Entre los múltiples enigmas que hoy pueden despertar interminables reflexiones y discusiones filosóficas, se encuentra, con su poderosa y silenciosa presencia, el “enemigo”. Sin embargo, de inmediato llama la atención que éste no haya podido convertirse en un problema filosófico por sí mismo, ya que no hay duda de que, antes de ser un fenómeno para la experiencia filosófica, es cierto que el “enemigo” es una presencia evanescente que atemoriza a todos por igual y que, de algún modo, siempre está ya constituida, en nuestro horizonte ontológico, como una experiencia ordinaria, común y cotidiana, aunque en realidad no exista ninguno de sus objetos, de sus fantasmas, de sus espejismos. El “enemigo”, en este sentido, es una fantasía que suele alimentar nuestras más diversas inquietudes y, justo por ello, no necesita tener más presencia que la que se encarna fantásticamente en un temor vacío, en un miedo sin objeto, pues su única realidad suele ser, precisamente, la simple inquietud que nos genera. Así que todo parece indicar que, cuando la filosofía ha intentado asumir el tema del enemigo, no ha hecho más que enfrentar uno de esos asuntos que se hallan más allá de sus límites autoimpuestos y que, en todo caso, no ha hecho sino tratar de postular objetos teóricos que puedan llenar ese vacío que alimenta nuestras inquietudes para tratar de apaciguarlo.
El “enemigo”, para la filosofía, no ha sido entonces más que un mero recurso metodológico; una hipótesis para lograr plantearse algunos de sus problemas fundamentales; un recurso retórico para justificar algunas de sus investigaciones y postulados; pero, sobre todo, el tema del “enemigo” ha sido un recurso político para garantizar el posicionamiento de la filosofía frente a todos los que no podemos vivir tranquilos ante la mera sospecha de alguna enemistad, instalando, por supuesto, ilusorias promesas de seguridad y certidumbre, que sólo han de cumplirse mediante a una sujeción voluntaria a una norma filosófica, comúnmente instalada a través de una definición o un conjunto de ellas.
Sólo reconozco una excepción: la de aquellas filosofías que, en lugar de postular una ética normativa, han tratado de reconocer en el “enemigo” algo más que una amenaza amorfa, sin rostro, sin un gesto característico, es decir, más allá del miedo y la incertidumbre, más allá de la mera intranquilidad del ciudadano ordinario, para identificar las formas concretas de la enemistad y los retos que estas formas concretas le demandan a la filosofía al invertir el enfoque mediante el cual se ha tratado de pensarla. Esta inversión implica algo muy simple: dejar de pensar al “enemigo” como la amenaza de un “otro”, para empezar a pensarlo como la amenaza en la que uno mismo se convierte en situaciones específicas de conflicto frente a un “otro”. Las filosofías que han aplicado esta inversión en el enfoque, con sólo hacerlo, han hecho posible la investigación filosófica de la enemistad como síntoma de una crisis ética de la vida cotidiana, de la vida común, de la vida política, pues justo han hecho evidente, de este modo, que la enemistad no es la noticia de una presencia que nos amenaza, sino uno de los mecanismos que utilizamos para organizar nuestra relación con los otros. La enemistad es un acontecimiento que nos revela que vivimos con otros y que, al margen de la amenaza que los otros pueden representar para uno o la que uno puede representar para otros, está el simple y constante enfrentamiento de intereses y conveniencias.
—Rafael Ángel Gómez Choreño—