La ciudad siempre está articulándose y re-articulándose entre sus ruinas y ruindades. Y nuestras andanzas y andaduras son posibles gracias a eso: no habría ninguna memoria posible de otro modo y sin memoria andaríamos como ciegos por la ciudad. De hecho eso pasa con mucha frecuencia, pero gracias a las memorias que se activan con cada nuevo derrumbe, con cada grieta emergente, con cada fragmento oxidándose irremediablemente, es como podemos seguir andando nuevos caminos en el diario recorrido de los caminos ya conocidos. Las ruinas de la ciudad son el perfecto espejo de nuestras ruinas, del mismo modo que las ruindades que nos encontraos al paso, pues son las ruinas y ruindades que se han alojado silenciosamente dentro de nosotros mismos. Las geometrías del espacio no son sino la perfecta proyección de nuestras temporalidades, de nuestras habitaciones interiores en constante derrumbamiento, las cuales se despliegan sobre el espacio habitado del mismo modo en que se encuentran desplegadas en las memorias que se duermen y despiertan todo el tiempo en nuestro cuerpo. Las ciudades siempre están traslapando su irremediable modernización con capas y más capas de ruinas aparentemente invisibles, aparentemente olvidadas, recogidas en un frágil silencio que siempre está a punto de quebrarse en el grito desesperado de nuestras soledades. Las ciudades en ruinas emergen siempre de su elaborado ocultamiento, materializándose en el dolor de nuestros tropiezos, de nuestras incertidumbres, de nuestros agotamientos. Las ruinas de la ciudad son la habitación dolorosa de nuestras propias ruinas, de nuestras memorias dolorosamente desmoronadas por el irreversible paso del tiempo.
—Rafael Ángel Gómez Choreño—