…los jardines expresan mejor que otras manifestaciones culturales las inquietudes filosóficas de cada época. Y no solo porque las ideas encuentren fácil traducción al lenguaje del jardín, sino también porque, desde antiguo, los jardines han inspirado y acogido a los pensadores: recordemos a “Akademos” platónico, el Liceo aristotélico, el jardín de Epicuro, el gimnasio de Cinosarges, pero también a Shaftesbury, Rousseau, Kant y tantos otros pensadores que han pensado en y sobre jardines. Se puede afirmar que el jardín ha representado un marco privilegiado para la práctica de la filósofia tanto como el vehículo de transmisión de pensamientos y saberes. Y en este sentido es también un documento de la singularidad de una cultura y un lugar, si bien desde Walter Benjamin sabemos que todo documento de civilización lo es también de barbarie. Hay que subrayar este aspecto, porque los jardines han representado y representan un importante símbolo de poder político (Versalles, Kew Gardens, etc.) y del status social de sus propietarios, así como del dominio y la violencia que el hombre ejerce sobre la naturaleza.
Sir Francis Bacon escribió que la jardinería es uno de los placeres más humanos (“the purest of human pleasure”). En este sentido expresa un elevado grado de refinamiento cultural, tan elevado como el de la propia filosofía. En suma, los jardines sustancian, dan forma y visibilidad a los ideales de perfección latentes en una sociedad y materializan su imagen de una buena vida. En su libro “A Philosophy of Gardens” (2006), David Cooper escribe:
«Sostengo que los jardines contribuyen a la buena vida al ser espacios ‘acogedores? Para ciertas prácticas que ‘inducen’ virtudes, en el sentido en que esas virtudes son ‘internas’ a dichas prácticas cuando estas son realizadas con la debida comprensión».
Esta es la cuestión primordial y el quid del asunto: ¿por qué los seres humanos han sentido a lo largo de la historia la necesidad de construir jardines? Hay muchas posibles respuestas a esta pregunta, […] pero la más sencilla es que creamos jardines porque nos producen bienestar. El hecho de que los seres humanos se empeñen en convertir un trozo de tierra en un edén evidencia su necesidad de paz, serenidad y equilibrio, sometidos como están a la permanente contradicción entre su destino mortal y su vocación a la permanencia, entre su deseo de orden y su temor al caos, entre el poder de su razón y el desorden de sus instintos. Ese es su propósito, su razón de ser: aunar el arte y naturaleza creando belleza, la cual es promesa de felicidad. Del mismo modo que la eudaumonía, era, para Aristóteles, los estoicos y otras escuelas filosóficas, indisociable de la práctica de la “areté”, el ejercicio de la jardinería requiere paciencia, perseverancia, humildad, esperanza y un amplio repertorio de virtudes específicas. Un jardín exige constancia por más que esté cambiando. Tal vez eso explica por qué, como señalo el poeta culterano del siglo de oro Francisco de Trillo y Figueroa, en los confines del jardín cabe todo el espacio del mundo.
Muchos de los placeres físicos y los beneficios psicológicos que depara un jardín -serenidad, libertad, reposo, inocencia- constituyen ungredientes esenciales de una buena vida. Sea cual sea esa receta, hay una corriente subterránea que une la felicidad con el jardín desde los inicios de la civilización (Paraíso Terrenal, Edén, Campos Eliseos, jardín de las delicias…) y que convierte a estos en islas de perfección. La utopia se respira en todos los jardines del planeta. Y el hecho de que, como observa Karel Čapek, los jardineros vivan para el futuro, presta fuerza a esta idea. Sin riesgo de exagerar, podríamos afirmar que el jardín es por derecho propio un espacio utópico. Si, como sugiere Northrop Frye, el pensamiento utópico está menos interesado en alcanzar fines que en visualizar posibilidades, el jardín, en verdad, permite vislumbrar, entrever y apreciar lo que podría ser pero todavía no es, así como lo que pudo ser. Y contribuye a mantener viva la promesa de un futuro mejor, que irónicamente a veces se convierte en la aspiración de un regreso a la Arcadia, donde, como escribió Arthur Schopenhauer parafraseando a su vez a Friedrich Schiller, todos hemos nacido. Los jardines nos hablan tanto de la nostalgia de lo que una vez fue como lo que nunca podrá ser. La pasión por construir jardines se alimenta tanto del afán de evadirse de la realidad como del anhelo de retornar a la naturaleza. En esta fiesta de lo efímero, por usar la expresión de Michel Baridon, la nostalgia del paraíso se confunde con el sueño utópico de un mundo mejor, y el empeño de forzar la naturaleza compite con el anhelo de redimirla.
La experiencia del jardín posee no solo una dimensión ética y estética sino también política, que no se puede separar de las anteriores. Los hábitos y valores que, valga la redundancia, cultiva la jardinería bien podrían guiar la búsqueda del buen común y mejorar la convivencia social. Además de una escuela de rectitud moral y un escenario para la buena vida y la salud privada y pública, el jardín ha llegado a ser también en nuestra época un espacio de resistencia y contestación social, de solidaridad y rebeldía contra la hegemonía del neoliberalismo y el mercantilismo rampante, y se ha convertido en un objeto de reivindicación política y de lucha por los derechos ciudadanos y la sostenibilidad del medio ambiente. El fenómeno de los huertos y los jardines comunitarios, que se proliferan en las ciudades del mundo occidental, ilustra a la perfección las relaciones existentes entre la jardinería y el activismo político. Sólo en la ciudad de Nueva York existen en la actualidad más de seis mil, donde se han convertido en espacios de socialización e integración intergeneracional, en fuentes de solidaridad, cohesión social y movilización ciudadana y en catalizadores del cambio social. Aparte de un modo de producción de alimentos saludables y una manera de embellecer los lugares públicos y de mejorar las condiciones ambientales de los barrios, los jardines comunitarios han constituido una fórmula alternativa y eficaz de promover la identidad y el trabajo grupal, de prevenir la marginación y la exclusión social y de reducir la criminalidad. En palabras de Karen Schmelzkopf, los jardines comunitarios son una de las instituciones cívicas locales más participativas.
– Santiago Beruete, Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, Turner Noema, Madrid, 2016, pp. 18-21.