La habitación de una ciudad no es muy diferente a la habitación de cualquier otro espacio. No depende en realidad de las condiciones materiales del espacio físico, sino de la potencia imaginaria que uno es capaz de desplegar en el proceso de habitarlo. La imaginación de la habitación de la ciudad es lo que nos constituye como ciudadanos; por eso mismo, es el instinto que gobierna a nuestra imaginación lo que determina nuestro posicionamiento en el juego de las relaciones de poder que han producido las formas materiales de nuestras ciudades. Una imaginación deseante, por ejemplo, por eso se sujeta con tanta facilidad a los dispositivos de poder con los que las ciudades garantizan el desarrollo de una cultura de consumo. Pero de igual forma, es una apropiada imaginación del deseo la que nos libera del consumo. Habitar una ciudad desde el deseo puede sujetarnos a una relación de dominación alimentada por un obscuro impulso imaginario de consumo y auto-consumo, pero también puede liberarnos de dicha relación de poder, si encontramos el modo de revertir el efecto de poder del dispositivo mediante la liberación imaginaria del propio deseo. El deseo de una ciudad implica de suyo una habitación poética del espacio.
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