al-Mawardi revisitado (parte V-conclusiones provisionales)

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Hemos visto en entradas anteriores algunas cosas relativas al contexto de al-Mawardi, su vida y los problemas a los que su teoría sobre el califato intentó hacer frente. Hemos visto ya cuáles son las condiciones normales en que una persona puede llegar al califato; qué sucede en casos anómalos como el padecimiento de alguna deficiencia por parte de un imam en turno (donde se ha visto el caso también del control y la coerción); finalmente, se ha expuesto la distinción entre el emirato libremente asignado y el de conquista. Después de haber hecho este recorrido ¿qué observaciones, preguntas y enseñanzas podemos extraer?

Al manejar al-Mawardi la cuestión de la autoridad califal y las posibles situaciones anómalas de la manera en que lo hace,su texto presenta, por un lado, un realismo político crudo y cierta actitud de resignación ante las adversidades que enfrentaba el califato abbasí, e incluso la legitimación o reconcimiento legal de algunas; por el otro, una actitud desafiante del poder fáctico de los sultanes (tanto buyíes como selyúcidas) y de aquellos que pudieran hacerse con el control del imperio por medio de vías en principio ilegítimas. El blindaje jurídico que hace de la autoridad califal es sólido y claro: ninguna persona que se haga con el control del imperio por vía de la coerción, el control o la conquista puede ser reconocida como legítimo gobernante de la comunidad islámica; este papel corresponde únicamente al califa, electo de las maneras antes establecidas y que cumpla con las condiciones expuestas. Los demás no ejercen un poder legítimo, puesto que se ha impuesto por la fuerza a la comunidad.

Ninguna persona de la corte o familia del califa legítimo, ni conquistador alguno puede pretender asumir el puesto de imam por la fuerza, ni puede deponer al califa en turno legítimamente. Pueden obtener una sanción legal de su autoridad lograda por estos medios, pero esta jamás será reconocida como la auténtica autoridad, sino solo subordinada. Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos que se apropiaron del poder por la fuerza. Pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa legalizó de cierta manera su ejercicio del poder. Al menos de acuerdo con la ley, el sultán está obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato. En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Se puede ver también como un intento de recordar a los sultanes que su poder autoridad no era total ni legítima y que no podían deshacerse del califa si deseaban seguir ejerciendola de manera legal.

Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?.

Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. La teoría de al-Mawardi indica claramente que por encima del deber de obediencia a quienes ejerce el poder en la comunidad o sobre ella se encuentra el deber a Dios y a sus preceptos. El mandato coránico citado por el mismo al-Mawardi es muy claro: «obedeced a Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien deben obediencia en primer lugar.

Aunque la teoría de nuestro jurista cumple con su esfuerzo por reivindicar y blindar la autoridad del califa, en última instancia ni siquiera él es intocable o goza de autoridad absoluta e irresistible. El imamato mismo se considera como institución que debe garantizar el cumplimiento de los preceptos religiosos, en cuanto esto no se da, como se ha visto, deviene ilegítimo y el mismo califa puede ser destituido si esto es necesario. Aunque no se trata la cuestión en lo que hemos revisado, seguramente se reconocerá el deber de los fieles de desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a lo establecido en la ley religiosa.

La resistencia que se puede ofrecer de este modo no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe observar que se cumplan las leyes religiosas, debe guiar a la comunidad por el camino correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún en contra del sultán y, como hemos visto, al-Mawardi afirma que en caso de control o coerción tiene el deber de buscar ayuda para liberarse y recuperar su lugar al frente de la comunidad en caso de que las leyes sean violadas.

Quiero destacar algunas cosas que me parecen valiosas en la manera de proceder de al-Mawardi. En primer lugar, da una muestra de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera ilegítima sobre una comunidad política. No se trata de desconocer o disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar cuáles son las mejores vías para oponerse a él.

En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.

En tercer lugar, es una muestra de cómo se puede desconocer un orden político y legal establecido y mantenido por la fuerza, al fundar el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo del poder.

Algo más es el hecho de que intenta justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio del poder sobre bases capaces de ser aceptadas por la mayoría de la sociedad o toda ella, por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que conforman la sociedad. Esto es evidente en el hecho de que pretende que todos los musulmanes han de aceptar su propuesta basada en la exégesis del Corán y de las tradiciones.1

En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.

Finalmente, una cuestión muy importante, por la que creo que el estudio de su propuesta y sus implicaciones forma parte de las retóricas y poéticas de la vida civil es la distinción entre tipos de poderes que, a mi parecer, se encuentra presente en sus planteamientos. Si bien acepta el poder o autoridad que se impone por la fuerza, al momento de elaborar su teoría no plantea el recurso a un poder del mismo tipo para oponerse a él. No se trata del llamado a enfrentar fuerza con fuerza, las armas con las armas. Incluso si en última instancia se recurre a ellas, en el fondo no es eso de lo que se trata. Frente al un poder y control coercitivos de la fuerza y las armas, al-Mawardi opone uno de tipo moral-político: el de la religión y el ideal de vida que ella promueve. La desobediencia y resistencia a las leyes y mandatos de quienes se han impuesto por la fuerza se basa en la convicción interna de que se está prestando obediencia a un poder diferente de tipo superior, que no requiere la fuerza de las armas para imponerse y exigir obediencia.

Pero ¿acaso esto sólo se puede lograr mediante el recurso a los dogmas y preceptos de una religión como la islámica o de una religión en general? ¿Podemos hoy aspirar a fundar nuestras desobediencias a los poderes que se imponen o mantienen nada más que por la fuerza, el control o la coacción, en una convicción de este tipo sin necesidad de recurrir a una religión instituida, positiva, dogmática? ¿A qué podemos recurrir? ¿Podemos encontrar principios capaces de ser aceptados por todos como superiores e irrenunciables que provean de la convicción necesaria para hacer frente a los poderes que se imponen o mantiene por la fuerza y aceptar las consecuencias de ello?

1Curiosamente aquí se puede encontrar uno de los puntos que, en el plano de la práctica, resultaron más flacos en la propuesta de al-Mawardi. Él era un fiel musulmán hablando para otros musulmanes, pero a pesar de las coincidencias en puntos fundamentales, no hay que olvidar las grandes diferencias y desacuerdos existentes entre las distintas corrientes islámicas. Su propuesta difícilmente sería atractiva para las corrientes siíes o para los jariyíes, pero incluso dentro de las distintas corrientes sunníes seguramente habría desacuerdos importantes sobre su teoría. Él era jurista de la escuela Shafí, pero se sabe que tenía algunos conflictos con otros juristas importantes, especialmente de la escuela hanbalí, como Tayyib al-Tabari, que se opuso al nombramiento de al-Mawardi como juez de jueces. No parece casual que sus mayores conflictos fueran entablados con juristas pertenecientes a una escuela destacada por su insistencia en una interpretación lo más literal y apegada posible al texto coránico y a las tradiciones que se permitía pocas libertades en el uso del razonamiento analógico y rechazaba fuentes suplementarias del derecho, a diferencia de las escuelas malikí y hanafí.

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