Gonzalo Rojas

Desplazamiento pendular obligatorio: así caracterizó Jean Robert el transcurrir de quienes habitamos las ciudades dominadas por el motor, en su libro Los cronófagos, la era de los transportes devoradores de tiempo, una de las críticas más duras y documentadas contra los sistemas de transporte y nuestras propias formas de movernos en el espacio urbano. Pero no sólo eso: desde esta crítica a la movilidad, se trata también de una disección de los modos de experiencia impuestos por la Distopia Industrialis.
Para Robert, los transportes a motor lo deciden todo, guían nuestros pasos, disponen de nuestro tiempo, destruyen la vida en comunidad: “Cuando una nueva autopista corta el camino que me lleva hacia mis vecinos o la panadería de enfrente y me obliga a caminar diez minutos hacia el paso a desnivel que permite atravesarla, no efectúo ningún trato con los pasajeros de los bólidos que en aras de su velocidad obstruyen mi camino y consumen mi tiempo.” Hoy esta escena, a fuerza de repetirla, no resulta impresionante, pero la primera edición de Los cronófagos data de 1980, y desde entonces los problemas y el pensamiento mismo acerca de la movilidad, podríamos decir, han cambiado. Pero, ¿cómo?
En Cuernavaca, donde vivo, la gente sin auto se condena a subir y bajar por calles empinadas, a enfilar por avenidas sin aceras con el hombro pegado al muro, intentar colarse por angostos espacios entre un poste y un auto y dar un gran rodeo debido a la interposición de “privadas” cuyas rejas impiden el paso. Las distintas “Rutas” “esos vetustos microbuses manejados con violencia” que “llevan a alguien colgando de la puerta delantera, que grita destinos y cobra monedas, como un Caronte con playera del América”, como se dice en una novela reciente de Daniel Saldaña París dejan de transitar, cuando mucho, a eso de las nueve de la noche, después de lo cual el transporte colectivo de la ciudad simplemente muere.
Robert previó todo eso y además señaló una paradoja entre muchas: hace ciento cincuenta años, nuestros cuerpos, a pie o en calesas, se desplazaban a mayor velocidad que hoy, cuando se nos notifica de la existencia de “vías rápidas alternativas” y automóviles hiperveloces. Urbanistas, ingenieros, arquitectos, sociólogos, científicos, economistas y otros “terapeutas del tráfico”, como los llama el mismo Robert, han puesto sus estudios al servicio de esta imposición, mientras la población pendular, esa comunidad destruida, observa impávida, asardinada en embotellamientos de horas: “La ceguera colectiva de los viajeros pendulares, su ausencia de proyecto común, se conjuga aquí con la sinrazón de los planificadores”, concluye Robert.
Si para Georg Simmel los transportes urbanos posibilitaban el contacto táctil y visual entre personas desconocidas, sin más relación que la del azar de coincidir en un viaje (ese tipo de encuentros vertiginosos tan celebrados por los surrealistas), en la experiencia de Robert sucede casi todo lo contrario: “La primera vez que tomé el metro, vi que todo el mundo permanecía callado… Era la primera vez que veía a un grupo de personas que estando en el mismo vagón no se hablaban, no se miraban y no sonreían.” Tal vez desde ahí, con Robert, podemos preguntar: “¿Esperamos de los transportes que hagan de la velocidad y de sus signos un elemento predominante del paisaje, o queremos que nos ayuden a desplazarnos fácilmente más allá del radio de acción de nuestros pies?”
¿Qué queremos, en realidad? ¿Vivir de acuerdo a necesidades que se nos imputan? ¿Ciudades sectorizadas? ¿Más velocidad? ¿Escondernos de la noche y vivirla puertas adentro? ¿Olvidar o conservar (o romantizar) nuestros “valores vernáculos”, como las llama Robert? Y por último: luego de leer Los cronófagos, ¿me atreveré a esbozar un “proyecto común” con vecinas y vecinos para caminar por mi calle? (¿Es realmente mi calle?)
Estas preguntas pretenden profundizarse a través de una investigación que si bien es en buena parte teórica y literaria, tampoco desdeña el estudio de campo, el diálogo con motociclistas, automovilistas y, por supuesto, gente de a pie.



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