En varios sentidos, la espectacularidad de la violencia es algo diferente a su mera exhibición. El montaje de un espectáculo implica el desarrollo –incluso el dominio– de una técnica de producción escénica, la exhibición de una escena, por el contrario, cuando deja de ser un arte teatral, no es sino un acto publicitario que, en el mejor de los casos, apenas implica el dominio de una técnica muy diferente: la publicidad. Esto, sin embargo, es el asunto del asunto. La violencia no siempre es un espectáculo, pero cuando lo es se hace evidente que su espectacularidad no depende tanto de la precisión del montaje como de la fuerza con la que una acción modifica la escena, aunque esto, en última instancia, no sea del todo visible o evidente. La exhibición de la violencia, en cambio, tiene que aprovechar la espectacularidad de la violencia para constituirla como “espectáculo público”. Lo que produce la exhibición de la violencia, de este modo, es un sentido político desde el que la violencia ha de ser producida como objeto para el consumo público, para su consumo en una esfera pública.
La exhibición mediática de la violencia es un acto político. No tiene más destino que el de regular su consumo y su impacto social. Por eso su lenguaje no es sino el de la transmisión de imágenes de violencia enmarcadas en una lógica de consumo, por un lado, y de formación de una cultura política, por el otro.