Escuchar al deseo puede parecer un absurdo cuando no sabemos movernos en las fuerzas del deseo o hacia ellas. Nadie puede ser dueño de estas fuerzas. En todo caso, uno apenas puede intencionalmente ponerse en juego en medio de semejante despliegue de poder para gozarlo o sufrirlo. Una escucha del deseo no implica, de acuerdo con esto, más que saber poner en movimiento las fuerzas de nuestra corporalidad para que su poder no se oponga a las fuerzas del deseo y éstas nos atraviesen de manera que uno pueda alimentar todo tipo de gozos, placeres y dichas…
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Educación y poder I: el sophistés como maestro de virtud y sabiduría
Más allá del testimonio platónico, el sofista es una presencia significativamente ambigua en la polis griega. El sophistés, así como nos lo presentan Píndaro, Esquilo, Eurípides o Reso, Diodoro, Jenofonte, Heródoto, Isócrates o Diógenes de Apolonia, no siempre estuvo encarnado por esos “educadores profesionales hábiles para imaginar estratagemas” (deinós légein, como los llamaba Platón). Con el mismo término también se hicieron referencias al poeta o músico (el poeta lírico), al sabio (sophós) o ejecutor de una sabiduría práctica y a los filósofos de la naturaleza; hubo incluso quien se llegó a referir así de Anaxágoras, de los pitagóricos, de Alcmeón, Empédocles, Ión de Quíos, Parménides y Meliso.
El sofista era –según los usos más arcaicos de la palabra– el practicante de algún tipo de sabiduría (sophía), el agente de una sabiduría puesta en práctica (sophistés), el ejecutante de una acción de sabiduría (sophídsestaí).
Esta ambigüedad es significativa porque revela cuáles fueron los lugares de emergencia de la sofistica antes de caracterizar a los sofistas –en la más firme tradición platónica– como embaucadores comerciantes de un falso conocimiento. Y en todos esos lugares de emergencia (el ámbito de la poesía, la música, la filosofía natural y la política profesional) los sofistas no eran, sino en el más alto sentido de la expresión, unos “maestros de virtud” (aretés didáscaloi) o “maestros de sabiduría”. El factor común, además, no era sino la capacidad de poner en práctica algún tipo de sabiduría mediante un buen uso de la palabra, del discurso, del relato; y no con ese sentido peyorativo inventado por Platón, ligado irreversiblemente con el abuso de las bellezas del lenguaje, sino con un sentido muy diferente ligado estrechamente con el más elevado ejercicio del cuidado de sí y el cuidado de la polis, de la vida civilizada. ¿Y cómo iba a ser de otra manera en un tiempo en el que la gran diferencia con los gobernantes orientales y los ciudadanos griegos era su educación política?
El sofista fue comprendido en algún tiempo –quizá demasiado breve, es cierto– como el maestro de una puesta en práctica de la sabiduría, fuertemente ligada al buen uso de la lengua para garantizar el buen cuidado de la ciudad y sus ciudadanos, es decir, para garantizar su buena administración como un bien por sí mismo, como un patrimonio y una herencia. El sofista llegó a ser considerado auténticamente como un “maestro de sabiduría” porque en todos los casos, con independencia de la forma específica que tomara su habilidad para construir bellos discursos, muchos sofistas mostraron ser auténticos “maestros de virtud política”.
Como bien pudo verlo María Zambrano en la figura de Sócrates, un tipo de quehacer muy específico había precedido la emergencia de la conciencia griega no-sofística sobre el valor de la polis: el quehacer o ejercicio cotidiano de la ciudadanía. Este ejercicio cotidiano de ciudadanía se basaba de un modo muy peligroso, es cierto, en la adopción de un modelo educativo en el que era posible enseñar y aprender todo lo necesario sobre el uso político de los bellos discursos. Pero lejos de lo que pensaba Platón, el uso político de los bellos discursos no se proponía una mera estetización del discurso o el relato, sino también la realización de un posicionamiento ético frente a una organización política de la vida.
Educación y poder I: los sofistas y la formación cultural de la polis griega
Es evidente mi simpatía por el movimiento sofístico y no pretendo ocultarla ni disimularla siquiera un poco. Por el contrario, me parece indispensable dejarla al descubierto desde el principio, para hacer evidentes algunas de las motivaciones teóricas de mis investigaciones y su orientación metodológica.
Encuentro en la sofística un atractivo completamente irresistible: su efecto crítico contra los discursos religiosos y filosóficos de la época, con base en el simple posicionamiento político de la necesidad siempre vigente en la experiencia occidental de la educación moral de la ciudad y de sus ciudadanos. Extraña necesidad ésta, no cabe duda, ya que sirvió de impulso –entre otras cosas– de la configuración y consolidación de la experiencia y conciencia griegas de una vida política y civilizada, de una vida en proceso de civilización –para ser más precisos. La aparición de los sofistas en la recién configurada escena política ateniense permitió la consolidación de un lazo comunitario completamente novedoso para los griegos: la polis como patrimonio y herencia, la polis como un bien común que necesitaba ser administrado con una sabiduría especializada y adecuadamente instruida.
Mi simpatía confesa, en este sentido, tiene una primera utilidad metodológica: permite reconocer de inmediato las razones que pudieron tener los griegos para disputarle a los sofistas el indiscutible poder de su magisterio.
Una segunda utilidad de mi simpatía confesa se hace evidente al reconocer algo significativo en el hecho de no contar con mejores testimonios sobre la irrupción de los sofistas en el proceso de civilización de los griegos y sobre los perjuicios de su magisterio, que en los escritos de su más acérrimo enemigo. Platón es el mejor difusor sobre la importancia que llegó a tener el movimiento sofístico a pesar de todos sus esfuerzos personales por aniquilar su obra y sus efectos. Era imposible ensalzar la figura de Sócrates, su amado maestro, sin reconocer la poderosa presencia de los sophistaí: esos presuntos “maestros de sabiduría”, frente a los cuales su maestro se había constituido en un modelo de heroísmo filosófico.
El testimonio platónico es, por todo esto, una fuente indiscutible para reconstruir de primera mano la grandeza negada de esos antihéroes de la filosofía, pero, para ello, es necesario aproximarse a sus textos con una mirada completamente diferente a sus partidarios; es necesario invertir el sentido de las valoraciones que se han construido a lo largo de los siglos sobre esos frágiles personajes caricaturizados o disminuidos en los Diálogos de Platón y ensayar otro tipo de valoración, inspirada, por qué no, en una franca simpatía a favor de esos hombres infames e infamados por la filosofía al buscar su propio posicionamiento político.