Un poema es una ciudad

Un poema es una ciudad llena de calles y alcantarillas
llena de santos, héroes, mendigos, locos,
llena de banalidad y alcohol,
llena de lluvia y truenos y períodos de
sequía, un poema es una ciudad en guerra,
un poema es una ciudad preguntándole a un reloj ¿por qué?
un poema es una ciudad ardiendo,
un poema es una ciudad bajo el control de las armas
sus barberías llenas de borrachos cínicos,
un poema es una ciudad donde Dios conduce desnudo
por las calles como Lady Godiva,
donde los perros ladran de noche, y hacen que la bandera
salga corriendo; un poema es una ciudad de poetas,
la mayoría bastante parecidos
y envidiosos y amargados…
un poema es esta ciudad ahora,
a 50 kilómetros de ninguna parte,
las 9:09 de la mañana,
el gusto a licor y tabaco,
sin policías, sin amantes, andando por la calle,
este poema, esta ciudad, cerrando sus puertas,
atrincherada, casi vacía,
afligida sin lágrimas, envejeciendo sin piedad,
las montañas rocosas,
el océano como una llama de lavanda,
una luna desprovista de grandeza,
una pequeña música de ventanas rotas…

Un poema es una ciudad, un poema es una nación,
un poema es el mundo…
y ahora yo lo meto en una vitrina
para examen del loco editor,
y la noche está en otra parte
y pálidas señoras grises están en fila,
el perro sigue al perro hasta el estuario,
las trompetas anuncian la horca
mientras pequeños hombres despotrican de cosas
que no pueden hacer.

—Charles Bukowski—

(Este que ves…)

Este que ves, camión descolorido
que arrastraba en «Las Artes» sus furores
y que vigilan hoy tres inspectores
es un hijo de Ford arrepentido.
Este en quien los asientos se han podrido
con la parte de atrás de los señores,
que no pudo enfrentarse a los rigores
de la vejez, del tiempo y del olvido,
es un pobre camión desvencijado
que en un poste de luz hizo parada.
Es un resguardo inútil para el Hado.
Es una diligencia herrada.
Es un afán caduco, y bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

—Juana Inés del Cabús (Salvador Novo)—

Envilece, devora…

Envilece, devora, enferma, embriaga
La vida de ciudad: se come el ruido,
Como un corcel la yerba, la poesía.
Estréchase en las casas la apretada
Gente, como un cadáver en su nicho:
Y con penoso paso por las calles
Pardas, se arrastran hombres y mujeres
Tal como sobre el fango los insectos,
Secos, airados, pálidos, canijos.

Cuando los ojos, del astral palacio
De su interior, a la ciudad convierte
El alma heroica, no en batallas grandes
Piensa, ni en templos cóncavos, ni en lides
De la palabra centelleante: piensa
En abrazar, como en un haz, los pobres
Y adonde el aire es puro, y el sol claro
Y el corazón no es vil, volar con ellos.

—José Martí—

Paisajes

Los deseos flamean como
banderolas cosidas
al costado. Es así. La
agitación de la belleza come
a deshora y no hay
pacto para su pasión. Me levanto
de noche para ver
la ligereza del abismo
que mis pies abren, el danzón
dañado por la inversión ambiental.
Los hechos hunden clavos fríos
en las certezas. ¿De dónde
viene este saber que destruye
su consuelo? Hay
que leer las reglas del espanto
en una ciudad con sol. Pero
las ciudades aplastan al sol. Las pérdidas
se cansan del cuerpo, no se engañan.

—Juan Gelman—

Mi Buenos Aires querido

Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado, enfermo, casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací.
Hay que atraparlos, también aquí
nacieron hijos dulces míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido.

—Juan Gelman—

A estas horas, aquí

Habría que bailar ese danzón que tocan en el cabaret de abajo,
dejar mi cuarto encerrado
y bajar a bailar entre borrachos.
Uno es un tonto en una cama acostado,
sin mujer, aburrido, pensando,
sólo pensando.
No tengo «hambre de amor», pero no quiero
pasar todas las noches embrocado
mirándome los brazos,
o, apagada la luz, trazando líneas con la luz del cigarro.
Leer, o recordar,
o sentirme tufos de literato,
o esperar algo.
Habría que bajar a una calle desierta
y con las manos en la bolsas, despacio,
caminar con mis pies e irles diciendo:
uno, dos, tres, cuatro…
Este cielo de México es oscuro,
lleno de gatos,
con estrellas miedosas
y con el aire apretado.
(Anoche, sin embargo, había llovido
y era fresco, amoroso, delgado.)
Hoy habría que pasármela llorando
en una acera húmeda, al pie de un árbol,
o esperar un tranvía escandaloso
para gritar con fuerzas, bien alto.
Si yo tuviera un perro podría acariciarlo.
Si yo tuviera un hijo le enseñaría mi retrato
o le diría un cuento
que no dijera nada, pero que fuera largo.
Yo ya no quiero, no, yo ya no quiero
seguir todas las noches vigilando
cuándo voy a dormirme, cuándo.
Yo lo que quiero es que pase algo,
que me muera de veras
o que de veras esté fastidiado,
o cuando menos que se caiga el techo
de mi casa un rato.

La jaula que me cuente sus amores con el canario.
La pobre luna, a la que todavía le cantan los gitanos,
y la dulce luna de mi armario,
que me digan algo,
que me hablen en metáforas, como dicen que hablan,
este vino es amargo,
bajo la lengua tengo un escarabajo.

¡Qué bueno que se quedara mi cuarto
toda la noche solo,
hecho un tonto, mirando!

—Jaime Sabines—

Declaración de odio

Estar simplemente como delgada carne ya sin piel,
como huesos y aire cabalgando en el alba,
como un pequeño y mustio tiempo
duradero entre penas y esperanzas perfectas.
Estar vilmente atado por absurdas cadenas
y escuchar con el viento los penetrantes gritos
que brotan del océano:
agonizantes pájaros cayendo en la cubierta
de los barcos oscuros y eternamente bellos,
o sobre largas playas ensordecidas, ciegas
de tanta fina espuma como miles de orquídeas.
Porque, ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!
Hay olas como árboles difuntos,
hay una rara calma y una fresca dulzura,
hay horas grises, blancas y amarillas.

Y es el cielo del mar, alto cielo con vida
que nos entra en la sangre, dando luz y sustento
a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,
en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.
Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,
ciudad de acero, sangre y apagado sudor.

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,
la miseria y los homosexuales,
las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,
los rezos y las oraciones de los cristianos.

Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son alimento diario
de los jovencitos alcahuetes de talles ondulantes,
de las mujeres asnas, de los hombres vados.

Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,
o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.

Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los días rojos y azules
de cuando el pueblo se organiza en columnas,
los días y las noches de los militantes comunistas,
los días y las noches de las huelgas victoriosas,
los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor
agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.

¡Los días en la ciudad! Los días pesadísimos
como una cabeza cercenada con los ojos abiertos.
Estos días como frutas podridas.
Días enturbiados por salvajes mentiras.
Días incendiarios en que padecen las curiosas estatuas
y los monumentos son más estériles que nunca.

Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas,
con sus minutos como niños desnudos,
con sus bochornosos actos de vieja díscola y aparatosa,
con sus callejuelas donde mueren extenuados, al fin,
los roncos emboscados y los asesinos de la alegría.

Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,
criadero de virtudes desechas al cabo de una hora,
páramo sofocante, nido blando en que somos
como palabra ardiente desoída,
superficie en que vamos como un tránsito oscuro,
desierto en que latimos y respiramos vicios,
ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,
lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.

Te declaramos nuestro odio, magnifica ciudad.
A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,
a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,
a tus juventudes ice cream rellenas de basura,
a tus desenfrenados maricones que devastan
las escuelas, la plaza Garibaldi,
la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.

Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa,
cada hora más blanda, cada línea más brusca.

Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto,
no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,
sino por tu candor de virgen desvestida,
por tu mes de diciembre y tus pupilas secas,
por tu pequeña burguesía, por tus poetas publicistas,
¡por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa categoría de descastados,
por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios,
por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable,
por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo
o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de una flauta.

Pero no es todo, ciudad de lenta vida.

Hay por ahí escondidos, asustados, acaso masturbándose,
varias docenas de cobardes, niños de la teoría,
de la envidia y el caos, jóvenes del «sentido práctico de la vida»,
ruines abandonados a sus propios orgasmos,
viles niños sin forma mascullando su tedio,
especulando en libros ajenos a lo nuestro.

¡A lo nuestro, ciudad, lo que nos pertenece,
lo que vierte alegría y hace florecer júbilos,
risas, risas de gozo de unas bocas hambrientas,
hambrientas de trabajo,
de trabajo y orgullo de ser al fin varones
en un mundo distinto!

Así hemos visto limpias decisiones que saltan
paralizando el ruido mediocre de las calles,
puliendo caracteres, dando voces de alerta,
de esperanza y progreso.

Son rosas o geranios, claveles o palomas,
saludos de victoria y puños retadores.
Son las voces, los brazos y los pies decisivos,
y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,
y la táctica en vilo de quienes hoy te odian
para amarte mañana cuando el alba sea alba
y no chorro de insultos, y no río de fatigas,
y no una puerta falsa para huir de rodillas.

—Efraín Huerta—

Declaración de amor

Ciudad que llevas dentro
mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa
de los hombres del alba,
mil voces descompuestas
por el frío y el hambre.

Ciudad que lloras, mía,
maternal, dolorosa,
bella como camelia
y triste como lágrima,
mírame con tus ojos
de tezontle y granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.

Soy el llanto invisible
de millares de hombres.

Soy la ronca miseria,
la gris melancolía,
el fastidio hecho carne.
Yo soy mi corazón desamparado y negro.

Ciudad, invernadero,
gruta despedazada.

Bajo tu sombra, el viento del invierno
es una lluvia triste, y los hombres, amor,
son cuerpos gemidores, olas
quebrándose a los pies de las mujeres
en un largo momento de abandono
-como nardos pudriéndose.

Es la hora del sueño, de los labios resecos,
de los cabellos lacios y el vivir sin remedio.

Pero si el viento norte una mañana,
una mañana larga, una selva,
me entregara el corazón desecho
del alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de una tierra sin vida?
Porque yo creo que el corazón del alba
en un millón de flores,
el correr de la sangre
o tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.

Los hombres que te odian no comprenden
cómo eres pura, amplia,
rojiza, cariñosa, ciudad mía;
cómo te entregas, lenta,
a los niños que ríen,
a los hombres que aman claras hembras
de sonrisa despierta y fresco pensamiento,
a los pájaros que viven limpiamente
en tus jardines como axilas,
a los perros nocturnos
cuyos ladridos son mares de fiebre,
a los gatos, tigrillos por el día,
serpientes en la noche,
blandos peces al alba;
cómo te das, mujer de mil abrazos,
a nosotros, tus tímidos amantes:
cuando te desnudamos, se diría
que una cascada nace del silencio
donde habitan la piel de los crepúsculos,
las tibias lágrimas de los relojes,
las monedas perdidas,
los días menos pensados
y las naranjas vírgenes.

Cuando llegas, rezumando delicia,
calles recién lavadas
y edificios-cristales,
pensamos en la recia tristeza del subsuelo,
en lo que tienen de agonía los lagos
y los ríos,
en los campos enfermos de amapolas,
en las montañas erizadas de espinas,
en esas playas largas
donde apenas la espuma
es un pobre animal inofensivo,
o en las costas de piedra
tan cínicas y bravas como leonas;
pensamos en el fondo del mar
y en sus bosques de helechos,
en la superficie del mar
con barcos casi locos,
en lo alto del mar
con pájaros idiotas.

Yo pienso en mi mujer:
en su sonrisa cuando duerme
y una luz misteriosa la protege,
en sus ojos curiosos cuando el día
es un mármol redondo.
Pienso en ella, ciudad,
y en el futuro nuestro:
en el hijo, en la espiga,
o menos, en el grano de trigo
que será también tuyo,
porque es de tu sangre,
de tus rumores,
de tu ancho corazón de piedra y aire,
de nuestros fríos o tibios,
o quemantes y helados pensamientos,
humildades y orgullo, mi ciudad,

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas,
tu invierno es un engaño
de alfileres y leche,
tus chimeneas enormes
dedos llorando niebla,
tus jardines axilas la única verdad,
tus estaciones campos
de toros acerados,
tus calles cauces duros
para pies varoniles,
tus templos viejos frutos
alimento de ancianas,
tus horas como gritos
de monstruos invisibles,
¡tus rincones con llanto
son las marcas de odio y de saliva
carcomiendo tu pecho de dulzura!

—Efraín Huerta—