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«…vivió con su recuerdo, que no es posible retener y fomentar si se le hace motivo de tristeza»
Séneca

«Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo»
Simone de Beauvoir

Tatis

Estoy frente a tu departamento, lo reconozco. No sé cómo he llegado, no recuerdo haber seguido el camino de siempre. No pasé frente a la caseta de vigilancia de la unidad habitacional. No caminé en línea recta hasta llegar a la esquina en la que atravesaba la calle para dar vuelta a la izquierda después. No giré a la derecha hacia el andador por el que caminaba entre edificios blancos de cuatro pisos con números pintados en color azul. Tampoco pasé frente a la tienda de Estelita y giré de nuevo a la derecha para caminar hasta llegar al portón negro del edificio y subir las escaleras hasta el cuarto piso. Pero tengo enfrente esta reja negra a través de la que puedo ver la puerta de madera con la mirilla, veo el número ocho pintado a un costado, en la pared, y sé que estoy frente a tu casa. Aparte de las hojas de algunos árboles, mecidas por un viento ligero, todo está en calma; entonces escucho un pregón que llega desde algún andador: «¡Los tlacoyos!», dice una voz femenina y aguda, que alarga «a» y la segunda «o». No hay duda, esta es tu casa.

¡Hace tanto que no vengo aquí! Volví una vez, movido por la nostalgia, pocos años después de tu partida, sólo para encontrar un paisaje familiar y ajeno a la vez, para salir lo más rápido que pude en cuanto me percaté de que algunas personas desconocidas me miraban con sospecha, seguramente preguntándose que hacía yo ahí. No había regresado desde entonces. Pero esta vez es distinto, algo me dice que estás aquí. Tal vez es el aire que me trae olores conocidos, quizá sean los sonidos familiares, puede que sean nada más las ganas que tengo de verte, el deseo de volver a encontrarme contigo, o mis recuerdos que llenan cada espacio con tu presencia. No sé que es, pero algo me lo dice ¡Sé que estás aquí!

Toco el timbre y espero un poco. Creo percibir el sonido de pasos que se acercan a la entrada, con suavidad. Observo atentamente la mirilla de la puerta y noto que el punto blanco en su centro se oscurece por unos instantes, respiro hondamente. Entonces gira la perilla de la puerta, ésta se abre suavemente y te muestras ante mí, veo que sonríes alegremente a la par que me dices «¡Quihubo!». Aprovecho el tiempo que tardas en abrir la reja para recorrer rápidamente tu figura delgada. Veo tu cabello cano, con algunos hilillos negros todavía, corto y peinado hacia atrás; tus ojos brillantes que parecen entrecerrarse un poco a causa de la sonrisa con la que me das la bienvenida; noto que llevas un suéter color miel sobre el vestido a rayas blancas, rojas y rosas, que calzas zapatos bajos. Entonces me invade una gran alegría, la del que vuelve con un ser amado al sitio en que ha sido feliz; no puedo más que sonreír también y responder: «Hola, Tatis».

Avanzo hacia ti en cuanto se abre la reja. Paso una mano por tu cabello, te beso la frente y me agacho para darte un beso en la mejilla mientras te abrazo a la par que exclamo «¡Abrazo de oso!». Me invade tu aroma y siento que tus brazos me rodean también, percibo unas palmadas en mi espalda; siento el calor de tu cuerpo, ese calor tan conocido que me hace sentir amado, tranquilo y seguro.

Escucho que me preguntas «¿Cómo estás, Peque?», mientras deshacemos el abrazo y te haces a un lado invitándome a pasar. «Bien, muy bien ¿Y tú?», contesto mientras caigo en la cuenta de que tuve que agacharme para poder abrazarte, de que bajo la mirada para poder encontrar la tuya. La última vez que nos vimos no había esta diferencia de estaturas, aunque yo estaba creciendo y ya era evidente que sería más alto que tú; ahora soy más alto que mi papá, que mis tías y mis tíos. ¿Cómo me has reconocido? Me has saludado como si nunca hubiéramos dejado de vernos, con la familiaridad de siempre, sin mostrar sorpresa o señal alguna de que te costara trabajo saber quién soy ¿Cómo es que a pesar del tiempo has reconocido a tu peque en este hombre de poco más de treinta años y cabello largo al que cada vez más personas llaman «señor»? ¡No importa! ¡Nada de eso importa en este momento! Eres tú y soy yo, ambos lo sabemos. Estamos juntos de nuevo en tu hogar, donde pasamos juntos tantos momentos de mi infancia. Eso es todo y no hay nada más importante en este momento. Estoy feliz de volver a verte, abuelita.

Tía Elvira

Ayutla, Puebla, enero de 2017.

Querida tía:

Me ha llegado la noticia, tía Elvira, de que has fallecido hace poco; tal vez hace menos de dos horas.

¡Hay tanto que se va contigo! ¡Hay tantas cosas que llevabas a cuestas! Los 98 años que viviste con una lucidez que siempre admiré, tu buen humor y tu sonrisa, tu voz inconfundible. Te llevas también tus recuerdos: como las anécdotas que contabas; o las tradiciones y costumbres de tiempos hoy añejos u olvidados, como los de la danza de los 12 pares.

Ya no podré pasar a platicar contigo con el pretexto de comprarte dulces, de esos mismos que le vendías a los niños del kinder cuya barda colindaba con la de tu casa.

Tampoco te podré pedir la bendición cuando te encuentre por casualidad en la calle, o como cuando llegabas a visitar a mi abuelita.

¿Recuerdas que me llamaste María Campana hace años, cuando todavía era niño, porque me viste ayudando a preparar tamales en la cocina? No importa si ya no te acuerdas, yo me acordaré por ti de ahora en adelante.

Sonreiré cada vez que te recuerde y transmitiré tu recuerdo…

¡Hasta siempre, tía… !

¡Hasta siempre!

María Campana.

***

“Hace años —decía la tía Elvira— había una señora que era muy devota de la virgen de Guadalupe: tenía un cuadro con su imagen, enmarcado y con su vidrio, al que siempre le ponía su veladora. Vivía en una casa que todavía tenía paredes de carrizo, como muchas entonces, así que tenía cuidado de que la veladora no se quedara encendida mucho tiempo; porque no eran de las veladoras de vasito, así que en un descuido se podía quemar algo más cuando se terminaba”.

“Pero un día la señora salió a Matamoros —la tía se refería así a Izúcar de Matamoros, como todos en el pueblo — y ha de haber salido con prisa porque se le olvidó apagar la veladora ¡N’ombre! ¡Se quemó toda la casa! Cuando la señora regresó ya nada más había cenizas y un montón de gente reunida alrededor de lo que quedaba”.

“Y que se mete la señora a ver qué rescataba del montón de cenizas, para ver si algo le quedaba. Y entre tanto buscar, ¿qué creen que sacó… ? —Tía Elvira abría más los ojos mientras preguntaba, antes de responder ella misma— ¡El cuadro de la virgen! ¡No le había pasado nada! No, p’us la señora se empezó a deshacer en elogios: «¡Mi virgen santa! ¡Mi madre milagrosa! ¡Aquí se demuestra que sí es milagrosa, que entre tanto fuego no se quemó! ¡Mi madre querida!». Y con toda la emoción que tenía le dio un beso al cristal y luego luego la aventó: «¡Hay puta, si estás caliente!».” —Y tía Elvira reía con los que la escuchábamos.

***

La tía Elvi contaba que una ocasión estaba preparando la ofrenda para el día de muertos, cuando ocurrió algo curioso:

Ella iba acomodando tranquilamente todo lo que se requería en el altar: el pan, el chocolate, la comida, el agua. Entonces llegó el momento de encender las velas. Como era costumbre, tomaba una y la santiguaba mientras se la ofrecía a una de las personas que recordaba en esas fechas.

—Para ti, mamá, de parte de tu hija Elvira, que te quiere mucho.

Tomaba la siguiente y repetía el ritual.

—Toma, papá, de tu hija Elvira, que no te olvida.

Llegado su turno, tomó una vela y se la dedicó a su segundo esposo.

—Para ti, Fidel… —comenzó a decir, mientras ponía la cera en el candelabro, cuando ésta se cayó y apagó al momento. Entonces sintió que el enojo y la indignación la invadían. Tomó la vela con algo de brusquedad, la volvió a encender y la colocó en su sitio mientras se desahogaba:

—¡Pendejo! ¡Pues si quieres; y si no, también! ¡Todavía después de lo que me hiciste pasar, de lo que sufrí contigo, te vienes a poner tus moños en lugar de agradecer que me acuerdo de ti y te ofrezco algo! ¡Tómala de todos modos!

***

Recuerdo a la tía Elvira como una mujer bastante risueña. Mi impresión es que rara vez se dejaba invadir por la tristeza o el enojo, aún cuando había situaciones o recuerdos que le podían causar estas pasiones. Aunque eso no significa que reprimiera sus emociones o que callara ante las cosas que le disgustaban.

En una ocasión, alguien le preguntó a mi bisabuela Antonia, su hermana, cómo había sido la vida con su difunto marido; para ser precisos, le preguntaron si Nacho la había llegado a golpear. Tonchita respondió que no, que nunca lo había hecho. Y tal vez ahí hubiera quedado todo, de no ser porque la tía Elvi replicó inmediatamente:

—¿No? ¿Y las chingas que te acomodaba? ¡Ora resulta!

Tonchita se mostró molesta, pero antes de que pudiera decir algo su hermana insistió:

—¿Para qué lo vas a andar afamando? Ya lo aguantaste y ahora vas a negar lo que hacía. Yo no tengo por qué andarlo negando, mi marido me pegaba ¿Por qué lo voy a hacer pasar por algo que no era?

Así era la tía. No iba por la vida hablando mal de su difunto esposo, ni de su cuñado, pero tampoco estaba dispuesta a callar la verdad o a edulcorarla. Había sufrido en su matrimonio y había visto a su hermana pasar por lo mismo. De alguna manera, encontró la forma de sortear las desventuras de su vida conyugal, pero no iba a enterrar su experiencia y, a su manera, daba a entender que las demás no tenían por qué resignarse a pasar por lo mismo.

La maestra Gisela

En julio de este año supe que la maestra Gisela luchaba contra el cáncer. Al poco tiempo, en agosto, me llegó la triste noticia de su partida. Al enterarme de lo sucedido quedé un tanto anonadado, pero no fui consciente de cuánto me había afectado hasta días después.

El azar me hizo saber que dedicarían a su memoria una emisión del programa «Música EnCantada», emitido por la estación radiofónica Opus, e inmediatamente decidí que debía escucharlo. Conforme transcurría, acudieron varios momentos a mi memoria.

Tengo algunos recuerdos de la primera vez que la vi en el salón de clases. Estábamos ahí para tomar lecciones de conjuntos corales, materia de la carrera de Técnico en Música que cursaba entonces en la BUAP. Había algo en esa mujer delgada, de cabello corto y acento cubano que me dispuso inmediatamente a su favor.

La recuerdo como una persona llena de alegría. Amaba su trabajo, porque amaba la música y enseñarla. Y ese amor se expresaba bajo la forma de una enorme generosidad para con nosotros, sus alumnos. Nos ofreció su ayuda desde la primera clase. Dijo que podíamos buscarla si teníamos dificultades, no sólo con su materia, sino con cualquier otra —sé que hubo más de uno que le tomó la palabra y acudió a ella, sin irse jamás con las manos vacías—. Acompañó su oferta con una advertencia: «yo puedo dar mucho; pero así como doy, exijo».

No era una amenaza, ni fanfarronería, era la solicitud de un quid pro quo, de una relación de reciprocidad: ella estaba dispuesta a dedicarnos tiempo, atención y esfuerzo, pedía que estuviéramos dispuestos a corresponderle. Por eso le molestaba cuando las cosas no salían bien; no por falta de capacidad, sino de atención o dedicación. No le molestaba ni lamentaba que no tuviéramos la mejor voz o un gran virtuosismo; porque creía en el trabajo duro y estaba preparada para ayudarnos a desarrollar lo que teníamos para que pudiéramos dar lo mejor de nosotros. Pero sí se sentía herida cuando no era correspondida.

Recuerdo una ocasión en la que estaba algo enferma de la garganta. El trabajo a lo largo del día no había ayudado para nada a su malestar, pero estaba decidida a trabajar con nosotros con la misma dedicación de siempre. Desafortunadamente, no trabajamos bien ese día. Tal vez había mucho cansancio en el grupo, quizá fuera otra cosa, pero no atendíamos bien a sus indicaciones. En un momento, después de intentar repetidamente los mismos compases de la canción que tratábamos de montar, su molestia fue evidente y no se contuvo más. Nos detuvo y dijo que hasta ahí llegaba la clase de ese día, porque no estábamos con ella: «Si ustedes no van a trabajar, no me gasto —creo que fueron sus palabras—. Yo me voy, a descansar mi voz».

Ahora que lo veo en retrospectiva creo entenderla mejor que entonces. No eran los errores y las repeticiones lo que la había molestado. Era la falta de reciprocidad que sintió. Ella también estaba cansada, ella también necesitaba reposo; su voz era su instrumento y sabía que necesitaba cuidarlo; pero estaba ahí, esforzándose por seguir adelante con la clase por nosotros, sus alumnos, y no vio la misma disposición de nuestra parte.

In Memoriam Gisela Crespo (agosto 2021).1

Sin embargo, llegó a la siguiente clase —ya mejor de la garganta— con la misma sonrisa de siempre, con la misma alegría, lista para continuar enseñando. No había rencor alguno en su ánimo.

Cuando escuché en la radio las voces de un coro que entonaba la Guantanamera bajo su dirección, como nosotros mismos lo hicimos años atrás, estuve a punto de verter lágrimas mientras sonreía recordando a esa mujer alegre, amable y generosa, dispuesta a dar lo mejor de sí y a ayudarnos a dar lo mejor de nosotros. Es así como la quiero seguir recordando.

Notas

1 Tomada de: https://www.facebook.com/photo?fbid=10165458515155383&set=gm.863455367624704

El profe Paco

Creo que tenía unos nueve años cuando vi al profe Paco por primera vez. Mis papás me inscribieron en su pequeña escuela para tomar cursos por las tardes, sin preguntar ni averiguar mi opinión. Lo recuerdo ahora como lo veía entonces y como lo vi siempre: si no lo hubiera llamado «profe», no habría sabido cómo dirigirme a él, se veía bastante joven para decirle «señor», pero no habría sabido de qué otra forma definirlo; era alto y delgado, pero no flaco, con una espalda ancha que —a decir de mi tío Manuel— parecía más de karateca que de músico. Su cabello castaño, a veces retocado con tinte, siempre estaba impecablemente arreglado, recortado y peinado; sus ojos eran claros y su nariz recta.

Siempre me pareció un hombre elegante. Acostumbraba vestir de traje y corbata, pero con colores más bien claros que evitaban que se viera aseñorado, y combinaba el color de su calzado con el de su traje. Era un ejemplo de pulcritud: zapatos limpios, todo bien planchado, usualmente con un toque de perfume.

Paco era el hombre orquesta al que vi tocar piano, guitarra, flauta de pico, viola y violín. El hombre asombroso al que escuché intercambiar palabras en francés con Yarden para preguntarle cómo estaba y si quería ayuda para afinar su violín, o prefería hacerlo por su cuenta —eso fue lo que supuse a partir de sus gestos y actos porque no entendía lo que decían—, y al que vi sonreír contento cuando un alumno le regaló el libreto de Tosca en italiano, con la confianza de quien podía leerlo y disfrutarlo. El que nos decía que no quería tener hijos, porque sacaban canas y se acababan a los papás, pero se dedicó con entusiasmo a trabajar con niños a los que adentraba en el mundo de la expresión artística.

Ese hombre al que los niños escuchábamos con cierta incredulidad —pero también con curiosidad risueña— cuando nos decía que viviría más de cien años y no mostraría rastros del paso del tiempo, que le podríamos llevar a nuestros hijos para que les enseñara solfeo como a nosotros y lo encontraríamos exactamente igual, fue también el maestro al que perdimos demasiado temprano, de manera súbita y sorpresiva, por culpa de un linfoma que le arrebató la vida sin permitirle llegar a los 40 años.

***

Debo a las enseñanzas de Paco una buena parte de la poca disciplina que poseo.

Cuando elegí el violín como instrumento, lo hice por la fascinación que me causaba su sonido, pero nunca pensé en todo el trabajo que se requería para hacerlo sonar de esa manera. De modo que cuando tuve uno en mis manos me topé con el chasco de no saber sostenerlo y de comprobar que conmigo sonaba más bien como el chillido de un gato, los frenos de un camión al derrapar o los goznes oxidados de una puerta.

Yo era un niño desesperado que quería resultados rápidos, que se frustraba al no progresar aceleradamente, que veía los ejercicios como algo aburrido porque no eran música y era música lo que yo quería hacer. Pero ahí estaba Paco para mostrarnos la necesidad de la constancia, de la perseverancia, de repetir una y otra vez las mismas cosas, con cuidado y atención. «Si tocan La cucaracha —decía sonriendo y enfatizando sus palabras con las manos— y una y mil veces La cucaracha, va a seguir siendo La cucaracha, pero no cualquiera, sino una fabulosa».

También nos aleccionó sobre lo útil e importante que era dosificar el trabajo. Cuando alguien vio la pieza nueva que le había asignado y dijo que era muy larga, él inmediatamente explicó: «Imagina si tienes que acabarte acabarte una charola de espagueti y lo intentas hacer de un solo golpe, no vas a poder y vas a terminar odiando el espagueti. Pero si comes un día tres cucharadas y al siguiente otra tres, vas a poder terminarla sin que eso pase. Así es con esto, estudia dos o tres pentagramas cada día, sin pasar a los siguientes hasta que los primeros hayan salido bien; al final vas a amar el resultado».

Congruente con estos principios, era severo con la indisciplina, especialmente cuando uno no la admitía o trataba de disimularla. Un día asignaba una pieza y decía hasta dónde se tenía que avanzar en la semana. Enemigo del trabajo como yo era, más de una vez llegué a la clase siguiente sin haber estudiado lo suficiente. Entonces las cosas se desarrollaban más o menos así. Paco veía lo que se había quedado asignado, después preguntaba si había estudiado y la lección estaba lista. Como no quería admitir que no había trabajado lo necesario, usualmente respondía que sí, a sabiendas de que entonces tendría que tocar para demostrarlo. Había un número limitado de errores que Paco estaba dispuesto a aceptar. Si lograba terminar la pieza con menos que esos, él indicaba sobre la partitura cuáles eran los sitios en los que debía prestar atención y esperaba a que se corrigieran para la clase siguiente; no se podía cambiar de pieza hasta que ésta era tocada sin errores de principio a fin. Si sobrepasaba el límite, sentía su mirada clavarse en mí al tiempo que me preguntaba: «¿Qué pasó, señor, está o no está?». Era la oportunidad para admitir la verdad y reconocer que no, para que las cosas terminaran ahí. Las ocasiones en las que llegué a decir que sí, la respuesta que recibía era sencilla: «entonces hazlo, tócalo». Al momento en que me equivocaba nuevamente, la pregunta volvía: «Señor ¿está o no está?». Él sabía que no, era evidente, pero era necesario que uno mismo lo reconociera y en el momento en que eso pasaba, la clase se terminaba.

Así pues, la clase de instrumento iba acompañada de una lección más importante: hay que trabajar y no simular, el que lo intenta se exhibe a sí mismo tarde o temprano.

No siempre soy tan disciplinado como quisiera o necesito, me cuesta grandes esfuerzos de voluntad imponerme las rutinas de trabajo que requiero; pero estoy consciente de la importancia de ello, y, como dije al inicio, buena parte de lo que logro en ese sentido se lo debo a Paco.

Palencia

Conocí a mi maestro Palencia gracias a las clases de la materia Ontología que tomé con él. Impartía sus clases los miércoles de 7 a 9 de la noche, algo inusual porque, hasta donde recuerdo, casi todas las clases del colegio de filosofía iniciaban en horas pares y la última solía terminar a las 8.

Llegaba al salón con paso tranquilo, con un cigarro en una mano y en la otra el material que usaba para dar clase: un ejemplar de la Crítica de la razón pura o la Fenomenología del espíritu, un cuaderno con apuntes, plumones y borrador. A esa hora solía haber poca gente en los pasillos, así que se podía verlo acercarse, vestido con camisa azul, pantalón de mezclilla y zapatos negros. Los lentes anchos, de pasta negra, cubrían buena parte de sus cejas, ya canosas, y de sus pómulos.

El formato de la clase era relativamente sencillo: primero una breve introducción, en la que hacía un pequeño recuento de lo visto antes e indicaba esquemáticamente lo que se abordaría en esta ocasión; después comenzaba la lectura del texto en turno, que los estudiantes hacíamos de manera alternada y en voz alta. La lectura era pausada, porque Palencia nos indicaba en qué punto detenerla para llevar a cabo el comentario del texto e, inmediatamente, abrir un espacio para dudas. De esta forma transcurría cada sesión, intercalando lectura y comentario.

Aprendí mucho de él en esos cursos. Recuerdo, por ejemplo, el cuidado con el que invitaba a observar el significado con el que se iban cargando poco a poco los conceptos. Lo digo así porque Palencia no asumía que el significado técnico, filosófico, de un concepto estaba dado desde un inicio. Es verdad que nos ofrecía breves explicaciones de la manera en que un término importante era empleado y del papel que jugaba en relación con otros en el momento en que aparecía por primera vez en la lectura; pero nos advertía que debíamos prestar atención al desarrollo del concepto a lo largo de todo el texto para comprenderlo a cabalidad. A veces marcaba esto diciendo «aquí, en este primer momento, X significa tal y tal cosa, pero más adelante veremos que hay un cambio importante».

Tengo presente también la manera en que enfatizaba la importancia de conocer el contexto en el que los textos habían surgido para comprender por qué eran como eran. No era un énfasis expresado como formulación explícita de un principio metodológico, sino en la práctica: a lo largo del su comentario decía cosas como: «Aquí Kant se enfrenta a la postura de Newton y a la de Leibniz…»; «En este punto hace una crítica a la teología especulativa de tal corriente…»; o «En este pasaje debemos tomar en cuenta la importancia del avance de Napoleón para Hegel…».

Pero recuerdo especialmente la forma en que nos enseñaba a hacer una lectura crítica de los filósofos a los que leíamos. En ocasiones, señalaba las críticas que habían dirigido otros filósofos en contra de ellos, pero creo que estas eran las menos y también las menos importantes. Donde se mostraba su espíritu crítico con mayor claridad era en el uso de los ejemplos: traía a colación continuamente diferentes aspectos de la condición humana o de la situación contemporánea con los que mostraba los alcances de las ideas que examinábamos, sus límites y la necesidad de ir —a partir de ellas— más allá de ellas. En sus clases se hablaba de las etapas de la vida, de relaciones amorosas, de momentos de crisis. Me viene a la memoria, como muestra, la manera en que ilustraba los conceptos hegelianos del ser en sí, ser para sí, y ser en y para sí, que se presentan en el capítulo de la Fenomenología sobre la certeza de sí. Después de la exposición de los conceptos, citaba el caso de una chica que había participado en una manifestación, caminando desnuda al frente de un contingente, un año después de la entrada de la policía a la universidad para romper la huelga de 1999-2000; una conciencia que se siente, que desea actuar para mostrar su indignación y que al momento de hacerlo se expone y manifiesta su libertad.

No fue la única ocasión en que empleó experiencias o actos de estudiantes para ilustrar un planteamiento o para mostrar el poder analítico y explicativo de una idea. Creo que en esto se ponía de manifiesto algo más: el profundo aprecio que sentía por los estudiantes, aprecio que lo llevó a elegir la docencia, el magisterio, como su actividad filosófica y académica principal. Alguna vez, cuando le pregunté por qué no había escrito más, me dijo «no todos pueden dar clases y escribir», me quedó claro que él había elegido y estaba satisfecho con su elección.

***

Tengo un ejemplar de la Crítica de la razón pura de la edición de Taurus-Alfaguara y uno de la Fenomenología del espíritu editado por el Fondo de Cultura Económica. Los compré para esos cursos de ontología que tomé con Palencia en tercero y cuarto semestres de la licenciatura, respectivamente.

Ambos libros tienen subrayados y notas en los márgenes. Estas últimas fueron tomadas con prisa —lo que afecta considerablemente la legibilidad de mi de por sí mala letra— conforme avanzaba la lectura comentada en las clases. Junto a un párrafo de la Crítica que comienza diciendo «Sostener, pues, que toda nuestra sensibilidad no es más que la confusa representación de las cosas…» hay una nota que indica: «contra Locke y Hume». En una página de la Fenomenología, está subrayada la palabra «representaciones» y una nota tomada con pluma dice «falsas premisas, no reflexionadas».

Un día presté mi ejemplar de la Fenomenología. No sería exacto decir que me arrepentí, pero sí sentí cierta inquietud cuando pensé en la posibilidad de que no volviera a mis manos. Por ello, pasado cierto tiempo solicité su devolución y creo que fui lo bastante insistente como para mostrar que me interesaba tenerla de regreso.

El día en que me la devolvieron me entretuve un poco con la persona a la que se la presté y debido a ello llegué un poco tarde a la reunión semanal que tenía planeada con un grupo de amigos. Me excusé por el retraso diciendo que me había demorado por recoger el libro y que me importaba recuperarlo porque no quería perder mis notas; en ese momento uno de ellos disparó abiertamente: «¿Por qué no mejor reconoces que se trata de tu vínculo con Palencia?».

Tenía razón, toda la razón. No me inquietaba realmente la posibilidad de perder las notas, porque no son indispensables para la lectura. De hecho, varias de ellas, tal como están, podrían más bien confundir a un lector que ayudarlo a comprender el texto que anotan; lo sé bien porque fue lo que le pasó a Yenco cuando intentó apoyarse en las que hice en los márgenes de la introducción a la Fenomenología. Al re-leerlas me he dado cuenta de que es así porque son insuficientes para reconstruir la idea que se pretendía capturar. En algunos casos, porque la premura conque fueron tomadas hicieron que la nota quedara incompleta; en otros, porque sería necesario complementar lo que dicen con los apuntes del cuaderno que llevaba a las clases; y creo que incluso hay algunas que requerirían más bien conocer el contexto en el que fueron tomadas para poder ser comprendidas.

Más aún, ni las notas ni los apuntes bastan para reconstruir el hilo del comentario que hacía la voz viva del maestro. Sería imposible tratar de reconstruir el comentario de Palencia a partir de ellas. Esas notas hablan más de mi propia experiencia como lector y como asistente a sus clases que de la manera en que hilaba Palencia su propia lectura de los textos; en este sentido, creo que dicen más de la relación de un alumno con su maestro que del texto que pretenden anotar.

Pero a pesar de su acierto, difiero un poco de lo que señalaba mi amigo en esa ocasión. Ese ejemplar manoseado, de pastas un poco descoloridas, subrayado y rayoneado, representa mi vínculo con Palencia, sin ser el vínculo mismo. Incluso si llegara a perderlo, incluso si perdiera también el ejemplar de la Crítica que usé para sus clases, los cuadernos y mis trabajos escolares con las anotaciones que él les hizo—que conservo también—, sería un error de mi parte, una especie de fetichismo, considerar que con eso se perdería el vínculo que tengo con él. Con todo el aprecio que puedo tener por ellas, todas estas cosas no son sino soportes materiales que me recuerdan constantemente que tuve la suerte de conocer a mi maestro, de tratarlo y de aprender de él. Pero eso es algo que ni la pérdida, ni la destrucción de tales objetos puede borrar.