Es evidente mi simpatía por el movimiento sofístico y no pretendo ocultarla ni disimularla siquiera un poco. Por el contrario, me parece indispensable dejarla al descubierto desde el principio, para hacer evidentes algunas de las motivaciones teóricas de mis investigaciones y su orientación metodológica.
Encuentro en la sofística un atractivo completamente irresistible: su efecto crítico contra los discursos religiosos y filosóficos de la época, con base en el simple posicionamiento político de la necesidad siempre vigente en la experiencia occidental de la educación moral de la ciudad y de sus ciudadanos. Extraña necesidad ésta, no cabe duda, ya que sirvió de impulso –entre otras cosas– de la configuración y consolidación de la experiencia y conciencia griegas de una vida política y civilizada, de una vida en proceso de civilización –para ser más precisos. La aparición de los sofistas en la recién configurada escena política ateniense permitió la consolidación de un lazo comunitario completamente novedoso para los griegos: la polis como patrimonio y herencia, la polis como un bien común que necesitaba ser administrado con una sabiduría especializada y adecuadamente instruida.
Mi simpatía confesa, en este sentido, tiene una primera utilidad metodológica: permite reconocer de inmediato las razones que pudieron tener los griegos para disputarle a los sofistas el indiscutible poder de su magisterio.
Una segunda utilidad de mi simpatía confesa se hace evidente al reconocer algo significativo en el hecho de no contar con mejores testimonios sobre la irrupción de los sofistas en el proceso de civilización de los griegos y sobre los perjuicios de su magisterio, que en los escritos de su más acérrimo enemigo. Platón es el mejor difusor sobre la importancia que llegó a tener el movimiento sofístico a pesar de todos sus esfuerzos personales por aniquilar su obra y sus efectos. Era imposible ensalzar la figura de Sócrates, su amado maestro, sin reconocer la poderosa presencia de los sophistaí: esos presuntos “maestros de sabiduría”, frente a los cuales su maestro se había constituido en un modelo de heroísmo filosófico.
El testimonio platónico es, por todo esto, una fuente indiscutible para reconstruir de primera mano la grandeza negada de esos antihéroes de la filosofía, pero, para ello, es necesario aproximarse a sus textos con una mirada completamente diferente a sus partidarios; es necesario invertir el sentido de las valoraciones que se han construido a lo largo de los siglos sobre esos frágiles personajes caricaturizados o disminuidos en los Diálogos de Platón y ensayar otro tipo de valoración, inspirada, por qué no, en una franca simpatía a favor de esos hombres infames e infamados por la filosofía al buscar su propio posicionamiento político.