Al-Mawardi y las bases del derecho a ejercer el poder

al-Mawardi

En el año 974 nació en Basrah, hoy perteneciente a Irak, Ali ibn Muhammad al-Mawardi y su andar por el mundo llegaría a su fin alrededor del año 1058. Este personaje suele ser considerado el primer jurista sunní que construyó una teoría completa sobre el en la cual sienta las bases teológicas y legales para la intervención política de los califas. Esto no quiere decir que el tema haya estado ausente en las reflexiones  de los juristas anteriores a al-Mawardi, en las obras de los teólogos más importantes  aparecen algunas ideas dispersas sobre el imamato, pero hasta el momento en que él  escribió sus tratados sobre el tema, el imamato no había sido tema de tratados legales  completos. Más aún, los pasajes sobre el imamato presentes en los escritos jurídicos anteriores a Mawardi se refieren más bien a la persona que dirige la oración, no al  gobernante de la comunidad islámica. El mérito de éste erudito está en ser el primero que  presentó al imamato como tema central de tratados jurídicos completos. Al-Mawardi  constituye un caso paradigmático de la manera de enfrentarse a estos problemas como  erudito de las leyes que vale la pena examinar para contrastar con otras maneras de enfrentarse a los mismos, examinar sus logros y sus limitaciones. Además, al tratar el tema de manera sistemática, se puede decir que ayudó a enfocar la atención de los juristas en la cuestión de los fundamentos del ejercicio del poder en el interior de la comunidad islámica, especialmente en el interior de las distintas corrientes sunníes. La magnitud de su empresa se puede comprender mejor si se atiende al hecho de que si se acepta su teoría, todo ejercicio del poder que no se proponga cumplir con los deberes enunciados por Mawardi, o que intente imponerse sobre la comunidad de manera diferente a las que Mawardi enuncia, sería un poder ilegítimo, un poder sin derecho.

El hecho de que haya dedicado sus esfuerzos a dejar bien sentadas las bases del poder califal, así como su extensión resulta por demás interesante cuando se atiende a su contexto. El mundo en que le tocó vivir era complicado políticamente. En el año 946, el grupo sií de los buyíes, había tomado Bagdag y puso un punto final al que hoy se considera como el primer periodo del califato abbasí. A partir de la llegada de los buyiés, los califas, hasta entonces poderosos y reconocidos gobernantes del imperio se vieron reducidos casi al papel de simples títeres de los señores de la guerra. Es verdad que continuaban siendo los gobernantes nominales del imperio, pero eran otros quienes realmente ostentaban el poder. Con la llegada de este grupo surgió una institución que después se haría muy célebre: el sultanato. Mientras el califa era el gobernante nominal, era en manos del sultán donde recaía el poder en la práctica. Por si esto fuera poco, en el año 1055 los buyíes fueron desplazados por los selyúcidas y en ellos recayó el sultanato, pues al igual que los buyíes dejaron en su puesto al comendador de los creyentes, como gobernante nominal. Veamos algunos de los planteamientos de Mawardi y analicemos después cómo responden a la situación en que surgieron y a los problemas que enfrentó.

En primer lugar, al-Mawardi sostuvo que el califato es algo impuesto por la revelación y no producto de una deliberación racional, es necesario en tanto que impuesto por la voluntad divina, que no por la voluntad de los hombres. El califa es, de acuerdo con estos planteamientos, el heredero y sustituto del Profeta en la comunidad islámica, pero su poder no es absoluto, ni tan amplio como el de Mahoma. Tiene el deber de reivindicar y defender los derechos de Dios y de los hombres, pero su poder es exclusivamente el de hacer que la ley se cumpla, no dicta ni modifica las leyes él mismo. Su poder no es, pues, legislativo sino ejecutivo aunque para poder cumplir cabalmente con su deber de hacer que la ley se cumpla, él mismo debe ser docto en ciencias religiosas. De manera más concreta, los deberes que generales que al-Mawardi atribuye al califa son diez:

i)asegurar el mantenimiento de los principios de la religión y de las creencias sobre todo aquello en que los Antiguos se habían mostrado de acuerdo; ii) disponer el que sean aplicadas las sentencias de los tribunales con el fin de que reine una equidad general; iii) asegurar el orden público, defender a las mujeres, con objeto de que la gente pueda ganarse la vida con toda libertad; iv) vigilar que sean ejecutadas las sanciones de los tribunales religiosos de modo que las prohibiciones prescritas por Dios no sean violadas; v) proteger [sic.] las ciudades fronterizas del equipamiento militar necesario para proteger y prevenir todo ataque enemigo; vi) llevar la guerra contra todo aquel que se declare enemigo del Islam, pero sólo tras haberlo invitado a abrazar la verdadera religión o en todo caso ponerse bajo su protección [es decir, hacerse dimmí]; vii) percibir las tasas y limosnas legales que la ley impone; viii) determinar la distribución de los recursos sin prodigalidad ni lentitud; iv) [sic.] cuidar del reclutamiento de funcionarios fieles para asegurar la administración del estado; x) ocuparse personalmente de la vigilancia de todos los acontecimientos generales
(citado por Campanini, Islam y política, p. 117)

Pero Mawardi no sólo se ocupa de determinar los deberes del califa, sino que también se ocupa de los requisitos que se deben cumplir para que una persona llegue a ocupar el puesto de comendador de los creyentes. Así, postula que el califa debe ser qurayshí, miembro de la tribu del Profeta, sin dar preferencia a ninguna familia de la misma en especial. Fuera de esta restricción, el cargo debe ser asignado por la “libre elección” de  la comunidad, que se establece sobre el consenso de la misma e incluso cuando haya  sólo un candidato, no se puede evitar u omitir la elección. Estas clausulas que podrían  entenderse como una apertura a la posibilidad de una elección democrática del califa,  se ven rápidamente “clausuradas” por otras posteriores. En primer lugar, no se duda al  afirmar que la elección de una persona al puesto es válida y legítima aunque el elector  cualificado para hacerla sea uno sólo y se reconoce también el derecho del imam en  turno a limitar la elección de los demás electores. Se postula que si hay más de un  candidato al puesto, la preferencia entre ellos debe ser decidida mediante deducción  jurídica, pero también que el imam puede nombrar a más de una persona como sucesor  e indicar el orden de preferencia entre los designados. Se afirma que el nombramiento de  un sucesor no es válido sino hasta que el candidato lo haya aceptado; pero la aceptación  del nombramiento no garantiza el califato al aspirante, pues se postula también que  cuando uno de los que han sido nombrados sucesores accede al puesto tiene el derecho  a excluir de la sucesión a los demás que han sido nombrados por su predecesor. Un  imam que ha sido electo legalmente no puede ser depuesto, ni siquiera en el caso de  que haya un candidato más digno al puesto en favor del cual se desee deponer a quien  ocupa el cargo. Finalmente, no puede haber más de un imam al mismo tiempo.

En estos planteamientos encontramos la aceptación implícita de varias situaciones  que se daban efectivamente en el califato al momento de la elaboración de la teoría  en que se encuentran contenidos. Así, el que se restrinja la sucesión califal a la tribu  qurayshí, sin dar preeminencia a ninguna familia, sirve para reafirmar la legitimidad  del califato abbasí, aunque en este momento su poder fuera más nominal que efectivo;  pero también sirve para declarar ilegítimo cualquier intento de asumir o tomar el cargo  por parte de extraños, de personas de ascendencia no árabe (aquí podemos apreciar  cierto favoritismo étnico); en el momento en que se supone fueron escritos los textos, esto sirve también para cancelar la posibilidad de que los buyíes o los  turcos selyúcidas, quienes desplazaron a los primeros, puedan asumir el califato o, en  caso de que lo intentaran, la de considerar legítima esta asunción. La afirmación de  que la elección del califa puede ser hecha por una sola persona, sirve para legitimar la  sucesión directa en el califato entre padre e hijo o entre el califa en turno y la persona  que él decida nombrar como sucesor, sin tener en cuenta la opinión o preferencia de los  juristas o cualquier otro sector de la comunidad. En este mismo sentido apuntan los  planteamientos que confieren al imam el poder de limitar la elección de otros electores.  De este modo, la clausula de acuerdo con la cual se debe decidir qué candidato ocupará  el cargo mediante la deducción jurídica, en el caso de que haya más de un candidato  al puesto, queda como una previsión que sólo es pertinente en el caso de que el califa  muera sin haber designado antes un heredero; caso en que la decisión debería correr a  cargo de los doctores de la ley.

Otros postulados van encaminados a garantizar la estabilidad del poder califal  frente a otros pretendientes o a prevenir conflictos internos que podrían ser causados  por la sucesión. A este fin se encaminan las afirmaciones de que quien asume el cargo  puede excluir de la línea sucesoria a los demás sucesores nombrados por su predecesor,  la imposibilidad de deponer a un imam y, como clausula de cierre, la prohibición de que  exista más de un imam al mismo tiempo. La primera de ellas anula el derecho de los  candidatos apartados por el nuevo califa a reclamar que se respete su nombramiento  y lugar en la prosecución califal, de modo que sus reclamos, si llegasen a hacerlos,  serían claramente ilegítimos y fácilmente desestimados jurídicamente. La prohibición de  deponer al imam es útil para declarar ilícitos las pretensiones de los mismos apartados  de la sucesión de hacerse con el poder apartando al gobernante en turno, pero también  para tachar de inválido cualquier intento de separar a la persona en turno del cargo  por parte de invasores, movimientos oligárquicos, militares populares. La que ha sido  llamada “clausula de cierre”, sirve para evitar que alguno de los otrora nombrados  sucesores se proclame a sí mismo como un imam y pretenda independizarse del poder  “central” o declarar la guerra contra el mismo en caso de que sea lo suficientemente  poderoso como para intentarlo; pero también es una manera de declarar ilegítimos los  gobiernos de las dinastías siíes allí dónde algunas de estas corrientes habían logrado  hacerse con el control de una región y su independencia respecto del califa abbasí,  como era en ese momento el caso de la dinastía Fatimí en Egipto.

La prevención de las disputas internas al califato abbasí era pertinente y prudente,  ante la precaria situación del poder califal, lo que menos convenía era el surgimiento de  disputas internas y luchas por la sucesión, como ya se habían dado antes en la historia  de la dinastía (la más célebre, quiza, es la que se libró entre Amin y Mamun, hijos del  célebre Harun al-Rashid, a la muerte de su padre). Nos encontramos ante una teoría  jurídica que se enfoca en un intento de fortalecer la autoridad califal y procurar la  estabilidad de la misma.

Hasta este punto la propuesta de Mawardi parece desafiante ante el poder de facto de los sultanes. Deja bien claro que no pueden ser ellos los legítimos gobernantes de la comunidad islámica, no pueden aspirar al título de califa, no ejercen un poder legítimo, puesto que su poder ha sido impuesto por medio de la fuerza a la comunidad y no por los modos antes mencionados, ni pueden pretender usurpar las funciones del califa. Sin embargo, la teoría de Mawardi va todavía más allá, en un gesto que pareciera de un realismo político crudo y de resignación, a pesar de la prohibición de que exista más de un imam al mismo tiempo, hace una importante distinción entre el “emirato de derecho” y el “emirato  de conquista”, impuesto por la fuerza, así como el establecimiento de la relación de  este último con el poder califal. Veamos un pasaje, citado por Campanini, en que se  condensa esta distinción:

El emirato de conquista, que se obtiene como consecuencia de circunstancias coercitivas, consiste en el hecho de que un jefe se hace señor de un país por ka fuerza y es investido del emirato de aquel país por el califa, que le confía la dirección y el gobierno. Éstos son, gracias a la conquista, ejercitados únicamente por el emir, pero obtiene una sanción legal gracias a la autorización concedida por el califa: de esta manera un estado de cosas defectuoso se normaliza y aquello que [en teoría] está prohibido deviene admisible [en la práctica]
(citado por Campanini, p. 116)

Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos  que se apropiaron del poder por la fuerza. Esta situación era condenable y “defectuosa”, según acabamos de ver, pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el  poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa  convirtió su poder en lícito. Este planteamiento constituye, por un lado, la aceptación  llana del sultanato buyí primero y del selyúcida después, de su derecho jurídico a ejercer un poder al que habían accedido por la vía de las armas; pero también, por el otro,  el establecimiento y la afirmación, en el plano teórico-jurídico, de la superioridad del  califa y su autoridad sobre el sultán. Al menos en el plano de la ley, el sultán está  obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato.  En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el  sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma  de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban  casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se  podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al  ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado  el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no  fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer  restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?

Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. Dentro de la  comunidad islámica, y esto es algo reconocido por todo jurista sunní, por encima del  deber de obediencia a los líderes de la comunidad se encuentra el deber a Dios y a  sus preceptos. El mandato de lealtad coránico es muy claro al respecto: «obedeced a  Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo  queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad  que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra  la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en  segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza  de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se  ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los  miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien  deben obediencia en primer lugar, dado que se guarda el testimonio de los dichos y  hechos del profeta y los mandatos divinos están bien establecidos el en Corán, es deber  de todo musulmań desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a los primeros o a los segundos. La resistencia que se puede ofrecer de este modo  no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas  que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual  o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por  el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el  líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe llamar a la desobediencia de  ordenes contrarias a la ley religiosa, es quien debe guiar a la comunidad por el camino  correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al  frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún  en contra del sultán.

De este modo es que se dejan abiertas y señaladas las vías por las cuales se ha  de oponer resistencia al poder del sultán y, en general a todo poder que pretenda  imponerse por la fuerza a la comunidad islámica. Incluso la manera en que, si es  necesario, se ha de oponer la comunidad al poder del califa. Si el califa es un gobernante  digno de portar el título, entonces ha de encargarse de guiar a la comunidad por la vía  recta, incluso en contra de aquellos que ostentan el poder de facto. Más aún, a pesar  de que haya sancionado legalmente el sultanato, tiene la obligación de reprenderlo si  el sultán manda cosas contrarias a la ley y de desconocerlo si se resiste a aceptar las  observaciones que se le hagan insiste en su empeño.

He aquí lo más interesante y valioso de la propuesta de Mawardi. Da una muestra  de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera  ilegítima sobre una comunidad política. En primer lugar no se trata de desconocer o  disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede  fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que  aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone  por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no  hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar  cuáles son las mejores vías para oponerse a él.

En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder  político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad  mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases  estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se  encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.

Muestra también que lo más conveniente es que las bases sobre las que se pretende justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio  del puedan ser compartidas por la mayoría de la sociedad o toda ella y que puedan ser aceptadas por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que  conforman la sociedad. En el caso de la propuesta de Mawardi, hay conciencia clara de  que todos los musulmanes han de aceptar sin lugar a dudas que la obediencia a Dios y a sus leyes, a los modos de vida que él ordena, expresados en el Corán, deben ser  obedecidos por encima de cualquier otro tipo de autoridad.

Y da una muestra clara de cómo es que se puede desconocer un orden político y  legal establecido fundando el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la  existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del  orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo  del poder.

En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.

Pero el esfuerzo de Mawardi tiene límites bien claros, da por sentado que los principios que considera aceptables para todos los miembros de la comunidad islámica,  irrenunciables y superiores a cualquier tipo de orden legal que se tratara de fundar  sobre bases diferentes, eran aquellos que él como jurista sunní (de una corriente sunní específica, además) reconocía. Era un fiel  musulmán y hablaba para otros musulmanes, que tenían un conjunto de creencias y normas compartidas basadas en la revelación de Mahoma a las que apelar, pero su  planteamiento podía resultar poco atractivo para musulmanes de filiación distinta, como los siíes (que sí postulan que quien asume el imamato debe pertenecer a una familia  específica) y los jariyíes (que no sólo no dan preferencia a los miembros de una familia  particular sino tampoco a los de tribu alguna para ocupar el puesto). El conjunto de  los musulmanes es más amplio que el de los sunníes, incluso el de los sunníes es más amplio que el de la corriente particular a la que pertenecía Mawardi. Además, aunque en un principio todos los musulmanes compartían los mismos dogmas fundamentales, ello no impidió el  surgimiento de conflictos internos serios y profundos que dieron origen a las distintas corrientes mencionadas (sunnismo, siísmo y jariyismo). Si se aspiraba a la fundación de  un régimen que pudiera unificar a toda la comunidad islámica eran necesario algo más,  principios sobre los cuales se pudiera construir dicha unidad.

Por otro lado, Mawardi, fiel musulmán, hablaba para otros musulmanes. Pero en una sociedad secular o laica ¿a qué tipo de normas o principios se puede apelar? ¿cómo se llega a estos principios aceptables para todos capaces de ser aceptados ampliamente?. Parece necesario buscar estas respuestas en un marco más amplio que el jurídico en que se mueve Mawardi.

Prolegómenos a una genealogía del racismo en México. Algunas cuestiones metodológicas

En primer lugar, antes de entrar al asunto del racismo, me parece conveniente hacer algunas precisiones  de tipo histórico-geográfico. Si bien el título anuncia la pretensión de estudiar el racismo en México, se debe aclarar que no se pretende analizar el fenómeno en cuestión exclusivamente en tanto que se manifiesta dentro de los límites del territorio mexicano actual, en la época contemporánea. Por mor de la precisión, cabe fijar de manera explícita los límites espaciales y temporales en que se pretende enfocar el racismo. En primer lugar, se enfocará en la época de la conquista por parte de los españoles en América, en los territorios que después formarían parte del Virreinato de la Nueva España. Una vez fundado dicho virreinato, se pretende continuar con el análisis justamente durante su periodo de vida, y dentro de sus límites espaciales, con su frontera norte siempre fluctuante y su frontera sur imaginaria con Centroamérica. Una vez fallecido el Virreinato de la Nueva España, el estudio pretende extenderse a la época independiente, y los límites espaciales se extenderán a lo largo de todo el territorio, hasta antes de los cambios que se dieron a raíz de la guerra de 1847 con los Estados Unidos de Norteamérica.  Para después de ello enfocarse en lo que constituyó el territorio mexicano desde entonces hasta la actualidad. Es obvio que amplios espacios geográfico contemplados no forman parte del territorio mexicano actual, pero se justifica tomarlos en cuenta en tanto que formaban parte de cierta entidad político-geográfica reconocida por los propios y extraños. Estas precisiones son pertinentes además, dado que desde otro punto de vista, hay dudas acerca de desde cuando se puede hablar propiamente de México como nación y si bien es más o menos claro que la nación mexicana no se puede identificar con ningún imperio o grupo de población existente en el pasado prehispánico, ni con el Virreinato de la  Nueva España, hay opiniones diversas y encontradas acerca de las épocas posteriores. Algunos afirman que la nación mexicana nace con la firma de los tratados de independencia, unos más que después del fallecimiento del imperio de Iturbide, y no falta quien afirme que no se puede hablar de la nación mexicana sino hasta el momento en que se da la unificación del mercado nacional durante el porfiriato (si bien estos puntos de vista parecen hacer de la vista gorda cierta unidad política y, hasta cierto punto, económica, que existía desde antes). Con todo, no tengo la pretensión de entrar en esta discusión, me parece que incluso concediendo que cada región tuvo un desarrollo independiente de las demás, no se puede dudar ni objetar la importancia del estudio del racismo en todas ellas, dado que la manera en que evolucionó cada una influye de manera importante la manera en que hoy se configuran las relaciones entre ellas actualmente.

Es tentador intentar extender el estudio más allá de los límites temporales que se han decidido establecer. ¿Por qué no intentar contemplar también el pasado prehispánico? He de admitir que sería sumamente interesante, pero hay unas pequeñas consideraciones por las que no me atrevo a hacerlo, pues considero que plantean un problema que mientras no sea resuelto impone precaución. En su libro Racism Robert Miles y Malcolm Brown (2003, p. 20) nos recuerdan que muchas veces hay algunas ideas, relatos, imágenes, etc., que pasan por ser representaciones sobre los europeos que tenían las poblaciones ajenas a occidente con que las poblaciones europeas establecieron contacto, representaciones que sin embargo parecen ser más bien un reflejo de otras que los europeos mismos tenían sobre esas poblaciones. Como ejemplo citan un pasaje de la novela A chain of voices de Andre Brink. En este pasaje un joven descendiente de un pueblo africano, los Khoin, que padeciera los embates esclavistas holandeses declara:

“Nosotros los del pueblo Khoin jamás pensamos en estas montañas y llanuras, estas praderas y pantanos como un sitio salvaje que debía ser domado. Fueron los blancos los que lo llamaron salvaje y lo vieron lleno de animales salvajes y gente salvaje. Para nosotros siempre ha sido amigable y manso. Nos ha dado comida, bebida  y cobijo incluso durante las peores sequías. Fue únicamente cuando los blancos llegaron y comenzaron a excavar, romper, disparar y ahuyentar a los animales que se volvió realmente salvaje”

El pasaje es emotivo y efectivo, pero cabe una pregunta importante, ¿refleja realmente los pensamientos del pueblo Khoin o refleja más bien una representación europea de la gente de ese pueblo como “buenos salvajes?
Algo análogo puede decirse en el caso de muy buena parte del material que tenemos disponible para estudiar la manera en que los diferentes pueblos prehispánicos representaban para sí mismos a los diferentes grupos humanos con que entraban en contacto. Lo que tenemos a nuestra disposición lo debemos a la labor de cronistas europeos y de misioneros como Bartolomé de las casas, Andrés de Olmos, Bernardino de Sahagun, etc. ¿De qué disponemos en realidad? ¿Tenemos acceso a la manera en que los pueblos allí estudiados se veían a sí mismos y a los demás o tenemos más bien representaciones que estos occidentales tenían sobre esos pueblos y  les atribuyeron de manera intencional o inconciente?

Una vez hechas estas consideraciones. Podemos pasar a otras, importantes también que ofrecen sus propias dificultades.

La primera dificultad que se encuentra uno cuando se trata de analizar  la emergencia y evolución del racismo en México consiste justamente en precisar qué es lo que se entiende por racismo, en qué consiste. Esto puede parecer raro a una persona familiarizada con el uso común de las palabras “racismo”, “racista”, y otras relacionadas, pareciera claro que estamos ante una actitud racista cuando una persona o grupo de personas considera inferiores a otras debido a algunas características fenotípicas bien identificables, como el color de la piel, y las trata de manera denigrante debido a esa consideración. Sin embargo la cuestión no es tan simple, y la manera en que se entiende de manera común el fenómeno resulta insuficiente o inadecuada para el estudio que se pretende realizar, no se trata de corregirle la plana de manera mamona al lenguaje cotidiano, se trata del hecho de que cuando se analizan con un poco más de cuidado algunas prácticas racistas como se han presentado en la historia la cuestión se muestra más compleja de lo que se puede creer en principio. Así, encontramos por ejemplo que en Europa  entre los siglos XV y XVI el hecho de considerar que un individuo x pertenecía a una raza y estaba íntimamente relacionado con su origen. de acuerdo con los marcos conceptuales de la época, todos los humanos tenían los mismos orígenes divinos (todo habían sido creados por Dios) y las diferencias raciales eran adjudicadas a condiciones geográficas, climáticas, y sociales diferentes, es decir, a las condiciones ambientales en que se habían desarrollado los diferentes grupos humanos. De este modo, pertenecer a una raza en particular significaba haber nacido en un territorio determinado, con ciertas condiciones climáticas, geográficas, etc.

Sin embargo, en el siglo XIX surgió una corriente conocida como poligenismo que cambió la manera en que se consideraba la pertenencia a una raza. Ésta corriente suponía diferencias raciales en los orígenes mismos de las diferentes poblaciones o grupos humanos, de modo que las diferencias actuales eran simplemente una cuestión de herencia. Así, ser miembro de un grupo o población, de una raza determinada, significaba ahora ser identificado con base en características hereditarias e invariables.

Pero las cosas no se quedaron allí, ni fue esta la manera última y definitiva de considerar la cuestión racial. Durante el mismo siglo XIX y  bajo el supuesto de que el lenguajes es lo que hace al hombre, lingüistas europeos se basaban en las afinidades y diferencias en los sistemas lingüísticos de diversas comunidades y no en diferencias físicas para hacer una clasificación racial. La supuesta sagacidad mental aria, por ejemplo, era heredada no de manera biológica sino lingüística, por medio de la gramática clásica griega y romana, las virtudes representadas por estas gramáticas clásicas, se suponía, fueron heredadas a través de la adquisición del lenguaje a los portadores de la civilización (Y la idea hizo tradición, no olvidemos que Heidegger consideraba que el alemán y el griego antiguo eran las lenguas filosóficas por antonomasia). Más aún, según afirma David Theo Goldberg en “The semantics of race”, a partir de mediados del siglo XX, la concepción de raza como cultura ha tendido a eclipsar a las otras concepciones. Incluso ha desplazado las consideraciones biológicas de la raza como subespecie natural. Un ejemplo claro, espero, es el caso de los judíos, quienes, a veces se refieren a sí mismos como una raza, plenamente conscientes del hecho de que esto no puede basarse más que en costumbres y otras cuestiones culturales compartidas.

Podríamos entonces continuar mencionando distintas maneras en que el hecho de pertenecer a una raza determinada se ha configurado a lo largo de la historia. Sin embargo, parece oportuno enfocarnos en la búsqueda de la manera más adecuada para estudiar el fenómeno en México. Se puede intentar ofrecer una definición de racismo para intentar rastrear las prácticas que se adecuan a esa definición a lo largo de la historia y la manera en que van cambiando sus manifestaciones, o bien se puede pensar en no ofrecer definición alguna y enfocarse en el análisis de diversas costumbres y prácticas políticas para en algún momento intentar dar una definición de racismo de acuerdo a lo que presenten en común.

El problema con la segunda manera de proceder es que podemos acabar llamando racismo a cualquier práctica de cierta discriminación, exclusión, o trato diferenciado.

La dificultad de la primera manera de proceder es clara si se atiende a los ejemplos de diferentes maneras en que se ha considerado que las razas se constituyen que se han presentado antes. Si ofrecemos una definición de racismo de acuerdo con la cual las razas se constituyen y distinguen de acuerdo con un conjunto bien determinado de características (ya sean de procedencia geográfica, físicas o culturales)  podemos pasar por alto algunas prácticas o costumbres que no se adecúan a la definición dada pero vistas desde otra perspectiva sí puedan ser consideradas como racistas. Más todavía, podría darse el caso de que existiera algún tipo de racismo no contemplado hasta el momento, puesto que no se ajusta a ninguna de las manifestaciones analizadas y descubiertas hasta el momento.

Pero si ninguna de las dos opciones metodológicas que parecen surgir de manera inmediata es adecuada ¿qué es lo que se puede hacer entonces?

El mismo Goldberg propone partir una definición mínima de racismo que intente capturar las características principales de las formaciones sociales que usualmente se han expresado a través del discurso racial y permita identificarlas. De acuerdo con la definición ofrecida por él, cualquier expresión racista consiste mínimamente en la promoción o exclusión de las personas en virtud de que son consideradas miembro de grupos raciales diferentes, como sea que se considere que estos grupos son constituidos. Así, las razas son lo que sea que las personas conciban cuando utilizan el término “raza” o los asociados al mismo; esto es, cualquier indicación grupal que uno adscribe a sí mismo o a los demás. Pero aunque lo parezca a primera vista, esta propuesta no hace vacuo el concepto de raza, ni el de racismo.  Si aceptamos que las razas son lo que sea que las personas conciben como tal y que la manera en que lo hacen cambia a través del tiempo, entonces  nos encontramos con que las connotaciones específicas del término “raza” y los asociados a él se deben determinar, empírica y arqueológicamente, analizando cómo es utilizado el término en cada tiempo y espacio.

Esto último lleva a considerar otro aspecto de la propuesta de Goldberg:  está fuertemente relacionada con las prácticas discursivas; de acuerdo con ella, no hay racismo sin referencias, aunque sea veladas, a discursos raciales y el racismo o practicas racistas comienzan a surgir junto con la aparición del concepto de raza. Pero entonces puede uno cuestionarse ¿es forzosamente así? ¿acaso tenemos que aceptar que no hay racismo ni practicas racistas en una sociedad si no hay en ella empleo alguno del término “raza” y otros asociados a él, a pesar de que haya algunas prácticas de identificación de grupos e incluso de exclusión u opresión que parecen estar configuradas de acuerdo con una de las maneras en que el racismo se ha expresado en algún momento histórico? ¿o podemos aceptar que hay racismo allí dónde hay practicas de este tipo aunque no haya alusión alguna al concepto de “raza”?….