervenir nuestra realidad para transformarla.

La ciudad en rebeldía III

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Movilización globalLa ciudad sólo podrá ser un horizonte para la articulación de las rebeldías y las resistencias políticas cuando hayamos logrado la imaginación de diversas formas de solidaridad política entre las diferentes comunidades de acción ciudadana, ya sean urbanas o rurales, territoriales o sectoriales, globales o locales.

La ciudad en rebeldía II


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¿De qué lado nos pondremos cada uno de nosotros? ¿Qué calle ocuparemos? El tiempo lo dirá. Pero lo que sabemos es que ha llegado el momento, que el sistema no solo está descompuesto y al descubierto, sino que parece incapaz de ninguna otra respuesta que no sea la represión. Por eso nosotros, el pueblo, no tenemos otra opción que luchar por el derecho colectivo a decidir como reconstruir el sistema y con que hechuras. El partido de Wall Street tuvo su oportunidad y ha fracasado miserablemente. La construcción de una alternativa sobre sus ruinas es tanto una oportunidad como una obligación insoslayable que ninguno de nosotros puede ni querría siquiera evitar.

 

David Harvey, Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Trad. de Juanmari Madariaga. Madrid, Akal, 2013, p. 235-236.

Comentario: 

Estas ideas me hacen recordar que la ciudad rebelde no implica sino el despliegue de un espíritu de libertad habitando las calles, en el pleno ejercicio o puesta en juego de diversas formas de praxis y de diversas formas de valoración, pues justo en ello –en la diversidad de ambas cosas– se juega precisamente el inevitable derrumbe de la civilización capitalista y la transformación creativa de nuestros modos de producción: la construcción o reconstrucción poética de la ciudad, de la vida civilizada, de nuestra ciudadanía. La ciudad rebelde no niega el valor de la ciudad; por el contrario, lo reconstituye, lo reorganiza, le da otras fuentes, lo vuelve a fundar… Nos permite preguntarnos si efectivamente podemos rescatar una ciudad de los procesos debilitadores de la urbanización neoliberal, reivindicándola para la lucha anticapitalista (Cf. HARVEY, 2013: 219).

La ciudad en rebeldía I


Lo urbano funciona pues, obviamente, como un ámbito relevante de acción y rebelión política. Las características propias de cada lugar son importantes, y su remodelación física y social, así como su organización territorial son armas para la lucha política.

David Harvey, Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Trad. de Juanmari Madariaga. Madrid, Akal, 2013, p. 174.

Comentario: 

No dejo de pensar, justo por eso, en la importancia que tiene el resistirse a pensar la ciudad desde la reducción a lo urbano. La ciudad es, en muchos sentidos, el resultado de las complejas relaciones entre lo urbano y lo rural. El caso de la acción y la rebelión política no es la excepción, sino por el contrario la confirmación de esto. La reorganización política del territorio urbano, especialmente cuando resulta del trabajo político de una ciudadanía en rebelión, implica el posicionamiento estratégico de las comunidades rurales, de sus más diversas necesidades e intereses, de sus luchas y resistencias.

Quizá por eso, tras analizar el caso de El Alto, David Harvey señala con total precisión que: «La lección a extraer del estudio de Lazar es que es efectivamente posible rescatar una ciudad de los procesos debilitadores de la urbanización neoliberal, reivindicándola para la lucha anticapitalista» (HARVEY, 2013: 219).

Gastrimargia: la voracidad de las pasiones

ARTÍCULO EN LIBRO

GÓMEZ CHOREÑO, Rafael Ángel:  “Gastrimargia: la voracidad de las pasiones, en Armando Casas y Leticia Flores Farfán (coords.), Gula: Historia de los afectos. Ensayos de cine y filosofía. México, UNAM, Dirección General de Asuntos del Personal Académico, Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, 2015, pp. 111-137.

[ISBN 978-607-02-7345-2]

Anarquismo hedonista I

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El renacer del carnaval (2003) Cecilia Galará Óleo sobre tela 120 x 90 cm

Cecilia Galará
El renacer del carnaval (2003)
Óleo sobre tela
120 x 90 cm

Las habitaciones del cuerpo también pueden iniciar con la habitación del «cuerpo político», el cuerpo que somos como comunidad y quizá, por qué no, el cuerpo que somos como sociedad; no hay nada más estimulante que pensar que algún esfuerzo pueda llevarnos a ser una sociedad en comunidad viva y no sólo en el conveniente acuerdo jurídico de reconocernos mutuamente el derecho a vivir juntos, marco en el que fácilmente podemos quedar atrapados en los perversos caminos de la tolerancia. Por lo pronto, es suficiente con destacar que la vieja idea de un «cuerpo político», al ser ligada a la idea de sus habitaciones, a la imaginación de los diversos modos de construir su habitación, nos obliga a pensar en el «cuerpo político» como una comunidad viva que necesita la procuración de los cuidados de un cuerpo vivo y no de uno abstracto.

Por eso me parece oportuno asumir la provocación de Michel Onfray en la dirección de un «anarquismo hedonista», pues me resulta estimulante no sólo para imaginar la habitación hedonista de los cuerpos individuales y para refundar –desde ahí mismo– las relaciones políticas, sino sobre todo para imaginar la habitación hedonista del cuerpo comunitario, del cuerpo de la comunidad viva e inmediata. Su ejercicio, además, es el del cuidado del placer y del gozo comunitario: la experiencia inmediata e inmanente de lo que resulta sin mayores consideraciones el bien común. Por eso pienso tan importante la investigación sobre la fisiología del cuerpo político, pues se trata del estudio de los flujos y energías de las comunidades vivas, de sus movimientos y estancamientos, de sus despliegues de fuerza y sus pliegues estratégicos, pues eso mismo se convierte en una poderosa vía para comprender la verdadera fuerza política de la comunidad: su anarquía hedonista.

La comunidad integrada en la gestión del bien común para un cuerpo vivo, como alimento de su tejido social, de sus órganos y sus funciones vitales, no puede conocer más gobierno que el del gobierno autónomo de la propia comunidad; y esto es radical como dinámica político-social, no por decisión de un conjunto de autonomías individuales, sino sobre todo por la emergencia de una autonomía comunitaria, que no funciona más bajo la lógica de un «gobierno para otros», sino bajo la lógica del «gobierno de sí» del cual puede desprenderse el ejercicio de un auténtico gobierno civil sin necesidad de mediaciones o representaciones. La autonomía de la comunidad en el cuidado de un «cuerpo político vivo» está fundada y ejercida, a un mismo tiempo, en la experiencia y la práctica efectiva del gozo comunitario del «bien común».

La intervención poética del espacio I


Pensar que los espacios urbanos pueden ser intervenidos poéticamente es una forma de colocar el tema del cuerpo y la imaginación en el horizonte de una reflexión filosófica sobre las dificultades de la vida civilizada en las sociedades contemporáneas. En el programa de esta reflexión filosófica dos temas han cobrado un especial interés en mi trabajo de investigación: las prácticas efectivas de la gubernamentalidad y el ejercicio crítico de una ciudadanía ética. El primero se ha convertido en una vía de acceso al análisis de las relaciones de poder desde la perspectiva problemática del estudio de las formas del gobierno de sí y el gobierno de los otros: el análisis de las relaciones de poder como relaciones de dominación; el segundo, en cambio, me ha permitido acceder al análisis, mucho más específico, de las prácticas contemporáneas del gobierno de sí como ejercicio de una ciudadanía ética, como la puesta en juego de la filosofía como forma de vida o intervención poética del espacio en la ciudad del sinsentido.

La ciudad del sinsentido: retóricas y poéticas de la vida civil I

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El coloso-Goya

El coloso (1808-1812)
Francisco Goya
Óleo sobre lienzo, 116 x 105 cm
Museo del Prado

Ninguna ilusión ha sido más poderosa en la Modernidad que la ilusión de una vida civil. Sin embargo, sin la creencia en un cuerpo político constituido jurídicamente, esta ilusión carecería de sentido, pues su efectividad no depende en ninguna medida de la emergencia de las ciudades modernas y sus nuevos usos y costumbres, o sus códigos e instituciones, sino en la pura fe de los ciudadanos en la existencia de un orden político en el que se funda toda relación e identidad social: el Estado moderno.

A diferencia de las ideas o representaciones que los hombres del Renacimiento tenían de la vida civil, fuertemente basada en la participación activa del ciudadano, los ciudadanos modernos han preferido confiar en una idea abstracta de la vida civil, aunque ningún ciudadano quiera participar efectivamente en su construcción o encarnación.

La vida civil no es en la Modernidad más que una determinación abstracta de la idea del Estado-Nación; es una definición jurídica cuya principal función consiste en organizar y regular, simultáneamente, todo lo político y todo el pensamiento sobre lo político. Mientras que la imaginación y el desarrollo de la vida civil en el Renacimiento ­–u otras épocas– ha consistido fundamentalmente en el desarrollo de una intervención poética de todo lo político; en la Modernidad, en cambio, la vida civil no es sino el objeto abstracto con el que decidieron trabajar diversas tradiciones políticas retóricamente. Responde más a una forma de “hablar de” que de “hacer como”.

Sobre la vitalidad sensual de la lujuria


La lujuria es uno de esos asuntos de los que la filosofía se ha ocupado con cierta timidez adolescente y, con alguna frecuencia, los filósofos han preferido seguir las opiniones de los hombres religiosos o de los hombres de Estado, y han terminado juzgándola como un pecado o como una de las principales fuentes de muchos delitos o crímenes aborrecibles, en lugar de seguir los primeros impulsos de un pensamiento jovial y festivo que ha encontrado fascinante, casi por accidente, la vitalidad anímica de la lujuria y, justo por eso, trata de indagar algo sobre su naturaleza, sus mecanismos y sus alcances. Desde una perspectiva jovial y festiva, la lujuria no sólo implica una sujeción voluntaria a los placeres sexuales –como han preferido entenderla los sacerdotes, los teólogos y los juristas–, también es un modo de actividad anímica que suele enriquecer la experiencia de los placeres de la carne, dejando al descubierto los caminos del erotismo y la sensualidad. La lujuria –antes y después de sus excesos– implica simplemente la emergencia de una voluntad de placer, entendida como un simple querer gozar las sensaciones placenteras del propio cuerpo, lo mismo las que nos resultan familiares que las que nos resultan desconocidas, pues no hay una diferencia realmente significativa entre ambas: el gozo de los placeres siempre es un acontecimiento irrepetible e irrenunciable para el lujurioso.

La rebeldía como libertad y desobediencia civil


La rebelión lo quiere todo o no quiere nada

–Albert Camus–

 

 

¿Qué es la rebeldía? Hoy hablamos con mucha facilidad de ella, pero al analizarlo con detenimiento resulta que no es tan clara nuestra forma de hablar sobre los hombres y mujeres rebeldes ni sobre sus rebeliones. Parece suficiente, por ejemplo, con que alguien proteste por algo para tildarlo de “rebelde” y, en casos extremos, la marca más contundente para hablar de “rebeldía” es lo que los liberales suelen denominar “protesta violenta” para no convertirse en perseguidores de las “legítimas protestas sociales”. Los más conservadores, por otro lado, parece que desde hace mucho tiempo prefieren pensar que toda juventud improductiva es una “juventud rebelde”, agregando con frecuencia que ésta, en la mayoría de los casos, no es sino una “rebeldía sin causa”.

En cualquiera de los casos, lo alarmante es la evasión estratégica de la rebeldía, no como una marca o estigma social, sino como una elección ética y política frente a la barbarie de los tiempos, la cual suele expresarse como un mero gesto de insumisión, como franca insurrección o hasta como acción revolucionaria. El punto aquí, sin embargo, no es determinar si la rebeldía es o no el detonador de las protestas políticas en nuestras sociedades, ni tampoco establecer si estas expresiones políticas basadas en la pura rebeldía son o no legítimas, o si tienen o no una causa, pues estas cuestiones no hacen sino desviar nuestra atención de lo que en realidad debería interesarnos sobre la rebeldía y sus distintas formas de manifestación en las sociedades contemporáneas, a saber, su constitución como un tipo específico de ejercicio de absoluta libertad contra una voluntad de gobierno sin justificación ni soberanía. “La rebelión –nos dice con toda claridad Albert Camus en El hombre rebelde– nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible”. Sobre lo cual vale la pena anotar que los “espectáculos de la sinrazón” de los que aquí habla Camus no son sino acontecimientos de quiebre en la configuración de la experiencia resultante de los modos de organización de la vida política en la Modernidad, es decir, de una experiencia dañada por causa del cotidiano acontecer de algún tipo de injusticia que va constituyéndose poco a poco en un espectáculo constante y continuo en el desarrollo la vida política moderna.

Luego, el mismo Camus agregaría, para una mejor comprensión de la dimensión histórica de este tipo de acontecimientos, que: “En sociedad, el espíritu de rebelión no es posible sino en los grupos en que una igualdad teórica encubre grandes desigualdades de hecho”. La rebeldía, pues, en la perspectiva camusiana, es un tipo de fenómeno político en el que se hace manifiesto el quebrantamiento de un sistema político constituido jurídicamente, ya que no se trata de la simple resistencia u oposición al ejercicio del poder político, sino de la insurrección de un ciudadano frente al incumplimiento sistemático de la ley, el incumplimiento de la igualdad jurídica prometida por las constituciones modernas del pacto social. Los espectáculos de injusticia que han detonado la rebeldía de los hombres –nos dice Camus– es una injusticia que se infringe efectivamente contra un individuo negándole una efectiva igualdad, pero también, en esta medida, contra el proyecto moderno de vida civilizada. El quebrantamiento de la condición civilizada del hombre, en este sentido, es total justo cuando un ciudadano cualquiera se declara insumiso ante dicha injusticia, cuando alguien deja de soportarlo y se declara en rebeldía.

Pero, ¿acaso hoy hablamos del «hombre rebelde» como de aquél que se niega a obedecer una voluntad de gobierno como afirmación radical de sus libertades? No, justo eso es lo que resulta de inmediato sintomático, ya que lo que ha resultado más funcional de la idea de rebeldía en la dinámica política de nuestras sociedades, es su uso como mera imagen o representación social para el desarrollo de diversas estrategias o dispositivos de control político, suponiendo –contrario a la opinión de Camus– que la rebeldía es mera desesperación e inmadurez frente a las altas exigencias morales de la vida política. Camus nos deja ver algo muy diferente en pasajes como éste:

La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.

 

Dejando claro, además, que justo la desesperación no es aún rebeldía, sino mero efecto de poder de la desesperanza política. La espectacularidad de la desesperación no es sino un mero espejismo que no logra oponer ninguna fuerza activa a la desesperanza, pues se trata de pura pasividad, coraje producido por la resignación, furia por la concesión política. Y quizá por eso las imágenes estereotipadas del “hombre rebelde” han sido usadas, desde hace algún tiempo, como herramientas para producir o inventar a los “enemigos públicos” de la sociedad civil y su constitución jurídica. Para ello, no es necesario que los “hombres rebeldes” sean realmente rebeldes, sino poder presumir eso de ellos para poder procesarlos políticamente como “enemigos” de la sociedad civil, de la vida civilizada, de las leyes y el Estado.

Entre los múltiples enigmas que hoy pueden despertar interminables reflexiones y discusiones filosóficas, se encuentra, con su poderosa y silenciosa presencia, el enigma del “enemigo público”. Sin embargo, de inmediato llama la atención que éste no haya podido convertirse en un problema filosófico por sí mismo, ya que no hay duda de que, antes de ser un fenómeno para la experiencia filosófica, es cierto que el “enemigo público” es una presencia evanescente que atemoriza a todos por igual y que, de algún modo, siempre está ya constituida, en nuestro horizonte ontológico, como una experiencia ordinaria, común y cotidiana, aunque en realidad no exista ninguno de sus objetos, de sus fantasmas, de sus espejismos. El “enemigo”, en este sentido, es una fantasía que suele alimentar nuestras más diversas inquietudes y, justo por ello, no necesita tener más presencia que la que se encarna fantásticamente en un temor vacío, en un miedo sin objeto, sin referencia, pues su única realidad suele ser, precisamente, la simple inquietud que nos genera. Así que todo parece indicar que, cuando la filosofía moderna ha intentado asumir el tema del enemigo, no ha hecho más que enfrentar uno de esos asuntos que se hallan más allá de sus límites autoimpuestos y que, en todo caso, no ha hecho sino tratar de postular objetos teóricos, como el “hombre rebelde”, que puedan llenar ese vacío que alimenta nuestras inquietudes para tratar de apaciguarlo.

El “enemigo”, para la filosofía moderna, no ha sido entonces más que un mero recurso metodológico; una hipótesis para lograr plantearse algunos de sus problemas fundamentales; un recurso retórico para justificar algunas de sus investigaciones y postulados; pero, sobre todo, el tema del “enemigo” ha sido un recurso político para garantizar el posicionamiento de la filosofía moderna frente a todos los que no podemos vivir tranquilos ante la mera sospecha de alguna enemistad, instalando, por supuesto, ilusorias promesas de seguridad y certidumbre, que sólo han de cumplirse mediante a una sujeción voluntaria a una artificial norma filosófica, comúnmente instalada a través de una definición o un conjunto de ellas.

Sólo reconozco una excepción: la de aquellas filosofías que, en lugar de postular una ética normativa, han tratado de reconocer en el “enemigo” algo más que una amenaza amorfa, sin rostro, sin un gesto característico, es decir, más allá del miedo y la incertidumbre, más allá de la mera intranquilidad del ciudadano ordinario, para identificar las formas concretas de la enemistad y los retos que estas formas concretas le demandan a la filosofía al invertir el enfoque mediante el cual se ha tratado de pensarla. Esta inversión implica algo muy simple: dejar de pensar al “enemigo” como la amenaza de un “otro”, para empezar a pensarlo como la amenaza en la que uno mismo se convierte en situaciones específicas de conflicto frente a un “otro”. Las filosofías que han aplicado esta inversión en el enfoque, con sólo hacerlo, han hecho posible la investigación filosófica de la enemistad como síntoma de una crisis ética de la vida cotidiana, de la vida común, de la vida política, pues justo han hecho evidente, de este modo, que la enemistad no es la noticia de una presencia que nos amenaza, sino uno de los mecanismos que utilizamos para organizar nuestra relación con los otros. La enemistad es un acontecimiento que nos revela que vivimos con otros y que, al margen de la amenaza que los otros pueden representar para uno o la que uno puede representar para otros, está el simple y constante enfrentamiento de intereses y conveniencias.

La rebeldía, sin embargo, no es sino la expresión excepcional de una libertad individual abriéndose paso en la vida civil, cuando los límites de nuestra civilización amenazan con destruir el más íntimo sentido de lo humano en nuestro sentimiento. “El análisis de la rebelión –afirmaría Camus– conduce, por lo menos, a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo”. El «hombre rebelde», justo a partir de su excepcional desobediencia de las leyes y las normas, transforma las condiciones del ejercicio de nuestras libertades cuando éste se ha hecho imposible en la vida civil, logrando, desde la más radical individualidad, el más profundo y excelente sentimiento de comunidad. Con toda claridad, Camus nos aclararía sobre este sentimiento proveniente del más primitivo impulso de rebelión que:

Se advertirá ante todo que el movimiento de rebelión no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de estas determinaciones, y en su impulso más profundo, el rebelde no preserva nada, puesto que pone todo en juego. Exige, sin duda, para sí mismo el respeto, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural.

Se ve que la afirmación vital en todo “acto de rebelión” se extiende de inmediato a algo que sobrepasa el carácter individual del “hombre rebelde” en la medida en que –como bien supo verlo Camus– lo saca de su soledad individual y le proporciona, por lo mismo, una razón para actuar a favor de una comunidad supuesta como mera “condición humana”, la cual queda constituida de este modo en un valor preexistente a toda “acción rebelde”, a todo “acto de rebeldía”, contradiciendo así las filosofías puramente históricas, en las cuales el valor es conquistado (si es que se conquista) como resultado de la acción. Por eso Camus terminaría afirmando que: “Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor”.

El uso político de las imágenes estereotipadas del “hombre rebelde” no ignora, por supuesto, a los auténticos “hombres rebeldes”; por el contrario, pretende contener su poder político mediante el control estratégico de su impacto social. Las sociedades modernas prefirieron diseñar a sus “hombres rebeldes” y sus “rebeliones”, para neutralizar el efecto realmente peligroso o atemorizante de toda rebeldía: la autonomía ética. Y eso se ha visto completamente favorecido en el desarrollo político y social de la vida civil en los últimos tiempos debido, sobre todo, a la depuración del proceso de tipificación criminal de toda forma de rebeldía. Lo cual era previsible para Camus, quien afirmaba que: “El día en que, por una curiosa inversión propia de nuestra época, el crimen se adorna con los despojos de la inocencia, es a la inocencia a quien se intima a justificarse”.

Hasta hace no mucho, el “hombre rebelde” todavía era un “enemigo político”; hoy simplemente es un delincuente o incluso un criminal que puede ser castigado públicamente sin reparo alguno. Por eso Camus nos advertía con toda claridad que: “El error de toda una época ha consistido en enunciar, o suponer enunciadas, unas reglas generales de acción a partir de una emoción desesperada cuyo movimiento propio, como tal emoción, consistía en superarse”.

Así que la feliz consecuencia de todo este proceso ha sido la conveniente civilización de la rebeldía, su puesta en escena en la vida política cotidiana dentro de los límites de la más estricta legalidad: la rebeldía ha dejado de generar desobediencia civil y ha dejado de conformarse, por lo mismo, en un posicionamiento ético frente a todos los excesos políticos de la vida civilizada. Hoy, el “hombre rebelde” es un espectáculo público perfectamente reglamentado, no sólo en lo que se refiere a los casos en los que los excesos de la rebeldía están perfectamente tipificados como delitos o crímenes que pueden ser castigados por el Estado, sino especialmente en los casos en los que las expresiones de rebeldía se desarrollan en el marco de la más perfecta legalidad. De cualquier forma, la rebeldía esta diluida ética y políticamente. En unos casos porque la rebeldía ha sido convertida en crimen o delito en el imaginario social; en el resto de los casos porque la rebeldía dentro de los límites de la legalidad ha perdido toda capacidad de rebelión.

En algún momento resultó conveniente juntar la idea de rebeldía a la de juventud para hacer posible el tratamiento político de un conjunto de personas cuya principal característica no es la rebeldía, entendida como desobediencia civil, sino el desempleo. ¿Cómo se artículo entonces esta función política de la sofisticada presunción de rebeldía de la juventud? ¿Cuándo los jóvenes aceptaron que era mejor defender su rebeldía, la sagrada «rebeldía juvenil», en lugar de reclamar su exclusión estratégica del trabajo? ¿Hasta dónde la «rebeldía juvenil» puede superar la normalización política de ambas condiciones –la juventud y la rebeldía– que se verifica diariamente en una poderosa representación social que, sin embargo, no tiene la capacidad de poner en libertad las fuerzas emancipatorias y libertarias del «hombre rebelde»? Sin embargo, contra todo esto, Camus daría inicio a El hombre rebelde del siguiente modo:

Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. La frontera que los separa es incierta. Pero el Código Penal los distingue, bastante cómodamente, por la premeditación. Estamos en la época de la premeditación y el crimen perfecto. Nuestros criminales no son ya esos muchachos desarmados que invocan la excusa del amor. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces.

El riesgo en la perspectiva camusiana no es sino el siguiente: “No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos el derecho de matar a ese otro que está ante nosotros o de consentir que lo maten. Puesto que toda acción desemboca hoy en el asesinato, directo o indirecto, no podemos obrar antes de saber si, y por qué, debemos dar la muerte”. Por eso Camus declararía con toda claridad que lo que su ensayo sobre la rebeldía se proponía era “proseguir, ante el asesinato y la rebelión, una reflexión comenzada alrededor del suicidio y de la noción de lo absurdo”. Pues tenía completamente claro que la conclusión última del razonamiento absurdo es “el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo”. E igualmente sabía que, ante esa confrontación, el asesinato y suicidio son una misma cosa que hay que aceptar o rechazar juntamente. Por eso su determinación al declarar que: “La conciencia nace con la rebelión”.

Esta conciencia, sin embargo, es una conciencia bifurcada, pues reconoce al mismo tiempo un “todo” todavía bastante obscuro y una “nada” que anuncia la posibilidad de que el hombre pueda sacrificarse o sujetarse a ese todo. El rebelde –lo sabe bien Camus– quiere serlo todo; quiere identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto; y quiere que dicha unidad sea reconocida y saludada en su propia persona; de lo contrario, el hombre rebelde prefiere nada, es decir, prefiere encontrarse definitivamente caído por la fuerza que lo domina. Así, cuando Camus se da cuenta de que la rebelión es la primera y la única evidencia que nos es dada dentro de la experiencia de lo absurdo, también se percata de que es importante observar que la rebelión no nace solamente de la experiencia propia de opresión, sino que también puede nacer ante el espectáculo de la opresión de la que otros son víctimas. Por eso, debido a que los hombres, en su rebelión, superan su individualismo en la compasión de sus semejantes y dado que, desde ese punto de vista, la solidaridad humana es meramente metafísica, Camus declara que el comunismo del “hombre rebelde” no se trata, por el momento, sino de esa especie de solidaridad que nace de la experiencia común de las cadenas.

En efecto, el “movimiento de rebelión” –tal y como lo entendía Camus– es más que un acto de reinvindicación o de resentimiento, pues no se trata de la auto-intoxicación, de la secreción nefasta, en vaso cerrado, de la mera impotencia prolongada. La rebelión es “fractura el ser”, ímpetu que desborda todo lo que es en defensa de lo que él mismo es. El resentimiento, en cambio, es siempre rencor u odio contra sí mismo. La rebeldía, por el contrario, en su primer movimiento, es una fuerza que se niega que se toque lo que el rebelde es, pues la suya es una lucha por la integridad de una parte de su ser. El rebelde no trata de desatar una lucha de conquista o dominio, sino que trata de imponerse o sobreponerse frente a la violencia de quien pretende dominarlo. Camus es contundente al respecto cuando afirma: “Aparentemente negativa, puesto que nada crea, la rebelión es profundamente positiva, pues revela lo que hay que defender siempre en el hombre”.

La lucha del “hombre rebelde” no pretende, por lo mismo, sustituir con una nueva voluntad de dominación la opresión de la que él pretende liberarse. Su rebelión, por el contrario, en su mismo principio activo, se limita a rechazar la humillación, la injusticia interminable e injustificable, sin pedirla para los demás; incluso es capaz de aceptar también el dolor sobre sí mismo, hasta el grado de la muerte, con tal de que su integridad sea respetada, pero –y esto es muy importante– sin lesionar la de nadie más.

 A final de cuentas, la perspectiva abierta por Camus en El hombre rebelde nos obliga a reconocer la necesidad y la conveniencia de conducir los movimientos de rebelión a partir del examen del sentimiento de rebeldía. No puede estar mejor dicho que en sus propias palabras: “Es necesario, pues, que la rebelión extraiga sus razones de sí misma, pues no puede extraerlas de ninguna otra parte. Es necesario que [los hombres rebeldes] consientan en examinarse para aprender a conducirse”. Los excesos posibles –lo sabe bien– siempre serán posibles porque hay momentos en que la “pasión de vivir” es tan fuerte que también puede estallar en excesos criminales, los cuales, una vez que se presentan son como “la quemadura de un goce terrible”. De ahí su alta valoración por la preocupación generada por la cuestión de los otros y de sí mismo, es decir, por la cuestión acerca de si toda rebelión debe terminar en justificación del asesinato universal, o si, por el contrario, sin pretender una inocencia imposible, debe terminar en el mero descubrimiento del principio de una culpabilidad razonable.

Anarquismo hedonista: una primera aproximación


La simple idea de una fisiología del cuerpo político sugiere –incluso reclama– la posibilidad de un «anarquismo hedonista». Pero sobre todo exige analizar el problema de la constitución del cuerpo político, no desde la perspectiva de una visión idealista que haga de la idea de “cuerpo político” una simple metáfora, sino desde una postura materialista que realmente nos aferre al análisis de lo político desde la corporalidad y sus  mecanismos orgánicos, metabólicos y nerviosos. Es inquietante –como sugiere Onfray– la invitación a pensar en la constitución del cuerpo político desde la perspectiva de su funcionamiento fisiológico; particularmente si con ello hacemos posible el análisis económico y político de la efectividad de nuestros gastos energéticos. Quizá de este modo los problemas relacionados con la dinámica política de las sociedades contemporáneas dejarán de ser un mero asunto de especulación pura o de análisis estadístico, para convertirse en auténticos ensayos de habitación creativa de nuestra corporalidad. Cuando menos, el puro planteamiento sugiere un desplazamiento de nuestra atención, de la cuestión del gobierno del cuerpo político o su administración a la cuestión de su alimentación, su auto-regulación o, desde un enfoque más preocupado por su vitalidad orgánica, por la construcción de sus experiencias de placer y resistencia política: el horizonte más adecuado para el desarrollo de una erótica estética del cuerpo político.

Formación cultural y enfrentamientos políticos


Todavía hoy se habla de “cultura” asumiendo que ésta es el resultado de un tipo específico de actividad humana; como si no todas las acciones humanas generaran cultura o fueran parte de un proceso de formación cultural. Por lo mismo, no es común encontrar análisis ni críticas sobre la cultura de las sociedades que nos la muestren como el resultado de una serie no-interrumpida de enfrentamientos políticos; sin lo cual, por cierto, es imposible comprender las «relaciones saber-poder» que han hecho posible el «predominio cultural» de uno o varios grupos en la actual configuración cultural de las sociedades contemporáneas o el predominio que puede llegar a tener el «punto de vista», la subjetividad, de algunos cuantos individuos.

La formación cultural de las sociedades contemporáneas I


Toda investigación antropológica, independientemente de la orientación metodológica que la dirija o los compromisos teóricos que la hayan inspirado, busca transformar la comprensión que tenemos de nosotros mismos. Y esto no sólo en relación con la imagen que tenemos de nosotros mismos como individuos, sino también en relación con la imagen que tenemos de la humanidad entera, es decir, de aquello que nos hace ser y sentirnos seres humanos. Por eso, ninguna investigación antropológica se puede contentar con sólo formar parte de la construcción social de un conocimiento positivo sobre la «naturaleza de los hombres», pues su finalidad no se suele limitar al querer construir una «imagen de la humanidad», sino comprenderla a través de las imágenes o representaciones resultantes de un proceso de investigación, ya que sólo así —al menos eso se espera comúnmente— se podrán superar las múltiples contradicciones que suele generar la «vida humana»: una vida atravesada por la cultura.

Esto se cruza precisamente con los problemas que hay que enfrentar para lograr una comprensión antropológica del surgimiento y evolución de las sociedades contemporáneas, que se ha dificultado en las últimas décadas debido a la complejización de la red de relaciones y fuerzas que han tenido que sucederse para que dichas sociedades adquirieran la forma que poseen actualmente. Parece, además, que hemos llegado a un punto de “máxima incomprensión”, como consecuencia de la ignorancia predominante con respecto a la función cultural de las nuevas técnicas comunicativas y recursos tecnológicos, así como a la insistencia, por parte de algunos teóricos, de seguir exaltando el valor (caduco) de algunos productos culturales, como el «arte de culto» y la «educación nacionalista». Las sociedades contemporáneas son todo menos Naciones o «sociedades civiles nacionales» y el desarrollo de la cultura va por todos lados, menos por el camino de una «cultura ilustrada»; como lo hubiesen querido o deseado las “buenas conciencias modernas”. Hoy, las viejas categorías modernas ya no nos sirven para pensar al Hombre y la complejidad de su proyección social.

Relato y fantasía


Los hombres del Mundo Antiguo descubrieron en los relatos fantásticos un medio sumamente eficiente para transmitir su sabiduría de una generación a otra y el éxito de esta estrategia comunicativa estaba garantizado porque la comunicación oral suele fomentar una mayor participación de la imaginación en el desarrollo de nuestras diversas habilidades cognitivas y cognoscitivas.

Pero los griegos también inventaron una serie de discursos que tenían por objeto abrir la discusión sobre la pertinencia de los valores que eran transmitidos a través de los relatos fantásticos dando paso a una compleja ciencia moral y pedagógica que desencadenó en un nuevo tipo de educación que tomó a la escritura como principal estrategia comunicativa.

En la actualidad, muchos filósofos se niegan a reconocer que los relatos fantásticos han desempeñado un papel determinante en el desarrollo cultural de las sociedades. Lo cual, a pesar de todo, no me causa ninguna sorpresa. Vivimos en una época en la que la mayoría de las personas hemos dejado de confiar en las virtudes cognoscitivas de la comunicación oral y hemos trasladado toda nuestra confianza a la escritura. La generalización de dicha desconfianza ha sido consecuencia del trabajo intelectual que muchos hombres realizaron durante siglos con la finalidad de desacreditar las virtudes cognoscitivas de los relatos fantásticos pertenecientes a dichas tradiciones. Pero, aunque puedo llegar a aceptar que existen buenas razones para explicar la generalización de esta desconfianza, no puedo aceptar que ello implique un descrédito definitivo de la eficacia cognitiva de la tradición en general, ni de los relatos fantásticos en particular.

Los relatos siguen desempeñando un papel fundamental en nuestra cognición del mundo y en nuestra auto-cognición; sólo que lo hacen a través de formas emergentes. Además, si un cambio en la estructura cognitiva de las sociedades como éste fue posible, lo fue, entre otras cosas, gracias a la imposición sistemática de un enfoque teórico sobre la vida y sobre el conocimiento que siempre estuvo orientado en contra de los relatos fantásticos provenientes de dichas tradiciones.

Esta desconfianza, aunque puede explicarse, no puede justificarse plenamente. En primer lugar, porque presumir la inutilidad cognoscitiva de las tradiciones ancestrales siempre ha sido una estrategia político-cultural para facilitar la modernización de las formas de producción, administración y comercialización de los bienes terrenales y espirituales; en segundo lugar, porque para convencer a las personas de dicha inutilidad fue necesaria la inserción —en algunas ocasiones poco sutil— de una política de ilustración de los pueblos; lo cual ha sido equivalente a sostener que las viejas enseñanzas tradicionales no caben en un mundo moderno: si quiso suponer que frente a la modernización de las formas de producción, las formas de vida también tenían que modernizarse. Como consecuencia de esta desconfianza, los relatos fantásticos provenientes de comunidades fuertemente tradicionales cayeron en un profundo descrédito. Es muy común pensar que la modernización de las formas de producción es lo más conveniente para toda comunidad humana, pero esto, lejos de ser cierto, es el efecto de una estrecha comprensión de lo que debe implicar la modernización de los pueblos.

Paradójicamente, nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos sigue gobernado en la actualidad por la tradición. Las tradiciones emergentes son las que han estado gobernando nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.

Apenas es posible atisbar la perversión que se oculta detrás de los ideales culturales que —durante siglos y en latitudes muy diversas— han suscitado la emergencia de una mortífera necesidad: la Ilustración de los pueblos. Por eso no estoy de acuerdo en que los mitos, las leyendas, los chismes, los cuentos para niños.

Los relatos fantásticos nos brindan una oportunidad insustituible para concebir aspectos de la realidad que no son evidentes para nuestra inteligencia ilustrada.