Improntas de un pensamiento genealógico

¿En qué sentido pueden ser pertinentes o impertinentes los valores morales? ¿Qué utilidad le pueden ofrecer a una “vida sencilla” nuestras rígidas distinciones entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, entre los justos y los injustos? ¿Por qué no hemos querido asomarnos al lado oscuro de todo lo que consideramos que tiene un valor por sí mismo?

Preguntas como éstas —todos lo sabemos— fueron el detonante de lo que ahora conocemos como un “escrito polémico”: Zur Genealogie der Moral (1887). Pero ¿cuántas veces se habrán manoseado estas cuestiones sin lograr esclarecer, aunque fuera sólo un poco, algo de su carácter polémico? De sobra sabemos que demasiadas; lo curioso es que este hecho todavía no haya causado el suficiente revuelo o cuando menos una breve indignación. ¿Cómo podemos seguir pensando que se trata de un escrito verdaderamente polémico cuando muchas de las voluntades sapienciales más brillantes de nuestro siglo terminaron convirtiéndolo en un objeto de culto y veneración antes de discutirlo?

Resulta digno de sospecha que entre los lectores más cuidadosos de la obra de Nietzsche podamos contar a muchos teólogos y hombres de guerra. Mas esto nunca será tan sospechoso como el poder observar la popularidad que semejante monumento al derroche intelectual ha podido alcanzar donde hoy día en las universidades.

Quizá por eso me ha punzado tanto aquella sentencia con la que da inicio dicho “escrito polémico”: «No nos conocemos a nosotros mismos, nosotros los conocedores». Pues creo que pocos han sido los que se han detenido a pensar con detenimiento, ya no digamos en las devastadoras y angustiantes consecuencias de esta paradoja, sino en su posible procedencia. ¿Qué tipo de adversión empujó a Nietzsche a reconocer tal cosa? ¿Qué tipo de renuncia estaba tratando de llevar a cabo o quería hacer evidente? Como si no fuera algo importante reconocer que ningún conocimiento puede valer la pena —a menos no en un sentido de auténtica vitalidad— si antes no nos concedemos el tiempo y la seriedad que se requiere para pensar con desfachatez en nosotros mismos y conocer, de esa manera, la manera como nuestras pasiones e instintos, por más que deban ser tratadas como energías demoníacas y vergonzantes, se articulan, se contravienen y se reordenan, para impulsar nuestra «voluntad de saber».

En esto último me detengo un poco más. Pues me parece oportuno el momento para destacar la relación que Nietzsche establece, aunque sólo sea a manera de hipótesis, entre lo que llama una «voluntad fundamental de conocimiento» y su interés sobre el «origen de nuestros prejuicios morales». Lo interesante, por supuesto, no es que haya intentado justificar filosóficamente un tipo de indagación completamente inusitada para su época, sino que haya puesto en crisis, mientras lo intentaba, al saber filosófico mismo. Averiguar cuál es el origen del bien o del mal, en este sentido, era algo completamente irrelevante. Para Nietzsche era mucho más atractivo averiguar «¿bajo qué condiciones inventó el hombre esos juicios de valor del bien y el mal?» —y eso nos lo muestra inmediatamente. Pero en lo que realmente quería hacer algún énfasis, al desplazar nuestra atención de una cuestión a la otra, era en la importancia de la cuestión que aparecería ulteriormente: ¿qué valor tienen ellos mismos como juicios de valor?

No se trata, por lo mismo, de poner en juego a los diversos saberes ni al conocimiento producido por ellos o a través de ellos —incluyendo a la misma filosofía— como a su condición de posibilidad, entendida en este contexto como un instinto que nos lleva a construir conocimiento a partir de un “querer algo”. El mismo conocimiento, de esta manera, hace su irrupción en escena como parte de los terribles juegos de la moral, como parte de una teatralidad en la que aparece como un espectáculo entre otros tantos. El conocimiento, lo mismo que “el conocedor”, son parte de un drama existencial en el que siempre se quiere poner en juego algo que decida el constante enfrentamiento de intereses, aunque esto, por supuesto, sólo sea a la manera en que puede hacerlo una ficción.

Con base en esto, creo que podría ser sumamente más esclarecedor tratar de analizar, con una mirada mucho más suspicaz, la oposición que Nietzsche plantea entre lo que ahora conocemos como una «moral de esclavos» y una «moral señorial»; ya que poco podríamos obtener de ésta si no ponemos en perspectiva que, antes que la misma confrontación, se encuentra el hecho de “querer estar confrontados”. Al menos así es como yo preferiría entender todo esto, es decir, a la luz de esa enemistad declarada por Nietzsche contra la «moral de la compasión», que no sólo nos explica —como bien supo verlo— el «reblandecimiento moderno de los sentimientos», sino también ese absurdo endurecimiento de la mirada que ya no escucha, que tiene dormidos nuestros sentidos y secuestrado al corazón, cuya pasión debiésemos estar dispuestos a poner frente a las cosas realmente importantes.

De lo contrario, es decir, de preferir entretenerme en el puro conflicto, temería no poder alcanzar eso que el mismo Nietzsche anunciaba ya como una «nueva exigencia» de la siguiente manera: «Pero a quien se detiene aquí, a quien aprende a preguntar, le pasará lo que a mí: se le abrirá una enorme perspectiva nueva, una posibilidad se apoderará de él como el vértigo; y le surgirán todo tipo de desconfianzas, recelos, temores; la fe en la moral, en toda moral se tambaleará, y finalmente le hablará en voz alta una nueva exigencia: necesitamos una crítica de los valores morales».

Sólo me queda una reflexión muy breve sobre el cómo responder a esa «nueva exigencia». Pues si lo que ésta reclama es cuestionar el valor mismo de los valores morales, entonces debemos ir más allá de la construcción de «un conocimiento de las condiciones y circunstancias de las que han surgido, bajo las que se han desarrollado y han tomado diversas formas», debemos también ser capaces de hacer posible y deseable un conocimiento como tal, y, para ello, debemos generar la polémica prometida en un escrito que fue concebido, muy inteligentemente, como un «escrito polémico».

 

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