LOS RANTERS: EXTREMISMO POPULAR EN LA ANTESALA DE LA REVOLUCIÓN INGLESA

Hablar de los movimientos sociales clandestinos ha sido una pugna intelectual por la preservación de la memoria de aquellos personajes o sucesos culturales que fraguan las grandes revoluciones y a las que se ha silenciado por conveniencia estatal o de algún poder dominante. Reivindicarlos es necesario porque ayudan a comprender parte de nuestras luchas civiles por libertad de pensamiento, como es el caso del pensamiento libertino en el siglo XVIII o de los Ranters y otros grupos en el XVII. La emergencia de este tipo de movimientos suele ir a contracorriente de lo que se enseña en las aulas universitarias; ya que reclama la parte popular de la historia cultural y social, exigiendo la pertinencia de la sociedad organizada y no el exaltamiento de figuras de autoridad, ayudando a desujetar al pensamiento de la figura de una autoría y forjarse una autoría a muchas voces: una creación colectiva. Esta desujeción de las autorías nos obliga a repensar nuevos modos de estudio para llegar a entender ese pensamiento colectivo, meditando sobre el modus operandi de las prácticas, los discursos y las imaginaciones en determinadas épocas.

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La primera vez que llegue a oír de los Ranters fue casi por un murmullo, gracias a un librito, El libro de la disidencia (2012), que compilaba sucesos de disidencias en la historia de la humanidad. La época de los Ranters era la escena convulsa del Commonwealth, la comunidad de Inglaterra que gobernó Irlanda y Escocia de 1649 a 1660 y cuyo régimen fue democrático, antes de la reinstauración de la monarquía de los Estuardo. En este periodo de apertura de libertad política y religiosa se guillotinó al rey Carlos I a la llegada de Cromwell, por las pugnas entre el Rey y el Parlamento sobre la moderación del poder absoluto, la turbulencia religiosa entre catolicismo y protestantismo y el aumento de impuestos por parte de la realeza. Entre el sector popular había varias sectas protestantes tildadas de heréticas por la iglesia oficial del lugar; así surgieron los levellers (niveladores), los diggers (cavadores) y los ranters (delirantes). Había otros grupos como los seekers (buscadores), los miembros de la Quinta Monarquía, los cuáqueros, baptistas y muggletonistas que buscaban dar soluciones al problema económico y social de su tiempo desde el interior de la revuelta. Para darse una idea, no está de más ver la miniserie La puta del diablo, de Peter Flannery (2008).

La revolución inglesa era una revuelta burguesa contra la monarquía y se ve entre los representantes de los grupos políticos, buscando espacios de consolidación institucional para llevar a cabo sus proyectos. La historia explica que la revolución que ganó fue la de los propietarios la cual fue fundada en la ética puritana protestante, pero poco nos dice de la revolución intestina que se produjo en la colectividad tratando de imponer un orden comunal y democrático más allá de las instituciones. Tal fue el caso de la revolución de los levellers, caracterizados por nivelar derechos constitucionales a todos los ciudadanos mediante reformas políticas buscando la igualdad de derecho ante la ley, el erradicamiento de la Cámara de los lores o de la nobleza, el Estado secular y la libertad religiosa. Por otra parte, los diggers, que tendían a un comunalismo agrario, el cual ponía de cabeza la noción de propiedad del régimen, dicha idea estaba influenciada por su pensamiento religioso al decir que el fundamento de la propiedad engendraba la desigualdad; a ellos le debemos el dicho que los socialistas hacen suyo: “A cada uno según sus necesidades”, proponiendo un orden social sin propiedad ni salarios. Y los ranters que hacían práctico el panteísmo, negando a la Iglesia, a las escrituras o cualquier intermediador entre la divinidad con las personas; para ellos la comunicación con Dios es personal, reafirmaban la libertad del individuo y la reivindicación de una ética hedonista. Estos grupos y otros más cuestionaron las instituciones políticas y sociales, los valores jerárquicos y las creencias tradicionales, trasmutando en un corto periodo el imaginario civil de Inglaterra y llevando al declive a la monarquía para instaurar la única República de la historia inglesa.

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Hablar de los ranters es hablar de la continuación de los resquicios de las tradiciones heréticas que sobrevivieron clandestinamente a la hegemonía dominante de la Reforma y que brotaron nuevamente modificadas en el siglo XVII. Como todo pensamiento radical, el testimonio de sus detractores nos arroja datos sobre lo que fue dicho movimiento popular, se dice que el mismo término rant fue un adjetivo despectivo para nombrar aquellos personajes de la secta que eran “personas licenciosas y que tenían un espíritu delirante”, además de ser antinominalistas y panteístas. En esa época fluctuaba el escepticismo popular en cuanto a la verdadera religión, muchas personas pertenecientes a un grupo con frecuencia se cambiaban a otro, de ahí que muchos diggers se pasaran al bando ranter o algún otro grupo popular. Sin embargo, sus influencias parecen ser comunes en cuanto a la continuación de las ideas de la contra-reforma de grupos como los anabaptistas que predicaban que los infantes no deben ser bautizados, sino que el bautismo debe ser un acto voluntario de la vida adulta, la negación del pago del diezmo, la negación del juramento a las ceremonias religiosas y la promulgación de un igualitarismo extremo negando el derecho de propiedad privada; por su parte, los familistas, miembros de la Familia del Amor que predicaban que en la tierra se podía alcanzar la perfección de Cristo, creían que todas las cosas vienen de la naturaleza y que el espíritu de Dios se encuentra en el interior de las personas no en las instituciones eclesiásticas; y los miembros de la Familia del Monte que reprobaban la oración y negaban la resurrección del cuerpo, ponían en cuestión la existencia de la vida fuera de esta vida y del paraíso como del infierno, dichos grupos familistas eran una derivación del grupo de los lolardos. Estos eran caracterizados por ser principalmente campesinos, artesanos y comerciantes, población móvil itinerante, que andaban peregrinando al más puro estilo de los profetas evangélicos. Ellos se consideraban hombres sin amo y desafiaban a la Iglesia oficial. Frecuentemente emigraban y en las ciudades sus simpatizantes organizaban comunidades hospitalarias que los acogían ayudando a los pobres. Estos grupos populares de la mendicidad fueron los iniciadores de la secularización del Estado y portavoces de la libertad de pensamiento que en los siglos XVII y XVIII cobrarán fuerte relevancia ya que fueron el fuego que prendió la mecha a todo pensamiento anticlerical y muchas veces hedonista.

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La vox populi decía que los ranters no tenían dirigente, pero si simpatizantes. Entre sus antagonistas se afirmaba que de todos los grupos subterráneos eran los más radicales ya que llegaron a interiorizar el familismo que degeneró en un panteísmo declarado. Probablemente este pensamiento popular tuvo cierta influencia en Spinoza aunque aún no podemos comprobarlo del todo. Entre sus simpatizantes se dirigían principalmente a los pobres, a los desdichados, a los humildes. En su ideario se afirmaba que el domingo no tenía importancia, todos los días podían ser días de descanso; creían que Dios no tenía intermediario y que la Biblia era letra muerta, que la verdadera palabra era la de Cristo incrustada en el corazón de cada una de las personas; que el Cristo histórico, los mandamientos y las sagradas escrituras eran una maldición; que el pecado se ha acabado, ya que Cristo vive en los individuos y Cristo no puede ser pecador, por lo tanto, ellos son Dios ya que Cristo vive en ellos; incluso al modo cínico imitaban a Diógenes saliendo a las afueras de la ciudad con una vela para buscar sus pecados a plena luz del día, al no encontrarlos daban fe de no haber cometido actos impuros; también decían que al no existir el pecado los actos de adulterio, robo, embriaguez, blasfemia no eran malos; que los ministros de la Iglesia son inútiles ya que no hay intermediario entre Dios y los hombres; pregonaban que su voluntad era la voluntad de Dios; incluso algunos  llegaban a negar la existencia de Dios y de los ángeles.

            En las navidades cantaban:

Ellos hablan de Dios; creedlo, compañeros / No existe tal espantajo; todo fue hecho por la Naturaleza. / Sabemos que todo proviene de la nada, y volverá / Al mismo estado en que una vez estuvo. / Gracias al poder de la Naturaleza; y mienten crasamente / Quienes dicen que existen esperanzas de inmortalidad. / Cuando puedan explicarnos qué es un alma, entonces / Nos adheriremos a esos locos chiflados.

A.A.V.V., El libro de la disidencia. De Espartaco al lanzador de zapatos de Bagdad, pp. 45-46.

Sus testimonios afirman que a menudo se les podía ver en los ágapes comunitarios en tabernas cantando canciones blasfemas con la tonada de los salmos, bebiendo alcohol y fumando para avivar el espíritu. Entre sus vestigios se cuenta que uno de sus simpatizantes partía un pedazo de carne de vaca diciendo: “Esta es la carne de Cristo, tomad y comed”, otro vertiendo una jarra de cerveza en la chimenea declaraba: “Esta es la sangre de Cristo”. Frecuentemente a la taberna le llamaban a la casa de Dios y mencionaban que el vino era la divinidad. Uno de sus detractores expresaba: “Son los más alegres de todos los demonios para improvisar canciones lascivas […] para los brindis, la música, la obscenidad descarada y el baile”. El espíritu festivo y burlesco de los ranters hace recordar a los goliardos medievales por sus festividades del vino y la carne, se reían de las exhortaciones sobre la sobriedad. Los herejes ingleses sostenían: “Mi espíritu habita con Dios, cena con él, en él, se alimenta de él, con él, en él. Mi humanidad habitará con la humanidad, cenará con la humanidad, comerá con la humanidad, y ¿por qué no (si es necesario) con los taberneros y las rameras?”, afirmando un amor universal a toda la creación. Su parresía hizo de la blasfemia la expresión de la libertad respecto a las restricciones morales y legales de la época ya que desafiaban a Dios, la clase media y la ética puritana. A menudo entre la clase alta una blasfemia no se castigaba, pero para las clases bajas la blasfemia era multada y coercionada. Por ello, vieron en la blasfemia un instrumento para la proclamación de la igualdad de palabra con la clase alta, al mismo tiempo que una rebelión contra las pautas de conducta de la clase media puritana y una crítica de la irreligiosidad aristocrática. 

            Su panteísmo materialista fue la negación del dualismo que separa a Dios de los cielos con los hombres pecadores de la tierra, ellos afirmaban: “Dios no es el gran supervisor: es un miembro de la comunidad de mi única carne, de mi única materia. El mundo no es un valle de lágrimas que haya que soportar en espera de nuestra recompensa en el futuro. La materia es buena porque vivimos aquí y ahora”. Para ellos Dios era sinónimo de mundo natural.

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Algunos personajes a los que sus denostadores identificaban como ranters fueron: Abiezer Coppe, que fue predicador y autor de Some sweet sips of some spirituall wine, seguido de Fiery flying rolls. Coppe desaprobaba la nivelación por el ejército y por los diggers predicando un carácter anti-belicista en el no uso de las armas y un desprecio a la guerra: «No por las armas; nosotros (santamente) desdeñamos hacer la guerra por cualquier cosa; preferimos estar borrachos perdidos todos los días de la semana y yacer con putas en el mercado», también declaraba que los gobernantes deben doblegarse ante los miserables y ponerlos en libertad: «No te desentiendas de tu propia carne, de un inválido, un vagabundo, un pordiosero, […] un putañero, un ladrón, etc., ellos son tu propia carne». Predicaba lo común y despreciaba a los altos rangos y a los ricos por su opulencia: «Gemid, gemid, vosotros los nobles, gemid hombres honorables, gemid vosotros los ricos por las miserias que os amenazan […] Comeremos nuestro pan unidos a la sencillez del corazón, partiremos el pan casa por casa. La verdadera comunión entre los hombres consiste en tener todas las cosas en común y no decir nada de lo que uno tiene es de su propiedad». El parlamento condenó su obra Fiery flying rolls, en 1650; lo hicieron retractarse de la inexistencia del pecado, de la inexistencia de Dios, lo hicieron admitir que el adulterio, la obscenidad y la fornicación eran pecados, aunque él voluntariamente decía que los mayores pecados eran el orgullo, la codicia, la hipocresía, la opresión, la tiranía, la crueldad y el desprecio a los pobres. En su obra póstuma A carácter as a true Christian, declaraba: «el Señor bendice mal y bien».

            Otro representante fue Lawrence Clarkson, criado por puritanos, se hizo predicador de la salvación universal. Fue sofista pues predicó un tiempo por dinero en todos los credos, luego se unió a los levellers donde publicó A general charge or impeachment of high treason, in the name of justice equity, against the communaty of England denunciando que los opresores son la nobleza y los oprimidos el pueblo llano, él se preguntaba: «¿No habéis elegido a los opresores para que os rediman de la opresión? En la mayor parte de la nobleza y de la gentry es naturalmente innato […] juzgar a los pobres como necios y a ellos mismos como sabios, y, por consiguiente, cuando vosotros, el pueblo llano, reclamáis un Parlamento, ellos están seguros de que deben ser elegidos los que son más nobles y más ricos […] Vuestra esclavitud es su libertad, vuestra pobreza es su prosperidad […] La paz es su ruina, […] se enriquecen con la guerra. La paz es su guerra, la paz es su pobreza». Como ranter predicaba que Dios existe en todas las cosas materiales que tienen vida y los actos de todo cuerpo vivo no son pecaminosos ya que proceden de Dios: «no existen en Dios actos tales como la embriaguez, el adulterio y el robo […] el pecado tiene su concepción solamente en la imaginación […] Cuando haces un acto, sea el que sea, en luz y amor, es claro y hermoso, aunque ese acto sea llamado adulterio […] No importa lo que digan las escrituras, los santos o las iglesias; si el que está en tu interior no te condena, no serás condenado». Cosas más aberrantes decían Lutero y Calvino. Clarkson afirmaba que mientras un acto se juzgue puro para uno no hay pecado: «De manera que veo lo que puedo, hago lo que quiero, y todo menos una cosa es de lo grato y atractivo […] Sin acción no hay vida, sin vida no hay perfección». Fue detenido negándose al interrogatorio, sentenciado al destierro, pero se retracto y recupero su libertad. Con el tiempo se hizo simpatizante del muggletonismo.

            Joseph Salmon también perteneció a los ranters, en su folleto Anti-Christ in man hacia apología de que el espíritu del anticristo estaba en todos nosotros: «No necesitas ir a Roma, Canterbury o Westminster, sino que puedes encontrar en ti al Anticristo, negando que Jesucristo se ha encarnado en ti. […] Tu corazón es ese templo de Dios donde se sienta esa gran Ramera. La Ramera se muestra en la plegaria, en el ayuno, en todos los mandamientos exteriores y en todas las formas de culto». Frecuentemente el anticristo era toda aquella persona mediadora entre Cristo y el hombre. En su obra A rout a rout, dirigida a soldados considerados inferiores de rango y condición, establecía que al que no quiera deponer sus armas está condenado a las tinieblas pues con el aniquilamiento del poder militar Dios morirá con él: «El Señor morirá con él, en él (o más bien de él y por él), y con su muerte destruirá más de lo que vosotros habéis construido en todo el curso de vuestras vidas». En su arresto, en 1650, desde su prisión predicaba a multitudes en las calles. Se acabó retractando en su texto Heights in depths and depths in heights. Emigro a Barbados en 1682 donde organizó una congregación anabaptista.

            Por último, Jacob Bauthumley de oficio zapatero, publicó The light and dark sides of God, en 1650. En su texto exponía sus ideas panteístas: «Toda flor o hierba del campo, por pequeña que sea, es lo que es porque existe el ser divino, y en la medida en que se aparta de él se convierte en nada, y así hoy está vestida de Dios y mañana es arrojada al horno. […] Dios habita real y sustancialmente tanto en la carne de los hombres y animales como en el hombre Cristo». A su vez, también explicaba que la Biblia hablaba en alegorías no en verdades que uno debe regirse por la mente de Dios en nosotros mismos. John Milton, autor del Paraíso perdido fue influenciado por este ranter. Gracias a sus ideas le fue perforada la lengua, aunque fue bibliotecario respetado el resto de sus días.

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Como hemos visto, los ranters no hacían gala de mártires, se retractaban cuando se encontraban en peligro de muerte. Sin embargo, es importante rescatarlos porque nos dan pauta para el estudio de las sociedades populares en la Inglaterra de las guerras civiles, pues no sólo son un grupo desinhibido, sino que aportan a la cultura grandes claves, una de ellas es la influencia milenarista y anabaptista que recuperan las multitudes; otra es la férrea batalla de pensamiento que permite estimular el escepticismo como crítica a las instituciones eclesiásticas y monárquicas; una más es la emergencia del panteísmo como suceso popular y del que quizá se puede leer a Spinoza a partir de ellos; también es clave para ver que uno de los primeros críticos de la ética protestante en la modernidad fueron las colectividades populares de los ranters, los diggers, los seekers y los levellers; además hay que preguntarse por el nexo que tenían estos grupos herejes con el libertinaje erudito de la época y por último ver hasta qué punto los ranters y los diggers forman parte de la genealogía del anarquismo.

GUYAU Y LA VIDA COMO FUNDAMENTO DEL ESPÍRITU

Al contrario de lo que sucede en la historia de la música, no son frecuentes los casos de precocidad en la historia de la filosofía. Sin duda, en los individuos como en los pueblos, el ave de Minerva sólo se deja ver durante el crepúsculo. Jean Marie Guyau constituye, por eso una rarísima excepción. Nacido en 1854 (en Laval, Mayenne), a los diecinueve años escribe un extenso estudio sobre la moral utilitaria, que al año siguiente (1874) recibe el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia. Muerto en 1888, deja una no breve producción, que comprende algunas obras fundamentales para la historia de la filosofía contemporánea. Aparte de La Morale d’Epicure, y de La Morale anglaise contemporaine (que, junto con la anterior, formaba el estudio premiado por la Academia al cual antes nos hemos referido) publicó: Les problèmes de l’esthétique contemporaine, L’Irreligion de l’avenir, Ver d’un philosophe, L’art au point de vue sociologique, Heredité et education, La Genèse de l’idée de temps y Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction. Este último libro, el más original tal vez y el más difundido, representa la culminación de un pensamiento que es, a la vez, claro y complejo, arraigado en la historia y atento al porvenir, abierto y sistemático, fundado en la ciencia y movido por la metafísica.

A Fouillée, padrastro de Guyau, fue posiblemente su mejor maestro, al mismo tiempo que su primer exégeta. La influencia de la teoría de las ideas-fuerzas resulta evidente en toda su obra. Pero la génesis de pensamiento filosófico de Guyau, que el mismo Fouillée analiza con directo conocimiento de causa, se remonta a las solitarias meditaciones de una adolescencia genial y a las apasionadas lecturas de los grandes idealistas, especialmente de Kant y Platón.

Por entonces, concibe el mundo como un complejo de voluntades que laboran en la obra común del bien, luchando con la materia, obstáculo siempre presente, impenetrable alteridad representada por el átomo. Pero el problema del mal, que tanto desvela a los adolescentes  lúcidos como a los metafísicos sinceros, no tarda en ocupar el primer lugar entre sus preocupaciones espirituales. De las diversas soluciones propuestas, la más plausible le parece, primero, la neoplatónica, cuya doctrina de la procesión interpreta, de un modo original, postulando una serie infinita  de mundos que representan o encarnan una infinita serie de perfecciones, lo cual supone que todo lo posible se realiza y que todos los grados del bien llegan alguna vez a la existencia. Más tarde traduce el Manual de Epicteto y se inclina hacia el estoicismo, aunque sin incurrir nunca en el egoísmo de la razón. La influencia de Epicuro, de los utilitaristas ingleses y del evolucionismo biológico se hace patente ya desde la obra premiada por la Academia (A. Fouillée, La morale, l’art et la religión d’apres M. Guyau –París – 1889 p. 2-4). Pero la crítica del hedonismo y del utiitarismo que tras esta vasta exposición obligadamente se plantea lo conduce a lo que el propio Fouillée considera como uno de los principales problemas filosóficos de la época, a saber, el de conciliar, de alguna manera, la idea platónica y cristiana del bien y el imperativo categórico de Kant con la psicología experimental y con el evolucionismo darwiniano. Kant y Platón ―dice el crítico padrastro― resistieron al principio en él el asalto al positivismo y del evolucionismo, pero, después de largas reflexiones, llegó a convencerse  de que la teoría de la evolución constituye, si no toda la moral, por lo menos “la única parte de la moral verdaderamente rigurosa y científica” (Fouillée, op. cit. p. 5). No podía prever, naturalmente, las críticas que a la moral evolucionista, tal como la entendía Huxley, iba a hacer Kropotkin, fundándose precisamente en una interpretación propia de la evolución que, por encima de la lucha por la vida, valoriza el principio de la ayuda mutua (Cfr. P. Kropotkin, Mutual Aid, A factor of Evolution -1902; Ethics . Origin and Development -1924). Menos aún, las que desde el punto de vista más teórico habían de dirigir contra Spencer, Bergson; contra el positivismo, los neo-kantianos; contra el naturalismo, los fenomenólogos. Pero su alerta inteligencia y su agudo sentido crítico le muestran ya tanto las limitaciones del utilitarismo y del evolucionismo como su inexcusable derecho a ser tenidos en cuenta por toda ética contemporánea.

Aun cuando su evolución, según advierte muy bien Fouillée, fue ante todo obra del razonamiento y de la reflexión, es claro que el sentimiento y la emotividad no dejaron de tener en ella cierto papel. Afectado por una progresiva e incurable dolencia, el joven filósofo va perdiendo su fe platónica en la racionalidad del mundo, en el orden secreto de la naturaleza, en la subordinación de la naturaleza a la idea del bien. Aun cuando no cae nunca en el pesimismo de Schopenhauer, tampoco puede compartir ya el optimismo radical de Spinoza o de los idealistas absolutos. La hipótesis más probable, teniendo en cuenta el estado actual de la ciencia, viene a ser, para él, al final de su vida, la del positivismo y el naturalismo, es decir, la de la indiferencia de la naturaleza, a quien el placer y el dolor, la justicia y la injusticia, el bien y el mal le resultan plenamente ajenos.

“Evolución sin principio y sin fin, en la que el pensamiento es un fenómeno precioso y raro, maravilla tanto más efímera cuanto que se empeña en la búsqueda de coyunturas más complejas y en el entrecruzamiento de leyes más sutiles, tal era la concepción del mundo que poco a poco crecía en el espíritu de M. Guyau. Sin duda, esta hipótesis siguió siendo siempre a sus ojos lo que era y nada más, una simple hipótesis, la que traduce exactamente lo que la ciencia positiva nos enseña de la naturaleza, sin que se pueda afirmar que el fondo de las cosas no encierra nada más. No por ello es menos cierto que el mundo inteligible de Platón, en lugar de seguir siendo el mundo real por excelencia, retrocedía de las lejanías del ideal; que el Dios de Platón, al engendrar por la expansión de su bondad “un mundo tan parecido a sí mismo como es posible”, parecía cada vez más  inconciliable con el mundo de la ciencia, en la cual la bondad parece no tener otra importancia que la que le atribuye nuestro corazón” (Fouillée, op. cit. p. 13-14).

En resumen, si la afirmación de la intrínseca bondad del ser de la naturaleza es tan poco demostrable como la contraria, sin embargo, la hipótesis de la indiferencia, que se pone encima de ambas, resulta más probable y verosímil.

Pero si ello es así, si la metafísica no puede brindarnos ya ninguna certeza plena respecto al bien y a la belleza, el filósofo no puede dejar de preguntarse una vez más por el objeto de la voluntad, del amor y de la fe de los hombres en la sociedad futura. Frente a la ciencia que proporciona sólo datos, frente a la metafísica que sólo brinda hipótesis, ¿cuál será el porvenir de la moral, del arte y de la religión?, se pregunta no sin angustia el último y casi moribundo Guyau (Fouillée, op. cit. p. 15)

Ahora bien, para dar respuesta a esta cuestión parte de una única idea que se propone desarrollar hasta sus últimas consecuencias: la idea de la vida. En ella, cree encontrar el principio común de la moral, del arte y de la religión, es decir, de todo el espíritu y de toda la cultura. “Según él ―y ésta es la concepción generatriz de su sistema― la vida bien entendida comprende, en su misma intensidad, un principio de expansión natural, de fecundidad, de generosidad. De aquí extraía esta consecuencia: que la vida reconcilia naturalmente en sí el punto de vista individual y el punto de vista social, cuya oposición más o menos aparente es el escollo de las teorías utilitarias sobre el arte, la moral y la religión” (Fouillée, op. cit. p. 17). Más aún, para Guyau el siglo XVIII puso el acento en el individuo aislado, por su deficiente conocimiento de la materia, de la sociedad y de la vida; al XIX le toca mostrar cómo el individuo está abierto a las influencias del mundo y de los otros individuos, cómo es solidario con los demás hombres, cómo el sistema nervioso no puede concebirse sino como la sede de los fenómenos cuyo principio desborda en absoluto el organismo individual. “Ya que toda vida, al tomar conciencia  de sí misma, se da cuenta de que es indivisiblemente personal y colectiva; lo mismo debe suceder con el propio sentimiento que tenemos de la vida, desde el momento en que ésta se hace en nosotros más intensa y más libre; este sentimiento es el placer. Como la vida, el placer es siempre, por algún lado, social, y lo será cada vez más, por una transformación que no es la menos importante de las que el porvenir prepara para la humanidad. Es la conclusión a la que llega ya La Moral de Epicuro” (Fouillée, op. cit. p. 19).

Es claro que esta idea de la vida, que funda todo un sistema de filosofía y toda una teoría de la cultura, aun cuando basada en una serie de hechos y de conceptos científicos (biológicos, psicológicos, sociológicos, etc.), trasciende con mucho los límites de la ciencia y funda, de hecho, una nueva metafísica de la vida que, por una parte, se desarrolla en Francia hasta dar en la evolución creadora y en el “élan vital” de Bergson, y por otra, pasa la frontera para encontrarse con Nietzsche.

Lo que a primera vista no se comprende es, en cambio, la crítica que contra el individualismo de Guyau dirige un pensador tan afín a él y tan entusiasta de su moral sin obligación ni sanción como es Kropotkin. En efecto, después de adherir en general a su moral del impulso vital, considerándola como la moral apta para el comunismo libertario, no deja de objetarle su falta de preocupación por lo social (Ética, La Moral anarquista). Lo que sucede es que el revolucionario ruso no se conforma con una sociabilidad genérica y abstracta sino que pretende que todo filósofo y todo moralista se comprometa en una concreta crítica de la sociedad individualista y burguesa en la que vivía la Europa de su tiempo. Más que una falta de atención a lo social debería haber señalado tal vez en Guyau, para ser más preciso, una falta de concreción y de compromiso con la causa proletaria y socialista. Pero esto hubiera sido tal vez demasiado pedir, si se piensa que nuestro filósofo había nacido en el seno de una familia de alta clase media y que, para colmo, su estado de salud lo aislaba del mundo y de los conflictos sociales de su época.

La vida es, de todos modos, para Guyau, intima fusión y, casi diríamos, coincidencia de opuestos, entre lo individual y lo social. Lo que en el plano mecánico se excluye, se opone y choca, en el plano de lo viviente se compenetra y unifica. Ahora bien, lo que Guyau se propone es precisamente aplicar este concepto de la vida tanto a la moral como el arte y la religión. En lugar de proponer una destrucción de la moral y una vida más allá del bien y del mal, como Nietzsche hará poco más tarde, Guyau interpreta la moral como la vida en su más alta manifestación, en cuanto es objeto de nuestra voluntad y de nuestro querer. Aun atreviéndose a pronosticar la extinción de todas la iglesias y de todas la religiones existentes, entiende la religión también como una forma de la vida superior, en cuanto ésta es imaginada. Más aun, en vez de hablar de la muerte de los dioses, cual su germánico colega, piensa a la religión como una vida imaginada precisamente con la figura de “una sociedad universal de conciencias”. Lo bello, en fin, no es para él sino la vida superior, en cuanto ésta es inmediatamente captada en su intensidad expansiva, como forma de una actividad inescindiblemente individual y social; nunca, en todo caso, la expresión o el juego de una solitaria genialidad. “En otros términos, el arte, la moral y la metafísica deben elevar la vida individual a la dignidad de una vida colectiva: cuando el arte nos haya dado, bajo una forma intensa, el sentimiento de la vida ya realizada; la moral nos hará querer la vida a realizar, y, en fin, la metafísica, fondo de la religión, nos hará construir hipotéticamente un mundo de vida superior, último objeto de nuestros amores y término de nuestros esfuerzos” (Fouillée, op.cit. p. 20).

En el fondo, esta idea clave de Guyau, la idea de la vida como más-vida, es la idea de la trascendencia y de la libertad, aunque se trate ―claro está― de una trascendencia que se da en el ámbito de la inmanencia y de una libertad limitada por la solidaridad, cuya forma mecánica y lógica es precisamente el determinismo.

Oponiéndose a Hartmann quien, tras los pasos de Schopenhauer, hablaba por entonces sobre la locura del querer vivir y sobre el nirvana, impuesto por la razón como deber lógico, Guyau admite con Spencer que la conducta humana tiene como móvil la vida más intensa y extensa, si bien difiere de él en cuanto al modo de conciliar lo individual con lo social. Por otra parte, reconoce con Fouillée que los positivistas que postulan un incognoscible se equivocan al proscribir toda hipótesis individual al respecto, pero no acepta con él que lo incognoscible pueda proporcionar un principio limitativo y restrictivo de la conducta.

En efecto, para Guyau, los únicos “equivalentes” o “sustitutos” del deber son: ”1°) La conciencia de nuestro poder interior y superior, al cual veremos reducirse prácticamente el deber; 2°) La influencia ejercida por las ideas sobre las acciones; 3°) La creciente fusión de las sensibilidades y el carácter cada vez más social de nuestros placeres o de nuestros dolores; 4°) El amor del riesgo en la acción, cuya importancia hasta aquí desconocida mostraremos; 5°) El amor de la hipótesis metafísica, que es una suerte de riesgo en el pensamiento” (Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction – París -1930 p. 6-7).

Una moral basada en la idea de la vida y de la más-vida, en la cual el impulso individual equivale a la libertad y la tendencia social y solidaria al determinismo, una moral en cuyo fundamento mismo quedan superadas las antinomias yo-mundo, egoísmo-altruismo, etc., necesariamente debía presentarse como una moral sin obligación ni sanción propiamente dicha. Y desde el momento en que la sanción sigue siempre a la obligación, debía manifestarse también como una moral sin sanción.  La sanción moral, en efecto, que Guyau distingue de la sanción social, se reduce para él a la expiación, y resulta, en el fondo, inmoral ―si a esto se le pudiera dar todavía el nombre de sanción, cosa que Guyau no acepta― sería el carácter de minusvida, de vida frustrada y limitada que aquella implica.

Después de haber hecho una acertada y fina crítica de los diferentes intentos de justificar metafísicamente la obligación moral, tanto en el dogmatismo metafísico como en las morales de la certeza práctica, de la fe y de la duda, desarrolla Guyau su teoría del móvil moral desde un punto de vista que él considera estrictamente científico y analiza los primeros “equivalentes” del deber.

El móvil de todo acto humano (o animal) no es simplemente, el mínimo dolor y el máximo de placer. Este móvil es evidente, según Guyau, en lo que respecta a los actos conscientes. Pero la conciencia no es sino una manifestación superficial de la vida. Creer que la mayoría de los movimientos humanos parten de la conciencia y que un análisis científico de los resortes de la conducta debe considerar sólo los móviles conscientes constituye una completa ilusión. “Aun los actos que se realizan en plena conciencia de sí tienen, en general, su principio y su origen primero en instintos sordos y movimientos reflejos. La conciencia no es, pues sino un punto luminoso en la gran esfera oscura de la vida; es una pequeña lente que agrupa en algunos rayos de sol y se imagina demasiado que su foco es el foco mismo donde parten los rayos. El resorte natural de la acción, antes de aparecer en la conciencia, debía obrar ya por debajo de ella, en la oscura región de los instintos; el fin constante de la acción debe haber sido positivamente una causa constante de movimientos más o menos inconscientes” (Esquisse p. 87).

Como Hartmann, con su “filosofía del inconsciente”, pero más que él, en cuento intenta atenerse a los datos de la biología y de la psicología empírica, Guyau preanuncia, como puede verse, la teoría freudiana del inconsciente, aunque sin poner el acento en lo sexual. Por otro lado, como Nietzsche, intenta una superación de la moral tradicional, recurriendo a las motivaciones inconscientes y a la vida profunda y espontánea, aunque sin postular un superhombre. Para él, una moral verdaderamente científica debe admitir que la búsqueda del placer no es más que una consecuencia del esfuerzo continuadamente realizado por el instinto para conservar y acrecentar la vida. De tal manera, “el fin que, de hecho, determina toda acción consciente es también la causa que produce toda acción inconsciente: es, pues, la vida misma, la vida que es al mismo tiempo la más intensa y la más variada en sus formas” (Esquisse p. 87).

Aunque sería inútil buscar en Guyau (como en Nietzsche) una estricta definición conceptual de la vida, más allá del “sui motus” aristotélico que sin duda considera enteramente insuficiente, no faltan, por cierto, en sus escritos elocuentes caracterizaciones de la misma: “El motivo subyacente de todas nuestras acciones, la vida, es admitido inclusive por los místicos, pues ellos suponen en general una prolongación de la existencia más allá de este mundo; y la existencia intemporal no es ella misma más que vida concentrada en un punctum stans. La tendencia a perseverar en la vida es la ley necesaria de la vida no solamente en el hombre sino entre todos los seres vivientes, inclusive tal vez en el último átomo del éter, pues la fuerza no es probablemente más  que una abstracción de la vida. Esa tendencia es, sin duda, como el residuo de la conciencia universal, tanto más cuanto que sobrepasa y envuelve a la conciencia misma. Es, pues, a la vez, la más radical de las realidades y el ideal inevitable“ (Esquisse p. 88).

Esta caracterización entusiasta de la vida, que anuncia, a su vez, desde muy cerca, el élan vital de L’evolution creatrice de Bergson, y que, en términos generales parecería conducir a un nuevo panteísmo dinámico fundado en una nueva biología y en la nueva física, no le impide a Guyau definir la parte de la moral fundada exclusivamente en hechos positivos como “la ciencia que tiene por objeto todos los medios de conservar y acrecentar la vida, material e intelectual” (Esquisse p. 88).

Qué quiere decir conservar y, sobre todo, acrecentar la vida, requiere sin duda, alguna explicación. Guyau confiesa que una moral exclusivamente positiva, desde el punto de vista físico y prescindiendo de todos los otros aspectos, apenas se diferencia de una higiene ampliada. Por lo demás, lo que la moral tradicional llamaba “templanza”, y cuyo fin no era otro que el de conservar la vida, tampoco era sino higiene. Acrecentar la vida equivale a acrecentar su intensidad, y ello significa, para Guyau, “acrecentar el dominio de la actividad bajo todas sus formas (en la medida compatible con la reparación de las fuerzas)”. He aquí como explica, a su vez,  el sentido de la actividad y su identificación con el ideal moral: “Los seres inferiores no obran sino en una determinada dirección, luego descansan, se hunden en  una inercia absoluta; por ejemplo, el perro de caza, que se duerme hasta el momento que vuelve de nuevo a cazar. El ser superior, por el contrario, descansa por la variedad de la acción, como un campo por la variedad de las producciones; el fin perseguido en la cultura humana, es, pues, la reducción de lo que se podría llamar los periodos de barbecho a lo estrictamente necesario. Obrar es vivir; obrar más es aumentar la hoguera de la vida interior. El peor de los vicios será, desde este punto de vista, la pereza, la inercia. El ideal moral será la actividad en toda la variedad de sus manifestaciones, al menos de aquellas que no se contrarían entre sí o que no producen una perdida duradera de fuerzas. Para poner un ejemplo, el pensamiento es una de las formas principales de la actividad humana: no como había creído Aristóteles, porque el pensamiento sea acto puro y desligado de toda materia (hipótesis inverificable), sino porque el pensamiento es, por así decirlo, acción condensada y vida en su máximo desarrollo. Lo mismo en cuanto al amor” (Esquisse  p. 89).

Interesa especialmente, para comprender la interpretación que Guyau hace de Epicuro, tener en cuenta la crítica que formula al hedonismo general. Más que rechazar la moral del placer, tiende a superarla, englobándola en un contexto de mayor amplitud y profundidad.

El placer es un estado de conciencia ―dice, queriendo atenerse a la psicología y la fisiología de su época― vinculado al acrecentamiento, físico o intelectual, de la vida. De donde se sigue que acrecentar la intensidad de la vida equivale a acrecentar el placer.

En una moral como que propone Guyau, el hedonismo no tiene por qué ser rechazado; pero subsistirá en segundo plano, más como consecuencia que como principio.

Por otra parte Guyau, criticando a los utilitaristas ingleses, distingue dos clases de placer: el placer superficial y particular (placer de comer, de beber, etc.) y el profundo y general (placer de vivir, de querer, de pensar, etc.). El primero es puramente sensible; el segundo, más profundamente vital, resulta también menos dependiente de las cosas externas y se identifica con la conciencia misma de la vida.

El error de hedonistas y utilitaristas consiste esencialmente, para nuestro autor, en no haber advertido que no siempre obra el hombre en vista de un placer particular sino que muchas veces obra por el placer mismo de obrar, vive por vivir y piensa por pensar (Esquisse  p. 90). Desde un punto de partida que es, o pretende ser  al menos, el mismo que el de los utilitaristas, llega así Guyau a superar el estrecho marco de la moral del interés y a reivindicar como algo inmanente a la vida el desinterés  y la gratuidad de ciertas acciones.

Tampoco es exacto ―añade― que, como creía Epicuro, el placer cree la función, o, en general que el órgano dé origen a la función. Por el contrario, el placer como el órgano procede de la función, y así como al principio el animal no poseía un órgano enteramente acabado así tampoco tenía un placer completamente determinado. El placer, como el órgano, reacciona más tarde sobre la función y el hombre acaba por obrar de un modo determinado porque tiene un órgano desarrollado en tal sentido y porque experimenta placer en marchar en tal dirección. Pero lo primero no es, en todo caso, el placer; lo primero y lo último es siempre la función, es decir, la vida  (Esquisse p. 91).

“La tendencia del ser a perseverar en el ser es el fondo de todo deseo, sin constituir ella misma un determinado deseo” (Esquisse p. 92), concluye Guyau. La vida supone apropiación y asimilación de las fuerzas naturales en la nutrición, por esta apropiación se hace siempre en mayor medida de lo que es necesario. El exceso de fuerzas acumuladas se gesta, ante todo, en la generación, la cual se manifiesta primero como simple división celular, luego como esporogonia y, finalmente, como generación sexual. Al llegar la evolución a este nivel comienza, por así decirlo, una nueva etapa moral en el universo: “El organismo individual deja de estar aislado; su centro de gravedad se desplaza poco a poco y lo hará cada vez más” (Esquisse p. 96). Del instinto sexual nacen la familia y la sociedad; pero el mismo, como síntoma de un exceso de fuerza, no obra sólo sobre los órganos genitales sino sobre el organismo entero, y ejerce una especie de presión cuyas principales formas son: 1°) la fecundidad intelectual, 2°) la fecundidad de la emoción y de la sensibilidad, 3°) la fecundidad de la voluntad. “Vida es fecundidad y, recíprocamente, fecundidad es vida rebosante, es verdadera existencia. Hay una cierta generosidad inseparable de la existencia, sin la cual se muere uno, se seca interiormente. Es necesario florecer: la moralidad, el desinterés es la flor de la vida humana” (Esquisse p. 101).

Al mismo tiempo que intenta una superación de la ética utilitarista y positivista, sin necesidad de volver a viejas fórmulas metafísicas, abre paso Guyau de esta manera, ya directa, ya indirectamente a nuevas concepciones morales y aun metafísicas, provee el fundamento a nuevas ideologías revolucionarias, se insinúa en las nuevas teorías biológicas y psicológicas.

Uno de sus méritos incontestables es el de haber logrado una justa valoración del hedonismo sin quedar encerrado en la estrechez dogmática utilitarista; otro, el de hacer apelado a la ciencia sin caer en un cientificismo ingenuo. Su entusiasmo casi místico por la vida, que difícilmente podemos dejar de relacionar con su tisis juvenil, comporta un aliento renovador en el ámbito provecto del positivismo finisecular.

Sin embargo, pese a la insólita madurez de su obra, quedan abiertos en su seno varios resquicios para la duda y no pocos caminos para la crítica.

La idea central de la vida, que confiere fuerza y belleza al pensamiento filosófico de Guyau, representa también su punto débil. Sin entrar en más hondas  precisiones lógicas y semánticas, que de todas maneras parecen ineludibles a este respecto, bastará recordarle a Guyau su propio ejemplo para mostrar que, a veces, las grandes obras de la cultura, es decir, del espíritu, son precisamente fruto de una vida que languidece y se extingue.

Ángel J. Cappelletti, extraído de la Revista Ideas, Mayo-Junio 1930, año 1 número 2.