El profe Paco

Creo que tenía unos nueve años cuando vi al profe Paco por primera vez. Mis papás me inscribieron en su pequeña escuela para tomar cursos por las tardes, sin preguntar ni averiguar mi opinión. Lo recuerdo ahora como lo veía entonces y como lo vi siempre: si no lo hubiera llamado «profe», no habría sabido cómo dirigirme a él, se veía bastante joven para decirle «señor», pero no habría sabido de qué otra forma definirlo; era alto y delgado, pero no flaco, con una espalda ancha que —a decir de mi tío Manuel— parecía más de karateca que de músico. Su cabello castaño, a veces retocado con tinte, siempre estaba impecablemente arreglado, recortado y peinado; sus ojos eran claros y su nariz recta.

Siempre me pareció un hombre elegante. Acostumbraba vestir de traje y corbata, pero con colores más bien claros que evitaban que se viera aseñorado, y combinaba el color de su calzado con el de su traje. Era un ejemplo de pulcritud: zapatos limpios, todo bien planchado, usualmente con un toque de perfume.

Paco era el hombre orquesta al que vi tocar piano, guitarra, flauta de pico, viola y violín. El hombre asombroso al que escuché intercambiar palabras en francés con Yarden para preguntarle cómo estaba y si quería ayuda para afinar su violín, o prefería hacerlo por su cuenta —eso fue lo que supuse a partir de sus gestos y actos porque no entendía lo que decían—, y al que vi sonreír contento cuando un alumno le regaló el libreto de Tosca en italiano, con la confianza de quien podía leerlo y disfrutarlo. El que nos decía que no quería tener hijos, porque sacaban canas y se acababan a los papás, pero se dedicó con entusiasmo a trabajar con niños a los que adentraba en el mundo de la expresión artística.

Ese hombre al que los niños escuchábamos con cierta incredulidad —pero también con curiosidad risueña— cuando nos decía que viviría más de cien años y no mostraría rastros del paso del tiempo, que le podríamos llevar a nuestros hijos para que les enseñara solfeo como a nosotros y lo encontraríamos exactamente igual, fue también el maestro al que perdimos demasiado temprano, de manera súbita y sorpresiva, por culpa de un linfoma que le arrebató la vida sin permitirle llegar a los 40 años.

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Debo a las enseñanzas de Paco una buena parte de la poca disciplina que poseo.

Cuando elegí el violín como instrumento, lo hice por la fascinación que me causaba su sonido, pero nunca pensé en todo el trabajo que se requería para hacerlo sonar de esa manera. De modo que cuando tuve uno en mis manos me topé con el chasco de no saber sostenerlo y de comprobar que conmigo sonaba más bien como el chillido de un gato, los frenos de un camión al derrapar o los goznes oxidados de una puerta.

Yo era un niño desesperado que quería resultados rápidos, que se frustraba al no progresar aceleradamente, que veía los ejercicios como algo aburrido porque no eran música y era música lo que yo quería hacer. Pero ahí estaba Paco para mostrarnos la necesidad de la constancia, de la perseverancia, de repetir una y otra vez las mismas cosas, con cuidado y atención. «Si tocan La cucaracha —decía sonriendo y enfatizando sus palabras con las manos— y una y mil veces La cucaracha, va a seguir siendo La cucaracha, pero no cualquiera, sino una fabulosa».

También nos aleccionó sobre lo útil e importante que era dosificar el trabajo. Cuando alguien vio la pieza nueva que le había asignado y dijo que era muy larga, él inmediatamente explicó: «Imagina si tienes que acabarte acabarte una charola de espagueti y lo intentas hacer de un solo golpe, no vas a poder y vas a terminar odiando el espagueti. Pero si comes un día tres cucharadas y al siguiente otra tres, vas a poder terminarla sin que eso pase. Así es con esto, estudia dos o tres pentagramas cada día, sin pasar a los siguientes hasta que los primeros hayan salido bien; al final vas a amar el resultado».

Congruente con estos principios, era severo con la indisciplina, especialmente cuando uno no la admitía o trataba de disimularla. Un día asignaba una pieza y decía hasta dónde se tenía que avanzar en la semana. Enemigo del trabajo como yo era, más de una vez llegué a la clase siguiente sin haber estudiado lo suficiente. Entonces las cosas se desarrollaban más o menos así. Paco veía lo que se había quedado asignado, después preguntaba si había estudiado y la lección estaba lista. Como no quería admitir que no había trabajado lo necesario, usualmente respondía que sí, a sabiendas de que entonces tendría que tocar para demostrarlo. Había un número limitado de errores que Paco estaba dispuesto a aceptar. Si lograba terminar la pieza con menos que esos, él indicaba sobre la partitura cuáles eran los sitios en los que debía prestar atención y esperaba a que se corrigieran para la clase siguiente; no se podía cambiar de pieza hasta que ésta era tocada sin errores de principio a fin. Si sobrepasaba el límite, sentía su mirada clavarse en mí al tiempo que me preguntaba: «¿Qué pasó, señor, está o no está?». Era la oportunidad para admitir la verdad y reconocer que no, para que las cosas terminaran ahí. Las ocasiones en las que llegué a decir que sí, la respuesta que recibía era sencilla: «entonces hazlo, tócalo». Al momento en que me equivocaba nuevamente, la pregunta volvía: «Señor ¿está o no está?». Él sabía que no, era evidente, pero era necesario que uno mismo lo reconociera y en el momento en que eso pasaba, la clase se terminaba.

Así pues, la clase de instrumento iba acompañada de una lección más importante: hay que trabajar y no simular, el que lo intenta se exhibe a sí mismo tarde o temprano.

No siempre soy tan disciplinado como quisiera o necesito, me cuesta grandes esfuerzos de voluntad imponerme las rutinas de trabajo que requiero; pero estoy consciente de la importancia de ello, y, como dije al inicio, buena parte de lo que logro en ese sentido se lo debo a Paco.

Palencia

Conocí a mi maestro Palencia gracias a las clases de la materia Ontología que tomé con él. Impartía sus clases los miércoles de 7 a 9 de la noche, algo inusual porque, hasta donde recuerdo, casi todas las clases del colegio de filosofía iniciaban en horas pares y la última solía terminar a las 8.

Llegaba al salón con paso tranquilo, con un cigarro en una mano y en la otra el material que usaba para dar clase: un ejemplar de la Crítica de la razón pura o la Fenomenología del espíritu, un cuaderno con apuntes, plumones y borrador. A esa hora solía haber poca gente en los pasillos, así que se podía verlo acercarse, vestido con camisa azul, pantalón de mezclilla y zapatos negros. Los lentes anchos, de pasta negra, cubrían buena parte de sus cejas, ya canosas, y de sus pómulos.

El formato de la clase era relativamente sencillo: primero una breve introducción, en la que hacía un pequeño recuento de lo visto antes e indicaba esquemáticamente lo que se abordaría en esta ocasión; después comenzaba la lectura del texto en turno, que los estudiantes hacíamos de manera alternada y en voz alta. La lectura era pausada, porque Palencia nos indicaba en qué punto detenerla para llevar a cabo el comentario del texto e, inmediatamente, abrir un espacio para dudas. De esta forma transcurría cada sesión, intercalando lectura y comentario.

Aprendí mucho de él en esos cursos. Recuerdo, por ejemplo, el cuidado con el que invitaba a observar el significado con el que se iban cargando poco a poco los conceptos. Lo digo así porque Palencia no asumía que el significado técnico, filosófico, de un concepto estaba dado desde un inicio. Es verdad que nos ofrecía breves explicaciones de la manera en que un término importante era empleado y del papel que jugaba en relación con otros en el momento en que aparecía por primera vez en la lectura; pero nos advertía que debíamos prestar atención al desarrollo del concepto a lo largo de todo el texto para comprenderlo a cabalidad. A veces marcaba esto diciendo «aquí, en este primer momento, X significa tal y tal cosa, pero más adelante veremos que hay un cambio importante».

Tengo presente también la manera en que enfatizaba la importancia de conocer el contexto en el que los textos habían surgido para comprender por qué eran como eran. No era un énfasis expresado como formulación explícita de un principio metodológico, sino en la práctica: a lo largo del su comentario decía cosas como: «Aquí Kant se enfrenta a la postura de Newton y a la de Leibniz…»; «En este punto hace una crítica a la teología especulativa de tal corriente…»; o «En este pasaje debemos tomar en cuenta la importancia del avance de Napoleón para Hegel…».

Pero recuerdo especialmente la forma en que nos enseñaba a hacer una lectura crítica de los filósofos a los que leíamos. En ocasiones, señalaba las críticas que habían dirigido otros filósofos en contra de ellos, pero creo que estas eran las menos y también las menos importantes. Donde se mostraba su espíritu crítico con mayor claridad era en el uso de los ejemplos: traía a colación continuamente diferentes aspectos de la condición humana o de la situación contemporánea con los que mostraba los alcances de las ideas que examinábamos, sus límites y la necesidad de ir —a partir de ellas— más allá de ellas. En sus clases se hablaba de las etapas de la vida, de relaciones amorosas, de momentos de crisis. Me viene a la memoria, como muestra, la manera en que ilustraba los conceptos hegelianos del ser en sí, ser para sí, y ser en y para sí, que se presentan en el capítulo de la Fenomenología sobre la certeza de sí. Después de la exposición de los conceptos, citaba el caso de una chica que había participado en una manifestación, caminando desnuda al frente de un contingente, un año después de la entrada de la policía a la universidad para romper la huelga de 1999-2000; una conciencia que se siente, que desea actuar para mostrar su indignación y que al momento de hacerlo se expone y manifiesta su libertad.

No fue la única ocasión en que empleó experiencias o actos de estudiantes para ilustrar un planteamiento o para mostrar el poder analítico y explicativo de una idea. Creo que en esto se ponía de manifiesto algo más: el profundo aprecio que sentía por los estudiantes, aprecio que lo llevó a elegir la docencia, el magisterio, como su actividad filosófica y académica principal. Alguna vez, cuando le pregunté por qué no había escrito más, me dijo «no todos pueden dar clases y escribir», me quedó claro que él había elegido y estaba satisfecho con su elección.

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Tengo un ejemplar de la Crítica de la razón pura de la edición de Taurus-Alfaguara y uno de la Fenomenología del espíritu editado por el Fondo de Cultura Económica. Los compré para esos cursos de ontología que tomé con Palencia en tercero y cuarto semestres de la licenciatura, respectivamente.

Ambos libros tienen subrayados y notas en los márgenes. Estas últimas fueron tomadas con prisa —lo que afecta considerablemente la legibilidad de mi de por sí mala letra— conforme avanzaba la lectura comentada en las clases. Junto a un párrafo de la Crítica que comienza diciendo «Sostener, pues, que toda nuestra sensibilidad no es más que la confusa representación de las cosas…» hay una nota que indica: «contra Locke y Hume». En una página de la Fenomenología, está subrayada la palabra «representaciones» y una nota tomada con pluma dice «falsas premisas, no reflexionadas».

Un día presté mi ejemplar de la Fenomenología. No sería exacto decir que me arrepentí, pero sí sentí cierta inquietud cuando pensé en la posibilidad de que no volviera a mis manos. Por ello, pasado cierto tiempo solicité su devolución y creo que fui lo bastante insistente como para mostrar que me interesaba tenerla de regreso.

El día en que me la devolvieron me entretuve un poco con la persona a la que se la presté y debido a ello llegué un poco tarde a la reunión semanal que tenía planeada con un grupo de amigos. Me excusé por el retraso diciendo que me había demorado por recoger el libro y que me importaba recuperarlo porque no quería perder mis notas; en ese momento uno de ellos disparó abiertamente: «¿Por qué no mejor reconoces que se trata de tu vínculo con Palencia?».

Tenía razón, toda la razón. No me inquietaba realmente la posibilidad de perder las notas, porque no son indispensables para la lectura. De hecho, varias de ellas, tal como están, podrían más bien confundir a un lector que ayudarlo a comprender el texto que anotan; lo sé bien porque fue lo que le pasó a Yenco cuando intentó apoyarse en las que hice en los márgenes de la introducción a la Fenomenología. Al re-leerlas me he dado cuenta de que es así porque son insuficientes para reconstruir la idea que se pretendía capturar. En algunos casos, porque la premura conque fueron tomadas hicieron que la nota quedara incompleta; en otros, porque sería necesario complementar lo que dicen con los apuntes del cuaderno que llevaba a las clases; y creo que incluso hay algunas que requerirían más bien conocer el contexto en el que fueron tomadas para poder ser comprendidas.

Más aún, ni las notas ni los apuntes bastan para reconstruir el hilo del comentario que hacía la voz viva del maestro. Sería imposible tratar de reconstruir el comentario de Palencia a partir de ellas. Esas notas hablan más de mi propia experiencia como lector y como asistente a sus clases que de la manera en que hilaba Palencia su propia lectura de los textos; en este sentido, creo que dicen más de la relación de un alumno con su maestro que del texto que pretenden anotar.

Pero a pesar de su acierto, difiero un poco de lo que señalaba mi amigo en esa ocasión. Ese ejemplar manoseado, de pastas un poco descoloridas, subrayado y rayoneado, representa mi vínculo con Palencia, sin ser el vínculo mismo. Incluso si llegara a perderlo, incluso si perdiera también el ejemplar de la Crítica que usé para sus clases, los cuadernos y mis trabajos escolares con las anotaciones que él les hizo—que conservo también—, sería un error de mi parte, una especie de fetichismo, considerar que con eso se perdería el vínculo que tengo con él. Con todo el aprecio que puedo tener por ellas, todas estas cosas no son sino soportes materiales que me recuerdan constantemente que tuve la suerte de conocer a mi maestro, de tratarlo y de aprender de él. Pero eso es algo que ni la pérdida, ni la destrucción de tales objetos puede borrar.