Nunca supe su nombre, pero se llamaba a sí mismo «Tío Bush». Era un hombre que aparentaba unos 60 años y vivía en la Av. Fray servando, en una pequeña habitación que él mismo construyó sobre la banqueta con láminas metálicas, pizarras y cualquier cosa que encontraba útil para la edificación.
Digo «encontraba» porque su vivienda estaba en cambio constante: un día agregaba una lámina nueva, otro día cambiaba de lugar alguna tabla. Adornaba el conjunto con banderas estadounidenses que colgaban aquí y allá. Al lado de su hogar tenía una maceta con plantas y enfrente había un cubo de cemento en el que solía sentarse.
Solía escribir con plumón indeleble —con puras mayúsculas— sobre todos sus objetos, incluso sobre la ropa que usaba. Los mensajes eran variados: en uno había instrucciones dirigidas a quien le entregara la correspondencia. En el cubo se podía leer: «ESTA ES MI SILLA, MI ASIENTO». En una lámina, le mentaba la madre a quien fuera que había tirado su maceta, que a su decir: «NO LE HACIA DAÑO A NADIE». Entre todos esos escritos había uno situado en el frente que llamó especialmente mi atención:
La diversidad de sus textos era un tanto desconcertante, especialmente porque lo dicho en unos se antojaba incoherente con el contenido de otros: en éste rebosaba nacionalismo mexicano, en aquél el hombre se llamaba a sí mismo compadre de Donald Trump y se congratulaba por la llegada del mismo a la presidencia estadounidense.
Pocas semanas después del 19 de septiembre de 2017, agregó a su casa una tabla rectangular sobre la que escribió el siguiente mensaje: «A LA SOCIEDAD MEXICANA: YA SE DIERON CUENTA DE QUE EL GOBIERNO NO HACE NADA POR AYUDAR. LOS UNICOS QUE SE ORGANIZARON Y AYUDARON FUERON LOS JOVENES Y OTRAS PERSONAS, EL PUEBLO MISMO». Al final, invitaba a mandar a la chingada al gobierno que no había hecho nada.
Un día, hace unos dos meses, desapareció. Al pasar por la mañana, vi la habitación abierta, el sitio acordonado y vigilado por un policía, una veladora encendida frente a la entrada, un machete tirado y pequeñas manchas de sangre. Cuando me acerqué, dos hombres pasaron detrás de mí y uno de ellos le dijo en voz baja a su acompañante: «Mataron al viejo«.
La habitación fue desmantelada paulatinamente en el transcurso de esa semana. Fue desarmada poco a poco y las láminas eran retiradas por transeúntes que tomaban alguna al pasar; quizá para usarla, quizá para venderla.
Jamás lo vi molestar a nadie. Sin embargo, una amiga me contó que pasó por el sitio días después de su desaparición y que frente a ella caminaban dos mujeres, cuando de pronto alcanzó a escuchar que una le decía a la otra: «¡Qué bueno que ya no está!«
Casi no queda rastro alguno de su presencia en ese espacio. Las láminas han desaparecido por completo. Tan sólo siguen ahí la maceta y el cubo, con las letras cada vez más borrosas.
¿Quién era el Tío Bush? ¿De dónde venía? ¿Cómo llegó a ese sitio y se instaló en él? Ignoro cómo conseguía la comida, con qué se tapaba cuando hacía frío, con quiénes hablaba, quiénes eran sus amigos. ¿De verdad lo mataron?
Más allá de los detalles de su vida, es un hecho que parecía formar parte del paisaje, junto con su casa, su maceta y su asiento. Se trataba de un elemento cuya presencia se daba por sentada y cuya desaparición causa cierto desajuste en la experiencia que se solía tener del sitio, aunque la nueva configuración del espacio es rápidamente asimilada y las huellas de la anterior se van borrando.
¿Quién era el Tío Bush? ¿Cuántos más hay que, como él, parecen integrarse al paisaje de modo que su presencia nos parece natural? ¿Y qué nos puede decir su caso sobre nosotros mismos: los que lo veíamos diariamente y jamás nos detuvimos a preguntarle todo esto, a platicar con él sobre lo que fuera, que ni siquiera le dábamos los buenos días al pasar por su casa?