Me gustaría presentarle a mi lector una cita que me parece relevante e importante atender:
“[…] el juego sobre la pertenencia de tal o cual obra al ámbito filosófico, o su relegación a los limbos del ensayo, de la literatura o del periodismo, lo genera un número considerables de imposturas. Montaigne no es filósofo, Nietzsche tampoco, ni Derrida… Demasiado literarios, demasiado atípicos, demasiado alejados de los criterios habitualmente reconocidos para la armadura; tampoco los son D”Holbach, La Mettrie o Jean Meslier, y, por ende, demasiado políticamente afuera de la idea comúnmente aceptada de la Ilustración; ni siquiera Camus, <<filósofo para clases terminales>> según la asesina y desde entonces famosa expresión de Jean-Jacques Brochier; tampoco lo es Alain, gran profesor, sin duda, pero de ninguna manera filósofo, dicen algunos. Demasiado singular, demasiado individuo, demasiado militante, demasiado comprensible, demasiado legible: así es como se detiene a un aspirante en el umbral del panteón filosófico.”[1]
Hay una cuestión sobre dicha cita que es de mi importancia, ¿Cuál es esa idea común que acepta la Ilustración, para poder legitimar un pensamiento como filosófico? Pero antes de platear esta cuestión, surge una anterior a ésta, ¿Es en la Ilustración donde comienza esta selección sistematizada que hegemoníza los saberes? Si esto es así, ¿Cómo lo realiza?
[1] Michel Onfray, La comunidad filosófica, p. 36
° Onfray, Michel. La comunidad filosófica. Manifiesto por una Universidad popular. Trad., Antonio García Castro. Barcelona, Gedisa Editorial, 2008.