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Al-Farabi ante la diversidad humana.

Recientemente un amigo me comentó que quedó «traumado» al leer que al-Farabi dice que los hábitos y rasgos naturales están determinados por la alimentación y el entorno natural, y que éste, a su vez, está determinado por la posición de los cuerpos celestes en relación a la nación. Me parece comprensible la incomodidad que le generó la lectura del pasaje, que hizo manifiesta al decir que quedó traumado. Estamos bastante acostumbrados a los intentos de sostener la existencia de supuestas divisiones raciales entre humanos a partir de argumentos biologicistas o de diferentes tipos de argumentaciones pretendidamente naturalistas. Me parece, sin embargo, que las ideas de al-Farabi al respecto no se pueden clasificar de esta manera y son más interesantes de lo que parece a primera vista.

En efecto, al inicio de la segunda parte del Libro de la política, al-Farabi distingue los diferentes tipos de asociaciones humanas: perfectas e imperfectas; pequeñas, medianas y grandes. Considera que las asociaciones en casas, calles, barrios y aldeas son imperfectas, mientras que las asociaciones en ciudades, naciones y la asociación cooperativa de naciones son perfectas. Acto seguido se ocupa brevemente de dar cuenta de las que considera como causas de las diferencias entre las naciones, definidas como asociaciones de ciudades y clasificadas como comunidades medianas. Es ahí donde entran en juego las aseveraciones que llamaron la atención de mi amigo.

¿Qué es lo que hace diferentes a las naciones? ¿Cómo explicar la diversidad humana que se puede verificar entre ellas? La diversidad tanto física como de formas de vida era bastante evidente, el imperio abbasí, en el que nació al-Farabi, abarcaba una gran extensión territorial dentro de la cual lo mismo se podían encontrar ciudades bastante distintas entre sí —como La Meca, Bagdad o Damasco— que comunidades nómadas o seminómadas de los desiertos —como los beduinos de la península arábiga o algunas tribus beréberes del norte de África—. Habría que considerar además el contacto que tenían con el imperio bizantino y el conocimiento que se llegó a tener sobre otras regiones.

La respuesta de al-Farabi se basa en su cosmología neoplátonico-aristotélica. En primer lugar, el territorio, el entorno geográfico que ocupan las naciones, es diferente y esto estaría determinado por las diferentes posiciones de los astros respecto a las partes de la tierra. Esto mismo hace, continúa, que el aire y el agua de cada región sean diferentes, lo que hace a su vez que las especies de plantas y animales que pueblan cada territorio sean distintas. De ahí se deriva la diferencia entre los alimentos que consumen las personas de las diferentes naciones. Más aún, el filósofo asegura:

De las diferencias de sus alimentos se siguen las diferencias de las materias y del semen de que están formados los hombres que vienen en pos de los que ya han muerto.

Y si consideramos que, aristotélicamente, es a través del semen que se transmite la forma de la especie, resulta que así quedaría explicada la diversidad física de la humanidad.

Sin embargo, el Segundo maestro va más allá y señala que de estas diferencias también se derivan los «hábitos naturales» y los rasgos de carácter:

De la colaboración y combinación de estas diferencias surgen diferentes mezclas, por las que se diferencian los hábitos naturales y los rasgos de carácter de las naciones. De esta manera y por esta vía estas cosas naturales se ajustan, se vinculan unas con otras y ocupan sus grados respectivos; hasta este punto contribuyen los cuerpos celestes en el perfeccionamiento de estas cosas.

Esta especie de determinismo es lo que ciertamente nos puede parecer conflictivo o incómodo. Sin embargo, conviene observar que hasta aquí al-Farabi sólo recurre a esto para explicar las diferencias en los que llama hábitos «naturales». Estos parecen concernir a la manera en que se satisfacen las necesidades que hoy llamaríamos básicas, como la alimentación, el vestido o la vivienda. En este punto, la postura de al-Farabi no parece ser problemática. Para el observador, no parece que los hombres tengan una libertad total para elegir las formas de vida a las que recurren. Aunque se pueda variar de diferentes maneras su preparación, parece haber un límite para la diversidad de maneras en que un conjunto de alimentos se puede consumir, por ejemplo. Y una persona que nace en una tribu beduina del desierto no parece que pueda elegir a voluntad cuando migra, o por qué rutas.

El hecho de que al-Farabi considere que también hay rasgos del carácter que están determinados por estas cuestiones físicas parece más difícil de aceptar. Y aunque aquí todavía no entran en juego las valoraciones morales es cierto que en los Artículos de la ciencia política sí afirma que el tipo de vivienda que se habita puede generar hábitos morales distintos en las personas:

Por ejemplo, las viviendas de pelo de animal y de pieles en los desiertos generan en sus habitantes los hábitos de la precaución y la discreción y, a veces, el asunto llega a generar la valentía y la osadía; y las viviendas inexpugnables y fortificadas generan en sus habitantes los hábitos de la cobardía, la seguridad y el ser temeroso

Es por esta razón que considera necesario que el gobernante vigile las viviendas de los ciudadanos, por razón de los hábitos morales que estas pueden propiciar en los habitantes. Sin embargo, al final de este mismo artículo señala que esto es «sólo a manera de ayuda». Así, pues, la vivienda no determina por completo el tipo de hábito o carácter moral de sus habitantes.

Más aún, en el mismo Libro de la política, al-Farabi indica:

Las disposiciones que son por naturaleza no fuerzan a nadie ni le obligan a hacer eso, sino que sólo son disposiciones para hacer esa cosa, para la que están preparados por naturaleza, de una manera más fácil para ellos.

Es decir que ni los rasgos del carácter determinados por las condiciones naturales ni los hábitos morales condicionados por aspectos como el territorio que se habita o el tipo de vivienda que se ocupa determinan completamente el comportamiento humano, no lo condenan a comportarse de una manera específica ni le imposibilitan cambiar. En todo caso, puede que hagan más fácil o más difícil para una persona adoptar el tipo de hábitos que considera virtuosos. De hecho, en otro de los Artículos de la ciencia política asegura que el hombre no tiene por naturaleza ninguna virtud ni vicio, y que aún cuando de las disposiciones naturales procedan algunas acciones esporádicas, no se puede llamar propiamente virtud o vicio a tales disposiciones, «como tampoco a la predisposición natural hacia los actos del arte se le puede llamar arte».

Al-Farabi asevera que el mal no existe fuera de aquello que depende de la voluntad del hombre, e insiste bastante en la posibilidad de que el humano moldee voluntariamente su comportamiento, tanto en los textos ya citados como en La ciudad ideal o El camino de la felicidad.

De esta manera, se puede decir que el filósofo enfrenta el reto de explicar la diversidad física de la humanidad así como la que se puede observar en las costumbres ligadas a las necesidades de sobrevivencia, al mismo tiempo que se abstiene de valorarlas moralmente. En principio, las personas de las diferentes naciones serían todas igualmente capaces en un sentido moral, y tanto el nómada del desierto, como el agricultor sedentario o el habitante de una gran ciudad pueden llegar a ser igualmente prudentes y virtuosos, aun cuando sus hábitos de vida sean tan diferentes.

¿Debemos hablar de «herejías»?

Hace unos años tuve una pequeña discusión con una amiga medievalista sobre si debíamos o no usar el concepto de herejía o de herejes para referirnos a ciertas tradiciones cristianas y sus adeptos. Por ejemplo, el arrianismo, el maniqueismo, el simonianismo, entre otras.

A mí, por alguna razón, no me convencía la opción de nombrarlas «herejías». En ese momento, propuse que sería mejor hablar de diferentes cristianismos en disputa, de formas alternativas de cristianismo en pugna.  En esa ocasión, según recuerdo, no supe expresarme de manera adecuada, pues mi intención fue interpretada como un intento de corrección política.  Y es probable que, por la manera en que yo planteé la cuestión, se haya prestado para eso.

Ahora que revisito el tema, veo que ambos coincidíamos en algo fundamental: contar los episodios históricos en que coexisteron estos grupos cristianos, es contar las historias de cómo se enfrentaron, de las cuestiones en que se oponían unos a otros y de quiénes fueron los que pudieron ejercer el poder de tal forma que lograron imponerse sobre los demás, a los que llamaron «herejes» a partir de entonces, es decir, aquellos cuya doctrina se consideró prohibida.

Es hasta ahora, que me reencuentro con un fragmento de una entrevista hecha a Silvia Magnavacca, que creo poder formular mejor mis inquietudes. Como ella, yo apostaría por una perspectiva laica de la Edad Media. Y este tipo de acercamiento, me parece, exige ser crítico con las ortodoxias que se impusieron en las diferentes discusiones religiosas a lo largo de la historia. El acercamiento crítico a las categorías desplegadas por estas ortodoxias para reconstruir su historia, para darse nombre a sí mismos y a los demás, forma parte de esa perspectiva laica. Es importante tomar en cuenta que, detrás de los nombres dados a estas diferentes «herejías», hay una historia de luchas por el poder y que se trata de nombres que en muchos casos fueron dados por los ganadores a los derrotados.

En este punto, curiosamente, también estábamos de acuerdo. Llamar «arrianos» a quienes profesaban un conjunto de doctrinas, que los vencedores del concilio de Nicea asociaron a una persona en especial, no parece ser lo más adecuado. De la misma manera, no parecería la mejor opción llamar «pelagianos» a los que profesaban ideas que se asociaron a Pelagio, etcétera. Habría una suerte de violencia epistémica perpetrada por quienes los vencieron políticamente y proscribieron sus doctrinas, y sancionada por quienes asumieron esos nombres como ya dados para usarlos como categorías descriptivas en un trabajo historiográfico.

Pero, si ese es el caso, ¿por qué no ir más allá y cuestionar también el uso de la categoría de «herejes»? ¿Basta decir que se trata de una categoría legal? ¡Pero si se trata de una categoría impuesta a los demás por esa misma ortodoxia que les otorga un nombre más específico! ¿No era eso lo que cuestionábamos? Tal vez sí sería adecuado dar el paso y deshacernos del concepto de «herejía» como una categoría de análisis historiográfico.

¿Quiere decir esto que deberíamos abandonar el uso del término y sustituirlo de manera uniforme por otra expresión? No necesariamente. No se trata de cambiar términos, y ya, para quedarnos con el vino viejo en un odre nuevo;  se trata, más bien, de buscar categorías diferentes que nos permitan contar la historia de manera distinta, libre de compromisos con esas ortodoxias ante las que pretendemos asumir una visión laica y crítica.

Tal vez la distinción entre uso y mención sea de utilidad aquí. A fin de cuentas, los personajes involucrados hablaban de «herejes» y de «herejías»; y llamaban a otros «simonianos», «arrianos», «basilidanos», etcétera. Pero que nosotros admitamos que ellos lo hacían, y respetemos eso al momento de reconstruir algunas cosas de su pensamiento, no implica que debamos hacer uso también de esos nombres y de esas categorías que ellos utilizaban.

Una historia de la alquimia no puede dejar de hablar sobre el flogisto. No puede omitir las menciones del término y de los que formaban parte de la red terminológica a la que pertenecían. Sin embargo, esto no quiere decir que el historiador use dichos conceptos.

al-Mawardi revisitado (parte V-conclusiones provisionales)

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Hemos visto en entradas anteriores algunas cosas relativas al contexto de al-Mawardi, su vida y los problemas a los que su teoría sobre el califato intentó hacer frente. Hemos visto ya cuáles son las condiciones normales en que una persona puede llegar al califato; qué sucede en casos anómalos como el padecimiento de alguna deficiencia por parte de un imam en turno (donde se ha visto el caso también del control y la coerción); finalmente, se ha expuesto la distinción entre el emirato libremente asignado y el de conquista. Después de haber hecho este recorrido ¿qué observaciones, preguntas y enseñanzas podemos extraer?

Al manejar al-Mawardi la cuestión de la autoridad califal y las posibles situaciones anómalas de la manera en que lo hace,su texto presenta, por un lado, un realismo político crudo y cierta actitud de resignación ante las adversidades que enfrentaba el califato abbasí, e incluso la legitimación o reconcimiento legal de algunas; por el otro, una actitud desafiante del poder fáctico de los sultanes (tanto buyíes como selyúcidas) y de aquellos que pudieran hacerse con el control del imperio por medio de vías en principio ilegítimas. El blindaje jurídico que hace de la autoridad califal es sólido y claro: ninguna persona que se haga con el control del imperio por vía de la coerción, el control o la conquista puede ser reconocida como legítimo gobernante de la comunidad islámica; este papel corresponde únicamente al califa, electo de las maneras antes establecidas y que cumpla con las condiciones expuestas. Los demás no ejercen un poder legítimo, puesto que se ha impuesto por la fuerza a la comunidad.

Ninguna persona de la corte o familia del califa legítimo, ni conquistador alguno puede pretender asumir el puesto de imam por la fuerza, ni puede deponer al califa en turno legítimamente. Pueden obtener una sanción legal de su autoridad lograda por estos medios, pero esta jamás será reconocida como la auténtica autoridad, sino solo subordinada. Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos que se apropiaron del poder por la fuerza. Pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa legalizó de cierta manera su ejercicio del poder. Al menos de acuerdo con la ley, el sultán está obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato. En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Se puede ver también como un intento de recordar a los sultanes que su poder autoridad no era total ni legítima y que no podían deshacerse del califa si deseaban seguir ejerciendola de manera legal.

Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?.

Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. La teoría de al-Mawardi indica claramente que por encima del deber de obediencia a quienes ejerce el poder en la comunidad o sobre ella se encuentra el deber a Dios y a sus preceptos. El mandato coránico citado por el mismo al-Mawardi es muy claro: «obedeced a Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien deben obediencia en primer lugar.

Aunque la teoría de nuestro jurista cumple con su esfuerzo por reivindicar y blindar la autoridad del califa, en última instancia ni siquiera él es intocable o goza de autoridad absoluta e irresistible. El imamato mismo se considera como institución que debe garantizar el cumplimiento de los preceptos religiosos, en cuanto esto no se da, como se ha visto, deviene ilegítimo y el mismo califa puede ser destituido si esto es necesario. Aunque no se trata la cuestión en lo que hemos revisado, seguramente se reconocerá el deber de los fieles de desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a lo establecido en la ley religiosa.

La resistencia que se puede ofrecer de este modo no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe observar que se cumplan las leyes religiosas, debe guiar a la comunidad por el camino correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún en contra del sultán y, como hemos visto, al-Mawardi afirma que en caso de control o coerción tiene el deber de buscar ayuda para liberarse y recuperar su lugar al frente de la comunidad en caso de que las leyes sean violadas.

Quiero destacar algunas cosas que me parecen valiosas en la manera de proceder de al-Mawardi. En primer lugar, da una muestra de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera ilegítima sobre una comunidad política. No se trata de desconocer o disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar cuáles son las mejores vías para oponerse a él.

En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.

En tercer lugar, es una muestra de cómo se puede desconocer un orden político y legal establecido y mantenido por la fuerza, al fundar el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo del poder.

Algo más es el hecho de que intenta justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio del poder sobre bases capaces de ser aceptadas por la mayoría de la sociedad o toda ella, por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que conforman la sociedad. Esto es evidente en el hecho de que pretende que todos los musulmanes han de aceptar su propuesta basada en la exégesis del Corán y de las tradiciones.1

En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.

Finalmente, una cuestión muy importante, por la que creo que el estudio de su propuesta y sus implicaciones forma parte de las retóricas y poéticas de la vida civil es la distinción entre tipos de poderes que, a mi parecer, se encuentra presente en sus planteamientos. Si bien acepta el poder o autoridad que se impone por la fuerza, al momento de elaborar su teoría no plantea el recurso a un poder del mismo tipo para oponerse a él. No se trata del llamado a enfrentar fuerza con fuerza, las armas con las armas. Incluso si en última instancia se recurre a ellas, en el fondo no es eso de lo que se trata. Frente al un poder y control coercitivos de la fuerza y las armas, al-Mawardi opone uno de tipo moral-político: el de la religión y el ideal de vida que ella promueve. La desobediencia y resistencia a las leyes y mandatos de quienes se han impuesto por la fuerza se basa en la convicción interna de que se está prestando obediencia a un poder diferente de tipo superior, que no requiere la fuerza de las armas para imponerse y exigir obediencia.

Pero ¿acaso esto sólo se puede lograr mediante el recurso a los dogmas y preceptos de una religión como la islámica o de una religión en general? ¿Podemos hoy aspirar a fundar nuestras desobediencias a los poderes que se imponen o mantienen nada más que por la fuerza, el control o la coacción, en una convicción de este tipo sin necesidad de recurrir a una religión instituida, positiva, dogmática? ¿A qué podemos recurrir? ¿Podemos encontrar principios capaces de ser aceptados por todos como superiores e irrenunciables que provean de la convicción necesaria para hacer frente a los poderes que se imponen o mantiene por la fuerza y aceptar las consecuencias de ello?

1Curiosamente aquí se puede encontrar uno de los puntos que, en el plano de la práctica, resultaron más flacos en la propuesta de al-Mawardi. Él era un fiel musulmán hablando para otros musulmanes, pero a pesar de las coincidencias en puntos fundamentales, no hay que olvidar las grandes diferencias y desacuerdos existentes entre las distintas corrientes islámicas. Su propuesta difícilmente sería atractiva para las corrientes siíes o para los jariyíes, pero incluso dentro de las distintas corrientes sunníes seguramente habría desacuerdos importantes sobre su teoría. Él era jurista de la escuela Shafí, pero se sabe que tenía algunos conflictos con otros juristas importantes, especialmente de la escuela hanbalí, como Tayyib al-Tabari, que se opuso al nombramiento de al-Mawardi como juez de jueces. No parece casual que sus mayores conflictos fueran entablados con juristas pertenecientes a una escuela destacada por su insistencia en una interpretación lo más literal y apegada posible al texto coránico y a las tradiciones que se permitía pocas libertades en el uso del razonamiento analógico y rechazaba fuentes suplementarias del derecho, a diferencia de las escuelas malikí y hanafí.

al-Mawardi revisitado (parte 4 – emirato asignado libremente y emirato de conquista)

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El tema de los emiratos es una de las partes más interesantes del texto al-Ahkam al-Sultaniyyah de al-Mawardi. Aunque ya se han visto en otra entrada algunas situaciones anómalas que se pueden presentar a un imam y que pueden llevar incluso a su deposición, aquí es donde tal vez se manifiesta de manera más clara el realismo político de nuestro jurista y su aceptación de algunas situaciones que enfrentaba el califato abbasí: las conquistas de sus territorios.

En primer lugar, el emirato será contemplado dentro del conjunto más amplio de los llamados representantes o delegados del imam, junto con los vizires, jueces, comandantes de los ejércitos, colectores de impuestos y otros. En una primera distinción, se dirá que mientras los vizires son aquellos oficiales que ostentan una autoridad general sobre todas las provincias o territorios, de modo que representan al imam en todos los asuntos, los emires son aquellos tienen una autoridad general sólo sobre ciertas regiones o ciudades.1

al-Mawardi distingue dos tipos de vizirato o ministerio: el de delegación y el ejecutivo. En ambos casos el imam elige a una persona que lo representa y se encarga de los asuntos en su lugar. En el caso del primero el imam delega su autoridad en el vizir, es decir, le permite actuar como representante suyo pero de acuerdo a su propio juicio. En el caso del vizirato ejecutivo, la persona no tiene permitido obrar libremente de acuerdo con su propio juicio, sino sólo verificar que sea llevado a cabo lo dispuesto por el imam.2 En todo caso, las cualidades que debe poseer la persona a la que se nombra vizir son prácticamente las mismas que debe cubrir el aspirante al imamato, con excepción del linaje. Además se añade la condición de que posea conocimientos y experiencia en cuestiones de administración y de guerra.3 La existencia del vizirato es justificada mediante el recurso al Corán, a algunas tradiciones y mediante el argumento de que el imam no puede encargarse directamente de todo lo concerniente a la organización de la umma de modo que requiere nombrar representantes.

La diferencia entre el imamato y el vizirato de delegación será explicada alegando que a diferencia del imam, que no debe rendir cuentas a ningún superior, el vizir tiene que mantener informado al primero acerca de lo que dispone, sus acciones administrativas y los nombramientos que hace; en caso de obrar por su cuenta sin cumplir con su obligación de informar, se considera que está usurpando el imamato. El imam, por su parte, debe supervisar las acciones del vizir y su manejo de los asuntos, ratificar las decisiones correctas y corregir las que no lo son.4 Otros aspectos en que el vizirato se distingue del imamato son las siguientes: el vizir no puede designar un sucesor para su cargo; el imam tiene el derecho de solicitar permiso a la umma para renunciar a su cargo, pero el vizir no puede hacerlo; el imam tiene el derecho de remover a las personas establecidas por el vizir en algún puesto, pero el vizir no tiene permitido remover a las nombradas por el imam.5

Como se ha mencionado, al momento de formular la cuestión del emirato, al-Mawardi ubica éste en las provincias. Aquí la distinción se hará entre el emirato libremente asignado por el califa y el de conquista, que se pacta en tiempos de circunstancias irresistibles.

El emirato libremente asignado se instituye cuando el califa delega la responsabilidad de una provincia o ciudad determinada a una persona, de modo que ésta sume una responsabilidad general sobre ese territorio y tareas específicas de acuerdo con esa responsabilidad. Al-Mawardi define siete asuntos de los que debe encargarse el emir: 1) la organización de las fuerzas armadas; 2) la aplicación de la ley y el nombramiento de jueces y magistrados que se encarguen de ello; 3)la recolección de los impuestos y su distribución entre los que tienen derecho a ellos; 4) proteger la religión; 5) verificar que se cumplan los castigos establecidos por la ley religiosa; 6) encabezar las reuniones y oraciones del viernes; 7) verificar que las personas que deseen acogerse a la protección del islam puedan acceder a su territorio; en caso de que su provincia sea un territorio fronterizo, tendrá que encargarse de presentar guerra al enemigo.6 Las condiciones que se deben cumplir para la institución del emirato libremente asignado son básicamente las mismas que en el caso del vizirato.

El emirato de conquista, por su parte, es definido por nuestro jurista en los siguientes términos:

El emirato de conquista, que se concede en circunstancias coercitivas, ocurre cuando un jefe toma posesión de un país por la fuerza y el califa le inviste con el emirato, le otorga la autoridad para ordenar y dirigir el país; de esta manera. De esta manera el emir, aunque actúa despóticamente al dirigir y gobernar el país en virtud de la conquista, obtiene una sanción legal gracias a la autorización concedida por el califa. De esta manera un estado de cosas defectuoso en uno correcto, uno que está prohibido en uno legalmente permitido. Aunque esta práctica se aparta, en sus leyes y condiciones, de lo establecido en los nombramientos normales, protege las leyes de la sharia y mantiene los preceptos de la religión, a los que no se puede permitir degenerar debido al desorden o debilitarse por la corrupción. Esto está permitido en los casos de conquista y circunstancias irresistibles, pero no en el caso de que exista un candidato adecuado que pueda ser electo libremente, debido a la diferencia que existe entre la posibilidad de actuar libremente y la incapacidad para hacerlo.7

En el momento en que el conquistador es nombrado emir, adquiere obligaciones, que comparte con el califa: 1) proteger el imamato; 2 ) obediencia a la religión, lo que niega la posibilidad de rebeldía o un comportamiento rebelde por parte del emir; 3) observar un comportamiento amistoso y de muta asistencia; 4) garantizar que se cumplan los contratos realizados o pactados por las autoridades gubernamentales así como aquellos sancionados por la religión; 5) la recepción de los impuestos prescritos por la ley revelada y su buen manejo; 6) verificar el cumplimiento de los castigos establecidos por la ley religiosa; 7) el emir tiene que proteger escrupulosamente la religión.

Con el cumplimiento de estos deberes, los derechos y obligaciones del imamato y el reinado de ley en la umma se mantiene. Es por estas leyes que e nombramiento del emir es legítimo y su poder es obedecido legítimamente. Incluso si no se hace libremente, el califa debe anunciar su nombramiento como una manera de invitarlo a la obediencia y de prevenir un comportamiento rebelde de su parte. De esta manera, dice al-Mawardi, la autoridad nominal está garantizada al conquistador, mientras que el poder ejecutivo sigue en manos del califa, y el emir sólo lo ejerce como representante del mismo.

Ahora que hemos hecho el recorrido de las aituaciones normales y las anómalas que se pueden presentar al imamato, es posible llamar la atención sobre algunos aspectos de la propuesta de al-Mawardi y extraer algunas enseñanzas de allí. De esto me ocuparé en la siguiente entrada.

1Además de estas dos figuras se encuentran también aquellas que tienen autoridad sobre algún asunto particular en todas las provinicas (como el juez supremo o el comandante de las fuerzas armadas) y aquellos que poseen una autoridad particular en una región particular también (como el juez de una ciudad o el colector de impuestos de la misma). Las figuras de los dos últimos tipos no serán objeto de análisis aquí, mientras que el vizirato será examinado a grandes rasgos,

2Íbid., p. 37

3Ídem.

4Íbid., p. 41

5Ídem. Para el caso del vizirato ejecutivo se harán más especificaciones sobre los atributos que debe poseer quien ocupe el puesto. Pero en cualquier caso, su autoridad es menor que la del vizirato de delegación, puesto su función es exclusivamente verificar que se cumplan las disposiciones califales, de modo que no puede, por ejemplo, hacer nombramientos o revocar personas de sus puestos por cuenta propia.

6Íbid., p. 48. Junto a este emirato llamado “general” se distinguirá también uno “especial”, cuya diferencia con el primero radica en que el emir nombrado no asume la responsabilidad judicial, la de lo tocante a la jurisprudencia ni a algunos impuestos. Al-Mawardi hará una explicación detallada de las diferencias entre estos dos tipos de emirato, así como de sus similitudes y los protocolos necesarios para los nombramientos. Sin embargo, dado que ambos emiratos son concedidos libremente por el califa, no considero necesario dar seguimiento detallado a los planteamientos de al-Mawardi en estos puntos.

7Íbid., pp. 53-54

al-Mawardi revisitado (parte 3-la deposición del imam)

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Se han visto ya las condiciones que al-Mawardi postula en al-Ahkam al-Sultaniyyah para que alguien pueda aspirar a ser imam, las que se deben cumplir para su designación y cuáles son sus deberes. Corresponde ahora examinar razones por las que un imam podría ser apartado del cargo.

Éstas razones son englobadas en dos grandes grupos: 1) faltas a la decencia; y 2) deficiencias físicas. Las primeras son definidas como desviaciones moral que pueden constituir tanto en la realización de acciones reprobables,producto del deseo, como en una desviación en la interpretación del credo, de modo que sea contraria a la verdad.1 Las segundas pueden tratarse de una deficiencia mental o física: una pérdida de capacidades intelectuales que impida a la persona seguir ejerciendo el imamato o alguna deficiencia física que le impida realizar plenamente las actividades propias del mismo.2

Hay otras dos cosas que al-Mawardi considera como impedimentos o deficiencias en la capacidad de acción del imam, por las cuales podría ser depuesto de manera legitima y merecen un interés mayor: el control y la coerción por parte de otros.

El primero se da cuando alguien del mismo séquito del gobernante adquiere mayor autoridad que él y gobierna sin aceptar desobediencias ni actos de oposición. Sorprendentemente, en principio esto no se considerará como razón suficiente para revocar del imamato a la persona que lo ocupa, y se afirma además que no perjudica la validez de su gobierno.3 En estos casos las acciones de la persona que ha tomado el control tienen que ser investigadas: si son acordes con la religión y sus mandatos, así como con los requerimientos de la justicia, entonces se puede permitir que la situación continúe; si estos mandatos no se observan y la umma se corrompe, el imam debe buscar la ayuda de alguien más con el fin de poner fin al control que lo sujeta.4

El caso de la coerción es parecido. Se trata del caso en que el imam se vuelve cautivo de una fuerza enemiga de la que no puede liberarse. Cuando esto sucede e imam no puede encargarse de examinar y guiar los asuntos de los musulmanes, entonces el contrato por el que accedió al imamato queda anulado y la comunidad tiene que buscar a otra persona que ocupe el puesto. Pero esto no se puede hacer sin que la comunidad intente rescatarlo previamente y mientras haya esperanzas de que sea liberado. Esto aplica tanto si los enemigos que lo han capturado son enemigos del islam o musulmanes rebeldes.5

Sólo hay un caso en que a pesar de estar cautivo y sin esperanza de liberación, un hombre puede conservar el imamato: cuando es capturado por musulmanes rebeldes que no tienen un imam, de modo que reina el caos. Esto se debe a que el juramento de lealtad obliga también a los musulmanes rebeldes. Se puede decir que aunque impedido y apresado por ellos de facto, sin embargo conserva su autoridad sobre ellos de iure. 6

Pero si los rebeldes han elegido a un imam por su cuenta y han jurado lealtad a él, entonces el capturado queda excluido del imamato en cuanto no quedan esperanzas de liberarlo, pues los rebeldes han abandonado toda obediencia a él y en el territorio ocupado por ellos rigen reglas diferentes a las de la comunidad. Las personas leales al capturado no pueden esperar que él los asista, ya no tiene poder alguno de modo que deben elegir un nuevo gobernante.

Todos estos planteamientos parecen preparar el camino para la distinción que será llevada a cabo más adelante entre el emirato general libremente asignado y el emirato de conquista. Y también es posible asociar algunos de ellos con la situación particular del momento. El caso del califa controlado puede verse por un lado como un reconocimiento de situaciones que se habían presentado ya en la historia de la dinastía abbasí en que algún miembro de la familia o de la corte y no el califa era el que en realidad ejercía el control del imperio.7

El postulado de que el califa debe buscar a quien le ayude a oponerse a quien lo controla, cuando la ley es infringida, se puede ver como una justificación de las posibles negociaciones de los abbasíes con los selyúcidas para buscar su apoyo en contra de los buyíes que, musulmanes y todo, eran sííes.

Además, el último caso contemplado cuando se trata el asunto de la coerción, también parece estar formulado de manera en que se pueda aplicar al caso de la toma del control imperial por parte de los buyíes. Sería un tanto aventurado asegurar que efectivamente no tenían un líder bien definido al que fueran leales al momento de tomar Bagdag, de modo que el caos amenazara el imperio debido a ello. Pero es indudable que la posibilidad de afirmar que esto era así, de manipular la visión sobre lo que había ocurrido y cómo en ese momento, para hacer que así pareciera, era indudablemente útil para las pretensiones de reafirmar la necesidad de mantener al califa abbasí en su sitio y de reafirmar su supremacía.

Aunque tal vez lo más importante en estos puntos es el hecho de que se hace evidente que no se exige una lealtad a ultranza de la comunidad al imam. Lo más importante, lo que tiene prioridad, sin importar quién ejerce realmente el poder o tiene la capacidad para hacerlo es el cumplimiento de la ley revelada. Ante el poder de las personas se distingue el poder político-moral de la religión, único irrenunciable. Esta idea que está de fondo se reafirmará con mayor fuerza cuando se trate el caso de los emiratos. Al que conviene dirigirnos ahora.

1 al-Ahkam al-Sultaniyyah, p. 30

2Pérdida de la vista, del oído, del habla, pérdida de las manos o de las piernas o una pérdida de movilidad que le impida actuar. Íbid., p. 31-33

3Aunque esto resulta comprensible si se considera que, a fin de cuentas, el imamato es considerado aquí como una institución que se impone para garantizar e cumplimiento de la ley revelada.

4Íbid., p. 34

5Ídem.

6Íbid., p. 35

7 Durante el califato de Mutamid (870-892), por ejemplo, quien realmente ejerció el poder durante la mayor parte de su periodo de gobierno fue su hermano Muwaffaq

Se han visto ya las condiciones que al-Mawardi postula en al-Ahkam al-Sultaniyyah sobre par que alguien pueda aspirar a ser imam, las que se deben cumplir para su designación y cuáles son sus deberes. Corresponde ahora examinar razones por las que un imam podría ser apartado del cargo.

Éstas razones son englobadas en dos grandes grupos: 1) faltasa la decencia; y 2) deficiencias físicas. Las primerasson definidas como desviaciones moral que pueden constituir tanto en la realización de acciones reprobables,producto del deseo, como en una desviación en la interpretación del credo, de modo que sea contraria a la verdad.1 Las segundas pueden tratarse de una deficiencia mental o física: una pérdida de capacidades intelectuales que impida a la persona seguir ejerciendo el imamato o alguna deficiencia física que le impida realizar plenamente las actividades propias del mismo.2

Hay otras dos cosas que al-Mawardi considera como impedimentos o deficiencias en la capacidad de acción del imam, por las cuales podría ser depuesto de manera legitima y merecen un interés mayor:el control y la coerción por parte de otros.

El primero se da cuando alguien del mismo séquito del gobernante adquiere mayor autoridad que él y gobierna sin aceptar desobediencias ni actos de oposición. Sorprendentemente,en principio esto no se considerará como razón suficiente para revocar del imamato a la persona que lo ocupa, y se afirma además que no perjudica la validez de su gobierno.3 En estos casos las acciones de la persona que ha tomado el control tienen que ser investigadas: si son acordes con la religión y sus mandatos, así como con los requerimientos de la justicia, entonces se puede permitir que la situación continúe; si estos mandatos no se observan y la umma se corrompe, el imam debe buscar la ayuda de alguien más con el fin de poner fin al control que lo sujeta.4

El caso de la coerción es parecido. Se trata del caso en que el imam se vuelve cautivo de una fuerza enemiga de la que no puede liberarse. Cuando esto sucede e imam no puede encargarse de examinar y guiar los asuntos de los musulmanes, entonces el contrato por el que accedió al imamato queda anulado y la comunidad tiene que buscar a otra persona que ocupe el puesto. Pero esto no se puede hacer sin que la comunidad intente rescatarlo previamente y mientras haya esperanzas de que sea liberado. Esto aplica tanto si los enemigos que lo han capturado son enemigos del islam o musulmanes rebeldes.5

Sólo hay un caso en que a pesar de estar cautivo y sin esperanza de liberación, un hombre puede conservar el imamato: cuando es capturado por musulmanes rebeldes que no tienen un imam, de modo que reina el caos. Esto se debe a que el juramento de lealtad obliga también a los musulmanes rebeldes. Se puede decir que aunque impedido y apresado por ellos de facto, sin embargo conserva su autoridad sobre ellos de iure. 6

Pero si los rebeldes han elegido a un imam por su cuenta y han jurado lealtad a él, entonces el capturado queda excluido del imamato en cuanto no quedan esperanzas de liberarlo, pues los rebeldes han abandonado toda obediencia a él y en el territorio ocupado por ellos rigen reglas diferentes a las de la comunidad. Las personas leales al capturado no pueden esperar que él los asista, ya no tiene poder alguno de modo que deben elegir un nuevo gobernante.

Todos estos planteamientos parecen preparar el camino para la distinción que será llevada a cabo más adelante entre el emirato general libremente asignado y el emirato de conquista. Y también es posible asociar algunos de ellos con la situación particular del momento. El caso del califa controlado puede verse por un lado como un reconocimiento de situaciones que se habían presentado ya en la historia de la dinastía abbasí en que algún miembro de la familia o de la corte y no el califa era el que en realidad ejercía el control del imperio.7

El postulado de que el califa debe buscar a quien le ayude a oponerse a quien lo controla, cuando la ley es infringida, se puede ver como una justificación de las posibles negociaciones de los abbasíes con los selyúcidas para buscar su apoyo en contra de los buyíes que, musulmanes y todo, eran sííes.

Además, el último caso contemplado cuando se trata el asunto de la coerción, también parece estar formulado de manera en que se pueda aplicar al caso de la toma del control imperial por parte de los buyíes. Sería un tanto aventurado asegurar que efectivamente no tenían un líder bien definido al que fueran leales al momento de tomar Bagdag, de modo que el caos amenazara el imperio debido a ello. Pero es indudable que la posibilidad de afirmar que esto era así, de manipular la visión sobre lo que había ocurrido y cómo en ese momento, para hacer que así pareciera, era indudablemente útil para las pretensiones de reafirmar la necesidad de mantener al califa abbasí en su sitio y de reafirmar su supremacía.

Aunque tal vez lo más importante en estos puntos es el hecho de que se hace evidente que no se exige una lealtad a ultranza de la comunidad al imam. Lo más importante, lo que tiene prioridad, sin importar quién ejerce realmente el poder o tiene la capacidad para hacerlo es el cumplimiento de la ley revelada. Ante el poder de las personas se distingue el poder político-moral de la religión, único irrenunciable. Esta idea que está de fondo se reafirmará con mayor fuerza cuando se trate el caso de los emiratos. Al que conviene dirigirnos ahora.

1Íbid., p. 30

2Pérdida de la vista, del oído, del habla, pérdida de las manos o de las piernas o una pérdida de movilidad que le impida actuar. Íbid., p. 31-33

3Aunque esto resulta comprensible si se considera que, a fin de cuentas, el imamato es considerado aquí como una institución que se impone para garantizar e cumplimiento de la ley revelada.

4Íbid., p. 34

5Ídem.

6Íbid., p. 35

7 Durante el califato de Mutamid (870-892), por ejemplo, quien realmente ejerció el poder durante la mayor parte de su periodo de gobierno fue su hermano Muwaffaq

al-Mawardi revisitado (parte 2- requisitos y deberes del imam)

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Como se ha dicho, en una entrada anterior, en su obra al-Ahkam al-Sultaniyyah Mawardi, expone cuáles son los fundamentos del ejercicio del poder en el interior de la comunidad islámica desde un punto de vista jurídico o legal. La primera parte está dedicada a exponer cuáles son los requisitos que debe cumplir alguien para poder aspirar a ser imam, como es designado para el cargo y cuáles son sus deberes. Se puede decir que aquí se describen las condiciones normales aunque, como se verá, hay algunos postulados que responden a las situaciones un tanto «anómalas» que se daban en la práctica.

En primer lugar, al-Mawardi sostuvo que el califato es algo impuesto por la revelación y no producto de una deliberación racional, es necesario en tanto que impuesto por la voluntad divina, que no por la voluntad de los hombres. Mawardi interpreta el mandato coránico “obedeced a Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos”,1 como una imposición de obediencia a ciertas personas, de modo que la ley es la que ordena obedecer, no la razón.2

Una vez establecido esto, al-Mawardi examina la manera en que una persona debe llegar al imamato. Distingue dos grupos entre los miembros de la sociedad: el de aquellos que son elegibles al cargo y el de aquellos que pueden elegir al que lo ha de ocupar.3 Esta parte podría entenderse como una apertura a la posibilidad de una elección democrática del imam, pero ésta es inmediatamente clausuradas, en el momento en que se estipulan las características que deben poseer tanto los que pueden elegir al imam como los que son elegibles para el puesto.

En primer lugar, las personas deben cumplir con tres condiciones para poder participar en la elección del imam: 1) deben ser justas y obrar justamente; 2) deben poseer el conocimiento sobre quién tiene el derecho a ejercer el imamato; 3) deben poseer la comprensión y sabiduría que les permita elegir a la persona más adecuada para el imamato y a la que sea la más honesta y sabia en lo tocante a los asuntos de la administración.

En segundo lugar, son siete las condiciones que debe cumplir una persona para ser elegible al cargo de imam: 1) debe ser justa; debe poseer conocimiento que lo habilite para el ijtihad el esfuerzo de interpretación de la ley, en cuestiones imprevistas y que le permita llegar a formulr los juicios adecuados; 3) debe gozar de buena salud y facultades de percepción; 4) gozar de miembros saludables que no inhabiliten o impidan sus movimientos; 5) ser capaz de organizar a la gente y organizar los oficios propios de la administración; 6) poseer coraje y bravura para defender el territorio del islam y poder dirigir el jihad contra el enemigo; 7) ser Quraysh, es decir, miembro de la tribu del profeta.4

La elección del imam es ineludible y tiene que ser llevada a cabo incuso si sólo hay una persona apta para el puesto.5 Una vez que los electores deciden quién es el adecuado para ocupar el cargo de imam, se lo ofrecen y él acepta (porque el seleccionado es libre de rechazar el cargo) se presta el juramento de lealtad a esa persona, el imamato queda instituido mediante este acto, y la umma en su totalidad queda ligada por este juramento de leatad y le debe obediencia al seleccionado.6

Una vez que el imamato ha quedado establecido, no hay forma de revocar la decisión. Incluso si aparece una persona más excelente y de mejores cualidades con derecho a ocupar el puesto el imamato prevalece y no le está permitido a quien lo ocupa declinar incluso si es a favor de una persona más excelente que él.7

Finalmente, no puede haber más de un imam al mismo tiempo. Si se establecen dos imamatos en ciudades diferentes al mismo tiempo uno de los dos tiene que ser considerado como no válido.

Hay otra manera en que se puede decidir quién será el imam: el imam en turno puede quién ha de sucederlo. Puede también señalar a más de una persona como posible sucesor e indicar el orden de su preferencia entre ellos.8 Pero cuando un nuevo imam asume el cargo tiene el derecho de nombrar a su sucesor o sucesores y excluir de entre ellos a los otros nombrados por su antecesor.9

Hasta este punto, se puede ver en estos planteamientos la aceptación implícita de varias situaciones que se daban efectivamente en el califato al momento de la elaboración de la teoría, pero también un intento de “blindar” el puesto del califa y su autoridad. Se ha señalado ya el etnocentrismo de la sexta condición que debe cumplir el aspirante al imamato, restringir la sucesión califal a la tribu qurayshí, sin dar preeminencia a ninguna familia, sirve, por un lado, para reafirmar la legitimidad del califato abbasí, aunque en este momento su poder fuera más nominal que efectivo; por el otro, sirve para declarar ilegítimo cualquier intento de asumir o tomar el cargo por parte de los buyíes o los turcos selyúcidas.

La afirmación de que la elección del califa puede ser hecha por una sola persona, sirve para legitimar la sucesión directa en el califato entre padre e hijo o entre el califa en turno y la persona que él decida nombrar como sucesor, sin tener en cuenta la opinión o preferencia de los juristas o cualquier otro sector de la comunidad. En este mismo sentido apuntan los planteamientos que confieren al imam el poder de limitar la elección de otros electores. De este modo, la clausula de acuerdo con la cual se debe decidir qué candidato ocupará el cargo en el caso de que haya más de un candidato al puesto, queda como una previsión que sólo es pertinente en el caso de que el califa muera sin haber designado antes un heredero.

Un objetivo más de estos postulados es ofrecer una guía de acción que ayude a prevenir los conflictos internos que podrían ser causados por la sucesión. A este fin se encaminan las afirmaciones de que quien asume el cargo puede excluir legítimamente de la sucesión a las demás personas contempladas por su predecesor.10

La prohibición de deponer al imam incuso cuando aparece un candidato más apto para el cargo constituye también un blindaje jurídico para hacer frente a los posibles intentos de invasores, movimientos oligárquicos, militares o populares de deponer a un imam.11

La declaración de que no puede existir más de un imam al mismo tiempo no sólo sirve para evitar posibles conflictos en la sucesión sino también para declarar la ilegitimidad de quienes pretendan fundar un imamato independiente y también las de los gobiernos siíes existentes en otros lados como la dinastía Fatimí en Egipto.

Una vez que deja establecidas las bases para el nombramiento y sucesión de los imames, al-Mawardi procede a enumerar los deberes de los mismos. Son diez las obligaciones que aparecen enumeradas por él:

  1. Guardar la fe, los principios de la religión, tal como fueron establecidos originalmente y las creencias sobre todo aquello en que las primeras generaciones de la umma se mostraron de acuerdo.

  2. Disponer el que sean aplicadas las sentencias legales con el fin de las disputas lleguen a un término en que reine a equidad, de modo que los fuertes no dominen y los débiles no se vea oprimidos.

  3. Proteger el territorio del Islam y encargarse de que prevalezca el orden público de manera que la gente pueda ganar su sustento y que sus personas y pertenencias se vean resguardadas.

  4. Vigilar que sean ejecutadas las sanciones de los tribunales religiosos de modo que las prohibiciones prescritas por Dios no sean violadas y prevenir que los siervos de Dios padezcan abusos.

  5. Fortificar las fronteras para prevenir posibles ataques y defenderlas con fuerza del enemigo que pueda aparecer e intentar violar lo que es sagrado o derramar la sangre de los creyentes o a los dhimmis que son protegidos por ellos mediante un pacto.

  6. Encargarse del jihad en contra de aquellos se resisten a aceptar el Islam después de haber sido invitados a abrazarlo o a volverse protegidos de los musulmanes.

  7. Colectar las tasas y limosnas que la ley religiosa y los tribunales han instituido, sin recurrir al miedo o la opresión.

  8. Asegurarse de la distribución de los recursos sin prodigalidad y con puntualidad.

  9. Cuidar del reclutamiento de funcionarios fieles y confiables para asegurar la administración del estado

  10. Ocuparse personalmente de la vigilancia y escrutinio de las circunstancias generales de la política en la umma y la defensa de la nación.

Hasta aquí llega lo que se pueden considerar las circunstancias normales en que se da la elección de los imames y la transición entre el periodo de mandato entre ellos. Es por demás interesante observar que el tema del que se ocupa al-Mawardi enseguida es el de las razones por las cuales podría apartarse del cargo a una persona. Estas cuestiones serán objeto de la siguiente entrada.

1Corán 4: 62

2Al-Mawardi, The laws of islamic governance, p. 10

3Íbid., p. 11

4 al-Mawardi pone especial atención en este ultimo punto e intenta desestimar las opiniones de aquellos que sostienen que el puesto está abierto a cualquiera mediante el recurso a distintas tradiciones o hadiz. Esta clausula es claramente etnocéntrica, pues restringe el acceso al imamato y, con esto, a la cabeza del imperio a personas de origen no-árabe. Sorprende de alguna manera que no intente restringir este acceso y reservarlo para una familia en particular, estrategia que bien podría ser utilizada en contra de las pretensiones de legitimidad de los distintos grupos siíes.

5Íbid., p. 15

6Íbid., p. 14

7Íbid., p. 15

8Íbid., p. 23

9Íbid., p. 25

10Esta prevención de disputas internas era pertinente y prudente: en la historia de la dinastía abbasí se habían dado varias luchas en torno al asunto de la sucesión (la más célebre, quizá, es la que se libró entre Amin y Mamun, hijos Harun al-Rashid, a la muerte de su padre). Dada la precaria situación del poder abbasí, lo que menos convenía era el surgimiento de este tipo.

11Más adelante se dirá que incluso los musulmanes rebeles están ligados por el pacto de lealtad al califa en turno.

al-Mawardi revisitado (parte 1- el contexto)

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Ali ibn Muhammad al-Mawardi, personaje del siglo XI, suele ser considerado el primer jurista sunní que construyó una teoría completa sobre el califato. Esto no significa que el tema haya estado ausente en las reflexiones de juristas anteriores; en las obras de los teólogos más importantes aparecen algunas ideas dispersas sobre el imamato e incluso se llega a dedicar un apartado especial a este tópico. El mérito de éste erudito radica en ser el primero que elaboró una teoría legal sistemática sobre el poder.1 En su obra al-Ahkam al-Sultaniyyah Mawardi, expone cuáles son los fundamentos del ejercicio del poder en el interior de la comunidad islámica desde un punto de vista jurídico o legal. Como consecuencia todo ejercicio del poder que no sea acorde con las bases presentadas por él carecería de legitimidad. Como se puede ver, los alcances e implicaciones que pretendía su obra eran de suma importancia.

Si se examinan algunos aspectos de su contexto, el esfuerzo de Mawardi resulta sumamente interesante. El mundo en que le tocó vivir era complicado políticamente. En el año 946, el grupo sií de los buyíes, tomó Bagdag y puso un punto final al que hoy se considera como el primer periodo del califato abbasí. A partir de la llegada de los buyiés, los califas, hasta entonces poderosos y reconocidos gobernantes del imperio, se vieron reducidos casi al papel de simples títeres de los señores de la guerra. Continuaban siendo los gobernantes nominales del imperio, pero eran otros quienes realmente ostentaban el poder.2 Con la llegada de este grupo surgió una institución que después se haría muy célebre: el sultanato. Mientras el califa era el gobernante nominal, era en manos del sultán donde recaía el poder en la práctica. Para el momento en que al-Mawardi nació habían transcurrido ya casi 30 años desde la llegada de los buyíes y su posición se había consolidado.

Nuestro jurista llegó al mundo en el año 974. Se sabe que estudió en Basra, su lugar de origen, y después en Bagdag. Una vez terminados sus estudios se volvió maestro de leyes. Al parecer, el renombre que adquirió debido a la profundidad y amplitud de sus conocimientos llamó la atención de las autoridades, pues fue nombrado Kadi (juez) en algunas ciudades de provincia cerca de Nishapur y, finalmente, en Bagdag.

Si bien en la teoría el puesto de kadi o juez era importante y tenía una gran influencia, en la práctica se encontraba muy limitado. El kadi era una persona en que el califa (directa o indirectamente, a través de representantes suyos) delegaba el poder de hacer justicia. Esto no quiere decir que pudiera juzgar de acuerdo con su libre criterio, el objetivo de la institución era verificar la aplicación y observación de la ley religiosa, de modo que el juez debía examinar los casos que se le presentaran a la luz de esta ley. Pero aunque en teoría el ocupante del puesto podía juzgar tanto casos “civiles” como “penales”, su competencia estaba especialmente limitada en el cso de estos últimos, pues la facultad de reprimir y juzgar estos delitos recaía en la shurta, institución encargada de mantener el orden público.3 Con todo, es un hecho que el kadi era considerado una autoridad en materia de ley religiosa y un guía para los demás en lo que respecta a la observación de las mismas.

Además de su prestigio como hombre de leyes, parece que sus habilidades como negociador eran también buenas, el califa al-Kadir, que ocupó el caro entre 991 y 1031, recurrió a él en sus negociaciones con los buyíes. En la ocasión en que el gobernante buyí Djalal al-Dawla solicitó al califa que le concediera el título de shāhanshā o rey de reyes, al-Mawardi, en su calidad de kadi de Bagdag emitió un dictamen jurídico que declaraba la ilegitimidad del otorgamiento de semejante título.4 Parece también que el mismo califa quiso apoyarse en Mawardi para impulsar el sunnismo y le encargó la elaboración de varios tratados de leyes. Semejante intención por parte del califa no dejaba de ser un tanto subversiva dado que los buyíes eran de filiación sií.

El sucesor de al-Kadir, el califa al-Kâ’im, que ocupó el cargo entre 1031 y 1074, también apreció las habilidades diplomáticas del jurista y lo eligió como representante en cuatro ocasiones para realizar misiones diplomáticas. Las primeras dos misiones fueron llevadas a cabo en 1031 y 1037. Al parecer el caifa quedó muy satisfecho con el desempeño de al-Mawardi, puesto que en 1038 lo nombró Kūdāt Kādī, “juez de jueces”, a pesar de la oposición de otros juristas eminentes que negaban la legitimidad de este título.5 Esto no indica en parte la estima de la que gozó nuestro personaje por parte de las autoridades, especialmente del califa, y, por otro, de la autoridad jurídica que estas personas deseaban que al-Mawardi ostentara. Me parece que es del todo válido preguntarse qué interés podían tener el califa y otros en que al-Mawardi gozara de este prestigio y de semejante autoridad. En primer lugar esto implicaba dar preeminencia a sus elaboraciones jurídicas por encima de las que hicieran otros juristas, aunque versaran sobre los mismos temas. No se puede dejar de ver un intento de hegemonización en este tipo de decisiones. En cualquier caso, se sabe que las otras dos misiones diplomáticas realizadas por el ahora “juez de jueces” se llevaron a cabo en 1042-43 y 1043-44.

¿Qué tipo de misiones fueron las que realizó al-Mawardi? ¿cuáles eran sus objetivos?. Se sabe que en una de ellas se encontró con Togril, líder de los turcos selyúcidas para protestar por actos de pillaje y depredación cometidos por su gente en territorios del imperio abbasí.6 Es posible que en otras misiones fuera también encargado de negociar con los mismos turcos y, además, es posible que las intenciones de éstas no fueran precisamente las que se declaraban abiertamente.

Los selyúcidas habían adquirido una presencia importante desde aproximadamente 1030 en la zona del Jorasán y su poder militar iba en claro aumento desde entonces. Además, los selyúcidas eran de filiación sunní lo cual pudo haber llamado poderosamente la atención de los califas hacia ellos. En un momento en que el califato recaía en la familia abbasí de filiación sunní, pero el imperio era realmente controlado por los buyíes siís y además las principales potencias opositoras al imperio eran también siís (como el califato fatimí de Egipto, o el gobierno hamdaní de Siria), los selyúcidas podían ser vistos como posibles aliados para recuperar el control del imperio y oponerse a los gobiernos siís de los alrededores. Además, los selyúcidas entraron en conflicto con algunos de los opositores al califato abbasí: atacaron algunas dinastías kurdas y daylamíes, en la región de Fars y del Caspio, llegaron a ocupar Nishapur en 1038 y arrebataron una porción de territorio a os gaznávidas en 1041.7 Es posible que, más allá de las intenciones declaradas, uno de los objetivos de las misiones encomendadas a al-Mawardi haya sido evaluar las posibilidades de establecer una alianza estratégica entre los abbasíes y los selyúcidas o incluso encargarse de establecer dicha alianza. J. S. Nielsen parece pensar algo así cuando afirma que el objetivo del al-Mawardi, era restaurar la autoridad de los califas como preparación para la llegada de los selyúcidas.8 Lo cual indicaría que los califas abbasíes tenían la intención de utilizar a los selyúcidas para poder quitar de la escena a los buyíes y recobrar el control del imperio.

Si estas eran las expectativas de los abbasíes, se cumplieron pobremente. Los selyúcidas sí sacaron de la escena a los buyíes, pues tomaron Bagdag en el año 1055 y pusieron fin a su dinastía. Y también se enfrentaron a otras dinastías siís, pero no sólo por su fervor sunní, pronto se reveló su intención de desplazar los poderes fácticos sin renunciar ellos mismos a los frutos de la conquista militar o a los que ya gozaban antes las dinastías imperantes. No pretendían acabar con los gobiernos siíes para devolver el control de las regiones controladas por ellos al califa abbasí. No estaban dispuestos a renunciar al poder imperial y mostraron su capacidad para hacer uso de las estructuras administrativas y de poder existentes antes de su llegada.9

Es posible que al-Mawardi intuyera que algo así sucedería, puesto que en sus textos, como se verá, si bien se puede encontrar una estrategia que pretende reivindicar la autoridad del califa y mostrar su preeminencia sobre las demás, no afirma que sea la única posible o que no se puedan reconocer otras y desarrollará una importante distinción entre el emirato de derecho y el de conquista. Pero además, como se verá, su teoría tiene la capacidad de hacer frente tanto al éxito de los selyúcidas, como a su fracaso y, con él, a la permanencia de los buyíes a la cabeza del imperio. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo es posible intentar empoderar al califa y, al mismo tiempo, reconocer la autoridad de quienes por medio de la conquista sumen el poder de modo que la respeten?. Es momento de examinar los planteamientos de al-Mawardi.

1Véase Crone, Patricia. God’s rule. Government and islam, p. 222 y Campanini Máximo. Islam y política, p. 117

2Véase Bloom M. Jonathan y Blair, Shaila S. Islam. Mil años de ciencia y poder, p. 72

3Tyan, E. “Kādī” en The Encyclopaedia of Islam Vol. IV, p. 373

4Brockelman, C. “al-Mawardi” en The Encyclopaedia of Islam Vol. VI, p. 869

5Ídem.

6“Saldjūkids” en The Encyclopaedia of Islam Vol. VIII, p. 939

7Íbid., pp. 938-939

8Nielsen, J. S. “Māzalim” en The Encyclopaedia of IslamVol. VI, p. 934

9Íbid., p. 936

Al-Mawardi y las bases del derecho a ejercer el poder

al-Mawardi

En el año 974 nació en Basrah, hoy perteneciente a Irak, Ali ibn Muhammad al-Mawardi y su andar por el mundo llegaría a su fin alrededor del año 1058. Este personaje suele ser considerado el primer jurista sunní que construyó una teoría completa sobre el en la cual sienta las bases teológicas y legales para la intervención política de los califas. Esto no quiere decir que el tema haya estado ausente en las reflexiones  de los juristas anteriores a al-Mawardi, en las obras de los teólogos más importantes  aparecen algunas ideas dispersas sobre el imamato, pero hasta el momento en que él  escribió sus tratados sobre el tema, el imamato no había sido tema de tratados legales  completos. Más aún, los pasajes sobre el imamato presentes en los escritos jurídicos anteriores a Mawardi se refieren más bien a la persona que dirige la oración, no al  gobernante de la comunidad islámica. El mérito de éste erudito está en ser el primero que  presentó al imamato como tema central de tratados jurídicos completos. Al-Mawardi  constituye un caso paradigmático de la manera de enfrentarse a estos problemas como  erudito de las leyes que vale la pena examinar para contrastar con otras maneras de enfrentarse a los mismos, examinar sus logros y sus limitaciones. Además, al tratar el tema de manera sistemática, se puede decir que ayudó a enfocar la atención de los juristas en la cuestión de los fundamentos del ejercicio del poder en el interior de la comunidad islámica, especialmente en el interior de las distintas corrientes sunníes. La magnitud de su empresa se puede comprender mejor si se atiende al hecho de que si se acepta su teoría, todo ejercicio del poder que no se proponga cumplir con los deberes enunciados por Mawardi, o que intente imponerse sobre la comunidad de manera diferente a las que Mawardi enuncia, sería un poder ilegítimo, un poder sin derecho.

El hecho de que haya dedicado sus esfuerzos a dejar bien sentadas las bases del poder califal, así como su extensión resulta por demás interesante cuando se atiende a su contexto. El mundo en que le tocó vivir era complicado políticamente. En el año 946, el grupo sií de los buyíes, había tomado Bagdag y puso un punto final al que hoy se considera como el primer periodo del califato abbasí. A partir de la llegada de los buyiés, los califas, hasta entonces poderosos y reconocidos gobernantes del imperio se vieron reducidos casi al papel de simples títeres de los señores de la guerra. Es verdad que continuaban siendo los gobernantes nominales del imperio, pero eran otros quienes realmente ostentaban el poder. Con la llegada de este grupo surgió una institución que después se haría muy célebre: el sultanato. Mientras el califa era el gobernante nominal, era en manos del sultán donde recaía el poder en la práctica. Por si esto fuera poco, en el año 1055 los buyíes fueron desplazados por los selyúcidas y en ellos recayó el sultanato, pues al igual que los buyíes dejaron en su puesto al comendador de los creyentes, como gobernante nominal. Veamos algunos de los planteamientos de Mawardi y analicemos después cómo responden a la situación en que surgieron y a los problemas que enfrentó.

En primer lugar, al-Mawardi sostuvo que el califato es algo impuesto por la revelación y no producto de una deliberación racional, es necesario en tanto que impuesto por la voluntad divina, que no por la voluntad de los hombres. El califa es, de acuerdo con estos planteamientos, el heredero y sustituto del Profeta en la comunidad islámica, pero su poder no es absoluto, ni tan amplio como el de Mahoma. Tiene el deber de reivindicar y defender los derechos de Dios y de los hombres, pero su poder es exclusivamente el de hacer que la ley se cumpla, no dicta ni modifica las leyes él mismo. Su poder no es, pues, legislativo sino ejecutivo aunque para poder cumplir cabalmente con su deber de hacer que la ley se cumpla, él mismo debe ser docto en ciencias religiosas. De manera más concreta, los deberes que generales que al-Mawardi atribuye al califa son diez:

i)asegurar el mantenimiento de los principios de la religión y de las creencias sobre todo aquello en que los Antiguos se habían mostrado de acuerdo; ii) disponer el que sean aplicadas las sentencias de los tribunales con el fin de que reine una equidad general; iii) asegurar el orden público, defender a las mujeres, con objeto de que la gente pueda ganarse la vida con toda libertad; iv) vigilar que sean ejecutadas las sanciones de los tribunales religiosos de modo que las prohibiciones prescritas por Dios no sean violadas; v) proteger [sic.] las ciudades fronterizas del equipamiento militar necesario para proteger y prevenir todo ataque enemigo; vi) llevar la guerra contra todo aquel que se declare enemigo del Islam, pero sólo tras haberlo invitado a abrazar la verdadera religión o en todo caso ponerse bajo su protección [es decir, hacerse dimmí]; vii) percibir las tasas y limosnas legales que la ley impone; viii) determinar la distribución de los recursos sin prodigalidad ni lentitud; iv) [sic.] cuidar del reclutamiento de funcionarios fieles para asegurar la administración del estado; x) ocuparse personalmente de la vigilancia de todos los acontecimientos generales
(citado por Campanini, Islam y política, p. 117)

Pero Mawardi no sólo se ocupa de determinar los deberes del califa, sino que también se ocupa de los requisitos que se deben cumplir para que una persona llegue a ocupar el puesto de comendador de los creyentes. Así, postula que el califa debe ser qurayshí, miembro de la tribu del Profeta, sin dar preferencia a ninguna familia de la misma en especial. Fuera de esta restricción, el cargo debe ser asignado por la “libre elección” de  la comunidad, que se establece sobre el consenso de la misma e incluso cuando haya  sólo un candidato, no se puede evitar u omitir la elección. Estas clausulas que podrían  entenderse como una apertura a la posibilidad de una elección democrática del califa,  se ven rápidamente “clausuradas” por otras posteriores. En primer lugar, no se duda al  afirmar que la elección de una persona al puesto es válida y legítima aunque el elector  cualificado para hacerla sea uno sólo y se reconoce también el derecho del imam en  turno a limitar la elección de los demás electores. Se postula que si hay más de un  candidato al puesto, la preferencia entre ellos debe ser decidida mediante deducción  jurídica, pero también que el imam puede nombrar a más de una persona como sucesor  e indicar el orden de preferencia entre los designados. Se afirma que el nombramiento de  un sucesor no es válido sino hasta que el candidato lo haya aceptado; pero la aceptación  del nombramiento no garantiza el califato al aspirante, pues se postula también que  cuando uno de los que han sido nombrados sucesores accede al puesto tiene el derecho  a excluir de la sucesión a los demás que han sido nombrados por su predecesor. Un  imam que ha sido electo legalmente no puede ser depuesto, ni siquiera en el caso de  que haya un candidato más digno al puesto en favor del cual se desee deponer a quien  ocupa el cargo. Finalmente, no puede haber más de un imam al mismo tiempo.

En estos planteamientos encontramos la aceptación implícita de varias situaciones  que se daban efectivamente en el califato al momento de la elaboración de la teoría  en que se encuentran contenidos. Así, el que se restrinja la sucesión califal a la tribu  qurayshí, sin dar preeminencia a ninguna familia, sirve para reafirmar la legitimidad  del califato abbasí, aunque en este momento su poder fuera más nominal que efectivo;  pero también sirve para declarar ilegítimo cualquier intento de asumir o tomar el cargo  por parte de extraños, de personas de ascendencia no árabe (aquí podemos apreciar  cierto favoritismo étnico); en el momento en que se supone fueron escritos los textos, esto sirve también para cancelar la posibilidad de que los buyíes o los  turcos selyúcidas, quienes desplazaron a los primeros, puedan asumir el califato o, en  caso de que lo intentaran, la de considerar legítima esta asunción. La afirmación de  que la elección del califa puede ser hecha por una sola persona, sirve para legitimar la  sucesión directa en el califato entre padre e hijo o entre el califa en turno y la persona  que él decida nombrar como sucesor, sin tener en cuenta la opinión o preferencia de los  juristas o cualquier otro sector de la comunidad. En este mismo sentido apuntan los  planteamientos que confieren al imam el poder de limitar la elección de otros electores.  De este modo, la clausula de acuerdo con la cual se debe decidir qué candidato ocupará  el cargo mediante la deducción jurídica, en el caso de que haya más de un candidato  al puesto, queda como una previsión que sólo es pertinente en el caso de que el califa  muera sin haber designado antes un heredero; caso en que la decisión debería correr a  cargo de los doctores de la ley.

Otros postulados van encaminados a garantizar la estabilidad del poder califal  frente a otros pretendientes o a prevenir conflictos internos que podrían ser causados  por la sucesión. A este fin se encaminan las afirmaciones de que quien asume el cargo  puede excluir de la línea sucesoria a los demás sucesores nombrados por su predecesor,  la imposibilidad de deponer a un imam y, como clausula de cierre, la prohibición de que  exista más de un imam al mismo tiempo. La primera de ellas anula el derecho de los  candidatos apartados por el nuevo califa a reclamar que se respete su nombramiento  y lugar en la prosecución califal, de modo que sus reclamos, si llegasen a hacerlos,  serían claramente ilegítimos y fácilmente desestimados jurídicamente. La prohibición de  deponer al imam es útil para declarar ilícitos las pretensiones de los mismos apartados  de la sucesión de hacerse con el poder apartando al gobernante en turno, pero también  para tachar de inválido cualquier intento de separar a la persona en turno del cargo  por parte de invasores, movimientos oligárquicos, militares populares. La que ha sido  llamada “clausula de cierre”, sirve para evitar que alguno de los otrora nombrados  sucesores se proclame a sí mismo como un imam y pretenda independizarse del poder  “central” o declarar la guerra contra el mismo en caso de que sea lo suficientemente  poderoso como para intentarlo; pero también es una manera de declarar ilegítimos los  gobiernos de las dinastías siíes allí dónde algunas de estas corrientes habían logrado  hacerse con el control de una región y su independencia respecto del califa abbasí,  como era en ese momento el caso de la dinastía Fatimí en Egipto.

La prevención de las disputas internas al califato abbasí era pertinente y prudente,  ante la precaria situación del poder califal, lo que menos convenía era el surgimiento de  disputas internas y luchas por la sucesión, como ya se habían dado antes en la historia  de la dinastía (la más célebre, quiza, es la que se libró entre Amin y Mamun, hijos del  célebre Harun al-Rashid, a la muerte de su padre). Nos encontramos ante una teoría  jurídica que se enfoca en un intento de fortalecer la autoridad califal y procurar la  estabilidad de la misma.

Hasta este punto la propuesta de Mawardi parece desafiante ante el poder de facto de los sultanes. Deja bien claro que no pueden ser ellos los legítimos gobernantes de la comunidad islámica, no pueden aspirar al título de califa, no ejercen un poder legítimo, puesto que su poder ha sido impuesto por medio de la fuerza a la comunidad y no por los modos antes mencionados, ni pueden pretender usurpar las funciones del califa. Sin embargo, la teoría de Mawardi va todavía más allá, en un gesto que pareciera de un realismo político crudo y de resignación, a pesar de la prohibición de que exista más de un imam al mismo tiempo, hace una importante distinción entre el “emirato de derecho” y el “emirato  de conquista”, impuesto por la fuerza, así como el establecimiento de la relación de  este último con el poder califal. Veamos un pasaje, citado por Campanini, en que se  condensa esta distinción:

El emirato de conquista, que se obtiene como consecuencia de circunstancias coercitivas, consiste en el hecho de que un jefe se hace señor de un país por ka fuerza y es investido del emirato de aquel país por el califa, que le confía la dirección y el gobierno. Éstos son, gracias a la conquista, ejercitados únicamente por el emir, pero obtiene una sanción legal gracias a la autorización concedida por el califa: de esta manera un estado de cosas defectuoso se normaliza y aquello que [en teoría] está prohibido deviene admisible [en la práctica]
(citado por Campanini, p. 116)

Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos  que se apropiaron del poder por la fuerza. Esta situación era condenable y “defectuosa”, según acabamos de ver, pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el  poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa  convirtió su poder en lícito. Este planteamiento constituye, por un lado, la aceptación  llana del sultanato buyí primero y del selyúcida después, de su derecho jurídico a ejercer un poder al que habían accedido por la vía de las armas; pero también, por el otro,  el establecimiento y la afirmación, en el plano teórico-jurídico, de la superioridad del  califa y su autoridad sobre el sultán. Al menos en el plano de la ley, el sultán está  obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato.  En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el  sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma  de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban  casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se  podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al  ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado  el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no  fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer  restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?

Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. Dentro de la  comunidad islámica, y esto es algo reconocido por todo jurista sunní, por encima del  deber de obediencia a los líderes de la comunidad se encuentra el deber a Dios y a  sus preceptos. El mandato de lealtad coránico es muy claro al respecto: «obedeced a  Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo  queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad  que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra  la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en  segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza  de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se  ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los  miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien  deben obediencia en primer lugar, dado que se guarda el testimonio de los dichos y  hechos del profeta y los mandatos divinos están bien establecidos el en Corán, es deber  de todo musulmań desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a los primeros o a los segundos. La resistencia que se puede ofrecer de este modo  no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas  que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual  o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por  el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el  líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe llamar a la desobediencia de  ordenes contrarias a la ley religiosa, es quien debe guiar a la comunidad por el camino  correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al  frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún  en contra del sultán.

De este modo es que se dejan abiertas y señaladas las vías por las cuales se ha  de oponer resistencia al poder del sultán y, en general a todo poder que pretenda  imponerse por la fuerza a la comunidad islámica. Incluso la manera en que, si es  necesario, se ha de oponer la comunidad al poder del califa. Si el califa es un gobernante  digno de portar el título, entonces ha de encargarse de guiar a la comunidad por la vía  recta, incluso en contra de aquellos que ostentan el poder de facto. Más aún, a pesar  de que haya sancionado legalmente el sultanato, tiene la obligación de reprenderlo si  el sultán manda cosas contrarias a la ley y de desconocerlo si se resiste a aceptar las  observaciones que se le hagan insiste en su empeño.

He aquí lo más interesante y valioso de la propuesta de Mawardi. Da una muestra  de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera  ilegítima sobre una comunidad política. En primer lugar no se trata de desconocer o  disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede  fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que  aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone  por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no  hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar  cuáles son las mejores vías para oponerse a él.

En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder  político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad  mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases  estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se  encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.

Muestra también que lo más conveniente es que las bases sobre las que se pretende justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio  del puedan ser compartidas por la mayoría de la sociedad o toda ella y que puedan ser aceptadas por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que  conforman la sociedad. En el caso de la propuesta de Mawardi, hay conciencia clara de  que todos los musulmanes han de aceptar sin lugar a dudas que la obediencia a Dios y a sus leyes, a los modos de vida que él ordena, expresados en el Corán, deben ser  obedecidos por encima de cualquier otro tipo de autoridad.

Y da una muestra clara de cómo es que se puede desconocer un orden político y  legal establecido fundando el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la  existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del  orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo  del poder.

En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.

Pero el esfuerzo de Mawardi tiene límites bien claros, da por sentado que los principios que considera aceptables para todos los miembros de la comunidad islámica,  irrenunciables y superiores a cualquier tipo de orden legal que se tratara de fundar  sobre bases diferentes, eran aquellos que él como jurista sunní (de una corriente sunní específica, además) reconocía. Era un fiel  musulmán y hablaba para otros musulmanes, que tenían un conjunto de creencias y normas compartidas basadas en la revelación de Mahoma a las que apelar, pero su  planteamiento podía resultar poco atractivo para musulmanes de filiación distinta, como los siíes (que sí postulan que quien asume el imamato debe pertenecer a una familia  específica) y los jariyíes (que no sólo no dan preferencia a los miembros de una familia  particular sino tampoco a los de tribu alguna para ocupar el puesto). El conjunto de  los musulmanes es más amplio que el de los sunníes, incluso el de los sunníes es más amplio que el de la corriente particular a la que pertenecía Mawardi. Además, aunque en un principio todos los musulmanes compartían los mismos dogmas fundamentales, ello no impidió el  surgimiento de conflictos internos serios y profundos que dieron origen a las distintas corrientes mencionadas (sunnismo, siísmo y jariyismo). Si se aspiraba a la fundación de  un régimen que pudiera unificar a toda la comunidad islámica eran necesario algo más,  principios sobre los cuales se pudiera construir dicha unidad.

Por otro lado, Mawardi, fiel musulmán, hablaba para otros musulmanes. Pero en una sociedad secular o laica ¿a qué tipo de normas o principios se puede apelar? ¿cómo se llega a estos principios aceptables para todos capaces de ser aceptados ampliamente?. Parece necesario buscar estas respuestas en un marco más amplio que el jurídico en que se mueve Mawardi.