La maestra Gisela

En julio de este año supe que la maestra Gisela luchaba contra el cáncer. Al poco tiempo, en agosto, me llegó la triste noticia de su partida. Al enterarme de lo sucedido quedé un tanto anonadado, pero no fui consciente de cuánto me había afectado hasta días después.

El azar me hizo saber que dedicarían a su memoria una emisión del programa «Música EnCantada», emitido por la estación radiofónica Opus, e inmediatamente decidí que debía escucharlo. Conforme transcurría, acudieron varios momentos a mi memoria.

Tengo algunos recuerdos de la primera vez que la vi en el salón de clases. Estábamos ahí para tomar lecciones de conjuntos corales, materia de la carrera de Técnico en Música que cursaba entonces en la BUAP. Había algo en esa mujer delgada, de cabello corto y acento cubano que me dispuso inmediatamente a su favor.

La recuerdo como una persona llena de alegría. Amaba su trabajo, porque amaba la música y enseñarla. Y ese amor se expresaba bajo la forma de una enorme generosidad para con nosotros, sus alumnos. Nos ofreció su ayuda desde la primera clase. Dijo que podíamos buscarla si teníamos dificultades, no sólo con su materia, sino con cualquier otra —sé que hubo más de uno que le tomó la palabra y acudió a ella, sin irse jamás con las manos vacías—. Acompañó su oferta con una advertencia: «yo puedo dar mucho; pero así como doy, exijo».

No era una amenaza, ni fanfarronería, era la solicitud de un quid pro quo, de una relación de reciprocidad: ella estaba dispuesta a dedicarnos tiempo, atención y esfuerzo, pedía que estuviéramos dispuestos a corresponderle. Por eso le molestaba cuando las cosas no salían bien; no por falta de capacidad, sino de atención o dedicación. No le molestaba ni lamentaba que no tuviéramos la mejor voz o un gran virtuosismo; porque creía en el trabajo duro y estaba preparada para ayudarnos a desarrollar lo que teníamos para que pudiéramos dar lo mejor de nosotros. Pero sí se sentía herida cuando no era correspondida.

Recuerdo una ocasión en la que estaba algo enferma de la garganta. El trabajo a lo largo del día no había ayudado para nada a su malestar, pero estaba decidida a trabajar con nosotros con la misma dedicación de siempre. Desafortunadamente, no trabajamos bien ese día. Tal vez había mucho cansancio en el grupo, quizá fuera otra cosa, pero no atendíamos bien a sus indicaciones. En un momento, después de intentar repetidamente los mismos compases de la canción que tratábamos de montar, su molestia fue evidente y no se contuvo más. Nos detuvo y dijo que hasta ahí llegaba la clase de ese día, porque no estábamos con ella: «Si ustedes no van a trabajar, no me gasto —creo que fueron sus palabras—. Yo me voy, a descansar mi voz».

Ahora que lo veo en retrospectiva creo entenderla mejor que entonces. No eran los errores y las repeticiones lo que la había molestado. Era la falta de reciprocidad que sintió. Ella también estaba cansada, ella también necesitaba reposo; su voz era su instrumento y sabía que necesitaba cuidarlo; pero estaba ahí, esforzándose por seguir adelante con la clase por nosotros, sus alumnos, y no vio la misma disposición de nuestra parte.

In Memoriam Gisela Crespo (agosto 2021).1

Sin embargo, llegó a la siguiente clase —ya mejor de la garganta— con la misma sonrisa de siempre, con la misma alegría, lista para continuar enseñando. No había rencor alguno en su ánimo.

Cuando escuché en la radio las voces de un coro que entonaba la Guantanamera bajo su dirección, como nosotros mismos lo hicimos años atrás, estuve a punto de verter lágrimas mientras sonreía recordando a esa mujer alegre, amable y generosa, dispuesta a dar lo mejor de sí y a ayudarnos a dar lo mejor de nosotros. Es así como la quiero seguir recordando.

Notas

1 Tomada de: https://www.facebook.com/photo?fbid=10165458515155383&set=gm.863455367624704

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