EL EJECUTOR, de Bea Carmina

Presentación del libro El ejecutor, de Sea Carmina, en la XXXI Feria Internacional de Libro en el Palacio de Minería.

El ejecutorLa presentación de la obra que hoy nos reúne en este espléndido escenario ofrece, sin duda, todo tipo de pretextos para realizar algunas reflexiones filosóficas sobre el quehacer literario del dramaturgo contemporáneo o, para ser más específicos, sobre el quehacer dramatúrgico de nuestra querida Bea Carmina. No tengo la menor duda de que muy pronto tendremos la oportunidad de ser espectadores de la puesta en escena de El Ejecutor, y con toda seguridad les puedo advertir que habrá muchas cosas que decir y discutir sobre un espectáculo que ahora mismo se me antoja prometedor, estimulante y polémico; hoy, sin embargo, tenemos una oportunidad extraordinaria para hablar del libro, del valor cultural de su publicación, del hecho mismo de ser escritura o producto literario de un ejercicio de escritura particular, sin olvidarnos, por supuesto, de las fuerzas imaginarias que la obra, en tanto que libro, es capaz de detonar durante esa experiencia previa a toda posible puesta en escena: la lectura de la pieza dramática.

Sabemos que este tipo de oportunidades son completamente circunstanciales, que se trata, ante todo, del engañoso resultado de una serie de accidentes históricos que hicieron del dramaturgo un escritor de libros y de las obras de teatro un género literario, porque no hay destino real para el arte del dramaturgo sin puesta en escena, sin espectáculo, sin drama, sin actuación viva. Pero las circunstancias están dadas y vale la pena explorar los intersticios formados por el aburguesamiento de la dramaturgia moderna para sacar de su ocultamiento el papel de la escritura en la dramaturgia contemporánea. A final de cuentas, no importa tanto que el diseñador de espectáculos dramáticos se haya convertido, con el paso del tiempo, en un productor de textos publicables y consumibles por un público lector, ni que algunos célebres dramaturgos hayan intentado olvidarse de su público de espectadores para satisfacer las exigencias literarias de un selecto grupo de lectores eruditos, importa que gracias a eso dramaturgos como Bea Carmina han podido encontrar un poder mágico en la escritura para utilizarlo o desatarlo como una parte esencial de la puesta en juego de las puestas en escena contemporáneas. La literatura dramática es el único lugar desde donde hoy se puede construir un juicio sobre la calidad del drama en el teatro, el cine, la radio y la televisión; la escritura del dramaturgo, en tanto que actividad creadora, es la fuente misma del espectáculo como lugar de ocurrencia y concurrencia de las diversas fuerzas imaginarias de las sociedades contemporáneas, de su representación como formas de vitalidad o mortalidad siempre presentes y actuantes en el mundo, actuales o actualizadoras del drama humano, de su escenificación, de sus diversas formas de espectacularidad.

El poder mágico del dramaturgo contemporáneo ha consistido, en este sentido, en convertir a un mundo  de lectores en espectadores, y su magia descansa, por ello, en un peculiar dominio de las artes alquímicas de la escritura, de la escritura entendida como espectáculo. ¿A qué me refiero? El dramaturgo no sólo transforma a sus lectores haciendo gala de una técnica literaria configurada u organizada como texto, la función de su actividad literaria no consiste tanto en invitar a la lectura de un libro como a contemplar el espectáculo vivo de una serie de impulsos imaginarios puestos en escena, en la escena de la imaginación, gracias al drama que sufre la propia escritura, en la que dramaturgos como Bea Carmina cifran y descifran los movimientos imaginarios de sus lectores, que irremediablemente habrán de convertirse en espectadores de sus propias representaciones fantásticas, tan sólo siguiendo los movimientos escénicos de una escritura en movimiento, de una escritura que se ha hecho dramatúrgica a través de su propia dramaturgia, de su propia puesta en escena, de su teatralización, de su propia conversión en espectáculo.

Desde los primeros trazos escénicos, El Ejecutor hace evidente esta espectacularidad de la escritura que ha ido construyendo Bea Carmina con el paso del tiempo. Los diálogos surgen, en su artificio, como ocurrencias de un conjunto de monólogos articulados temporalmente por la evolución de una vocación un tanto siniestra: la persecución de los sueños y el castigo de los soñadores. Más que un personaje, el ejecutor es una posición fija en diferentes formas de configuración de las relaciones de poder, las cuales se dramatizan en la obra tomando lugar en distintos escenarios histórico-fantásticos para darle forma a una pequeña historia de la humanidad, cuyo inicio —bastante provocador por cierto— es ubicado por nuestra querida dramaturga en una lejana ciudad de Catay, que tiene un aire familiar pese a su lejanía. Y aunque los lugares elegidos por ella son significativos, y lo son en distintos sentidos, por ahora sólo me parece oportuno subrayar algo: más que geografías o indicaciones geográficas, los escenarios donde suceden los dramas del ejecutor son superficies en las que han de inscribirse, o escenificarse, los espectaculares efectos de las sutiles violencias perpetradas por todos los personajes del drama. El ejecutor no es la fuente ni el perpetrador real de ninguna violencia, es tan sólo el ejecutante, el operador mágico, el oficiador sacerdotal de una violencia ritual y sacrificial que pone fin a un conjunto de pequeños actos e instintos violentos no-visibles, que están presentes pero sin ser visibles. Es por eso que las acciones del ejecutor ponen fin, ante todo, a la invisibilidad de las violencias del conjunto social, y lo hacen haciéndolas visibles de una manera espectacular; de algún modo, su acción mágica no es sino el intento de conjurar la violencia mediante la espectacularidad de la violencia, mediante su puesta en escena, mediante su acontecer escénico, mediante un proceso dramatúrgico de conjura basado en los movimientos artificiosos de la imaginación, los cuales, a su vez, han sido detonados por una actividad de escritura que busca su propio despliegue, su propia coherencia, su propia exuberancia, su propia violencia sacralizada.

Y con esto regreso a un tema pendiente. El ejecutor —tal y como es puesto en escena por Bea Cármina— no es el vengador, el inquisidor, el justiciero o el perseguidor de los sueños más hermosos de la humanidad, es, por el contrario, tan sólo el operador de una magia con la que se hace visible la complicidad totalitaria de hombres y mujeres entramados en las finas redes de las relaciones poder. Todos somos vengadores, justicieros, inquisidores, perseguidores, pero reclamamos la ejecución de nuestro moralismo en manos ajenas, pues sólo así podemos darnos el lujo de enjuiciar y castigar al hombre de las manos sucias: el verdadero chivo expiatorio de nuestras ficciones civilizatorias. Y es que es esa la función paradójica de los sueños en la obra de Cármina; particularmente cuando el sueño es pronunciado y rompe el frágil silencio de la espectativa, de la esperanza muda. Sueñan los hombres y las mujeres y, con el silencio roto por la palabra, despiertan entonces todo tipo de pasiones e inquietudes, buscando su realización, su aparición en el teatro del mundo.

Bea Cármina, en El Ejecutor, lo único que hace con la peculiar articulación de su escritura, es poner al descubierto la violencia de ese sutil despertar de inquietudes y bajas pasiones, y nos muestra cómo, al escenificarse, toman por asalto al mundo y a la voluntad de los seres humanos hasta encontrar destino en el ejecutor de su violencia, de su teatralización.

Es muy interesante, pues, la manera como Bea Cármina construye un sólido nexo entre la violencia y la civilización, girando únicamente alrededor de la imagen reiterativa del heroico ejecutor de los tiempos: héroe, verdugo, víctima sacrificial. El Ejecutor es una clara provocación para detenernos a pensar en el papel que jugamos en esa extraña danza con la que termina la obra. Todos somos ejecutores y ejecutados, todos somos carne y sangre para el sacrificio fundamental de nuestro mundo civilizado. ¡Gracias y buenas noches!

23 de febrero de 2010.

 

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