Memín Pinguín, de Yolanda Vargas, La familia Burrón, de Gabriel Vargas y las canciones de Chava flores. Estas obras atraen mi atención poderosamente y me invitan desde hace tiempo a tejer reflexiones e investigaciones sobre ellas. Por un motivo u otro siempre he terminado por hacer a un lado la tarea, pero por algún lado hay que comenzar a buscar, a ver qué es lo que se acaba encontrando.
En primer lugar habría que admitir que la idea está condicionada por mi propia relación con los trabajos de los tres humoristas; fuertemente ligada a mi vida personal y familiar: el trabajo de los tres ha servido en varias ocasiones para tender hilos comunicantes entre algunos familiares y yo.
Esto es bastante comprensible. Tan sólo con ver fechas descubro que mi abuela paterna nació apenas un año después que Chava, dos más tarde que Yolanda Vargas y a seis de distancia de Gabriel. Vivieron, pues, infancias paralelas, y tuvieron un campo de experiencias similar a lo largo de sus vidas. Mis padres, especialmente mi padre, y mis tíos conocieron el trabajo de los tres cuando ya estaba consolidado y gozaba de fama. Baste mencionar que hace poco envié a una de mis primas uno de los tomos de La familia Burrón compilados por Porrúa, y su mamá ha dicho inmediatamente que ellos siempre lo leían. Este hecho es más que anecdótico si lo vemos desde una perspectiva un poco más amplia.
Aunque las historietas tenían un mercado bastante amplio en los 60s, donde se ubica la infancia de mi padre y mis tíos, no todas eran igualmente accesibles a los bolsillos de todos. Las de la editorial Novaro, por ejemplo, parecen haber tenido su público principal en la clase media, mientras que las conocidas como “pepines” ―nombre derivado del título de la revista Pepín, que dejara de editarse en 1954― eran más bien populares. Y lo fueron en varios sentidos, pues no sólo gozaron de gran fama y distribución, sino que tomaban sus temas de los mismos estratos de la sociedad que las leía y escuchaba. En sus páginas e ilustraciones mi padre y sus hermanos encontraron personajes cercanos a ellos, a sus propias vivencias y su vida en la vecindad de un barrio de la ciudad de Puebla. Pero pudieron conocer también cosas de universos tan similares y tan lejanos a la vez al suyo como el de las vecindades del Distrito Federal. Y así como ellos, miles de niños y no tan niños tuvieron una imagen de la vida urbana, principalmente, de un país embarcado en un proceso de urbanización sin precedentes en su historia.
Mi vida personal ya no está marcada por las mismas cosas que las de ellos. Pero el trabajo de estos artistas me interpela de diversas maneras. Gracias a ellos me he familiarizado con formas de hablar, que comparto con otras personas, de modo que puedo despedirme para ir a dormir diciendo que se me cierran los oclayos, o decir de algo que me gusta que es chipocludo. Me han dado también temas para entablar conversaciones con estos miembros de mi familia que me han permitido conocer distintos aspectos de su vida. Me han puesto en contacto con formas de vida, hábitos o sucesos que ya no existen, pero de las que parte de mis personas queridas conservan recuerdos: yo no vi venderse el pan de a dos por cinco, pero sé que hubo un tiempo que en que con pocos pesos se compraba pan para una familia completa, y supe lo que eran las chilindrinas, trenzas y limas aún antes de verlas en una panadería.
Aunque algunas de esas cosas “ya no están en mi tierra, ya no están más aquí”, sé de ellas gracias a las canciones y las historietas de estos grandes artistas. Y ahora se encuentran para mí ―junto con los medios por los que las conocí― en ese espacio a caballo entre la memoria y la historia que a decir de Hobsbawm tenemos todos: entre el pasado registrado susceptible de ser ordenado y examinado, y el pasado recordado que constituye un trasfondo de la vida propia.