Y así pasó cuando nos echaron…
Eduardo García
Revista Nota al pie. Volumen 1, Número 2, Trimestre 13P
Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa
Los que llegamos a este lugar éramos los despojados, los incómodos, los “sin lugar”, es decir, los marginados. Nos colocaron al margen del desarrollo, justo ahí donde nos hundiríamos con nuestras propias carencias, donde no pudiéramos inquietar a la de por sí inquietante mancha urbana con su trémula tranquilidad anquilosada.
A este lugar llegamos de todas partes, veníamos de lugares tan distintos con culturas que contrastaban entre sí, sin embargo, cada uno cargaba con una historia itinerante, una historia de rechazo y de exclusión que nos llevó a buscar el mismo objetivo que era un lugar para vivir, no necesariamente un hogar, sino cualquier espacio que nos permitiera vivir y no morir a causa de las inclemencias de la intemperie, pues de donde éramos ya no teníamos cabida. Buscábamos la oportunidad de fincar un proyecto en esta tierra, aunque fuera tan inhóspita. Las que nos unía eran las esperanzas que en viejas valijas o en cajas de huevo traíamos como el último eslabón de nuestra dignidad, aquello que los modos de vida y de consumo intolerantes no pudieron poner en venta, o aquello que para otros, el hambre no les había podido arrebatar.
No tuvimos opción, había que ver lo que se tenía que hacer, y una de nuestras ventajas fue tener tan cerca aquel lugar que para algunos era su meta y para otros era el lugar que los acababa de escupir, pero que al fin y al cabo no sería lugar para nosotros: la Ciudad de México. Se aprovechó esa condición para empezar a generar un lugar ahí donde sólo había un espacio contiguo, en ese vacío. Para quienes ya habían sido parte de la urbe, optaron por mantener sus empleos ahí, y para quienes apenas venían con la esperanza de habitar allá, sólo consiguieron ocuparse en empleos capitalinos de día, pues inevitablemente, por difícil que pareciera, sólo de esa manera se les aceptó a los trabajadores, pues aunque esa ciudad nunca lo haya querido aceptar, la dinámica de su desarrollo la han mantenido quienes van cada día a dejar su trabajo para ser rechazados al ocaso, y regresar de nuevo a su hogar.
Al inicio no había nada, sólo tierra hasta donde alcanzaba la vista, por un lado se vislumbraban los amables vestigios de aquellos grandes lagos que alimentaban y nutrían a toda la cuenca del valle de Anáhuac; vestigios que dan fe de que todo este triste llano, algún día tuvo tanta vida que brindó un verde paisaje y engendraba vida en chinampas; por el otro lado se alcanzaban a mirar, desde entonces, aquellas imponentes montañas de las que se cuentan tantas historias desde tiempos mexicas y más cerca se dejaban algunos de sus hermanos menores de los que se oían magníficas historias, como la de que “en ese cerrito pasó en su última huída la encarnación de la serpiente emplumada, antes de desparecer en el horizonte con rumbo de Veracruz”. Todas eran fabulosas historias, que si bien algunos creíamos y otros no, las hacíamos nuestras y las pregonábamos para hacer a la idea de que este lugar, al que nos relegaron, no era la nada, que era un lugar que nos había estado esperando a que lo habitáramos y que esperaba dar continuidad a la truncada y negada historia de grandeza que se había podido forjar. Como dije, no había nada y entonces los que llegamos teníamos que conseguirlo todo, para eso había que acercarse a los vecinos, había que conocerlos, había que sumar esfuerzos.
Entonces yo era muy pequeño y recuerdo cómo mis padres emprendían verdaderas odiseas, para buscar lo que se nos negaba. Ahora la imagen me recuerda a los campesinos que describe Juan Rulfo, caminando días y noches para llegar a exigir a las autoridades que se les cambiara la tierra dada, que no era más que un triste llano polvoso en donde nada crecía, por cierto, aquellos llanos en llamas de Rulfo no creo que haya distado mucho de nuestro árido llano desecado, sólo que el nuestro no lo pedíamos para sembrar sino para habitar. Se hicieron peticiones en todos lados y todas las autoridades hicieron oídos sordos. Aquí era tierra de nadie.
La gente, movida por sus necesidades, no se quedó de brazos cruzados, pues lo que se empezó a hacer, a falta de una cultura que nos uniera, a falta de un verdadero territorio cargado de nuestras vivencias, fue que se solucionaron los problemas con el esfuerzo colectivo y los propios medios, y ese trabajo de todos fue el que nos unió y nos ayudó a buscar una identidad fincada en el apoyo mutuo, que a la postre nos ayudaría llenar de significación los lugares que ahora tenemos construidos y, a través, de compartir cada quien el lastre de la cultura que había dejado atrás, se fue formando con el tiempo una especie de cultura híbrida que día a día se fue modificando para darle una cultura propia a este lugar.
El trabajo fue el que unió a las personas, a falta de respuestas y de recursos, la gente fue entablando lazos de solidaridad para atender lo que a cada uno y lo que a todos nos afectaba. Recuerdo mis primero días aquí, tras la improvisada ventana de mi improvisada vivienda, viendo a la gente que atendía lo que salía al paso. Primero era crear caminos, crear vías que nos ayudaran a transitar sobre el complicado terreno que quedó tras la desecación del antiguo lago de Chalco, crear salidas de este hoyo para acercarnos al progreso; después fue buscar agua potable para regresarle un poquito de vida al lugar de la muerta laguna. No mucho después se empezó a buscar electricidad para acercarse un poco a las comodidades que algunos habíamos dejado y para que quienes no lo habían tenido nunca, pudieran beneficiarse, eran tiempos muy avanzados cuando se esperaba ya la entrada de un nuevo milenio y parecía que habitábamos con las condiciones de un siglo atrás.
Después de buscar todos los recursos vitales, la gente buscó (con una conciencia de progreso, increíble) que el lugar se asiera de medios de suministro y de avance social. Fue cuando se construyeron, con el esfuerzo y los recursos de las mismas personas, las escuelas en las que a algunos nos tocó pasar nuestros primeros años de educación, en aquellos recintos (ahora un poco derrumbados y otros tantos reconstruidos) en los que se nos enseño, además de lo habitual, a crear una comunidad a aquellos que difícilmente comprendíamos lo que pasaba, pues no éramos aún capaces, los menores, de comprender que lo que se construía era una sociedad emergente. En aquellos años de inocencia, nos valimos de nuestra inconsciencia para salir adelante ante un panorama que parecía insalvable y que en la medida en que nuestros pares lo iban creando como lugar, cambiaba como un vislumbre de oportunidades, gracias al trabajo de las personas en conjunto.
Recuerdo aquellos años como algunos de los más divertidos, quizá, pues mientras los padres de familia se angustiaban por el robo de cables, la falta de agua, las inundaciones, el miedo por el desalojo y las siempre habituales penurias económicas, los carentes de conciencia veíamos en esas calles lodosas una oportunidad para construir ciudades irreales en las cuales nos imaginábamos transitando con nuestros camiones de juguete, como una forma de escapar de nuestra realidad de ciudad negada; encontrábamos en cada charco una oportunidad para navegar nuestros barcos de papel junto a los sapos y ajolotes que se debían transformar con la imaginación para que se nos presentaran como cualquier animal más agradable; con cada par de tabiques no perdíamos la oportunidad de improvisar una cancha e imaginarnos siendo como Jorge Campos o Hugo Sánchez; todo esto sucedía mientras los “viejos” se ocupaban de lo vital.
De igual manera recuerdo cómo aquel mercado de la esquina se construyó cuando se decidió que sería mejor ocupar aquel lugar para unir los negocios, negocios tan indispensables. Después que estuvieran “los grandes” reunidos, platicando de sus necesidades, llegó un vecino ofreciendo el primer saco de cemento, siguieron más y más, de ahí se construyó con la esperanza de todos y hasta la fecha dichas esperanzas siguen firmes pues sigue en aquella esquina ese lugar en el que más que vender los víveres, se conocía a las personas, se establecía la comunidad que se había estado formando y que necesitaba lugares para cristalizar los esfuerzos que habían estado fluyendo. Así con lo que cada quien compartía y con la colaboración, se fueron agregando al lugar las iglesias, los parques, un museo comunitario, las banquetas, las calles y todo lo que hiciera falta para acomodar nuestro nuevo hogar.
Así transcurrió la construcción de nuestro lugar a la par que cada quien (con la ayuda de los demás, si era necesario) construía su propio hogar. Creció nuestro lugar, se hizo una mancha al lado de la Gran Mancha en pocos años. Aprendimos tanto. Nos dimos cuenta que más que construir espacios con funciones bien delimitadas, se formó un territorio y se formó una sociedad. Lo principal que nos unió fue la acción solidaria, la humildad para pedir ayuda y la confianza para saber recibirla. Eso fue el motor que movió a tantísima gente para construir un nuevo territorio, nuestro territorio. Se fue construyendo una cultura híbrida, tan compleja, pero que supo integrarse. Encontramos que las tradiciones, a diferencia de nuestros lugares que antaño habitamos, teníamos que crearlas antes que perpetuarlas, no teníamos más que las ganas de que esto fuera un hogar completo. Las costumbres se fueron compartiendo y adoptando, los bailes con el guajolote fueron tan sorprendentes para unos como para otros lo fueron nuestros tenis con lucecitas en la suela. Lo fuimos asimilando, nos nutrimos de tantos puntos de vista, y nuestras ganas de tener un lugar permitieron que se moviera nuestra curiosidad antes que el rechazo.
Así pasó cuando nos echaron de donde ya no éramos más que los incómodos. Así pasó y lo recuerdo muy bien, pues uno no deja de ser el producto de aquellas experiencias que se adhieren a uno, como rebabas imantadas a la columna de hierro que nuestros padres tuvieron para cargar primero con el rechazo y después con las esperanzas para darnos este lugar que ahora veo tan concreto, un lugar que se fue haciendo nuestro por el derecho que nos concedió, a todos, haberlo construido, tuvimos que renunciar a lo que por nacimiento éramos para valorar lo que decidimos y lo que nos tocó, aquí.
Tiempo después de que un espacio tan triste hubiera cobrado vida por lo que construimos los despojados, considerando que nuestra mancha ya era una mancha que no se podía ignorar, una mancha que hacía ruido y era una mancha muy incómoda para las autoridades, decidieron –tras la continua exigencia y presión que hicimos por nuestro reconocimiento como territorio- que sería bueno que este asentamiento fuera autónomo. Nos dieron el carácter de municipio, lo cual, por el momento nos daba sólo una cuestión nominal que parecía irrelevante pues todo lo que forma a un territorio se había obtenido sin el favor de quienes vinieron a tomarse una foto para atribuirse el esfuerzo ajeno. Curiosamente vinieron a rematar el nombre de la nueva demarcación con la palabra “Solidaridad”, pero no por el reconocimiento a los lazos de acción colectiva y de confianza que se tejieron y afianzaron desde los momentos de mayor desespero entre los que aquí llegamos, sino que utilizaron tan bella palabra para hacer la última embestida propagandística de un oxidado sistema que por más de seis décadas busco consolidarse con un falso discurso de sensibilidad social. Después de esto vinieron nuestros propios problemas, ya como sociedad, ya con un territorio delimitado y reconocido, ya con una protocultura que estaba en gestación, intentando unir piezas tan distintas, ya con aquella confianza que nos daba identificarnos con los vecinos más allá de una historia común, de un lugar común, de una designación oficial, eso lo fuimos construyendo, pero el presupuesto fue nuestro colectivo y su trabajo, lo único que tuvimos desde el principio.
Y así pasó cuando nos echaron y nos negaron la ciudad, así pasó cuando decidimos unirnos para ser sociedad, formar una historia y tener un hogar.