¿SERÁ QUE STIRNER INFLUYÓ EN EL PENSAMIENTO DE NIETZSCHE?

En la década de los cuarenta, años en los que a Nietzsche le habría gustado vivir, según confesó a un amigo, hubo un autor que se alzó contra los maquinistas de la lógica histórica y naturalista, y que había escrito sobre el espíritu libre y vivo: «Sabe que el hombre se comporta en forma religiosa o creyente no sólo en relación con Dios, sino también en relación con otras ideas, como el derecho, el Estado, la ley, etcétera, es decir, reconoce las ideas fijas por doquier. Y así quiere disolver el pensamiento a través del pensamiento» (Stirner, 164). Estamos recordando aquí a un provocador filosófico que ya antes de Nietzsche experimentaba con el pensamiento de la inversión, y había formulado su protesta anarquista contra la supuesta lógica férrea de la naturaleza, la historia y la sociedad en una obra que había aparecido el año anterior al nacimiento de Nietzsche. Johann Caspar Schmidt, profesor en el Centro de Educación de Señoritas de Berlín, publicó en 1844, bajo el pseudónimo de Max Stirner, su obra El único y su propiedad, un libro que entonces llamó mucho la atención. Por su radicalidad individual y anarquista, los ambientes normales de la filosofía e incluso los disidentes rechazaron oficialmente la obra como escandalosa y desatinada.

Pero en privado muchos estaban fascinados por su autor. Marx se sintió incitado a escribir una crítica de esta obra, una crítica que alcanzó unas dimensiones superiores al libro criticado, y que al final no fue publicada. Feuerbach escribió a su hermano que Stirner era «el escritor más genial y libre que había conocido» (Laska, 49); pero en público no se manifestó sobre este autor. Por lo demás, la callada repercusión de Stirner continuó también más tarde. Husserl habló una vez de su «fuerza seductora», aunque no lo menciona en la propia obra. Carl Schmitt, de joven, estaba profundamente impresionado por Stirner, y en 1947, encontrándose en prisión, se sintió «tentado» de nuevo por él. Georg Simmel se prohíbe a sí mismo el contacto con este «tipo sorprendente de individualismo».

Por lo que se refiere a Nietzsche, parece que se da en él un llamativo silencio. En su obra nunca menciona el nombre de Stirner, pero pocos años después de su derrumbamiento se encendió en Alemania una viva disputa sobre la pregunta de si Nietzsche conoció a Stirner y se dejó impulsar por él. En el debate se vieron implicados, entre otros, Peter Gast, la hermana, Franz Overbeck, amigo de muchos años, y Eduard von Hartmann. Defendieron una posición extrema los que le acusaban de plagio. Hartmann, por ejemplo, argumentaba que Nietzsche había conocido la obra de Stirner, pues en su segunda Intempestiva había criticado exactamente aquellos pasajes de la obra de Hartmann en los que se rechazaba explícitamente la filosofía de Stirner. O sea que, aun cuando sólo fuera por este camino, Nietzsche tenía que conocer a Stirner. Hartmann resalta además el paralelismo de ciertos pensamientos, y plantea entonces la pregunta de por qué Nietzsche, si bien se dejó influir con seguridad por Stirner, sin embargo lo silenció sistemáticamente. La respuesta que entonces parecía obvia la formuló así un contemporáneo:

«Nietzsche habría quedado desacreditado para siempre entre las personas formadas de todo el mundo si hubiera dejado notar algún tipo de simpatía por un burdo y desconsiderado Stirner, que hace alarde de un desnudo egoísmo y anarquismo. De hecho, la escrupulosa censura de Berlín sólo permitió la impresión del libro de Stirner por la razón de que los pensamientos expuestos eran tan exagerados, que nadie iba a estar de acuerdo con ellos» (Rahden, 485).

Dada la mala fama de Stirner, es fácil imaginarse que Nietzsche no quería verse asociado a él ni por un instante. Las investigaciones de Franz Overbeck mostraron que en 1874 Nietzsche prestó a su alumno Baumgartner la obra de Stirner, sacada de la biblioteca de Basilea. ¿Fue esto quizás una medida de precaución, la de dársela anticipadamente a sus alumnos para que estuvieran ya preparados? En todo caso, así recibió el público esta noticia, una interpretación en cuyo apoyo vienen los recuerdos de Ida Overbeck, amiga íntima de Nietzsche en los años setenta. Ésta relata:

«En una ocasión, cuando mi marido había salido [Nietzsche] conversó un ratito conmigo y mencionó a dos elementos que ocupaban su atención y con los que se sentía emparentado. Como en todas las ocasiones en las que adquiría conciencia de una relación interna, se mostraba muy animado y feliz. Un poco después topó con Klinger entre los libros de casa […]. “¡Mira!”, dijo, “con Klinger me he equivocado mucho. Era un filisteo, ¡no!, con él no me siento emparentado. Pero Stirner, ¡ése sí!”. Y al decir esto, un gesto festivo recorrió su cara. Mientras yo me fijaba en sus rasgos con tensión, éstos cambiaron de nuevo, hizo con la mano algo así como un movimiento de ahuyentar y dijo susurrando: “Ahora se lo he dicho a usted, cuando en realidad no quería hablar de esto. Olvídelo de nuevo. Se hablará de un plagio, pero usted no lo hará, ya lo sé”» (Bernoulli, 238).

Ida Overbeck sigue relatando cómo, en presencia de su alumno Baumgartner, Nietzsche designó la obra de Stirner como «la más audaz y consecuente desde Hobbes». Como sabemos, no era un lector paciente, pero a su manera era un lector a fondo. Pocas veces leía enteramente los libros, aunque sí leía en ellos con un instinto certero para aquellos aspectos que eran instructivos y estimulantes. Ida Overbeck relata al respecto:

«Me decía que, cuando leía a un escritor, siempre se sentía afectado solamente por frases breves, con las cuales enlazaba él sus propios pensamientos; y que, sobre las columnas que así se le ofrecían, ponía un nuevo edificio» (Bernoulli, 240).

Pero ¿qué era lo que, por una parte, hacía de Stirner un leproso en la filosofía y, por otra, ejercía el efecto de estimular a Nietzsche o de confirmar su propio pensamiento? Más tarde, Nietzsche coqueteará en su propia obra con el aura de la locura; y en relación con Stirner podía contemplar ya ahora la propia empresa en el espejo de lo proscrito.

[…] La filosofía de Stirner era un grandioso golpe liberador, a veces caprichoso y burlesco. Y era también consecuente en un sentido muy alemán. Sin duda Nietzsche lo experimentó como un golpe liberador cuando tenía que crearse espacio para el propio pensamiento, cuando, por mor de la vitalidad de la vida, reflexionaba sobre el problema del saber y de la verdad, y sobre cómo «el aguijón del saber» había de «invertirse contra la verdad».

Safranski, Rudiger., Nietzsche. Biografía de su pensamiento (epub), Traducción de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 2019. p. 142-145 y 149.

GUYAU Y LA VIDA COMO FUNDAMENTO DEL ESPÍRITU

Al contrario de lo que sucede en la historia de la música, no son frecuentes los casos de precocidad en la historia de la filosofía. Sin duda, en los individuos como en los pueblos, el ave de Minerva sólo se deja ver durante el crepúsculo. Jean Marie Guyau constituye, por eso una rarísima excepción. Nacido en 1854 (en Laval, Mayenne), a los diecinueve años escribe un extenso estudio sobre la moral utilitaria, que al año siguiente (1874) recibe el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia. Muerto en 1888, deja una no breve producción, que comprende algunas obras fundamentales para la historia de la filosofía contemporánea. Aparte de La Morale d’Epicure, y de La Morale anglaise contemporaine (que, junto con la anterior, formaba el estudio premiado por la Academia al cual antes nos hemos referido) publicó: Les problèmes de l’esthétique contemporaine, L’Irreligion de l’avenir, Ver d’un philosophe, L’art au point de vue sociologique, Heredité et education, La Genèse de l’idée de temps y Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction. Este último libro, el más original tal vez y el más difundido, representa la culminación de un pensamiento que es, a la vez, claro y complejo, arraigado en la historia y atento al porvenir, abierto y sistemático, fundado en la ciencia y movido por la metafísica.

A Fouillée, padrastro de Guyau, fue posiblemente su mejor maestro, al mismo tiempo que su primer exégeta. La influencia de la teoría de las ideas-fuerzas resulta evidente en toda su obra. Pero la génesis de pensamiento filosófico de Guyau, que el mismo Fouillée analiza con directo conocimiento de causa, se remonta a las solitarias meditaciones de una adolescencia genial y a las apasionadas lecturas de los grandes idealistas, especialmente de Kant y Platón.

Por entonces, concibe el mundo como un complejo de voluntades que laboran en la obra común del bien, luchando con la materia, obstáculo siempre presente, impenetrable alteridad representada por el átomo. Pero el problema del mal, que tanto desvela a los adolescentes  lúcidos como a los metafísicos sinceros, no tarda en ocupar el primer lugar entre sus preocupaciones espirituales. De las diversas soluciones propuestas, la más plausible le parece, primero, la neoplatónica, cuya doctrina de la procesión interpreta, de un modo original, postulando una serie infinita  de mundos que representan o encarnan una infinita serie de perfecciones, lo cual supone que todo lo posible se realiza y que todos los grados del bien llegan alguna vez a la existencia. Más tarde traduce el Manual de Epicteto y se inclina hacia el estoicismo, aunque sin incurrir nunca en el egoísmo de la razón. La influencia de Epicuro, de los utilitaristas ingleses y del evolucionismo biológico se hace patente ya desde la obra premiada por la Academia (A. Fouillée, La morale, l’art et la religión d’apres M. Guyau –París – 1889 p. 2-4). Pero la crítica del hedonismo y del utiitarismo que tras esta vasta exposición obligadamente se plantea lo conduce a lo que el propio Fouillée considera como uno de los principales problemas filosóficos de la época, a saber, el de conciliar, de alguna manera, la idea platónica y cristiana del bien y el imperativo categórico de Kant con la psicología experimental y con el evolucionismo darwiniano. Kant y Platón ―dice el crítico padrastro― resistieron al principio en él el asalto al positivismo y del evolucionismo, pero, después de largas reflexiones, llegó a convencerse  de que la teoría de la evolución constituye, si no toda la moral, por lo menos “la única parte de la moral verdaderamente rigurosa y científica” (Fouillée, op. cit. p. 5). No podía prever, naturalmente, las críticas que a la moral evolucionista, tal como la entendía Huxley, iba a hacer Kropotkin, fundándose precisamente en una interpretación propia de la evolución que, por encima de la lucha por la vida, valoriza el principio de la ayuda mutua (Cfr. P. Kropotkin, Mutual Aid, A factor of Evolution -1902; Ethics . Origin and Development -1924). Menos aún, las que desde el punto de vista más teórico habían de dirigir contra Spencer, Bergson; contra el positivismo, los neo-kantianos; contra el naturalismo, los fenomenólogos. Pero su alerta inteligencia y su agudo sentido crítico le muestran ya tanto las limitaciones del utilitarismo y del evolucionismo como su inexcusable derecho a ser tenidos en cuenta por toda ética contemporánea.

Aun cuando su evolución, según advierte muy bien Fouillée, fue ante todo obra del razonamiento y de la reflexión, es claro que el sentimiento y la emotividad no dejaron de tener en ella cierto papel. Afectado por una progresiva e incurable dolencia, el joven filósofo va perdiendo su fe platónica en la racionalidad del mundo, en el orden secreto de la naturaleza, en la subordinación de la naturaleza a la idea del bien. Aun cuando no cae nunca en el pesimismo de Schopenhauer, tampoco puede compartir ya el optimismo radical de Spinoza o de los idealistas absolutos. La hipótesis más probable, teniendo en cuenta el estado actual de la ciencia, viene a ser, para él, al final de su vida, la del positivismo y el naturalismo, es decir, la de la indiferencia de la naturaleza, a quien el placer y el dolor, la justicia y la injusticia, el bien y el mal le resultan plenamente ajenos.

“Evolución sin principio y sin fin, en la que el pensamiento es un fenómeno precioso y raro, maravilla tanto más efímera cuanto que se empeña en la búsqueda de coyunturas más complejas y en el entrecruzamiento de leyes más sutiles, tal era la concepción del mundo que poco a poco crecía en el espíritu de M. Guyau. Sin duda, esta hipótesis siguió siendo siempre a sus ojos lo que era y nada más, una simple hipótesis, la que traduce exactamente lo que la ciencia positiva nos enseña de la naturaleza, sin que se pueda afirmar que el fondo de las cosas no encierra nada más. No por ello es menos cierto que el mundo inteligible de Platón, en lugar de seguir siendo el mundo real por excelencia, retrocedía de las lejanías del ideal; que el Dios de Platón, al engendrar por la expansión de su bondad “un mundo tan parecido a sí mismo como es posible”, parecía cada vez más  inconciliable con el mundo de la ciencia, en la cual la bondad parece no tener otra importancia que la que le atribuye nuestro corazón” (Fouillée, op. cit. p. 13-14).

En resumen, si la afirmación de la intrínseca bondad del ser de la naturaleza es tan poco demostrable como la contraria, sin embargo, la hipótesis de la indiferencia, que se pone encima de ambas, resulta más probable y verosímil.

Pero si ello es así, si la metafísica no puede brindarnos ya ninguna certeza plena respecto al bien y a la belleza, el filósofo no puede dejar de preguntarse una vez más por el objeto de la voluntad, del amor y de la fe de los hombres en la sociedad futura. Frente a la ciencia que proporciona sólo datos, frente a la metafísica que sólo brinda hipótesis, ¿cuál será el porvenir de la moral, del arte y de la religión?, se pregunta no sin angustia el último y casi moribundo Guyau (Fouillée, op. cit. p. 15)

Ahora bien, para dar respuesta a esta cuestión parte de una única idea que se propone desarrollar hasta sus últimas consecuencias: la idea de la vida. En ella, cree encontrar el principio común de la moral, del arte y de la religión, es decir, de todo el espíritu y de toda la cultura. “Según él ―y ésta es la concepción generatriz de su sistema― la vida bien entendida comprende, en su misma intensidad, un principio de expansión natural, de fecundidad, de generosidad. De aquí extraía esta consecuencia: que la vida reconcilia naturalmente en sí el punto de vista individual y el punto de vista social, cuya oposición más o menos aparente es el escollo de las teorías utilitarias sobre el arte, la moral y la religión” (Fouillée, op. cit. p. 17). Más aún, para Guyau el siglo XVIII puso el acento en el individuo aislado, por su deficiente conocimiento de la materia, de la sociedad y de la vida; al XIX le toca mostrar cómo el individuo está abierto a las influencias del mundo y de los otros individuos, cómo es solidario con los demás hombres, cómo el sistema nervioso no puede concebirse sino como la sede de los fenómenos cuyo principio desborda en absoluto el organismo individual. “Ya que toda vida, al tomar conciencia  de sí misma, se da cuenta de que es indivisiblemente personal y colectiva; lo mismo debe suceder con el propio sentimiento que tenemos de la vida, desde el momento en que ésta se hace en nosotros más intensa y más libre; este sentimiento es el placer. Como la vida, el placer es siempre, por algún lado, social, y lo será cada vez más, por una transformación que no es la menos importante de las que el porvenir prepara para la humanidad. Es la conclusión a la que llega ya La Moral de Epicuro” (Fouillée, op. cit. p. 19).

Es claro que esta idea de la vida, que funda todo un sistema de filosofía y toda una teoría de la cultura, aun cuando basada en una serie de hechos y de conceptos científicos (biológicos, psicológicos, sociológicos, etc.), trasciende con mucho los límites de la ciencia y funda, de hecho, una nueva metafísica de la vida que, por una parte, se desarrolla en Francia hasta dar en la evolución creadora y en el “élan vital” de Bergson, y por otra, pasa la frontera para encontrarse con Nietzsche.

Lo que a primera vista no se comprende es, en cambio, la crítica que contra el individualismo de Guyau dirige un pensador tan afín a él y tan entusiasta de su moral sin obligación ni sanción como es Kropotkin. En efecto, después de adherir en general a su moral del impulso vital, considerándola como la moral apta para el comunismo libertario, no deja de objetarle su falta de preocupación por lo social (Ética, La Moral anarquista). Lo que sucede es que el revolucionario ruso no se conforma con una sociabilidad genérica y abstracta sino que pretende que todo filósofo y todo moralista se comprometa en una concreta crítica de la sociedad individualista y burguesa en la que vivía la Europa de su tiempo. Más que una falta de atención a lo social debería haber señalado tal vez en Guyau, para ser más preciso, una falta de concreción y de compromiso con la causa proletaria y socialista. Pero esto hubiera sido tal vez demasiado pedir, si se piensa que nuestro filósofo había nacido en el seno de una familia de alta clase media y que, para colmo, su estado de salud lo aislaba del mundo y de los conflictos sociales de su época.

La vida es, de todos modos, para Guyau, intima fusión y, casi diríamos, coincidencia de opuestos, entre lo individual y lo social. Lo que en el plano mecánico se excluye, se opone y choca, en el plano de lo viviente se compenetra y unifica. Ahora bien, lo que Guyau se propone es precisamente aplicar este concepto de la vida tanto a la moral como el arte y la religión. En lugar de proponer una destrucción de la moral y una vida más allá del bien y del mal, como Nietzsche hará poco más tarde, Guyau interpreta la moral como la vida en su más alta manifestación, en cuanto es objeto de nuestra voluntad y de nuestro querer. Aun atreviéndose a pronosticar la extinción de todas la iglesias y de todas la religiones existentes, entiende la religión también como una forma de la vida superior, en cuanto ésta es imaginada. Más aun, en vez de hablar de la muerte de los dioses, cual su germánico colega, piensa a la religión como una vida imaginada precisamente con la figura de “una sociedad universal de conciencias”. Lo bello, en fin, no es para él sino la vida superior, en cuanto ésta es inmediatamente captada en su intensidad expansiva, como forma de una actividad inescindiblemente individual y social; nunca, en todo caso, la expresión o el juego de una solitaria genialidad. “En otros términos, el arte, la moral y la metafísica deben elevar la vida individual a la dignidad de una vida colectiva: cuando el arte nos haya dado, bajo una forma intensa, el sentimiento de la vida ya realizada; la moral nos hará querer la vida a realizar, y, en fin, la metafísica, fondo de la religión, nos hará construir hipotéticamente un mundo de vida superior, último objeto de nuestros amores y término de nuestros esfuerzos” (Fouillée, op.cit. p. 20).

En el fondo, esta idea clave de Guyau, la idea de la vida como más-vida, es la idea de la trascendencia y de la libertad, aunque se trate ―claro está― de una trascendencia que se da en el ámbito de la inmanencia y de una libertad limitada por la solidaridad, cuya forma mecánica y lógica es precisamente el determinismo.

Oponiéndose a Hartmann quien, tras los pasos de Schopenhauer, hablaba por entonces sobre la locura del querer vivir y sobre el nirvana, impuesto por la razón como deber lógico, Guyau admite con Spencer que la conducta humana tiene como móvil la vida más intensa y extensa, si bien difiere de él en cuanto al modo de conciliar lo individual con lo social. Por otra parte, reconoce con Fouillée que los positivistas que postulan un incognoscible se equivocan al proscribir toda hipótesis individual al respecto, pero no acepta con él que lo incognoscible pueda proporcionar un principio limitativo y restrictivo de la conducta.

En efecto, para Guyau, los únicos “equivalentes” o “sustitutos” del deber son: ”1°) La conciencia de nuestro poder interior y superior, al cual veremos reducirse prácticamente el deber; 2°) La influencia ejercida por las ideas sobre las acciones; 3°) La creciente fusión de las sensibilidades y el carácter cada vez más social de nuestros placeres o de nuestros dolores; 4°) El amor del riesgo en la acción, cuya importancia hasta aquí desconocida mostraremos; 5°) El amor de la hipótesis metafísica, que es una suerte de riesgo en el pensamiento” (Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction – París -1930 p. 6-7).

Una moral basada en la idea de la vida y de la más-vida, en la cual el impulso individual equivale a la libertad y la tendencia social y solidaria al determinismo, una moral en cuyo fundamento mismo quedan superadas las antinomias yo-mundo, egoísmo-altruismo, etc., necesariamente debía presentarse como una moral sin obligación ni sanción propiamente dicha. Y desde el momento en que la sanción sigue siempre a la obligación, debía manifestarse también como una moral sin sanción.  La sanción moral, en efecto, que Guyau distingue de la sanción social, se reduce para él a la expiación, y resulta, en el fondo, inmoral ―si a esto se le pudiera dar todavía el nombre de sanción, cosa que Guyau no acepta― sería el carácter de minusvida, de vida frustrada y limitada que aquella implica.

Después de haber hecho una acertada y fina crítica de los diferentes intentos de justificar metafísicamente la obligación moral, tanto en el dogmatismo metafísico como en las morales de la certeza práctica, de la fe y de la duda, desarrolla Guyau su teoría del móvil moral desde un punto de vista que él considera estrictamente científico y analiza los primeros “equivalentes” del deber.

El móvil de todo acto humano (o animal) no es simplemente, el mínimo dolor y el máximo de placer. Este móvil es evidente, según Guyau, en lo que respecta a los actos conscientes. Pero la conciencia no es sino una manifestación superficial de la vida. Creer que la mayoría de los movimientos humanos parten de la conciencia y que un análisis científico de los resortes de la conducta debe considerar sólo los móviles conscientes constituye una completa ilusión. “Aun los actos que se realizan en plena conciencia de sí tienen, en general, su principio y su origen primero en instintos sordos y movimientos reflejos. La conciencia no es, pues sino un punto luminoso en la gran esfera oscura de la vida; es una pequeña lente que agrupa en algunos rayos de sol y se imagina demasiado que su foco es el foco mismo donde parten los rayos. El resorte natural de la acción, antes de aparecer en la conciencia, debía obrar ya por debajo de ella, en la oscura región de los instintos; el fin constante de la acción debe haber sido positivamente una causa constante de movimientos más o menos inconscientes” (Esquisse p. 87).

Como Hartmann, con su “filosofía del inconsciente”, pero más que él, en cuento intenta atenerse a los datos de la biología y de la psicología empírica, Guyau preanuncia, como puede verse, la teoría freudiana del inconsciente, aunque sin poner el acento en lo sexual. Por otro lado, como Nietzsche, intenta una superación de la moral tradicional, recurriendo a las motivaciones inconscientes y a la vida profunda y espontánea, aunque sin postular un superhombre. Para él, una moral verdaderamente científica debe admitir que la búsqueda del placer no es más que una consecuencia del esfuerzo continuadamente realizado por el instinto para conservar y acrecentar la vida. De tal manera, “el fin que, de hecho, determina toda acción consciente es también la causa que produce toda acción inconsciente: es, pues, la vida misma, la vida que es al mismo tiempo la más intensa y la más variada en sus formas” (Esquisse p. 87).

Aunque sería inútil buscar en Guyau (como en Nietzsche) una estricta definición conceptual de la vida, más allá del “sui motus” aristotélico que sin duda considera enteramente insuficiente, no faltan, por cierto, en sus escritos elocuentes caracterizaciones de la misma: “El motivo subyacente de todas nuestras acciones, la vida, es admitido inclusive por los místicos, pues ellos suponen en general una prolongación de la existencia más allá de este mundo; y la existencia intemporal no es ella misma más que vida concentrada en un punctum stans. La tendencia a perseverar en la vida es la ley necesaria de la vida no solamente en el hombre sino entre todos los seres vivientes, inclusive tal vez en el último átomo del éter, pues la fuerza no es probablemente más  que una abstracción de la vida. Esa tendencia es, sin duda, como el residuo de la conciencia universal, tanto más cuanto que sobrepasa y envuelve a la conciencia misma. Es, pues, a la vez, la más radical de las realidades y el ideal inevitable“ (Esquisse p. 88).

Esta caracterización entusiasta de la vida, que anuncia, a su vez, desde muy cerca, el élan vital de L’evolution creatrice de Bergson, y que, en términos generales parecería conducir a un nuevo panteísmo dinámico fundado en una nueva biología y en la nueva física, no le impide a Guyau definir la parte de la moral fundada exclusivamente en hechos positivos como “la ciencia que tiene por objeto todos los medios de conservar y acrecentar la vida, material e intelectual” (Esquisse p. 88).

Qué quiere decir conservar y, sobre todo, acrecentar la vida, requiere sin duda, alguna explicación. Guyau confiesa que una moral exclusivamente positiva, desde el punto de vista físico y prescindiendo de todos los otros aspectos, apenas se diferencia de una higiene ampliada. Por lo demás, lo que la moral tradicional llamaba “templanza”, y cuyo fin no era otro que el de conservar la vida, tampoco era sino higiene. Acrecentar la vida equivale a acrecentar su intensidad, y ello significa, para Guyau, “acrecentar el dominio de la actividad bajo todas sus formas (en la medida compatible con la reparación de las fuerzas)”. He aquí como explica, a su vez,  el sentido de la actividad y su identificación con el ideal moral: “Los seres inferiores no obran sino en una determinada dirección, luego descansan, se hunden en  una inercia absoluta; por ejemplo, el perro de caza, que se duerme hasta el momento que vuelve de nuevo a cazar. El ser superior, por el contrario, descansa por la variedad de la acción, como un campo por la variedad de las producciones; el fin perseguido en la cultura humana, es, pues, la reducción de lo que se podría llamar los periodos de barbecho a lo estrictamente necesario. Obrar es vivir; obrar más es aumentar la hoguera de la vida interior. El peor de los vicios será, desde este punto de vista, la pereza, la inercia. El ideal moral será la actividad en toda la variedad de sus manifestaciones, al menos de aquellas que no se contrarían entre sí o que no producen una perdida duradera de fuerzas. Para poner un ejemplo, el pensamiento es una de las formas principales de la actividad humana: no como había creído Aristóteles, porque el pensamiento sea acto puro y desligado de toda materia (hipótesis inverificable), sino porque el pensamiento es, por así decirlo, acción condensada y vida en su máximo desarrollo. Lo mismo en cuanto al amor” (Esquisse  p. 89).

Interesa especialmente, para comprender la interpretación que Guyau hace de Epicuro, tener en cuenta la crítica que formula al hedonismo general. Más que rechazar la moral del placer, tiende a superarla, englobándola en un contexto de mayor amplitud y profundidad.

El placer es un estado de conciencia ―dice, queriendo atenerse a la psicología y la fisiología de su época― vinculado al acrecentamiento, físico o intelectual, de la vida. De donde se sigue que acrecentar la intensidad de la vida equivale a acrecentar el placer.

En una moral como que propone Guyau, el hedonismo no tiene por qué ser rechazado; pero subsistirá en segundo plano, más como consecuencia que como principio.

Por otra parte Guyau, criticando a los utilitaristas ingleses, distingue dos clases de placer: el placer superficial y particular (placer de comer, de beber, etc.) y el profundo y general (placer de vivir, de querer, de pensar, etc.). El primero es puramente sensible; el segundo, más profundamente vital, resulta también menos dependiente de las cosas externas y se identifica con la conciencia misma de la vida.

El error de hedonistas y utilitaristas consiste esencialmente, para nuestro autor, en no haber advertido que no siempre obra el hombre en vista de un placer particular sino que muchas veces obra por el placer mismo de obrar, vive por vivir y piensa por pensar (Esquisse  p. 90). Desde un punto de partida que es, o pretende ser  al menos, el mismo que el de los utilitaristas, llega así Guyau a superar el estrecho marco de la moral del interés y a reivindicar como algo inmanente a la vida el desinterés  y la gratuidad de ciertas acciones.

Tampoco es exacto ―añade― que, como creía Epicuro, el placer cree la función, o, en general que el órgano dé origen a la función. Por el contrario, el placer como el órgano procede de la función, y así como al principio el animal no poseía un órgano enteramente acabado así tampoco tenía un placer completamente determinado. El placer, como el órgano, reacciona más tarde sobre la función y el hombre acaba por obrar de un modo determinado porque tiene un órgano desarrollado en tal sentido y porque experimenta placer en marchar en tal dirección. Pero lo primero no es, en todo caso, el placer; lo primero y lo último es siempre la función, es decir, la vida  (Esquisse p. 91).

“La tendencia del ser a perseverar en el ser es el fondo de todo deseo, sin constituir ella misma un determinado deseo” (Esquisse p. 92), concluye Guyau. La vida supone apropiación y asimilación de las fuerzas naturales en la nutrición, por esta apropiación se hace siempre en mayor medida de lo que es necesario. El exceso de fuerzas acumuladas se gesta, ante todo, en la generación, la cual se manifiesta primero como simple división celular, luego como esporogonia y, finalmente, como generación sexual. Al llegar la evolución a este nivel comienza, por así decirlo, una nueva etapa moral en el universo: “El organismo individual deja de estar aislado; su centro de gravedad se desplaza poco a poco y lo hará cada vez más” (Esquisse p. 96). Del instinto sexual nacen la familia y la sociedad; pero el mismo, como síntoma de un exceso de fuerza, no obra sólo sobre los órganos genitales sino sobre el organismo entero, y ejerce una especie de presión cuyas principales formas son: 1°) la fecundidad intelectual, 2°) la fecundidad de la emoción y de la sensibilidad, 3°) la fecundidad de la voluntad. “Vida es fecundidad y, recíprocamente, fecundidad es vida rebosante, es verdadera existencia. Hay una cierta generosidad inseparable de la existencia, sin la cual se muere uno, se seca interiormente. Es necesario florecer: la moralidad, el desinterés es la flor de la vida humana” (Esquisse p. 101).

Al mismo tiempo que intenta una superación de la ética utilitarista y positivista, sin necesidad de volver a viejas fórmulas metafísicas, abre paso Guyau de esta manera, ya directa, ya indirectamente a nuevas concepciones morales y aun metafísicas, provee el fundamento a nuevas ideologías revolucionarias, se insinúa en las nuevas teorías biológicas y psicológicas.

Uno de sus méritos incontestables es el de haber logrado una justa valoración del hedonismo sin quedar encerrado en la estrechez dogmática utilitarista; otro, el de hacer apelado a la ciencia sin caer en un cientificismo ingenuo. Su entusiasmo casi místico por la vida, que difícilmente podemos dejar de relacionar con su tisis juvenil, comporta un aliento renovador en el ámbito provecto del positivismo finisecular.

Sin embargo, pese a la insólita madurez de su obra, quedan abiertos en su seno varios resquicios para la duda y no pocos caminos para la crítica.

La idea central de la vida, que confiere fuerza y belleza al pensamiento filosófico de Guyau, representa también su punto débil. Sin entrar en más hondas  precisiones lógicas y semánticas, que de todas maneras parecen ineludibles a este respecto, bastará recordarle a Guyau su propio ejemplo para mostrar que, a veces, las grandes obras de la cultura, es decir, del espíritu, son precisamente fruto de una vida que languidece y se extingue.

Ángel J. Cappelletti, extraído de la Revista Ideas, Mayo-Junio 1930, año 1 número 2.