Sobre la risa en el espejo melancólico como ciencia jovial y mirada intempestiva

Sobre la risa en el espejo melancólico como ciencia jovial y mirada intempestiva

Presentación del libro La tinta de la melancolía, de Jean Starobinski, en la XXXVIII Feria Internacional de Libro en el Palacio de Minería.

La tinta de la melancolía (México, FCE, 2016) es un volumen que se integra al espléndido acervo de la Sección de Obras de Historia del Fondo de Cultura Económica, para las delicias de los más exigentes estudiosos, así como para el deleite de los más arriesgados e intrépidos lectores. Se trata de una traducción preparada con gran esmero por Alejandro Merlín de L’Encre de la mélancolie, libro publicado en 2012 (París, Editions du Seuil) por el célebre médico, historiador de las ideas y crítico literario Jean Starobinski; autor de un varios libros sumamente importantes para el estudio de la obra de Rousseau, Voltaire, Montaigne o Diderot. El Fondo de Cultura Económica también le ha publicado Acción y reacción. Vida y aventuras de una pareja (2001) y Montesquieu (1989). El resultado es, sin duda, un gran tesoro que los lectores interesados en diversos temas ahora podremos disfrutar y estudiar en español, y que podremos usar como guía para investigaciones especializadas en las más diversas materias, como la historia de la medicina, de la enfermedad y de los enfermos, la historia de las ideas, de la literatura, de la filosofía o de la psicología. El volumen también recoge un esclarecedor epílogo de Fernando Vidal, titulado “La experiencia melancólica según la crítica”.

Lo primero que vale la pena destacar de este maravilloso libro es la dirección editorial de Maurice Olender, ya que gracias a él —como el mismo Starobinski lo reconoce en su prefacio— los trabajos realizados a lo largo de más de cinco décadas de investigación y docencia, por fin lograron ser reunidos para poder exhibir, en toda su vitalidad monumental, el invaluable trabajo que el crítico ginebrino ha logrado conformar, con el paso de los años y arduos esfuerzos, sobre la evolución histórica del tema de la melancolía. Todos los textos ya estaban publicados en prestigiosas revistas o como capítulos en libros que han cobrado la mayor relevancia en el ámbito internacional. No se trata, pues, de un trabajo desconocido. Sin embargo, ahora, gracias a una compilación tan inteligentemente organizada y presentada, los lectores podemos apreciar, en todo su esplendor, una obra destinada a ser un material de consulta obligada, un imprescindible, un clásico. El conjunto ha dejado al descubierto la exhaustividad de los estudios realizados por el autor en diferentes épocas, así como la riqueza invaluable de la diversidad de las líneas de investigación abiertas por Starobinski.

No pretendo afirmar, ni siquiera por equivocación, que Jean Starobinski haya agotado el tema, fijando definitivamente algún tipo de ortodoxia en el ámbito de estudio sobre la melancolía u otros afectos; eso ni siquiera se logra verificar en la obra de este incansable estudioso, pues el tema sigue abierto para él —como se puede constatar en los libros que ha publicado después del que ahora presentamos— y seguramente habrá que añadir algunos capítulos a este volumen en un tiempo relativamente próximo. Su trabajo de investigación y escritura está en un “movimiento continuo” —como bien lo ha resaltado el propio Olender— y en su libre impetuosidad todavía hay muchos caminos nuevos que recorrer, así como muchos caminos que volver a andar, pero con nuevas ideas, con nuevas hipótesis de lectura y problematización, con bríos renovados mediante la revisión de otros documentos no considerados en los textos que conforman este libro en esta primera edición. Mi intención, por el contrario, es mucho más simple, pues apenas he querido anotar que ahora contamos con un libro cuya exhaustividad documental y creatividad interpretativa por fin nos brinda unos cimientos los suficientemente sólidos para emprender investigaciones mucho más arriesgadas, mucho más ambiciosas, ya que la erudición crítica, así como el análisis pormenorizado de todo tipo de detalles significativos, cuando se reúnen de un modo tan magistral y jovial, rompen con los esquematismos de una tradición ignorante —los famosos “lugares comunes” o los “clichés”—, y propician todo tipo de profundizaciones o digresiones innovadoras. Sólo a través de un conjunto tan bien conformado como el de este libro, se puede apreciar la belleza y utilidad de los pequeños detalles: un libro perdido, olvidado o apenas considerado por la tradición; el trabajo de algún autor demasiado heterodoxo o divergente o de un conjunto de ellos conformando alguna tradición soterrada, negada o perseguida; una relación de ideas poco apreciada o invisibilizada por la crítica, por las autoridades o por los que siempre reclaman para sí la condición de expertos; una variante conceptual ignorada o silenciada; algún elemento contextual que había parecido irrelevante o insignificante hasta el momento en que por fin es enunciado; en fin, detalles y más detalles que cobran su pleno valor o significación gracias a la mirada de conjunto, a la fina e inteligente articulación de lo diverso o el audaz desmontaje de las impertinentes generalizaciones y otros tipos de reduccionismos y flojas simplificaciones.

Los textos que conforman La tinta de la melancolía nos permiten transitar fácilmente entre la reflexión médica y la historia de la medicina, o la historia de las enfermedades o de los enfermos; entre la historia de las ideas o de los conceptos médicos, morales, religiosos y la historia de las prácticas médicas, astrológicas, rituales o jurídicas; de la crítica literaria a la historia de la literatura o la historia de la edición, traducción y circulación de libros, de la historia de la lectura o de la escritura; de las creencias religiosas a las prácticas científicas o a las innovaciones tecnológicas; de la historia de la filosofía a la reflexión crítica sobre las luces o las sombras que la misma historia ha introducido a nuestra comprensión o incomprensión contemporánea sobre la compleja y camaleónica naturaleza de la melancolía.

En esta misma línea, pero de un modo mucho más específico, destaca la conformación de una de las más extensas bibliografías posibles sobre el tema; la cual ha sido complementada y enriquecida, sin lugar a dudas, con la información bibliohemerográfica que el editor del Fondo de Cultura Económica ha incorporado cuando los libros referidos por Starobinski contaban ya con traducciones al español, tomando en cuenta, incluso, las diversas traducciones o ediciones existentes de un solo libro. Esto podría parecer irrelevante y hasta obsoleto, especialmente cuando las políticas predominantes en la industria editorial se han estado inclinando paulatinamente a la simplificación del aparato crítico de los libros que se publican, pero justo sucede todo lo contrario y el caso de este libro es el mejor ejemplo de ello, ya que la bibliografía y el índice onomástico —tal y como han quedado incluidos en el volumen— no son apartados meramente accesorios o el resultado de alguna extraña obsesión académica, sino que son parte esencial del volumen que ahora presentamos y de sus posibles navegaciones, de sus diversas lecturas posibles y de su composición teórica. De hecho, si un libro como La tinta de la melancolía puede soportar distintas lecturas, se debe, sobre todo, a que en sus páginas se articulan y quedan expuestas simultáneamente distintas líneas de investigación; lo cual resulta algo completamente relevante si tomamos en consideración que el objetivo del libro no sólo consiste en darle cuento a las diversas historias que se pueden contar sobre la melancolía, sino mostrar cómo es que estas diversas historias se han hecho posibles gracias a las diversas organizaciones que, a través de los siglos, se han hecho de los saberes e inquietudes sapienciales en torno a la melancolía, indicando con toda precisión cómo se pueden estudiar sistemáticamente a partir de tener una conciencia crítica de las diferentes maneras en que se pueden organizar o relacionar las fuentes bibliográficas disponibles.

Gracias a lo anterior, en este libro, Jean Starobinski ha logrado hacer evidente que la melancolía ha sido considerada como un punto de partida para la conformación, el desarrollo o la crisis de los más diversos saberes y los más sorprendentes y espectaculares despliegues tecnológicos; que ha podido ser tomada en diferente épocas como un síntoma, como una enfermedad o hasta como el tratamiento inesperado, desconcertante o criticable para los más angustiantes males del mundo o de la misma condición humana; para desatar las más maravillosas y fascinantes mitologías, simbolismos e imaginerías, así como las más sofisticadas explicaciones, justificaciones y argumentaciones, lo mismo que todo tipo de narraciones, discursos, escrituras, lecturas y tradiciones. La melancolía ha sido, pues, con toda seguridad, un punto de partida, pero el médico ginebrino también se ha ocupado en este libro de hacer evidente que la melancolía ha sido, por lo mismo, un punto de encuentro y un punto de llegada.

Ha sido un punto de encuentro porque ha logrado constituirse en el espacio común de diversos saberes y tecnologías, así como de distintas derivas históricas de tradiciones completamente ortodoxas y heterodoxas, de distintas disposiciones intelectuales, creativas y afectivas frente a los melancólicos y frente a la melancolía; de distintos conceptos, intenciones y metodologías. Y también ha sido un punto de llegada porque finalmente los diversos recorridos de Jean Starobinski nos dejan delante de una comprensión crítica de la melancolía que termina mostrándonosla, no ya como una enfermedad o un problema, como algo que debe ser resuelto a como de lugar, sino como una medicina, como un remedio, como una cura. La melancolía, finalmente, es exhibida por Jean Starobinski como un bien, como un don, como una habilidad existencial y hasta como una forma de sabiduría; como una extravagante forma de la virtud, del genio o del ingenio humano, de la inspiración creativa; como una paradójica solución humana, tanto individual como colectiva, contra todo lo que ha terminado constituyéndose como un mal en la cultura y en el despliegue de los excesos de una vida civilizada, que todo el tiempo nos están conduciendo, irremediablemente, hacia los más diversos modos de un malestar en la cultura.

Resulta sumamente atractivo darle un giro de este tipo a nuestra actual comprensión de la melancolía y de sus diversos rostros históricos o culturales, pues ciertamente, más allá de la necesidad contemporánea de heroísmos, de sentidos o de salvaciones, lo verdaderamente importante es llegar a comprender que la gran diversidad de rostros que ha cobrado la melancolía a través de los siglos y las geografías, de verificarse la suposición o creencia en sus potencias curativas o remediales, se convierten en automático, casi de inmediato, en un acervo invaluable de estrategias de resistencia, de sobrevivencia, de libertad o liberación creativa frente a la desesperación o la desesperanza; frente la barbarie de la civilización y frente a todos los horrores de la condición humana; frente a la perdida absoluta de sentido y del valor de todo lo humano, de la vida, de la existencia misma. Descubrir en el melancólico a un ser excepcional justo a partir de lo que un día provocó que se le considerara como un enfermo, como un loco, como un problema, como un exceso intolerable, tiene como finalidad —a final de cuentas— el poder aprender de él, cual si se tratara de un espejo, de un espejo melancólico, algunos secretos sobre su violenta e intempestiva jovialidad; sobre su secreta e irónica vitalidad crítica; sobre su loco poder de reinvención lúcida y lúdica de la voluntad de vida y, por qué no, de la irónica y sonriente alegría de vivir en un mundo que sólo puede provocar la más profunda tristeza.

Ciudad de México, 5 de marzo de 2017.

Espejos y semillas para la libertad

Espejos y semillas para la libertad

Presentación del libro Filosofía para niños. La filosofía frente al espejo, de José Ezcurdia, en la XXXVIII Feria Internacional de Libro en el Palacio de Mineria.

Filosofía para niños. La filosofía frente al espejo es un libro en el que de inmediato se ponen en juego las formas más convencionales de entender la filosofía, su enseñanza y su divulgación. No es un libro para documentar cómo se hace la filosofía para niños, sino para interpelar a los filósofos que, como profesores e investigadores universitarios, aún se resisten a reflexionar sobre la necesidad de sacar a la filosofía de su feliz enclaustramiento para ponerla, primero en los más diversos espacios donde se la reclama con mayor urgencia, para obligar, mediante este simple procedimiento, la reflexividad de conciencias críticas colocadas frente al espejo, es decir, frente a las imágenes especulares de su actual agotamiento y su estado permanente de crisis. Por lo mismo, éste es un libro que puede conducir a los jóvenes estudiantes de filosofía —y seguramente lo hará— hacia una nueva conciencia de la filosofía, de su enseñanza y, sobre todo, de su práctica como ejercicio de libertad y de liberación o emancipación, como ejercicio de una ciudadanía crítica.

Como nos ha mostrado José Ezcurdia en otros de sus libros, la filosofía para niños también puede ser considerada como un ejercicio innovador en el ámbito de la escritura filosófica, ya que los actos de escritura construyen espacios de pensamiento inevitablemente, y cuando estos espacios son producto de la reflexión filosófica de los niños, entonces dichos espacios son las arquitecturas de un pensamiento crítico con su propia lógica, con su propia gramática, con su porpia escritura. Pero en el volumen que hoy les presentamos José Ezcurdia no busca seguir ensayando las innovadoras escrituras de una “filosofía para niños”, sino las escrituras filosóficas que se requieren para construir y alimentar los diversos diálogos que reclama ya su práctica cotidiana de una filosofía para niños. Y es muy importante entender que estas escrituras filosóficas apenas quieren cobrar existencia en las líneas y las páginas reunidas en este volumen, que no tienen más atencedentes que ellas mismas y sus contados atisbos en unas primeras versiones que si bien ya se han conocido como artículos, ponencias o conferencias, apenas ahora encuentran por fin una primera exposición del espíritu que realmente las impulsa y los objetivos que persiguen, el ser semillas, debido, en gran medida, a su reunión en este volumen editado por David Moreno Soto y que ahora nos entrega a la lectura la Editorial Itaca.

El reto para José Ezcurdia ha sido —y podemos ller esto con toda claridad en el libro— encontrar una escritura filosófica que pueda salir del mundo académico y regresar fortalecida por el más elemental enfrentamiento con las crisis de la propia vida, para convocar a una serie de urgenetes diálogos filosóficos en territorios vírgenes o apenas conocidos y explorados. No hay mejores palabras para explicarles esto que las empleadas por el mismo autor en su “Presentación”, firmada en Amatlán, su nueva sede vital en el Estado de Morelos:

El presente texto, en el mejor de los casos, resulta tal vez apenas una semilla para impulsar posteriores desarrollos conceptuales o, tal vez, un mero esfuerzo desnudo y pueril por intervenir en debates que cuentan ya con una dilatada historia y referencias previas ineludibles. Quizá el texto se funda más en una intuición, cierta rabia o un compromiso con la propia filosofía, que en la articulación de una reflexión sistemática: nuestro cometido es acercar el discurso filosófico, aun de manera tosca y titubeante, a la satisfacción de la máxima inscrita en el oráculo de Delfos “Conócete a ti mismo”. Si el hombre se gana como filósofo al conocerse a sí mismo, en un mundo convulso y vacío como el nuestro en el que la filosofía se encuentra marginada y distorsionada por diversos dispositivos institucionales, quizá el hombre mismo, y la propia filosofía, tendrían que reencontrar el suelo de una de las experiencias más arcaicas que guarda la tradición, para poder cultivar y conquistar, digámosle así, su forma misma, un sentido o una dimensión vital —todo proceso de autotransformación, según supone la fórmula délfica, se concibe a su vez como conocimiento de sí (pp. 20-21).

Hacer del acto de escritura una actividad germinal ligada, no sólo a la actividad de la siembra, sino también a la de la producción, construcción o invención de las mismas semillasque se quiere ver florecer y cosechar, se dice fácil, pero no lo es de ninguna manera. Al intentar la realización de una tarea así, se titubea, se cometen errores, se llega a ser excesivo o insuficiente con demasiada frecuencia. Pero nada de esto importa si, como es el casos de este libro, la claridad se convierte en guía de todo esfuerzo, de todo logro, de todo defecto.

Las preguntas que formula Ezcurdia, con todo y su aparente simplicidad, son una forma de servirse del autoconocimiento, especialmente de ese que suele generar la práctica de la filosofía para niños, para ampliar nuestros paradigmas sobre la filosofía, su divulgación y su enseñanza. Sobre todo porque no hay compromisos académicos que seguir, aunque sí existan en su discurso todo tipo de compromisos teóricos sobre la utilidad de la filosofía para la vida, para el desarrollo humano, para el fortalecimiento de los individuos y las comunidades, incluso para comprender la necesidad de la filosofía en el enriquecimiento o empobrecimiento de la vida civil. En las propias palabras de José Ezcurdia:

Quizá la disyuntiva que ordena la reflexión filosófica siga siendo, como en la época de Sócrates, aquella que resulta de las relaciones asimétricas entre poder y servicio. Si la filosofía y los filósofos sirven a un poder que no sirve a la gente, la filosofía será una herramienta entre otras para afirma al poder mismo cuando éste se deleita con las delicias de una supuesta alta cultura o la recuperación cínica de las miserias y el folklore de las masas (p. 24).

Lo más importante en la visión que desarrolla José Ezcurdia sobre la enseñanza de la filosofía es que no se limita a pensarla exclusivamente a partir de sus modos universitarios o escolarizados, ni la sujeta a modelos educativos diseñados, implementados y administrados por el Estado; tampoco cierra el perfil de sus beneficiarios, pues sabe y quiere enfatizar que en juego está una pedagogía que permite colocar la enseñanza de la filosofía al alcance de niños, es evidentísimo, pero también para jóvenes, adultos mayores, mujeres, personas con capacidades diferentes. La enseñanza de la filosofía, al dirigirse de un modo tan concreto a un público “sin voz”, tan estratégicamente excluido de sus modelos tradicionales, queda abierta a la diversidad de metodologías, de objetivos y beneficios, que ya no sólo son pensados como bienes para el consumo o para la industriosa enseñanza escolarizada, sino como bienes públicos.

Las realidades objetivas de una filosofía para niños son, paradójicamente, las realidades objetivas para otro tipo de quehaceres de la filosofía bastante semejantes, pues así como se ha estado haciendo real la enseñanza de la filosofía para niños, también sucede que, de paso, se están haciendo posibles modos de enseñanza de la filosofía para la vejez, para los trabajadores, para los campesinos, para los científicos, los políticos, los burócratas. En fin, la filosofía para niños que propone José Ezcurdia anuncia las conveniencias de pensar los modos no-convencionales de la enseñanza de la filosofía, especialmente cuando éstas logran estar orientadas, en última instancia, hacia la educación filosófica de los ciudadanos, concebida ésta, además, como una eduación para la libertad: la libertad de pensamiento, la libertad de palabra, la libertad de elección, la libertad de creencias, es decir, para reinventar el juego completo de las libertades civiles.

La filosofía para niños, pues, entendida como espejo de la filosofía (que es sin duda la más arriesgada y ambiciosa tesis de este libro), no sólo está dirigida específicamente a los niños, implica el desarrollo de formas alternativas de enseñanza de la filosofía con un sentido ético-político. Una filosofía para niños, tal y como nos la presenta José Ezcurdia en este libro, es el punto de partida para el desarrollo de una filosofía no-universitaria y no-escolarizada sin tener por qué saber cuales serán entonces sus nuevas formas ni tener necesidad de definirlo, ya que se trata de cuidar la libertad más importante: la libre autodeterminación. Ya nos harán saber qué filosofías desean practicar esos niños educados hoy filosóficamente desde su más tierna edad. Y así, en medio del ejercicio cotidiano de un tipo específico de enseñanza de la filosofía, el filósofo puede ponerse en juego de formas creativas en la vida política, en la vida de la ciudad y de sus ciudadanos; sobre todo esto último, pues todo niño está llamado a cumplir su destino, tarde o temprano, como ciudadano, como animal político, como agente de transformación social y política, y no hay nada que nos impida esperar que los niños a los que hoy se les entrega las más preciadas herramientas de la reflexión filosófica, mañana justo estén en las mejores condiciones para poner en juego, del mejor modo, a la propia filosofía. Quizá por eso José Ezcurdia lanza la pregunta y nos responde de inmediato:

¿Qué es la filosofía? Dadas las consideraciones anteriores, podemos adelantar una definición: pensar por cuenta propia, desarrollar una conciencia en la que la propia crítica y la propia reflexión aparecen como columna vertebral. En este sentido, enseñar filosofía es enseñar a pensar. Difundir filosofía es difundir un pensamiento que se atreve a pensar, un pensamiento crítico y reflexivo que es motor interior de un proceso de autotransformación individual y colectiva cabal. La filosofía y la difusión de la filosofía se resuelven así como servicio al hombre que gracias a ésta cultiva la formación de su carácter, y con él, la práctica de la libertad (pp. 24-25).

No quiero dejar de destacar que la lectura de Filosofía para niños. La filosofía frente al espejonos pone en la perspectiva del siguiente compromiso ético-político:

¡Pobre filosofía, tan lejos de Dios y tan cerca de los filósofos! Expertos en la glosa filosófica, ausentes en los debates de los temas y las tareas que atañen a todo pensamiento vivo: el hombre que camina por la calle, el paisaje que se desfigura por una arquitectura basura, el cielo cubierto de plomo y la mano del indígena mendigo, que desde hace siglos se resuelve en su agonía.

Con lo que queda al descubierto por qué se ha hecho necesario, en la perspectiva de este filósofo mexicano, lograr uno de los espejos de la filosofía a partir de la problematización de la divulgación de la filosofía, pues la mera difusión de la filosofía universitaria, aunque cumpla cabalmente con sus más estrictos fines y atienda cabalmente sus necesidades, no puede ser el espacio para romper las prácticas universitarias de la filosofía y abrirlas a este tipo de crisis de la civilización moderna. Tampoco lo puede la vulgarización de la filosofía, pues aunque en el mejor de los casos logre construirle simpatías o alguna popularidad a la filosofía, está destinada a la producción de objetos de consumo, ya que la misma filosofía, entregada a la lógica de la cultura de masas, no puede sino convertirse, más tarde o temprano, en un producto de consumo. La divulgación de la filosofía, en cambio, especialmente cuando se la toma como un reto permanente, es el espacio abierto para ensayar esfuerzos y tratar de conseguir que la socialización de la filosofía se pueda pensar, diseñar y calcular en términos de su impacto social y político. Déjenme explicarme.

La reflexión filosófica es una actividad intelectual que no necesariamente requiere desplegar alguna estrategia de comunicación socialo política para llevarse a cabo. Así que optar por el despliegue de una estrategia de esta naturaleza, cuando esto ha tenido lugar en la historia de la filosofía, no ha sido sino resultado o efecto de una decisión ético-política, la expresión de una voluntad que ha querido impulsar o propiciar —por alguna razón— la entrada de la filosofía en una determinada escena políticao que ha querido construir una escena política específica para la filosofía, con el fin de satisfacer algún objetivo en específico; en ambos casos, las prácticas concretas de comunicación social o de comunicación política de una determinada filosofía no han sido hasta el momento más que un mero recurso o instrumento para definir su entrada en escena. El diseño de estrategias, en cambio, ha tenido la función de garantizar el cumplimiento de objetivos específicos mediante la aplicación de técnicas específicas en los momentos más oportunos.

Por ello resulta interesante plantearse el estudio histórico de este tipo de decisiones políticas de los filósofos, no sólo para comprender las razones o motivaciones que las han impulsado o requerido, sino incluso para hacer comprensible las formas concretas de su despliegue, de su puesta en práctica, de su diseñoy el cálculo de su efecto social y político, y así, de este modo, estar en condiciones de determinar con qué éxito y con qué provecho la filosofía ha logrado satisfacer una determinada o específica voluntad de socialización o de politización.

Quizá ahora puede resultarnos polémico postular que la filosofía no necesita desplegar estrategias de comunicación social o de comunicación política para llevarse a cabo porque actualmente muchos filósofos consideran que no hay manera de hacer filosofía sin insertarse antes en una o varias comunidades de conocimiento, o sin establecer y procurar su impacto social, o en el contexto de un específico marco de acción gubernamental o empresarial. No pienso discutir las opiniones de estos filósofos, ni sus posibles ejemplos ni prácticas concretas, como tampoco deseo discutir cómo es que el asumir cualquiera de esta dos visiones generales sobre la práctica efectiva de la filosofía constituye una mera adhesión voluntaria a un conjunto de representaciones sociales actualmente hegemónicas. Reconozco que así se piensa y actúa de un modo predominante en nuestros días y que en ello hay un claro deseo de lograr objetivos específicos perfectamente justificables. Mi intención, en cambio, apenas consiste en querer establecer algunas distinciones conceptuales mínimas para poder comprender mejor por qué la filosofía debe difundirse, divulgarse y hasta vulgarizarse, así como clarificar los modos concretos con que ha podido lograrlo —cuando lo ha conseguido— y vislumbrar con cuáles podríamos lograrlo mejor sin dejar de establecer, por ello, cuándo su socialización no resulta necesaria en lo más mínimo.

La filosofía es una actividad intelectual que puede llevarse a cabo de un modo individual y esto ha sucedido así en innumerables ocasiones, de múltiples formas y con distintas intenciones porque al menos algunas formas de hacer filosofía no han necesitado socializarse o incluso han querido constituirse como prácticas individuales, íntimas o hasta secretas. Es cierto que esto debe matizarse, pero en ningún caso debe negarse sólo por insistir en la defensa de un presunto carácter social o comunitario de la filosofía, como si esto resultara esencial para la filosofía. Esto mismo es algo que también debe matizarse para no quedarnos con la vaguedad e imprecisión de dichas ideas.

Por el momento, es suficiente con clarificar que el carácter social de la filosofía no es una característica esencial de toda filosofía, sino sólo de algunas de sus formas y que en todos los casos en que la filosofía ha querido construirse una dimensión socialo socializaciónha sido para satisfacer algún objetivo político específico, incluyendo su crecimiento, su fortalecimiento, su transmisión, su impacto social. Además, por otro lado, las diversas dimensiones sociales de la filosofía no se contraponen a sus diversas dimensiones individuales o personales. Que le haya convenido a algunas filosofías la construcción de una dimensión social de sus prácticas o de sus productos o sus modo de producción como actividad intelectual, no significa que sea indispensable hacer filosofía desde o a partir de su socialización. Sólo implica que, en algunos casos, resulta conveniente construir una socialización del trabajo filosófico, ya sea como difusión, como divulgación o franca vulgarización. En el primer caso, para construir comunidades filosóficas, pues se trata de una comunicación especializada entre filósofos, ya sea porque comparten ideas y métodos o precisamente porque no los comparten y es deseable analizarlo y discutirlo socialmente; en el segundo caso, la intención suele ser francamente política, pues la mayoría de las veces la divulgación de la filosofía ha tenido por objetivo el querer conformarla como un bien públicoo como un conjunto de bienes con algún tipo de uso o utilidad social, que puede beneficiar a la sociedad en general o a comunidades específicas; y en el último caso, en cambio, el objetivo consiste simplemente en hacerla popular de algún modo por alguna razón (la mayoría de las veces para contener, evitar o revertir el desprecio social, el asedio, la persecución o la simple impopularidad).

Gracias a la distinción de estas tres líneas generales del desarrollo de la dimensión social de la filosofía es que podemos analizar el tipo de estrategias y prácticas concretas de comunicación social que ha podido desplegar la filosofía a lo largo de su historia, e incluso estudiar las herramientas, técnicas y productos concretos que ha tenido que construir para cumplir sus fines.

Romper los silencios o las soledades del trabajo filosófico es un modo de poner a la filosofía en juego o en movimiento; y en muchas ocasiones ha sido necesario esto justo para garantizar o hacer posibles sus continuidades y para lograrlo de diversos modos.

La enseñanza de la filosofía, por ejemplo, ha sido una de las formas más recurrentes estrategias de socialización de la filosofía, pero esto ha implicado por igual la creación de estrategias de comunicación especializadas para la construcción de comunidades filosóficas que para hacer de la filosofía, de su enseñanza y sus comunidades un bien social, un patrimonio cultural y hasta una herencia; y todo esto ha exigido hacerla popular en alguna medida, pero en formas altamente especializadas, incluso elitistas.

La popularización de la filosofía no necesariamente ha implicado —ni tiene porque implicar— la implementación de estrategias de democratización de la filosofía; pero lo que sí ha sucedido, en estos casos, es el cumplimiento de una estrategia de socialización popular.

Ciudad de México, 5 de marzo de 2017.

LA INMANENCIA DEL DESEO, de Mariela Oliva Ríos

Presentación del libro La inminencia del deseo, de Mariela Oliva, en la XXXVII Feria Internacional de Libro en el Palacio de Minería.

La inmanencia del deseoGracias por acompañarnos esta tarde a lo que no puede ser sino una festiva celebración de la publicación de un libro que nos ofrece una oportunidad invaluable para poner en juego nuestras lecturas contemporáneas de las obras de Spinoza y para prolongar las discusiones sobre la actualidad y pertinencia de su filosofía. Me refiero a La inmanencia del deseo. Un estudio sobre la subjetividad ética y el amor a la existencia en Spinoza, de Mariela Oliva Ríos.

Siempre es posible plantear asuntos de interés para un determinado público con la publicación de un libro; pocas veces, sin embargo,  logramos identificar, hacer evidentes y disputables los asuntos que son efectivamente de un interés público, aunque no existan públicos evidentemente interesados. Lo primero caracteriza perfectamente el quehacer cotidiano de los publicistas y de los mercadólogos, en defensa de los intereses privados de una empresa o una industria; lo segundo, en cambio, caracteriza el quehacer cotidiano de unos ciudadanos en pleno ejercicio de su libre pensamiento y de su autonomía política, en defensa de un bien común o en contra de todo tipo de males comunes. Por esta razón, no queda más remedio que tratar de entender el complejo arte de publicar libros, asumiendo de entrada que esta actividad se lleva a cabo siempre tratando de definir una orientación específica entre las fuerzas desatadas por ambos instintos de construcción de lo público y que, por ello, resulta especialmente apasionante el tratar de esclarecer la vocación con la que ha visto la “luz pública” cada uno de los libros que uno tiene en las manos como simple lector, como simple ciudadano o incluso como mero consumidor.

¿Qué es, pues, lo que pone en juego la publicación de este libro que hoy presentamos en esta XXXVII edición de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería? Primero que nada la autonomía de las palabras. Esta publicación la han preparado, en un extraordinario esfuerzo conjunto, tanto la Editorial Gedisa como la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, a través de la creación de la colección “Palabras autónomas”, con la cual ambas instituciones han querido hacer manifiesto el reconocimiento de un espacio común en la convicción compartida de querer poner en movimiento “la práctica de un pensamiento propio, crítico, gobernado por sí mismo”. De este modo, han hecho de la gestión civil de la autonomía de las palabras un esfuerzo común y compartido para lograr la construcción de la autonomía de la escritura, entendida, a partir de dicho esfuerzo, como la gestión civil de la libre autodeterminación del trabajo intelectual de los profesores universitarios, de la libre autodeterminación de su producción literaria, de sus modos de producción de textos y lecturas, haciendo posible con ello la puesta en práctica de unas escrituras autónomas que, al ya no tener por qué sujetarse a las disciplinas y dispositivos de un único campo disciplinar, de un tono específicamente universitario, o a un nivel o función discursiva específica, pueden liberar el trabajo intelectual de los encorsetamientos académicos, haciendo posible, de un modo novedoso y bastante alentador, el ejercicio de ese tipo de autonomía civil mejor conocida como “libertad de cátedra”, cuyo ejercicio garantiza el carácter público del trabajo editorial y el trabajo universitario, así como la autonomía civil de la misma universidad. Con la publicación de La inmanencia del deseo, se confirma de la mejor manera esta vocación de autonomía civil que se desea imprimirle nuevamente a los libros universitarios para atender asuntos de un interés público.

Esto quizá no sea del todo evidente en este caso, pues quizá parezca que un libro sobre la filosofía de Baruch Spinoza (1632-1677), un filósofo neerlandés de origen sefardí portugués del siglo XVII, no puede ser de interés sino para un público universitario, o incluso sólo para filósofos interesados en el estudio de la historia de la filosofía moderna, es decir, sólo para un público especializado; sin embargo, este libro de Mariela Oliva, empata perfectamente con el espíritu de “Palabras autónomas” y no está escrito para atender de un modo exclusivo los intereses de una disciplina académica, de un grupo de especialistas o un grupo específico de estudiantes universitarios. Es un libro que nos ofrece un tipo de lectura filosófica que pretende generar diversas formas de apropiación de una obra filosófica que ha sido leída de un modo inapropiado en demasiadas ocasiones. En este sentido, la intención de la maestra Oliva no es invitarnos o introducirnos a la lectura de un conjunto de libros de un “autor importante” y de los comentaristas y estudiosos más destacados, para lograr fijar algún tipo de ortodoxia sobre la filosofía de Spinoza, lo cual, en todo caso, no podría sino movernos hacia todo tipo de lecturas sin apropiación, de esas que terminan siendo insignificantes, no por falta de un mérito académico, sino por su radical incapacidad para producir un auténtico interés público. También podríamos sostenerlo así porque de hecho el trabajo hermenéutico de nuestra autora es irreprochable y satisface completamente, con su detallada exposición de su objeto de estudio y la cuidadosa construcción de su aparato crítico, las exigencias académicas más tradicionales y rigurosas. Pero lo que realmente pone en juego este libro es una lectura filosófica, enseñándonos, de paso, que el arte de leer libros no depende en el fondo de la importancia intrínseca de los libros que uno se ha propuesto estudiar, de la trascendencia abstracta de las ideas o de su evidentísimo valor filosófico, sino de la construcción teórica de la lectura que podemos llevar a cabo en el presente, pues así es cómo se puede lograr el postulado crítico de su relevancia, de su significación, de su pertinencia en nuestro tiempo, garantizando con ello la exposición filosófica del sentido intempestivo de ideas específicas, inteligentemente seleccionadas de entre las muchas que integran el cuerpo material de una obra.

La lectura que nos ofrece Mariela Oliva en La inmanencia del deseo es efectivamente una lectura intempestiva de las ideas filosóficas de Spinoza —o de un conjunto selecto de ellas para ser más estricto— y es por ello que resulta especialmente fascinante entretenerse o ir al encuentro de los secretos de su técnica de lectura: el modo como va haciendo evidente poco a poco la necesidad de comprender la especificidad de un vocabulario filosófico, de una estructura argumental y un método de exposición, ya que, sin comprender de un modo adecuado dichas especificidades, la filosofía de Spinoza se vuelve indescifrable o fácilmente malinterpretada. Esta sutileza se convierte, además, en la firma de una escritura académica que logra cubrir sus tareas expositivas y explicativas al tiempo en que logra producir todo tipo de rupturas y énfasis con los que también pretende dejar al descubierto, en la lectura directa de los textos espinosistas, la irrefutable actualidad, no sólo de un conjunto de conceptos fundamentales, que nos llevaría a la superficial apropiación del vocabulario de Spinoza, de un modo de escribir y de hablar, es decir, a la invención de un lenguaje espinosiano, de una jerga filosófica concreta, sino de las distinciones conceptuales que nuestro filósofo holandés logró formular a partir de ellos, para estructurar efectivamente la exposición de sus ideas, pero, sobre todo, para desplegar unos singularísimos modos de problematización filosófica, mediante los cuales logró enunciar asuntos de interés público como lo son todos los relacionados a la inmanencia del deseo y de los cuales se ocupa en su libro Mariela Oliva con total consciencia de su sentido intempestivo.

El interés público de este volumen hay que pensarlo, pues, en un doble sentido, pues éste no sólo nos es revelado por Mariela Oliva, la profesora-investigadora de tiempo completo de la Academia de Filosofía e Historia de las Ideas de la UACM, apuntando hacia ello como un mero objeto de interés para historiadores de las ideas, sino como una intelectual consciente de su papel en la construcción de una ciudadanía participativa en la construcción de nuestros intereses públicos. Una adecuada comprensión de la inmanencia del deseo en nuestros días es la condición de posibilidad para construir —o hasta para inventar— las formas contemporáneas de una subjetividad ética basada en el amor a la existencia; lo que se ha hecho indispensable en nuestros días, y en nuestras actuales circunstancias, para ser capaces de ponernos en juego de modos creativos y gozosos en la construcción individual y colectiva de todo lo político, y de este modo ensayar la activación de todas nuestras potencias afectivas frente al apabullante y entristecedor funcionamiento de nuestros actuales modelos civilizatorios. Como bien nos muestra la autora de este libro, mediante la apropiación selectiva de algunas ideas filosóficas de Spinoza es como podremos llegar a comprender, no como filósofos sino como simples ciudadanos, que es poco lo que podemos lograr si seguimos insistiendo en pensar nuestra compleja constitución ético-política en términos de bien y mal, cuando podríamos clarificarnos mejor —cuando menos de un modo más adecuado a nuestros intereses comunes— las complejidades de la vida cotidiana aprendiendo a pensar en las sutiles modificaciones de las afecciones y los diversos modos como transitamos entre ellas o como terminan habitándonos, pues de ello depende que logremos entender que todos los movimientos ético-políticos de nuestra subjetividad material los tenemos que vivir cotidianamente debatiendo nuestras suertes u operando todo tipo de transiciones cotidianas entre la alegría y la tristeza, afectándose directamente nuestra capacidad de actuar y padecer, de afectar y ser afectados.

La condición de posibilidad para participar directamente en la construcción de una vida feliz, de una vida basada en el amor a la existencia, de una vida de equilibrio, de armonía ante la ineludible y constante sacudida de los afectos, depende de que aprendamos a padecer su materialidad modulando su fuerza, sus intensidades; y eso sólo puede lograrse efectivamente —como nos propone Mariela Oliva, basada en la Ética de Spinoza— a través de una adecuada comprensión de la relación que se verifica efectivamente en las diversas composiciones de la subjetividad, las cuales de hecho activan todas las potencias del cuerpo y el deseo, así como todas sus infinitas intensidades y modulaciones, permitiéndonos los más diversos tránsitos para procurar nuestra felicidad. Muchas gracias y les deseo que su lectura de La inmanencia del deseo resulte tan estimulante como la mía.

Jueves 25 de febrero de 2016.

EL EJECUTOR, de Bea Carmina

Presentación del libro El ejecutor, de Sea Carmina, en la XXXI Feria Internacional de Libro en el Palacio de Minería.

El ejecutorLa presentación de la obra que hoy nos reúne en este espléndido escenario ofrece, sin duda, todo tipo de pretextos para realizar algunas reflexiones filosóficas sobre el quehacer literario del dramaturgo contemporáneo o, para ser más específicos, sobre el quehacer dramatúrgico de nuestra querida Bea Carmina. No tengo la menor duda de que muy pronto tendremos la oportunidad de ser espectadores de la puesta en escena de El Ejecutor, y con toda seguridad les puedo advertir que habrá muchas cosas que decir y discutir sobre un espectáculo que ahora mismo se me antoja prometedor, estimulante y polémico; hoy, sin embargo, tenemos una oportunidad extraordinaria para hablar del libro, del valor cultural de su publicación, del hecho mismo de ser escritura o producto literario de un ejercicio de escritura particular, sin olvidarnos, por supuesto, de las fuerzas imaginarias que la obra, en tanto que libro, es capaz de detonar durante esa experiencia previa a toda posible puesta en escena: la lectura de la pieza dramática.

Sabemos que este tipo de oportunidades son completamente circunstanciales, que se trata, ante todo, del engañoso resultado de una serie de accidentes históricos que hicieron del dramaturgo un escritor de libros y de las obras de teatro un género literario, porque no hay destino real para el arte del dramaturgo sin puesta en escena, sin espectáculo, sin drama, sin actuación viva. Pero las circunstancias están dadas y vale la pena explorar los intersticios formados por el aburguesamiento de la dramaturgia moderna para sacar de su ocultamiento el papel de la escritura en la dramaturgia contemporánea. A final de cuentas, no importa tanto que el diseñador de espectáculos dramáticos se haya convertido, con el paso del tiempo, en un productor de textos publicables y consumibles por un público lector, ni que algunos célebres dramaturgos hayan intentado olvidarse de su público de espectadores para satisfacer las exigencias literarias de un selecto grupo de lectores eruditos, importa que gracias a eso dramaturgos como Bea Carmina han podido encontrar un poder mágico en la escritura para utilizarlo o desatarlo como una parte esencial de la puesta en juego de las puestas en escena contemporáneas. La literatura dramática es el único lugar desde donde hoy se puede construir un juicio sobre la calidad del drama en el teatro, el cine, la radio y la televisión; la escritura del dramaturgo, en tanto que actividad creadora, es la fuente misma del espectáculo como lugar de ocurrencia y concurrencia de las diversas fuerzas imaginarias de las sociedades contemporáneas, de su representación como formas de vitalidad o mortalidad siempre presentes y actuantes en el mundo, actuales o actualizadoras del drama humano, de su escenificación, de sus diversas formas de espectacularidad.

El poder mágico del dramaturgo contemporáneo ha consistido, en este sentido, en convertir a un mundo  de lectores en espectadores, y su magia descansa, por ello, en un peculiar dominio de las artes alquímicas de la escritura, de la escritura entendida como espectáculo. ¿A qué me refiero? El dramaturgo no sólo transforma a sus lectores haciendo gala de una técnica literaria configurada u organizada como texto, la función de su actividad literaria no consiste tanto en invitar a la lectura de un libro como a contemplar el espectáculo vivo de una serie de impulsos imaginarios puestos en escena, en la escena de la imaginación, gracias al drama que sufre la propia escritura, en la que dramaturgos como Bea Carmina cifran y descifran los movimientos imaginarios de sus lectores, que irremediablemente habrán de convertirse en espectadores de sus propias representaciones fantásticas, tan sólo siguiendo los movimientos escénicos de una escritura en movimiento, de una escritura que se ha hecho dramatúrgica a través de su propia dramaturgia, de su propia puesta en escena, de su teatralización, de su propia conversión en espectáculo.

Desde los primeros trazos escénicos, El Ejecutor hace evidente esta espectacularidad de la escritura que ha ido construyendo Bea Carmina con el paso del tiempo. Los diálogos surgen, en su artificio, como ocurrencias de un conjunto de monólogos articulados temporalmente por la evolución de una vocación un tanto siniestra: la persecución de los sueños y el castigo de los soñadores. Más que un personaje, el ejecutor es una posición fija en diferentes formas de configuración de las relaciones de poder, las cuales se dramatizan en la obra tomando lugar en distintos escenarios histórico-fantásticos para darle forma a una pequeña historia de la humanidad, cuyo inicio —bastante provocador por cierto— es ubicado por nuestra querida dramaturga en una lejana ciudad de Catay, que tiene un aire familiar pese a su lejanía. Y aunque los lugares elegidos por ella son significativos, y lo son en distintos sentidos, por ahora sólo me parece oportuno subrayar algo: más que geografías o indicaciones geográficas, los escenarios donde suceden los dramas del ejecutor son superficies en las que han de inscribirse, o escenificarse, los espectaculares efectos de las sutiles violencias perpetradas por todos los personajes del drama. El ejecutor no es la fuente ni el perpetrador real de ninguna violencia, es tan sólo el ejecutante, el operador mágico, el oficiador sacerdotal de una violencia ritual y sacrificial que pone fin a un conjunto de pequeños actos e instintos violentos no-visibles, que están presentes pero sin ser visibles. Es por eso que las acciones del ejecutor ponen fin, ante todo, a la invisibilidad de las violencias del conjunto social, y lo hacen haciéndolas visibles de una manera espectacular; de algún modo, su acción mágica no es sino el intento de conjurar la violencia mediante la espectacularidad de la violencia, mediante su puesta en escena, mediante su acontecer escénico, mediante un proceso dramatúrgico de conjura basado en los movimientos artificiosos de la imaginación, los cuales, a su vez, han sido detonados por una actividad de escritura que busca su propio despliegue, su propia coherencia, su propia exuberancia, su propia violencia sacralizada.

Y con esto regreso a un tema pendiente. El ejecutor —tal y como es puesto en escena por Bea Cármina— no es el vengador, el inquisidor, el justiciero o el perseguidor de los sueños más hermosos de la humanidad, es, por el contrario, tan sólo el operador de una magia con la que se hace visible la complicidad totalitaria de hombres y mujeres entramados en las finas redes de las relaciones poder. Todos somos vengadores, justicieros, inquisidores, perseguidores, pero reclamamos la ejecución de nuestro moralismo en manos ajenas, pues sólo así podemos darnos el lujo de enjuiciar y castigar al hombre de las manos sucias: el verdadero chivo expiatorio de nuestras ficciones civilizatorias. Y es que es esa la función paradójica de los sueños en la obra de Cármina; particularmente cuando el sueño es pronunciado y rompe el frágil silencio de la espectativa, de la esperanza muda. Sueñan los hombres y las mujeres y, con el silencio roto por la palabra, despiertan entonces todo tipo de pasiones e inquietudes, buscando su realización, su aparición en el teatro del mundo.

Bea Cármina, en El Ejecutor, lo único que hace con la peculiar articulación de su escritura, es poner al descubierto la violencia de ese sutil despertar de inquietudes y bajas pasiones, y nos muestra cómo, al escenificarse, toman por asalto al mundo y a la voluntad de los seres humanos hasta encontrar destino en el ejecutor de su violencia, de su teatralización.

Es muy interesante, pues, la manera como Bea Cármina construye un sólido nexo entre la violencia y la civilización, girando únicamente alrededor de la imagen reiterativa del heroico ejecutor de los tiempos: héroe, verdugo, víctima sacrificial. El Ejecutor es una clara provocación para detenernos a pensar en el papel que jugamos en esa extraña danza con la que termina la obra. Todos somos ejecutores y ejecutados, todos somos carne y sangre para el sacrificio fundamental de nuestro mundo civilizado. ¡Gracias y buenas noches!

23 de febrero de 2010.