La rebeldía como libertad y desobediencia civil

La rebelión lo quiere todo o no quiere nada

–Albert Camus–

 

 

¿Qué es la rebeldía? Hoy hablamos con mucha facilidad de ella, pero al analizarlo con detenimiento resulta que no es tan clara nuestra forma de hablar sobre los hombres y mujeres rebeldes ni sobre sus rebeliones. Parece suficiente, por ejemplo, con que alguien proteste por algo para tildarlo de “rebelde” y, en casos extremos, la marca más contundente para hablar de “rebeldía” es lo que los liberales suelen denominar “protesta violenta” para no convertirse en perseguidores de las “legítimas protestas sociales”. Los más conservadores, por otro lado, parece que desde hace mucho tiempo prefieren pensar que toda juventud improductiva es una “juventud rebelde”, agregando con frecuencia que ésta, en la mayoría de los casos, no es sino una “rebeldía sin causa”.

En cualquiera de los casos, lo alarmante es la evasión estratégica de la rebeldía, no como una marca o estigma social, sino como una elección ética y política frente a la barbarie de los tiempos, la cual suele expresarse como un mero gesto de insumisión, como franca insurrección o hasta como acción revolucionaria. El punto aquí, sin embargo, no es determinar si la rebeldía es o no el detonador de las protestas políticas en nuestras sociedades, ni tampoco establecer si estas expresiones políticas basadas en la pura rebeldía son o no legítimas, o si tienen o no una causa, pues estas cuestiones no hacen sino desviar nuestra atención de lo que en realidad debería interesarnos sobre la rebeldía y sus distintas formas de manifestación en las sociedades contemporáneas, a saber, su constitución como un tipo específico de ejercicio de absoluta libertad contra una voluntad de gobierno sin justificación ni soberanía. “La rebelión –nos dice con toda claridad Albert Camus en El hombre rebelde– nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible”. Sobre lo cual vale la pena anotar que los “espectáculos de la sinrazón” de los que aquí habla Camus no son sino acontecimientos de quiebre en la configuración de la experiencia resultante de los modos de organización de la vida política en la Modernidad, es decir, de una experiencia dañada por causa del cotidiano acontecer de algún tipo de injusticia que va constituyéndose poco a poco en un espectáculo constante y continuo en el desarrollo la vida política moderna.

Luego, el mismo Camus agregaría, para una mejor comprensión de la dimensión histórica de este tipo de acontecimientos, que: “En sociedad, el espíritu de rebelión no es posible sino en los grupos en que una igualdad teórica encubre grandes desigualdades de hecho”. La rebeldía, pues, en la perspectiva camusiana, es un tipo de fenómeno político en el que se hace manifiesto el quebrantamiento de un sistema político constituido jurídicamente, ya que no se trata de la simple resistencia u oposición al ejercicio del poder político, sino de la insurrección de un ciudadano frente al incumplimiento sistemático de la ley, el incumplimiento de la igualdad jurídica prometida por las constituciones modernas del pacto social. Los espectáculos de injusticia que han detonado la rebeldía de los hombres –nos dice Camus– es una injusticia que se infringe efectivamente contra un individuo negándole una efectiva igualdad, pero también, en esta medida, contra el proyecto moderno de vida civilizada. El quebrantamiento de la condición civilizada del hombre, en este sentido, es total justo cuando un ciudadano cualquiera se declara insumiso ante dicha injusticia, cuando alguien deja de soportarlo y se declara en rebeldía.

Pero, ¿acaso hoy hablamos del «hombre rebelde» como de aquél que se niega a obedecer una voluntad de gobierno como afirmación radical de sus libertades? No, justo eso es lo que resulta de inmediato sintomático, ya que lo que ha resultado más funcional de la idea de rebeldía en la dinámica política de nuestras sociedades, es su uso como mera imagen o representación social para el desarrollo de diversas estrategias o dispositivos de control político, suponiendo –contrario a la opinión de Camus– que la rebeldía es mera desesperación e inmadurez frente a las altas exigencias morales de la vida política. Camus nos deja ver algo muy diferente en pasajes como éste:

La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.

 

Dejando claro, además, que justo la desesperación no es aún rebeldía, sino mero efecto de poder de la desesperanza política. La espectacularidad de la desesperación no es sino un mero espejismo que no logra oponer ninguna fuerza activa a la desesperanza, pues se trata de pura pasividad, coraje producido por la resignación, furia por la concesión política. Y quizá por eso las imágenes estereotipadas del “hombre rebelde” han sido usadas, desde hace algún tiempo, como herramientas para producir o inventar a los “enemigos públicos” de la sociedad civil y su constitución jurídica. Para ello, no es necesario que los “hombres rebeldes” sean realmente rebeldes, sino poder presumir eso de ellos para poder procesarlos políticamente como “enemigos” de la sociedad civil, de la vida civilizada, de las leyes y el Estado.

Entre los múltiples enigmas que hoy pueden despertar interminables reflexiones y discusiones filosóficas, se encuentra, con su poderosa y silenciosa presencia, el enigma del “enemigo público”. Sin embargo, de inmediato llama la atención que éste no haya podido convertirse en un problema filosófico por sí mismo, ya que no hay duda de que, antes de ser un fenómeno para la experiencia filosófica, es cierto que el “enemigo público” es una presencia evanescente que atemoriza a todos por igual y que, de algún modo, siempre está ya constituida, en nuestro horizonte ontológico, como una experiencia ordinaria, común y cotidiana, aunque en realidad no exista ninguno de sus objetos, de sus fantasmas, de sus espejismos. El “enemigo”, en este sentido, es una fantasía que suele alimentar nuestras más diversas inquietudes y, justo por ello, no necesita tener más presencia que la que se encarna fantásticamente en un temor vacío, en un miedo sin objeto, sin referencia, pues su única realidad suele ser, precisamente, la simple inquietud que nos genera. Así que todo parece indicar que, cuando la filosofía moderna ha intentado asumir el tema del enemigo, no ha hecho más que enfrentar uno de esos asuntos que se hallan más allá de sus límites autoimpuestos y que, en todo caso, no ha hecho sino tratar de postular objetos teóricos, como el “hombre rebelde”, que puedan llenar ese vacío que alimenta nuestras inquietudes para tratar de apaciguarlo.

El “enemigo”, para la filosofía moderna, no ha sido entonces más que un mero recurso metodológico; una hipótesis para lograr plantearse algunos de sus problemas fundamentales; un recurso retórico para justificar algunas de sus investigaciones y postulados; pero, sobre todo, el tema del “enemigo” ha sido un recurso político para garantizar el posicionamiento de la filosofía moderna frente a todos los que no podemos vivir tranquilos ante la mera sospecha de alguna enemistad, instalando, por supuesto, ilusorias promesas de seguridad y certidumbre, que sólo han de cumplirse mediante a una sujeción voluntaria a una artificial norma filosófica, comúnmente instalada a través de una definición o un conjunto de ellas.

Sólo reconozco una excepción: la de aquellas filosofías que, en lugar de postular una ética normativa, han tratado de reconocer en el “enemigo” algo más que una amenaza amorfa, sin rostro, sin un gesto característico, es decir, más allá del miedo y la incertidumbre, más allá de la mera intranquilidad del ciudadano ordinario, para identificar las formas concretas de la enemistad y los retos que estas formas concretas le demandan a la filosofía al invertir el enfoque mediante el cual se ha tratado de pensarla. Esta inversión implica algo muy simple: dejar de pensar al “enemigo” como la amenaza de un “otro”, para empezar a pensarlo como la amenaza en la que uno mismo se convierte en situaciones específicas de conflicto frente a un “otro”. Las filosofías que han aplicado esta inversión en el enfoque, con sólo hacerlo, han hecho posible la investigación filosófica de la enemistad como síntoma de una crisis ética de la vida cotidiana, de la vida común, de la vida política, pues justo han hecho evidente, de este modo, que la enemistad no es la noticia de una presencia que nos amenaza, sino uno de los mecanismos que utilizamos para organizar nuestra relación con los otros. La enemistad es un acontecimiento que nos revela que vivimos con otros y que, al margen de la amenaza que los otros pueden representar para uno o la que uno puede representar para otros, está el simple y constante enfrentamiento de intereses y conveniencias.

La rebeldía, sin embargo, no es sino la expresión excepcional de una libertad individual abriéndose paso en la vida civil, cuando los límites de nuestra civilización amenazan con destruir el más íntimo sentido de lo humano en nuestro sentimiento. “El análisis de la rebelión –afirmaría Camus– conduce, por lo menos, a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo”. El «hombre rebelde», justo a partir de su excepcional desobediencia de las leyes y las normas, transforma las condiciones del ejercicio de nuestras libertades cuando éste se ha hecho imposible en la vida civil, logrando, desde la más radical individualidad, el más profundo y excelente sentimiento de comunidad. Con toda claridad, Camus nos aclararía sobre este sentimiento proveniente del más primitivo impulso de rebelión que:

Se advertirá ante todo que el movimiento de rebelión no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de estas determinaciones, y en su impulso más profundo, el rebelde no preserva nada, puesto que pone todo en juego. Exige, sin duda, para sí mismo el respeto, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural.

Se ve que la afirmación vital en todo “acto de rebelión” se extiende de inmediato a algo que sobrepasa el carácter individual del “hombre rebelde” en la medida en que –como bien supo verlo Camus– lo saca de su soledad individual y le proporciona, por lo mismo, una razón para actuar a favor de una comunidad supuesta como mera “condición humana”, la cual queda constituida de este modo en un valor preexistente a toda “acción rebelde”, a todo “acto de rebeldía”, contradiciendo así las filosofías puramente históricas, en las cuales el valor es conquistado (si es que se conquista) como resultado de la acción. Por eso Camus terminaría afirmando que: “Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor”.

El uso político de las imágenes estereotipadas del “hombre rebelde” no ignora, por supuesto, a los auténticos “hombres rebeldes”; por el contrario, pretende contener su poder político mediante el control estratégico de su impacto social. Las sociedades modernas prefirieron diseñar a sus “hombres rebeldes” y sus “rebeliones”, para neutralizar el efecto realmente peligroso o atemorizante de toda rebeldía: la autonomía ética. Y eso se ha visto completamente favorecido en el desarrollo político y social de la vida civil en los últimos tiempos debido, sobre todo, a la depuración del proceso de tipificación criminal de toda forma de rebeldía. Lo cual era previsible para Camus, quien afirmaba que: “El día en que, por una curiosa inversión propia de nuestra época, el crimen se adorna con los despojos de la inocencia, es a la inocencia a quien se intima a justificarse”.

Hasta hace no mucho, el “hombre rebelde” todavía era un “enemigo político”; hoy simplemente es un delincuente o incluso un criminal que puede ser castigado públicamente sin reparo alguno. Por eso Camus nos advertía con toda claridad que: “El error de toda una época ha consistido en enunciar, o suponer enunciadas, unas reglas generales de acción a partir de una emoción desesperada cuyo movimiento propio, como tal emoción, consistía en superarse”.

Así que la feliz consecuencia de todo este proceso ha sido la conveniente civilización de la rebeldía, su puesta en escena en la vida política cotidiana dentro de los límites de la más estricta legalidad: la rebeldía ha dejado de generar desobediencia civil y ha dejado de conformarse, por lo mismo, en un posicionamiento ético frente a todos los excesos políticos de la vida civilizada. Hoy, el “hombre rebelde” es un espectáculo público perfectamente reglamentado, no sólo en lo que se refiere a los casos en los que los excesos de la rebeldía están perfectamente tipificados como delitos o crímenes que pueden ser castigados por el Estado, sino especialmente en los casos en los que las expresiones de rebeldía se desarrollan en el marco de la más perfecta legalidad. De cualquier forma, la rebeldía esta diluida ética y políticamente. En unos casos porque la rebeldía ha sido convertida en crimen o delito en el imaginario social; en el resto de los casos porque la rebeldía dentro de los límites de la legalidad ha perdido toda capacidad de rebelión.

En algún momento resultó conveniente juntar la idea de rebeldía a la de juventud para hacer posible el tratamiento político de un conjunto de personas cuya principal característica no es la rebeldía, entendida como desobediencia civil, sino el desempleo. ¿Cómo se artículo entonces esta función política de la sofisticada presunción de rebeldía de la juventud? ¿Cuándo los jóvenes aceptaron que era mejor defender su rebeldía, la sagrada «rebeldía juvenil», en lugar de reclamar su exclusión estratégica del trabajo? ¿Hasta dónde la «rebeldía juvenil» puede superar la normalización política de ambas condiciones –la juventud y la rebeldía– que se verifica diariamente en una poderosa representación social que, sin embargo, no tiene la capacidad de poner en libertad las fuerzas emancipatorias y libertarias del «hombre rebelde»? Sin embargo, contra todo esto, Camus daría inicio a El hombre rebelde del siguiente modo:

Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. La frontera que los separa es incierta. Pero el Código Penal los distingue, bastante cómodamente, por la premeditación. Estamos en la época de la premeditación y el crimen perfecto. Nuestros criminales no son ya esos muchachos desarmados que invocan la excusa del amor. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces.

El riesgo en la perspectiva camusiana no es sino el siguiente: “No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos el derecho de matar a ese otro que está ante nosotros o de consentir que lo maten. Puesto que toda acción desemboca hoy en el asesinato, directo o indirecto, no podemos obrar antes de saber si, y por qué, debemos dar la muerte”. Por eso Camus declararía con toda claridad que lo que su ensayo sobre la rebeldía se proponía era “proseguir, ante el asesinato y la rebelión, una reflexión comenzada alrededor del suicidio y de la noción de lo absurdo”. Pues tenía completamente claro que la conclusión última del razonamiento absurdo es “el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo”. E igualmente sabía que, ante esa confrontación, el asesinato y suicidio son una misma cosa que hay que aceptar o rechazar juntamente. Por eso su determinación al declarar que: “La conciencia nace con la rebelión”.

Esta conciencia, sin embargo, es una conciencia bifurcada, pues reconoce al mismo tiempo un “todo” todavía bastante obscuro y una “nada” que anuncia la posibilidad de que el hombre pueda sacrificarse o sujetarse a ese todo. El rebelde –lo sabe bien Camus– quiere serlo todo; quiere identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto; y quiere que dicha unidad sea reconocida y saludada en su propia persona; de lo contrario, el hombre rebelde prefiere nada, es decir, prefiere encontrarse definitivamente caído por la fuerza que lo domina. Así, cuando Camus se da cuenta de que la rebelión es la primera y la única evidencia que nos es dada dentro de la experiencia de lo absurdo, también se percata de que es importante observar que la rebelión no nace solamente de la experiencia propia de opresión, sino que también puede nacer ante el espectáculo de la opresión de la que otros son víctimas. Por eso, debido a que los hombres, en su rebelión, superan su individualismo en la compasión de sus semejantes y dado que, desde ese punto de vista, la solidaridad humana es meramente metafísica, Camus declara que el comunismo del “hombre rebelde” no se trata, por el momento, sino de esa especie de solidaridad que nace de la experiencia común de las cadenas.

En efecto, el “movimiento de rebelión” –tal y como lo entendía Camus– es más que un acto de reinvindicación o de resentimiento, pues no se trata de la auto-intoxicación, de la secreción nefasta, en vaso cerrado, de la mera impotencia prolongada. La rebelión es “fractura el ser”, ímpetu que desborda todo lo que es en defensa de lo que él mismo es. El resentimiento, en cambio, es siempre rencor u odio contra sí mismo. La rebeldía, por el contrario, en su primer movimiento, es una fuerza que se niega que se toque lo que el rebelde es, pues la suya es una lucha por la integridad de una parte de su ser. El rebelde no trata de desatar una lucha de conquista o dominio, sino que trata de imponerse o sobreponerse frente a la violencia de quien pretende dominarlo. Camus es contundente al respecto cuando afirma: “Aparentemente negativa, puesto que nada crea, la rebelión es profundamente positiva, pues revela lo que hay que defender siempre en el hombre”.

La lucha del “hombre rebelde” no pretende, por lo mismo, sustituir con una nueva voluntad de dominación la opresión de la que él pretende liberarse. Su rebelión, por el contrario, en su mismo principio activo, se limita a rechazar la humillación, la injusticia interminable e injustificable, sin pedirla para los demás; incluso es capaz de aceptar también el dolor sobre sí mismo, hasta el grado de la muerte, con tal de que su integridad sea respetada, pero –y esto es muy importante– sin lesionar la de nadie más.

 A final de cuentas, la perspectiva abierta por Camus en El hombre rebelde nos obliga a reconocer la necesidad y la conveniencia de conducir los movimientos de rebelión a partir del examen del sentimiento de rebeldía. No puede estar mejor dicho que en sus propias palabras: “Es necesario, pues, que la rebelión extraiga sus razones de sí misma, pues no puede extraerlas de ninguna otra parte. Es necesario que [los hombres rebeldes] consientan en examinarse para aprender a conducirse”. Los excesos posibles –lo sabe bien– siempre serán posibles porque hay momentos en que la “pasión de vivir” es tan fuerte que también puede estallar en excesos criminales, los cuales, una vez que se presentan son como “la quemadura de un goce terrible”. De ahí su alta valoración por la preocupación generada por la cuestión de los otros y de sí mismo, es decir, por la cuestión acerca de si toda rebelión debe terminar en justificación del asesinato universal, o si, por el contrario, sin pretender una inocencia imposible, debe terminar en el mero descubrimiento del principio de una culpabilidad razonable.