Los hombres del Mundo Antiguo descubrieron en los relatos fantásticos un medio sumamente eficiente para transmitir su sabiduría de una generación a otra y el éxito de esta estrategia comunicativa estaba garantizado porque la comunicación oral suele fomentar una mayor participación de la imaginación en el desarrollo de nuestras diversas habilidades cognitivas y cognoscitivas.
Pero los griegos también inventaron una serie de discursos que tenían por objeto abrir la discusión sobre la pertinencia de los valores que eran transmitidos a través de los relatos fantásticos dando paso a una compleja ciencia moral y pedagógica que desencadenó en un nuevo tipo de educación que tomó a la escritura como principal estrategia comunicativa.
En la actualidad, muchos filósofos se niegan a reconocer que los relatos fantásticos han desempeñado un papel determinante en el desarrollo cultural de las sociedades. Lo cual, a pesar de todo, no me causa ninguna sorpresa. Vivimos en una época en la que la mayoría de las personas hemos dejado de confiar en las virtudes cognoscitivas de la comunicación oral y hemos trasladado toda nuestra confianza a la escritura. La generalización de dicha desconfianza ha sido consecuencia del trabajo intelectual que muchos hombres realizaron durante siglos con la finalidad de desacreditar las virtudes cognoscitivas de los relatos fantásticos pertenecientes a dichas tradiciones. Pero, aunque puedo llegar a aceptar que existen buenas razones para explicar la generalización de esta desconfianza, no puedo aceptar que ello implique un descrédito definitivo de la eficacia cognitiva de la tradición en general, ni de los relatos fantásticos en particular.
Los relatos siguen desempeñando un papel fundamental en nuestra cognición del mundo y en nuestra auto-cognición; sólo que lo hacen a través de formas emergentes. Además, si un cambio en la estructura cognitiva de las sociedades como éste fue posible, lo fue, entre otras cosas, gracias a la imposición sistemática de un enfoque teórico sobre la vida y sobre el conocimiento que siempre estuvo orientado en contra de los relatos fantásticos provenientes de dichas tradiciones.
Esta desconfianza, aunque puede explicarse, no puede justificarse plenamente. En primer lugar, porque presumir la inutilidad cognoscitiva de las tradiciones ancestrales siempre ha sido una estrategia político-cultural para facilitar la modernización de las formas de producción, administración y comercialización de los bienes terrenales y espirituales; en segundo lugar, porque para convencer a las personas de dicha inutilidad fue necesaria la inserción —en algunas ocasiones poco sutil— de una política de ilustración de los pueblos; lo cual ha sido equivalente a sostener que las viejas enseñanzas tradicionales no caben en un mundo moderno: si quiso suponer que frente a la modernización de las formas de producción, las formas de vida también tenían que modernizarse. Como consecuencia de esta desconfianza, los relatos fantásticos provenientes de comunidades fuertemente tradicionales cayeron en un profundo descrédito. Es muy común pensar que la modernización de las formas de producción es lo más conveniente para toda comunidad humana, pero esto, lejos de ser cierto, es el efecto de una estrecha comprensión de lo que debe implicar la modernización de los pueblos.
Paradójicamente, nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos sigue gobernado en la actualidad por la tradición. Las tradiciones emergentes son las que han estado gobernando nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
Apenas es posible atisbar la perversión que se oculta detrás de los ideales culturales que —durante siglos y en latitudes muy diversas— han suscitado la emergencia de una mortífera necesidad: la Ilustración de los pueblos. Por eso no estoy de acuerdo en que los mitos, las leyendas, los chismes, los cuentos para niños.
Los relatos fantásticos nos brindan una oportunidad insustituible para concebir aspectos de la realidad que no son evidentes para nuestra inteligencia ilustrada.