En el año 974 nació en Basrah, hoy perteneciente a Irak, Ali ibn Muhammad al-Mawardi y su andar por el mundo llegaría a su fin alrededor del año 1058. Este personaje suele ser considerado el primer jurista sunní que construyó una teoría completa sobre el en la cual sienta las bases teológicas y legales para la intervención política de los califas. Esto no quiere decir que el tema haya estado ausente en las reflexiones de los juristas anteriores a al-Mawardi, en las obras de los teólogos más importantes aparecen algunas ideas dispersas sobre el imamato, pero hasta el momento en que él escribió sus tratados sobre el tema, el imamato no había sido tema de tratados legales completos. Más aún, los pasajes sobre el imamato presentes en los escritos jurídicos anteriores a Mawardi se refieren más bien a la persona que dirige la oración, no al gobernante de la comunidad islámica. El mérito de éste erudito está en ser el primero que presentó al imamato como tema central de tratados jurídicos completos. Al-Mawardi constituye un caso paradigmático de la manera de enfrentarse a estos problemas como erudito de las leyes que vale la pena examinar para contrastar con otras maneras de enfrentarse a los mismos, examinar sus logros y sus limitaciones. Además, al tratar el tema de manera sistemática, se puede decir que ayudó a enfocar la atención de los juristas en la cuestión de los fundamentos del ejercicio del poder en el interior de la comunidad islámica, especialmente en el interior de las distintas corrientes sunníes. La magnitud de su empresa se puede comprender mejor si se atiende al hecho de que si se acepta su teoría, todo ejercicio del poder que no se proponga cumplir con los deberes enunciados por Mawardi, o que intente imponerse sobre la comunidad de manera diferente a las que Mawardi enuncia, sería un poder ilegítimo, un poder sin derecho.
El hecho de que haya dedicado sus esfuerzos a dejar bien sentadas las bases del poder califal, así como su extensión resulta por demás interesante cuando se atiende a su contexto. El mundo en que le tocó vivir era complicado políticamente. En el año 946, el grupo sií de los buyíes, había tomado Bagdag y puso un punto final al que hoy se considera como el primer periodo del califato abbasí. A partir de la llegada de los buyiés, los califas, hasta entonces poderosos y reconocidos gobernantes del imperio se vieron reducidos casi al papel de simples títeres de los señores de la guerra. Es verdad que continuaban siendo los gobernantes nominales del imperio, pero eran otros quienes realmente ostentaban el poder. Con la llegada de este grupo surgió una institución que después se haría muy célebre: el sultanato. Mientras el califa era el gobernante nominal, era en manos del sultán donde recaía el poder en la práctica. Por si esto fuera poco, en el año 1055 los buyíes fueron desplazados por los selyúcidas y en ellos recayó el sultanato, pues al igual que los buyíes dejaron en su puesto al comendador de los creyentes, como gobernante nominal. Veamos algunos de los planteamientos de Mawardi y analicemos después cómo responden a la situación en que surgieron y a los problemas que enfrentó.
En primer lugar, al-Mawardi sostuvo que el califato es algo impuesto por la revelación y no producto de una deliberación racional, es necesario en tanto que impuesto por la voluntad divina, que no por la voluntad de los hombres. El califa es, de acuerdo con estos planteamientos, el heredero y sustituto del Profeta en la comunidad islámica, pero su poder no es absoluto, ni tan amplio como el de Mahoma. Tiene el deber de reivindicar y defender los derechos de Dios y de los hombres, pero su poder es exclusivamente el de hacer que la ley se cumpla, no dicta ni modifica las leyes él mismo. Su poder no es, pues, legislativo sino ejecutivo aunque para poder cumplir cabalmente con su deber de hacer que la ley se cumpla, él mismo debe ser docto en ciencias religiosas. De manera más concreta, los deberes que generales que al-Mawardi atribuye al califa son diez:
i)asegurar el mantenimiento de los principios de la religión y de las creencias sobre todo aquello en que los Antiguos se habían mostrado de acuerdo; ii) disponer el que sean aplicadas las sentencias de los tribunales con el fin de que reine una equidad general; iii) asegurar el orden público, defender a las mujeres, con objeto de que la gente pueda ganarse la vida con toda libertad; iv) vigilar que sean ejecutadas las sanciones de los tribunales religiosos de modo que las prohibiciones prescritas por Dios no sean violadas; v) proteger [sic.] las ciudades fronterizas del equipamiento militar necesario para proteger y prevenir todo ataque enemigo; vi) llevar la guerra contra todo aquel que se declare enemigo del Islam, pero sólo tras haberlo invitado a abrazar la verdadera religión o en todo caso ponerse bajo su protección [es decir, hacerse dimmí]; vii) percibir las tasas y limosnas legales que la ley impone; viii) determinar la distribución de los recursos sin prodigalidad ni lentitud; iv) [sic.] cuidar del reclutamiento de funcionarios fieles para asegurar la administración del estado; x) ocuparse personalmente de la vigilancia de todos los acontecimientos generales
(citado por Campanini, Islam y política, p. 117)
Pero Mawardi no sólo se ocupa de determinar los deberes del califa, sino que también se ocupa de los requisitos que se deben cumplir para que una persona llegue a ocupar el puesto de comendador de los creyentes. Así, postula que el califa debe ser qurayshí, miembro de la tribu del Profeta, sin dar preferencia a ninguna familia de la misma en especial. Fuera de esta restricción, el cargo debe ser asignado por la “libre elección” de la comunidad, que se establece sobre el consenso de la misma e incluso cuando haya sólo un candidato, no se puede evitar u omitir la elección. Estas clausulas que podrían entenderse como una apertura a la posibilidad de una elección democrática del califa, se ven rápidamente “clausuradas” por otras posteriores. En primer lugar, no se duda al afirmar que la elección de una persona al puesto es válida y legítima aunque el elector cualificado para hacerla sea uno sólo y se reconoce también el derecho del imam en turno a limitar la elección de los demás electores. Se postula que si hay más de un candidato al puesto, la preferencia entre ellos debe ser decidida mediante deducción jurídica, pero también que el imam puede nombrar a más de una persona como sucesor e indicar el orden de preferencia entre los designados. Se afirma que el nombramiento de un sucesor no es válido sino hasta que el candidato lo haya aceptado; pero la aceptación del nombramiento no garantiza el califato al aspirante, pues se postula también que cuando uno de los que han sido nombrados sucesores accede al puesto tiene el derecho a excluir de la sucesión a los demás que han sido nombrados por su predecesor. Un imam que ha sido electo legalmente no puede ser depuesto, ni siquiera en el caso de que haya un candidato más digno al puesto en favor del cual se desee deponer a quien ocupa el cargo. Finalmente, no puede haber más de un imam al mismo tiempo.
En estos planteamientos encontramos la aceptación implícita de varias situaciones que se daban efectivamente en el califato al momento de la elaboración de la teoría en que se encuentran contenidos. Así, el que se restrinja la sucesión califal a la tribu qurayshí, sin dar preeminencia a ninguna familia, sirve para reafirmar la legitimidad del califato abbasí, aunque en este momento su poder fuera más nominal que efectivo; pero también sirve para declarar ilegítimo cualquier intento de asumir o tomar el cargo por parte de extraños, de personas de ascendencia no árabe (aquí podemos apreciar cierto favoritismo étnico); en el momento en que se supone fueron escritos los textos, esto sirve también para cancelar la posibilidad de que los buyíes o los turcos selyúcidas, quienes desplazaron a los primeros, puedan asumir el califato o, en caso de que lo intentaran, la de considerar legítima esta asunción. La afirmación de que la elección del califa puede ser hecha por una sola persona, sirve para legitimar la sucesión directa en el califato entre padre e hijo o entre el califa en turno y la persona que él decida nombrar como sucesor, sin tener en cuenta la opinión o preferencia de los juristas o cualquier otro sector de la comunidad. En este mismo sentido apuntan los planteamientos que confieren al imam el poder de limitar la elección de otros electores. De este modo, la clausula de acuerdo con la cual se debe decidir qué candidato ocupará el cargo mediante la deducción jurídica, en el caso de que haya más de un candidato al puesto, queda como una previsión que sólo es pertinente en el caso de que el califa muera sin haber designado antes un heredero; caso en que la decisión debería correr a cargo de los doctores de la ley.
Otros postulados van encaminados a garantizar la estabilidad del poder califal frente a otros pretendientes o a prevenir conflictos internos que podrían ser causados por la sucesión. A este fin se encaminan las afirmaciones de que quien asume el cargo puede excluir de la línea sucesoria a los demás sucesores nombrados por su predecesor, la imposibilidad de deponer a un imam y, como clausula de cierre, la prohibición de que exista más de un imam al mismo tiempo. La primera de ellas anula el derecho de los candidatos apartados por el nuevo califa a reclamar que se respete su nombramiento y lugar en la prosecución califal, de modo que sus reclamos, si llegasen a hacerlos, serían claramente ilegítimos y fácilmente desestimados jurídicamente. La prohibición de deponer al imam es útil para declarar ilícitos las pretensiones de los mismos apartados de la sucesión de hacerse con el poder apartando al gobernante en turno, pero también para tachar de inválido cualquier intento de separar a la persona en turno del cargo por parte de invasores, movimientos oligárquicos, militares populares. La que ha sido llamada “clausula de cierre”, sirve para evitar que alguno de los otrora nombrados sucesores se proclame a sí mismo como un imam y pretenda independizarse del poder “central” o declarar la guerra contra el mismo en caso de que sea lo suficientemente poderoso como para intentarlo; pero también es una manera de declarar ilegítimos los gobiernos de las dinastías siíes allí dónde algunas de estas corrientes habían logrado hacerse con el control de una región y su independencia respecto del califa abbasí, como era en ese momento el caso de la dinastía Fatimí en Egipto.
La prevención de las disputas internas al califato abbasí era pertinente y prudente, ante la precaria situación del poder califal, lo que menos convenía era el surgimiento de disputas internas y luchas por la sucesión, como ya se habían dado antes en la historia de la dinastía (la más célebre, quiza, es la que se libró entre Amin y Mamun, hijos del célebre Harun al-Rashid, a la muerte de su padre). Nos encontramos ante una teoría jurídica que se enfoca en un intento de fortalecer la autoridad califal y procurar la estabilidad de la misma.
Hasta este punto la propuesta de Mawardi parece desafiante ante el poder de facto de los sultanes. Deja bien claro que no pueden ser ellos los legítimos gobernantes de la comunidad islámica, no pueden aspirar al título de califa, no ejercen un poder legítimo, puesto que su poder ha sido impuesto por medio de la fuerza a la comunidad y no por los modos antes mencionados, ni pueden pretender usurpar las funciones del califa. Sin embargo, la teoría de Mawardi va todavía más allá, en un gesto que pareciera de un realismo político crudo y de resignación, a pesar de la prohibición de que exista más de un imam al mismo tiempo, hace una importante distinción entre el “emirato de derecho” y el “emirato de conquista”, impuesto por la fuerza, así como el establecimiento de la relación de este último con el poder califal. Veamos un pasaje, citado por Campanini, en que se condensa esta distinción:
El emirato de conquista, que se obtiene como consecuencia de circunstancias coercitivas, consiste en el hecho de que un jefe se hace señor de un país por ka fuerza y es investido del emirato de aquel país por el califa, que le confía la dirección y el gobierno. Éstos son, gracias a la conquista, ejercitados únicamente por el emir, pero obtiene una sanción legal gracias a la autorización concedida por el califa: de esta manera un estado de cosas defectuoso se normaliza y aquello que [en teoría] está prohibido deviene admisible [en la práctica]
(citado por Campanini, p. 116)
Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos que se apropiaron del poder por la fuerza. Esta situación era condenable y “defectuosa”, según acabamos de ver, pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa convirtió su poder en lícito. Este planteamiento constituye, por un lado, la aceptación llana del sultanato buyí primero y del selyúcida después, de su derecho jurídico a ejercer un poder al que habían accedido por la vía de las armas; pero también, por el otro, el establecimiento y la afirmación, en el plano teórico-jurídico, de la superioridad del califa y su autoridad sobre el sultán. Al menos en el plano de la ley, el sultán está obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato. En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?
Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. Dentro de la comunidad islámica, y esto es algo reconocido por todo jurista sunní, por encima del deber de obediencia a los líderes de la comunidad se encuentra el deber a Dios y a sus preceptos. El mandato de lealtad coránico es muy claro al respecto: «obedeced a Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien deben obediencia en primer lugar, dado que se guarda el testimonio de los dichos y hechos del profeta y los mandatos divinos están bien establecidos el en Corán, es deber de todo musulmań desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a los primeros o a los segundos. La resistencia que se puede ofrecer de este modo no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe llamar a la desobediencia de ordenes contrarias a la ley religiosa, es quien debe guiar a la comunidad por el camino correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún en contra del sultán.
De este modo es que se dejan abiertas y señaladas las vías por las cuales se ha de oponer resistencia al poder del sultán y, en general a todo poder que pretenda imponerse por la fuerza a la comunidad islámica. Incluso la manera en que, si es necesario, se ha de oponer la comunidad al poder del califa. Si el califa es un gobernante digno de portar el título, entonces ha de encargarse de guiar a la comunidad por la vía recta, incluso en contra de aquellos que ostentan el poder de facto. Más aún, a pesar de que haya sancionado legalmente el sultanato, tiene la obligación de reprenderlo si el sultán manda cosas contrarias a la ley y de desconocerlo si se resiste a aceptar las observaciones que se le hagan insiste en su empeño.
He aquí lo más interesante y valioso de la propuesta de Mawardi. Da una muestra de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera ilegítima sobre una comunidad política. En primer lugar no se trata de desconocer o disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar cuáles son las mejores vías para oponerse a él.
En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.
Muestra también que lo más conveniente es que las bases sobre las que se pretende justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio del puedan ser compartidas por la mayoría de la sociedad o toda ella y que puedan ser aceptadas por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que conforman la sociedad. En el caso de la propuesta de Mawardi, hay conciencia clara de que todos los musulmanes han de aceptar sin lugar a dudas que la obediencia a Dios y a sus leyes, a los modos de vida que él ordena, expresados en el Corán, deben ser obedecidos por encima de cualquier otro tipo de autoridad.
Y da una muestra clara de cómo es que se puede desconocer un orden político y legal establecido fundando el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo del poder.
En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.
Pero el esfuerzo de Mawardi tiene límites bien claros, da por sentado que los principios que considera aceptables para todos los miembros de la comunidad islámica, irrenunciables y superiores a cualquier tipo de orden legal que se tratara de fundar sobre bases diferentes, eran aquellos que él como jurista sunní (de una corriente sunní específica, además) reconocía. Era un fiel musulmán y hablaba para otros musulmanes, que tenían un conjunto de creencias y normas compartidas basadas en la revelación de Mahoma a las que apelar, pero su planteamiento podía resultar poco atractivo para musulmanes de filiación distinta, como los siíes (que sí postulan que quien asume el imamato debe pertenecer a una familia específica) y los jariyíes (que no sólo no dan preferencia a los miembros de una familia particular sino tampoco a los de tribu alguna para ocupar el puesto). El conjunto de los musulmanes es más amplio que el de los sunníes, incluso el de los sunníes es más amplio que el de la corriente particular a la que pertenecía Mawardi. Además, aunque en un principio todos los musulmanes compartían los mismos dogmas fundamentales, ello no impidió el surgimiento de conflictos internos serios y profundos que dieron origen a las distintas corrientes mencionadas (sunnismo, siísmo y jariyismo). Si se aspiraba a la fundación de un régimen que pudiera unificar a toda la comunidad islámica eran necesario algo más, principios sobre los cuales se pudiera construir dicha unidad.
Por otro lado, Mawardi, fiel musulmán, hablaba para otros musulmanes. Pero en una sociedad secular o laica ¿a qué tipo de normas o principios se puede apelar? ¿cómo se llega a estos principios aceptables para todos capaces de ser aceptados ampliamente?. Parece necesario buscar estas respuestas en un marco más amplio que el jurídico en que se mueve Mawardi.