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Entradas dedicadas al tema del racismo, con miras a su utilidad para la elaboración de una genealogía del racismo en México

Algunos apuntes sobre El Zarco

Aunque la novela El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, fue publicada en 1901, los primeros capítulos fueron presentados por el escritor en 1886 en las sesiones del Liceo Hidalgo, según testimonio del prologuista Francisco Sosa, y el manuscrito estuvo listo en 1888, a decir del primer editor. Los hechos de la novela, por su parte, son ubicados en 1861.

Si al leer El zarco observamos con detenimiento la forma en que son caracterizados los personajes, encontraremos que en las descripciones se hace uso constante de un vocabulario que hoy día llamaríamos racializado, que se asocia además con algunos rasgos morales de formas que vale la pena examinar.

Es justo anotar que esto no sucede sólo cuando se trata de individuos, pues hay dos casos en que se emplea este tipo de vocabulario para dar cuenta de poblaciones. En el primer capítulo vemos aparecer el caserío de Yautepec ante nuestros ojos, con sus casas de azotea cercadas por paredes de adobe, el río que la atraviesa y se distribuye por él a través de los apantles, abundante en limoneros y naranjos que constituyen su principal medio de subsistencia. La descripción del poblado termina con la siguiente observación: “La población toda habla español, pues se compone de razas mestizas. Los indios puros han desaparecido de allí completamente”.

En estas breves líneas se establece una doble relación entre las razas mencionadas y el idioma español. Por un lado, se da a entender que el uso del español es característico de las poblaciones mestizas, pero no de las indígenas puras. Por otro, se sobreentiende una relación causal: la población habla español porque es mestiza.

La única mención de una población indígena se ubica en el pasado, no en el momento en el que transcurren los hechos narrados, en un capítulo consagrado a la descripción de la hacienda arruinada de Xochimancas. Según el texto, a partir de los estudios Onomatografía geográfica de Morelos, de Vicente Reyes, y Nombres geográficos mexicanos el Estado de Morelos, de Cecilio A. Robelo, se puede concluir:

parece que en la antigüedad azteca, este lugar, hoy abandonado y yermo, fue un jardín, seguramente un vasto jardín, tal vez una ciudad llena de huertos y de flores, un lugar ameno y delicioso, consagrado al culto de la Flora azteca, á cuyo pie los inteligentes y bravos tlahuica, habitantes de esta comarca y celebrados floricultores, ofrecían, como homenaje, ricos en aromas y colores, los más bellos productos de su tierra, amada del sol, del aire y de las nubes

Se trata de una descripción casi idílica del supuesto pasado del sitio, ahora utilizado como refugio de los bandidos conocidos como “plateados”, y el contraste entre ambas situaciones hace exclamar al narrador: “¡Triste suerte la de un lugar consagrado por los inteligentes y dulces indios a la religión de lo bello!”

Parece claro que estamos ante una visión idealizada del pasado, en el que no sólo podemos encontrar la idea de que el sitio ha conocido tiempos mejores, sino también la presentación de sus habitantes, indios, como inteligentes y bravos, pero también dulces, floricultores piadosos y hábiles, no sólo para el cultivo sino también para la confección de ramos, capaces pues de apreciar la belleza y crearla. Los únicos párrafos dedicados a la descripción de una población india construyen esta visión idealizada de un pasado remoto, y no encontramos ninguna otra a lo lago de la narración. Aunque es preciso reconocer que las descripciones de poblados se reducen a la de Yautepec y Xochimancas. Son más abundantes las caracterizaciones de individuos, en las que los rasgos físicos suelen ir ligadas a aspectos morales.

Así, es notorio el contraste que se establece entre Manuela y Pilar, de veinte y dieciocho años respectivamente. La primera es presentada como una mujer blanca, aspecto que se remarca en diversos momentos y por distintos personajes que se refieren a ella como “güera” o “güerita”. Además, del color de su piel, se dice que posee ojos oscuros, boca encarnada, nariz aguileña, cuello robusto y bello, con cejas aterciopeladas y sonrisa burlona. En medio de Yautepec, donde vivía, “Diríase que era una aristócrata disfrazada y oculta en aquel huerto de la tierra caliente”, leemos; de modo que se remarca la rareza de una mujer de su tipo en la región.

Pilar, en cambio, es descrita como una muchacha morena “con el tono suave y delicado de las criollas que se alejan del tipo español, sin confundirse con el indio, y que denuncia á la hija del pueblo”. También de ojos oscuros, peina su cabello en trenzas, su cuerpo frágil de apariencia enfermiza contrasta con el de Manuela, así como su carácter más bien melancólico y reservado.

El contraste entre la humildad, honestidad y sencillez de Pilar con el orgullo, corrupción y ambición de Manuela es un motivo a lo largo de toda la novela y marca su relación con otros dos personajes entre los que se establece un contraste análogo; Nicolás y el Zarco.

A Manuela, su ambición la lleva a fugarse con el Zarco, un plateado, y la hace despreciar a Nicolás, de manera que no duda en expresar: “indio horrible á quien no puedo ver… me repugna de una manera espantosa, no puedo aguantar su presencia”. Pilar, por su parte, aprecia las cualidades Nicolás, se enamora de él y no duda en hacer cuanto está en sus manos para ayudar en un momento de apuro a ese

muchacho de buenos principios, que ha comenzado por ser un pobre huérfano de Tepoztlán, que aprendió a leer y á escribir desde chico, que después se metió a la fragua, y que á la edad en que todos regularmente no ganan más que un jornal, él ya es maestro principal de la herrería, y es muy estimado hasta de los ricos, y tiene muy buena fama y ha conseguido lo que tiene gracias al sudor de su frente y á su honradez.

Este joven hecho a sí mismo, es descrito físicamente como un hombre “con el tipo indígena bien marcado”, de ojos negros, nariz aguileña, boca grande de labios gruesos y dientes blancos, barba escasa y aspecto melancólico, benévolo, inteligente y varonil: alto, esbelto, de formas hercúleas y bien proporcionado. En medio de la descripción que se le consagra destaca el siguiente matiz: “se conocía que era un indio, pero no un indio abyecto y servil, sino un hombre culto, embellecido por el trabajo y que tenía la conciencia de su fuerza y de su valer”.

Dada la observación inicial según la cual no había indios puros en Yautepec, llama la atención que Nicolás sea descrito de esta manera y que otros personajes se refieran a él como “indio”. O bien se tendría que asumir que dicha observación no lo comprende, dado que se trata de un habitante de Atlihuayan, o bien que a pesar de tener rasgos indígenas bastante marcados él también se trata de un mestizo, al que se presenta como indio debido al predominio de estos rasgos en su aspecto. En cualquier caso, resalta la manera en que se hace distinción entre él y otras personas del mismo tipo, ¿cuál es la diferencia entre él y esos indios abyectos y serviles a los que se alude? Dado que ha sido embellecido por el trabajo y la cultura, parecería que no se trata de una diferencia insalvable, y que de no ser por la influencia de estos elementos él mismo podría ser parte de los otros. Si la diferencia fuese natural ¿qué sentido tendría la alusión al efecto del trabajo y la cultura en este hombre? Pero si suponemos que Nicolás también es mestizo, al que se llama indio por lo marcado de sus rasgos físicos, ¿qué es lo que lo hace mestizo?, es evidente que no se trata de su aspecto, ¿serán el trabajo y la cultura los que juegan el papel mestizante en los indios y los pueden transformar de abyectos y serviles en personas bellas y honradas como el herrero de Atlihuayan?

La cuestión es difícil de responder, si se considera además que Nicolás mismo se describe a sí mismo en un momento de la novela como un indio sin educación, pero no vulgar, y afirma que en su familia india se han transmitido de padres a hijos las ideas de honradez altiva que muchas personas le echan en cara, conservadas por sus antepasados “no por vanidad, ni por conservar una herencia de honor, sino porque tal es nuestra naturaleza, la altivez en nosotros es parte de nuestro ser”. De esta manera se acentúa la pertenencia del joven al tipo indígena y al mismo tiempo se ata un aspecto de carácter moral a la naturaleza de este tipo. La altivez del herrero, que al principio se achacó a la consciencia que éste tenía de su propia valía, debida a su formación y trabajo, se naturaliza en este momento.

El Zarco, por su parte, es descrito como buen mozo, simpático jóven y guapo, aunque de mal genio, a decir de una de las compañeras de los plateados. El contraste físico entre él y Nicolás es notorio. En el capítulo dedicado a presentarlo ante el lector se dice que su color es blanco, aunque se agrega inmediatamente que impuro, sin explicar en qué consiste dicha impureza. Sus ojos azul claro le valen el apodo con el que se le conoce y da nombre a la novela, de hecho su nombre real jamás se menciona. De cabellos color rubio pálido, cuerpo esbelto y vigoroso, aunque con ceño adusto, lenguaje agresivo y risa aguda y forzada. Este hombre de unos treinta años, alto y proporcionado, de espaldas hercúleas, se sabe guapo y temido, lo cual halaga su vanidad. La oposición con Nicolás se plasma también en su carácter moral, pues se dice que era un “haragán por naturaleza y por afición”, que aunque hijo de padres honrados y trabajadores se había fastidiado pronto del hogar debido a las tareas que se le imponían, y había durado poco en los trabajos que había logrado tener. Sus instintos perversos, se dice, no equilibrados por noción alguna del bien, habían llenado su alma. La combinación de estos elementos no había dado un buen resultado final y lo había llevado a convertirse en bandido, llevado por la codicia, complicada con la envidia, que lo hacían odiar a quienes tenían lo que él deseaba y producían en él un ansia frenética de arrebatárselas a toda costa.

Naturaleza y costumbre, pues, llevan al Zarco a convertirse en un bandido dedicado a robos, asaltos, pillajes y plagios. Esta misma envidia y vanidad lo hacen desear a Manuela, la mujer más bella de Yautepec, y hacen que se deleite humillando a los ricos de las haciendas. El moralismo de la novela se pone de manifiesto claramente en esta explicación de las causas que llevan al bandolerismo a uno de sus jefes más famosos y destacados, centrada en la naturaleza y hábitos individuales del personaje, sin consideración de las circunstancias sociales en las que el bandolerismo surgió y tuvo su auge.

El carácter repudiable del Zarco se pone de manifiesto de diversas maneras. Aunque temido y con fama de ser terrible en la lucha, se le muestra como una persona cobarde, traicionera y oportunista. Aunque menosprecia a Nicolás, no se atreve a enfrentarlo frente a frente, e incluso trata de escapar de una refriega en cuanto el herrero carga contra él. Afirma que casi lo mata un gringo maldito durante un asalto, pero otro bandido lo acusa de de haberse dedicado a robar los baúles mientras los demás sostenían la refriega, para luego regresa a matar a los hombres ya rendidos, las mujeres y los niños.

No deja de llamar la atención el hecho de que también sea blanco Salomé Plasencia, otro de los jefes principales de los plateados que se presentan en la novela. Cuando el Zarco presenta a sus amigos con Manuela, es el único cuyo aspecto remarca: “son mis mejores amigos, mis compañeros, los jefes… Felix Palo-Seco, Juan Linares, el Lobo, el Coyote, y ese güerito que se levanta es el principal…es Salomé”. Aunque el desarrollo del personaje es escaso, se dice que es flacucho, audaz. De voz aflautada y una persona miserable.

De hecho, los caracteres negativos y vituperados de los personajes blancos como Manuela, el Zarco y Salomé Plasencia contrastan con los positivos y apreciados de los personajes morenos, como Pilar y Nicolás. A este conjunto se añaden el presidente Juárez, que tiene una aparición fugaz en el relato, y Martín Sánchez Chagoyán.

El segundo es descrito prolijamente, junto con su pasado. Se trata de un campesino honrado que se había mantenido apartado e las contiendas civiles de esos tiempos. Persona pacífica, acaba por comandar una fuerza armada organizada por él mismo para perseguir a los plateados, a raíz de la destrucción de su propiedad y el asesinato de parte de su familia manos de los bandidos. Aunque leemos que se vuelve cruel con aquellos a los que persigue sin piedad y llega a pedir autorización para colgar sin juicio de por medio a los que logre capturar, es claro que las acciones de este “ángel exterminador” se presentan como justificadas por el hecho de que Sánchez Changoyán “era el representante del pueblo honrado y desamparado”, “era la indignación social hecha hombre”.

Físicamente es presentado como un hombre de estatura pequeña, cabeza redonda y cuello pequeño, de espalda ancha, con brazos hercúleos, piernas torcidas y nervudas. Moreno —aunque amarillento—, con ojos pequeños, verdosos y vivos, nariz aguileña, labios delgados y fruncidos, de frente estrecha, con barba rasurada y cabellos casi erizados. En el capítulo dedicado a dar cuenta de su entrevista con el presidente Juárez, se nos dice que posee el tipo mestizo y campesino, como Juárez el del indio puro.

Puede especularse sobre por qué se ha elegido a este personaje específico como representante del tipo mestizo. Aunque se ha dicho que toda la población de Yautepec está compuesta por razas mestizas, este personaje, que no es residente de dicho caserío, es el único personaje cuya pertenencia al tipo mestizo se enfatiza. No es el único que juega un papel crucial en la novela, pero sí es interesante observar que se trata de uno destacado por las virtudes que se le atribuyen. Cabe preguntarse también cuál sería la relación entre las razas mestizas y el tipo mestizo, si no son sinónimos, sino que el segundo forma parte de las primeras ¿por qué es el único que merece este nombre?. El hecho de que no se de cuenta de esto parece indicar que se tomaba como una especie de hecho evidente por sí mismo.

El moralismo de la novela se manifiesta nuevamente al justificarse las acciones ilegales y las facultades extraordinarias que se le conceden a Sánchez Changoyán, fundamentadas en sus virtudes y en la construcción del personaje como representante de la indignación social. Tanto él como el Zarco perpetran actos ilegales, e incluso llegan a matar a otras personas, pero las de uno aparecen motivadas por la venganza y la indignación de un hombre honrado, mientras que las del otro por la envidia y ambición de un haragán. Más aún, mientras que los actos del campesino se muestran como reacciones ante el entorno social y las circunstancias adversas a las que se enfrenta, en el caso del bandolero sus actos se atribuyen a características individuales.

Sólo un personaje no-blanco rompe la homogeneidad de este conjunto de personas portadoras de virtudes: el bandido apodado “el Tigre”, un mulato. Aunque en el relato se menciona la presencia de mulatos entre los trabajadores de la hacienda de Atlihuayan, ninguno es descrito de manera individual, ni juega un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos. La única alusión a ellos es pasajera, la encontramos en un pasaje que describe el paso del Zarco cerca de la hacienda, a una hora en la que “Aun se escuchaba el ruido de las máquinas y el rumor lejano de los trabajadores y el canto melancólico con que los pobres mulatos, á semejanza de sus abuelos los esclavos, entretienen sus fatigas ó dan fin a sus tareas del día”. Todos quedan, pues, marcados con el antecedente de la esclavitud de sus antepasados.

El Tigre, sin embargo, no es uno de estos trabajadores sino, como se ha dicho, un bandolero, un plateado, único mulato que es descrito individualmente. Mientras que en el caso del Zarco se llega a resaltar su buen aspecto, de modo que no es totalmente desagradable, no hay rasgo positivo alguno en la caracterización del Tigre. Al momento de su entrada en escena se nos presenta a la vista “un mulato horroroso que tenía la cara vendada” y esta primera impresión es reiterada con ligeras variaciones, en las que se añaden algunos rasgos. Así, más adelante se hace referencia a él como “aquel espantoso demonio de mulato gigantesco” y en el capítulo donde tiene una mayor participación es descrito como “monstruo de fealdad e insolencia”, con una boca enorme, dientes agudos y blancos, en los que sobresalen los colmillos superiores, brazos nervudos y manazas, “espantoso él, como una fiera rabiosa”.

Desde una perspectiva moral, tampoco queda bien parado. El Tigre es pendenciero y pronto se ve que no tiene inconveniente en reñir con sus compañeros, por los que se nota que no tiene aprecio alguno, más allá de la conveniencia de sus relaciones. Tacha al Zarco de lambrijo y de gallina, e intenta provocar una discusión con él para matarlo y poder quedarse con Manuela, igual que un botín. Finalmente, se revela que no tiene inconveniente en traicionar a sus compañeros de andanzas si considera que puede obtener un beneficio a cambio, pues un aviso de su parte permite a Martín Sánchez dar un golpe al Zarco y sus acompañantes. Sin embargo, sus esperanzas de ganar inmunidad gracias a la información proporcionada se ven frustradas, y es condenado a morir por el “ángel exterminador” que le echa en cara su actitud: “peor para ti si fuiste traidor con los tuyos”.

Hay otras cuestiones interesantes que plantear alrededor de estas caracterizaciones de los personajes en la novela. Es de notar que varios de los “tipos” se presentan como si fuera claro de qué se trata, como si fuera evidente cuál es el conjunto de características que corresponden. Bastaría, por ejemplo, dar una mirada a Nicolás o a Juárez para reconocer en ellos el tipo indígena, o a Sánchez Chagoyán para percatarse de que es mestizo. Pero esto contrasta con el hecho de que se ofrezcan sendas descripciones de cada uno de ellos, como si no bastara decir a qué tipo pertenece cada uno para poder conocer esto rasgos que resaltan en ellos.

Hay al menos dos posibilidades que podrían explicar esto. La primera es que se trate de una manera de forzar un un imaginario ya instituido: la reiteración o insistencia en la existencia de estos tipos contribuiría a mantener la idea de que existen y de que hay un conjunto de rasgos físico-morales propios de cada uno. La segunda es que se trate de un proceso creador de estos tipos: que se trate de tomar distintos rasgos físicos y morales ―dispersos en diferentes personas o poblaciones― para establecer diferentes conjuntos de ellos que se presentan como tipos claramente distinguibles. Y se abre una tercera posibilidad, dado que las opciones no se excluyen. Podría tratarse de un trabajo que opera sobre imágenes ya establecidas, más o menos estables, pero no para reforzarlas tal como son sino de una forma que las modifica, tratando de disociar algunos rasgos de ciertos tipos o anundando a él otros que no incluía previamente.

El hecho de que las personas morenas aparezcan como las principales portadoras de virtudes, mientras que las blancas lo son de vicios y comportamientos reprobables, parecería inclinar la balanza hacia esta última explicación, especialmente si consideramos que se trata de una novela escrita por un republicano “puro”, en un periodo marcado por un proceso de transformación social bastante intenso.

En cualquier caso llama la atención el hecho de que los personajes blancos no son adscritos a ningún tipo específico. Gracias a la descripción que se hace de pilar, sabemos que tiene el tono de piel propio de las criollas, y que se aleja del español. Pero Manuela es descrita como mujer blanca, on aspecto de aristócrata, sin que se diga a qué tipo pertenecería. Del Zarco sabemos que es blanco “impuro” y Salomé Plasencia es huero, pero no tenemos más información sobre su tipo.

Si aceptamos la hipótesis de que se trata de este tipo de trabajo creativo a partir de estereotipos ya existentes, la consideración de que se trata del trabajo de un republicano lleva a plantear otra cuestión. La postulación de la igualdad legal de los ciudadanos, cara a la Reforma, contrasta con la reelaboración de estos tipos raciales en los que abunda la narración. Pero aunque puede llamar la atención el hecho de que esto se encuentre presente en el trabajo de un republicano tan radical que mereció el apodo de “Marat de los puros”, a decir de Francisco Sosa, se debe reconocer que no se trata de algo exclusivo de la obra de Altamirano. Parece que podemos encontrarlo también en el trabajo de Riva Palacio y los que colaboraron con él en la producción del gran compendio histórico que fue México a través de los siglos, y se encuentra por igual en el de Francisco Pimentel, personaje usualmente alejado de la política pero que aceptó cooperar con el gobierno de Maximilano de Habsburgo, al que se debe la Memoria histórica sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México. Así, pues, a pesar de las diferencias políticas, parece tratarse de temas y asuntos comunes a cierto tipo de pensadores, y dignos de ser examinados tanto en la literatura como en pensamiento histórico del periodo.

El concepto de «racismo diferencialista» visto desde México

En su ensayo “¿Existe un neorracismo?” Etienne Balibar propone el concepto de racismo diferencialista para dar cuenta de la manera en que el racismo se presenta en las sociedades contemporáneas. Por la forma en que lo caracteriza, éste neorracismo nos puede puede parecer cercano y lejano a la vez a quienes estamos interesados en la realidad mexicana, según los aspectos del concepto en que centremos la atención.

Por un lado, el racismo diferencialista, no postula en principio la existencia de diferentes razas humanas, unas de las cuales serían superiores a otras, pero en el fondo sostiene una jerarquización de las culturas. En este aspecto, nos es bastante familiar: si bien durante el siglo XIX y primeros años del XX hubo un uso bastante profuso del concepto de raza por parte de intelectuales y de las élites políticas de México, se puede decir que las narrativas históricas que surgieron a partir del nacionalismo revolucionario se ocuparon gradualmente de operar el cambio de un discurso claramente racializado a uno culturalista.

El libro México profundo de Bonfil Batalla, que ha tenido una gran recepción e influencia en distintos ámbitos del contexto mexicano, puede ser entendido como parte ―tal vez final y decisiva― de este proceso de sustitución del discurso racializado por el culturalista. Mientras que a principios de siglo Manuel Gamio, hablaba de la formación de México a partir de la fusión y los conflictos entre la raza indígena y la latina; Bonfil se propone mostrar la persistencia de la civilización mesoamericana en pueblos actuales, y de la coexistencia de dos civilizaciones, la mesoamericana y la occidental. Se podría decir, por esto, que en el discurso de Bonfil se verifican dos elementos del “racismo diferencialista” descrito por Balibar: el abandono del concepto de raza y el reconocimiento de la pervivencia de las culturas a largo plazo.

Por otro lado, en Manuel Gamio se presenta el proyecto de asimilar diferentes grupos, de integrar a las familias indígenas a la vida nacional, para que devengan energías productivas. En el caso de Bonfil estamos ante una propuesta diferente. Para él las dos civilizaciones, la indígena y la occidental cristiana, tienen proyectos divergentes y opuestos, en lucha constante; y apuesta por un proyecto pluralista que reconozca la actualidad del proyecto civilizatorio mesoamericano. Nuevamente parecemos estar frente a características propias del “racismo diferencialista”: la postulación de la irreductibilidad de las diferencias culturales, de la incompatibilidad entre las distintas foras de vida y tradiciones de dos civilizaciones diferentes y el llamado a no forzar la supresión de las distancias culturales, la mezcla de culturas.

Sin embargo, hay características del “racismo diferencialista” que no se aprecian en el discurso de Batalla. Según Balibar, el neorracismo pretende ofrecer una explicación de los comportamientos racistas, fundamentada en el postulado de la irreductibilidad de las diferencias culturales: dado que las diferencias culturales son irreductibles, los esfuerzos por desaparecerlas provocan reacciones de defensa y el aumento de la agresividad entre los grupos humanos. De esta manera, el neorracismo naturaliza el comportamiento racista. Este tipo de tesis y explicaciones no se encuentra en México profundo.

Balibar también sostiene que el racismo diferencialista es inconsecuente, pues en la práctica no promueve la conservación e inmutabilidad de todas las culturas: a un «black» en Inglaterra y a un «beur» en Francia se les exige una asimilación cultural para integrarse a la sociedad en la que de hecho ya viven. Y esta asimilación es concebida como un progreso.

Incluso cuando intenta ser conservador de las diferencias en la práctica, so pretexto de evitar la tercermundialización del género de vida europeo el racismo diferencialista sería inconsecuente. Pues desde el momento en que se acepta la posibilidad de esta tercermundialización debido al contacto de las diferentes culturas, se acepta implícitamente la posibilidad de trasformación de las mismas ―aunque sea en la forma de “degradación” o “degeneración” de la cultura europea.

Pero Bonfil Batalla sostiene la incompatibilidad del proyecto civilizatorio indígena, o mesoamericano, y el proyecto occidental, y que ese dualismo que no terminará con el tiempo. Parece, pues, estar libre del reproche de inconsecuencia que hace Balibar al racismo diferencialista.

Curiosamente, al ser consecuente en su afirmación de la incompatibilidad de las dos civilizaciones que distingue, parecería que en el discurso de Bonfil está presente, de manera implícita, otro rasgo del racismo diferencialista: el postulado de que los individuos son herederos y portadores de una única cultura. Esto se haría especialmente evidente en la forma en que se caracteriza en México profundo a los mestizos: personas que han dejado de ser lo que realmente son, que han perdido la identidad colectiva indígena pero no la cultura indígena, como se podría comprobar al observar las comunidades campesinas tradicionales que se dicen mestizas.

Por otro lado, al caer al postular la unidad de los pueblos de los que se ocupa y agruparlos en las categorías de indios, indígenas o civilización mesoamericana, a pesar de la diversidad y diferencias de estos pueblos y sus culturas, de sus idiomas, formas de pensar y actuar. ¿No cae Bonfil en cierta aceptación acrítica de la categoría social, de indio o indígena a la que confiere el rango de categoría analítica propia de la antropología?. Estos conceptos no surgieron como categorías antropológicas en la forma en que las usa Bonfil, surgieron en el contexto del que se ha dado en llamar descubrimiento, y adquirieron significados diferentes en el proceso de conquista y colonización; aunque han experimentado transformaciones, no se puede decir que los significados de los que estaban cargados inicialmente o algunos de los que adquirieron a lo largo de la historia, hayan desaparecido.

El uso que hace Bonfil de estos conceptos contribuye a una operación doble. Por un lado, en tanto que discurso científico, contribuye a la determinación del objeto de estudio y, a la vez, dota de cientificidad al concepto. De esta manera contribuye a la legitimación del uso de estas categorías en diferentes ámbitos, no sólo en el científico. Por otro lado, se vale de una categoría social, bastante popular además, de tal modo que su discurso científico adquiera inmediatamente pertinencia social. Es decir, que sus aportaciones teóricas, científicas, se presentan ante el público como relevantes o importantes, en la medida en que para el público es importante el objeto que estudia.

Esto parece empatar con un rasgo del racismo en general, no exclusivo del “racismo diferencialista” que Balibar enuncia. Según él, el racismo mezcla una función social de no-reconocimiento y una voluntad de saber, un deseo de conocimiento de las relaciones sociales. El racismo «culto” o las teorías racistas elaboradas por intelectuales o científicos como Bonfil batalla, contribuirían a la satisfacción de esto simulando el discurso científico y su proceder, su forma de ligar hechos visibles a causas ocultas. Los ideólogos racistas elaboran doctrinas fácilmente inteligibles, aptas para el nivel de inteligencia de la masas, que les ofrecen claves de interpretación tanto de lo que son como individuos ―yo, mestizo, en realidad soy portador de una cultura indígena con la que no me identifico―, como en el mundo social ―yo, indígena, junto con mi comunidad somos víctimas de una relación asimétrica de dominación y subordinación.

Quisiera, sin embargo, problematizar aquí la tesis de Balibar. En este punto sería razonable preguntar de qué manera concibe el discurso y el quehacer científico para saber en qué basa su afirmación de que las teorías del “racismo culto” son simulaciones del mismo. Esta cuestión no es baladí o irrelevante. Si bien es posible que algunas teorías racistas sean elaboradas por personas que en verdad simulan el discurso y modo de proceder de la ciencia, esto no quiere decir que así sean todos los casos. Si Balibar piensa aquí en nuestros modelos contemporáneos de discurso y quehacer científico, para decir que estas teorías los han simulado, se trata de un error grave, pues no podemos juzgar la cientificidad tanto de las teorías actuales como de las pasadas exclusivamente con base en nuestros criterios actuales. Si lo que afirma más bien es que en cada momento histórico los “racistas cultos” han simulado el discurso y quehacer científico, también es conveniente hacer algunas observaciones.

En primer lugar, es oportuno recordar que a lo largo de la historia las ciencias han cambiado junto con los criterios de racionalidad científica y, por tanto, los criterios de cientificidad de las teorías y tradiciones de investigación. Creo que no es aventurado asegurar que la mayoría de los que Balibar llama “racistas cultos” han elaborado sus respectivas teorías realmente convencidos de que hacían ciencia de acuerdo con los marcos vigentes en su época y contexto

Así, la explicación de las diferencias raciales mediante la apelación a las diferencias geográficas o climáticas y sociales, como las elaboradas por Kant en el siglo XVIII, eran concebidas como verdaderas explicaciones “científicas” de estas diferencias. Algo análogo se puede decir de los intentos de caracterizar de las diferencias raciales como sub-especies y la explicación de su origen, elaborada a partir de la aceptación de la teoría de la evolución de Darwin. En el plano de las ciencias sociales, se puede decir que también quienes explican las distinciones raciales en términos sociales o culturales ―por ejemplo, quienes explican las distinciones raciales como construcciones ideológicas que enmascaran relaciones socio-económicas, especialmente las relaciones e intereses de clase. Lo mismo se puede decir, para poner un ejemplo más cercano, de quienes decidieron participar en el los proyectos de investigación que tenían el propósito de encontrar el genoma del mexicano.

Se puede aventurar la hipótesis de que todos los estudios de este estilo realizan un movimiento doble como el descrito en el caso de Bonfil Batalla ―aceptación acrítica de una categoría a la que dota de contenido científico, y que le sirve a la vez para dotar de pertinencia social la investigación― de modo que las investigaciones y sus resultados no pueden dejar de responder a cierta imagen estereotipada del que se asume como objeto de estudio. Pero esto se trata del reconocimiento de como nuestros supuestos, como nuestro conocimiento pre-teórico del mundo, influye en el proceso de producción de nuestro conocimiento científico, no de una simulación el discurso científico.

Esto no quiere decir que los supuestos, hipótesis, métodos, conclusiones y demás elementos del proceso de producción de estos conocimientos deban aceptarse sin más, de lo que se trata es del estudio crítico de las condiciones de la producción de saberes, para hacer visibles, no sólo la falsedad de las ideas propuestas ―en algunos casos― sino también, y especialmente, los intereses extra-teóricos (ideológicos, políticos, económicos, etc.), a los que esa producción responde.

Esto enlaza con otra cuestión a la que Balibar en cierta forma, concede una importancia menor. Al afirmar que si en la práctica las conducen a los mismos actos, no hay que dar tanta importancia a las justificaciones que conservan siempre la misma estructura ―de negación del derecho― aunque pasen del lenguaje de la religión al de la biología, la cultura, u otro campo. Es cierto que, desde la condición de los afectados, los actos tienen primacía sobre las doctrinas. Pero no hay que olvidar que, como el mismo Balibar señala, la ideología que justifica estos actos también es asumida de alguna manera por ellos. Por otro lado, es importante notar que el cambio de las teorías puede implicar un cambio en las prácticas de exclusión, inclusión y otras asociadas al racismo; en parte por eso mismo, pero no totalmente, el conocimiento y crítica de las justificaciones puede ser de una importancia fundamental en la lucha por la supresión de los actos mismos, ¿no es acaso esta la lección que Foucault nos dejó con investigaciones como la cristalizada en Vigilar y castigar?

Para Balibar resulta problemático que el llamado por él “racismo diferencialista” sea un racismo sin razas, más bien culturalista, que incluso llega a sostener que no existen razas humanas. Esto no necesariamente es un gran problema, pues un cambio en el uso de los términos que se usan, si bien es importante, no implica automáticamente un cambio en los conceptos que se emplean. Mediante el análisis del nuevo discurso, de la nueva red conceptual empleada para hablar de algunos fenómenos, podemos dar cuenta de que no hay en realidad un cambio conceptual tanto como un cambio de términos, aunque es posible que esto a la larga lleve a una transformación conceptual, según la forma en que los viejos significados de los nuevos términos se interactúan con los significados. En cierta forma es justamente esto lo que hace posible que Balibar descubra una nueva forma de racismo incluso allí donde el vocabulario racializado ha desaparecido o se ha pretendido eliminarlo.

Hay que tomar en cuenta también que Balibar ha elaborado su análisis y enunciado sus tesis con la mira puesta en el contexto europeo, más específicamente en el francés. Es posible que en este contexto se hayan verificado los desplazamientos que él indica, pero en el nuestro este tipo de desplazamientos no son dominantes. Así como la propuesta antropológica de Bonfil Batalla sigue influyendo de diversas maneras, así mismo están vigentes ideas biologicistas sobre la raza, como se puede atestiguar en el caso ya mencionado del proyecto para encontrar el genoma mexicano.

Hay, a mi parecer, tres tareas fundamentales que deberían ser llevadas a cabo en nuestro contexto. Un análisis de la producción de los saberes sobre las razas. Un análisis de los usos políticos del concepto de raza y los asociados a él; tarea que si bien empata con la anterior en algunos puntos no se identifica con ella, especialmente si tomos en cuenta que además de las teorías científicas sobre las razas existen también las que se pueden llamar teorías populares; esta tarea, además, debe contemplar las formas en que los conceptos se asocian con prácticas. Finalmente, una crítica de la economía política de las divisiones raciales; es decir, el análisis de cómo estas divisiones, regulan condiciones de existencia diferentes para los que son clasificados como miembros de tal o cual grupo y cómo éstas se entretejen con el proceso de producción y reproducción de la vida, en el sistema económico predominante.

Textos consultados
ARAUJO, Alejandro, “Mestizos indios y extranjeros: lo propio y lo ajeno en la definición antropológica de la nación. Manuel gamio y Guillermo Bonfil Batalla” en Paula Gleizer y Daniela López Caballero (coord.) Nación y Alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de
formación nacional
.
BALIBAR, Étienne “¿Existe un neorracismo?” en Raza, nación y clase.

Historia conceptual y genealogía del racismo.

En ocasiones anteriores me he valido de la discusión de David Theo Goldberg sobre el racismo y el concepto de raza para mostrar la pertinencia de un enfoque genealógico sobre el racismo en México. En la primera, presenté la definición mínima del concepto de raza propuesta por Goldberg. De acuerdo con esta definición, las razas son lo que sea que las personas conciban al usar el término, al presentarse a sí mismos como miembros de un grupo racial, o al presentar a otros como miembros de un grupo racial. Al adoptar esta tesis, se hace a un lado la pretensión de ofrecer una definición o teoría sobre las razas y el racismo que pretenda dar con algo así como la esencia del concepto y del fenómeno. Pero además, al quedar descalificada la pretensión de elaborar una teoría que pretenda dar cuenta de todo racismo, quedaba abierto el campo para un enfoque genealógico del fenómeno. Si las razas son lo que sea que las personas conciban al momento de usar el concepto de raza, entonces, las connotaciones específicas del concepto de raza en un contexto dado deben ser determinadas empírica y arqueológicamente, mediante el análisis de los usos del concepto. En lugar de elaborar una gran teoría general sobre el racismo, la tarea que nos queda es la de elaborar las genealogías de los diferentes racismos existentes.

Sin embargo, también presenté lo que a mi forma de ver era un problema de la propuesta de Godberg. Dado que de acuerdo con él no hay racismo sin discursos raciales y el racismo hace su aparición a la par que el concepto de raza, cuestioné si esto es así forzosamente. ¿Debemos asumir que no hay racismo en una sociedad, si no se usa en ella el término “raza” y otros asociados a él, incuso si existen prácticas de identificación de grupos que parecen estar configuradas de acuerdo con una de las maneras en que el racismo se ha expresado en algún momento histórico?

En otro momento, después de analizar el concepto de raza presente en un texto de Enrique Semo, volví a la propuesta de Goldberg y ofrecí una posible respuesta a esta cuestión. Hice allí una analogía entre el concepto de racismo y el de clases sociales, para argumentar a favor de la legitimidad del concepto de racismo como categoría de análisis de sociedades en las que el término “raza” no existiera. De esta manera, aseguré que incluso si el concepto de raza no estaba presente en un sociedad, podía ser útil para nosotros, que analizamos estas sociedades desde un punto de vista externo, utilizar el concepto de racismo o de relaciones sociales de raza para explicar fenómenos presentes en estas sociedades.

En esta ocasión regresaré a la propuesta de Goldberg y la tomaré comopunto de partida para trazar algunas líneas metodológicas más concretas sobre la elaboración de una genealogía del racismo. Para ello propondré enriquecer la tesis central de Goldbgerg con algunas tesis de la corriente historiográfica de la historia conceptual.

En mis textos anteriores, al expresar mis dudas sobre la propuesta de Goldberg, omití descuidadamente una distinción sumamente importante: la distinción entre un término o palabra y un concepto. Esta distinción que de buenas a primeras puede parecer caprichosa o bizantina en realidad es sumamente útil. Los conceptos se expresan a través de palabras, eso es claro, pero lo que se quiere decir es que no necesariamente a un concepto corresponde una palabra única que lo exprese. Quentin Skinner nos ofrece un ejemplo brillante para mostrar esto.1 Quien quiera saber si Milton poseía el concepto de originalidad, llegará a una respuesta negativa si se enfrasca en un búsqueda de la palabra “originality”, pues el poeta no la usa. Sin embargo, cuando el mismo Milton habla acerca de lo que aspiró a hacer en su Paraiso perdido, podemos ver que enfatiza bastante su decisión de encargarse de cosas no atendidas ni por la prosa ni por la poesía. De esta manera, descubrimos que Milton no sólo poseía el concepto de originalidad, sino que la cuestión de la originalidad era bastante importante para él. Esto hace evidente que para poseer un concepto no es condición necesaria poseer una palabra única que lo exprese.

Pero si no es condición necesaria, tener una palabra tampoco es condición suficiente para tener un concepto. Kant y Wittgenstein se han encargado de decirnos que es bien posible que creamos tener un concepto cuando en realidad no está claro a qué refieren nuestras palabras o cuál es su significado.

¿Cómo podemos saber, entonces, si estamos o no frente aun concepto? Inevitablemente tendremos que recurrir a los usos del lenguaje. Pero en lugar de fijar nuestra atención exclusivamente en qué palabras se usan o no, lo que tenemos que hacer es centrar nuestra atención en los significados que tienen las palabras en el contexto en que son usadas. La tesis de Skinner es que la señal de que una sociedad o grupo posee un concepto sería que se desarrolle un vocabulario que sea usado para expresar el concepto y discutirlo de manera más o menos consistente.

Una vez hecha la distinción entre conceptos y palabras, Skinner asevera que para comprender la manera en que alguien ve el mundo ―para lo cuál es muy importante saber, por ejemplo, qué distinciones hace y qué clasificaciones acepta― lo que necesitamos saber no es tanto qué palabras utiliza, sino qué conceptos posee.

La pertinencia de recuperar a Skinner para complementar la propuesta de Goldberg debería ser bastante clara ahora. Recuperar la distinción entre palabras o términos y conceptos nos permite mantener la tesis de que el racismo surge a la par que el concepto de raza; pero nos permite también contemplar la posibilidad de que existan el concepto de raza y el racismo incluso en sociedades en que no existe una palabra que exprese el concepto de raza. Es posible que en la España del siglo XV no se hablara de “razas”, pero un análisis de la discusión que llevó a la institución de las leyes de limpieza de sangre en Toledo en 1449 bien podría revelarnos la existencia de un vocabulario y usos del mismo que indiquen la presencia de un concepto de raza en ese contexto. Y mediante el análisis de los usos del concepto, podríamos también saber qué tipo de racismo es el que se configuró en ese momento histórico.

Otra tesis que deseo traer a colación proviene de la escuela de la Begriffsgeschichte de Koselleck. Koselleck enfatiza que los conceptos condensan experiencias históricas. En ellos se encuentran sedimentados diferentes sentidos, provenientes de épocas y circunstancias de enunciación diversas; sentidos que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos.2 Al examinar los usos de los conceptos, pues, no sólo se debe tomar en cuenta el sentido que una persona puede haber querido darle al utilizarlo, sino también los otros sentidos que el concepto carga y que influyen en la manera en que las demás personas interpretan el discurso de quien utiliza el concepto en cuestión.

En el caso de la cuestión del racismo y e concepto de raza, esto quiere decir que, en el curso de la investigación no sólo se debe prestar atención a los usos del concepto de raza en un momento dado, sino también los usos que ha tenido anteriormente, de modo que se pueda apreciar el sentido que se le otorga y cómo es que se distingue de los sentidos que ha tenido en otros momentos históricos.

Si esto es importante, ello se debe a un supuesto importante de fondo: atender a la transformación de los sentidos del concepto es fundamental para poder dar cuenta de cómo es que las prácticas racistas se transforman. Y esto es así porque los conceptos de los que disponemos establecen horizontes y limites para la experiencia posible y la manera de asimilarla. Los conceptos proveen a los actores sociales de herramientas para comprender el sentido de sus actos y sus posibles vías de acción. De esta manera, los conceptos sirven como un indicativo de las variaciones sociales.

Ahora bien. Una vez echas las observaciones anteriores, se pueden indicar los siguientes lineamientos a seguir en el análisis de la historia del concepto de raza, con miras a la elaboración de una genealogía del racismo.

Se debe prestar atención al concepto de raza, a sus usos y a las redes de conceptos en que se articula o que contribuye a articular. No se puede tomar en cuenta sólo el concepto de raza sin tomar en cuenta también el de libertad y esclavitud en el siglo XVII, o el de nación en el siglo XIX, por ejemplo. Se debe tomar en cuenta cuáles eran las redes conceptuales en que el concepto se articulaba y los problemas que eran abordados a la luz de esas redes conceptuales. El problema de la construcción de una nación entendida como conjunto de personas que comparten una cultura, es bastante diferente del problema de construcción de una nación concebida sólo como conjunto de personas sometidas al mismo gobierno o leyes; el concepto de raza difícilmente se articulará de la misma manera con estas dos formas de concebir la nación.

Hay que prestar especial atención a las disputas alrededor de los desacuerdos sobre el uso del concepto de raza. Las discusiones acera de si un concepto es o no aplicable para describir una acción o fenómeno particular son un campo de estudio bastante rico para el análisis de los diversos usos y significados del uso del concepto sobre el que se debate. De acuerdo con Skinner hay por lo meno tres cuestiones posibles que pueden estar en juego en una discusión de este tipo.3

  • El significado. Es decir, el rango de criterios de acuerdo con los cuales se usa un concepto, las “notas” asociadas a él.

  • La cuestión de la referencia. En este caso, las discusiones gran no tato sobre el significado de los conceptos, sino sobre si es adecuado o no aplicarlos a determinados casos. En líneas generales la pregunta central de estas disputas se podría ejemplificar de la siguiente manera: “Dado que por raza, entendemos x, y, y z ¿es este grupo humano una raza?.

  • Lo que se pretende al aplicar un concepto dado a una situación determinada. Austin ha llamado nuestra atención sobre el hecho de que no usamos el lenguaje sólo para describir el mundo, sino que también hacemos cosas con él. ¿qué pretendemos al decir que x grupo es una raza o que la persona z pertenece a la raza y? ¿pretendemos hacer una descripción? ¿estamos intentando desacreditar a la persona? ¿intentamos conferir cierta dignidad al grupo en cuestión?…

Si bien estas indicaciones son bastante útiles para el propósito de la elaboración de una genealogía del racismo, no son suficientes. A mi modo de ver, la genealogía del racismo no se identifica con la historia del concepto de raza, ni se agota con ella, aunque el análisis histórico del concepto de raza es fundamental para ella.

Marx aseguró alguna vez que no podemos juzgar a una sociedad sólo por las formas ideológicas (jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, o filosóficas) mediante las cuales adquiere conciencia de sí y de sus conflictos, y recalcó la necesidad de explicarse esta conciencia por las contradicciones en la vida material.4 Esto no quiere decir, desde mi punto de vista, que se deba abandonar el esfuerzo por reconstruir y examinar las formas en que las personas se han pensado a sí mismas y a sus sociedades a lo largo de la historia. Quiere indicar más bien que no debemos olvidar que la historia social, rebasa a la historia conceptual, en la medida en que los hechos y acciones no son reducibles a la interpretación o enunciación lingüístico-simbólica de las personas que los viven o se enfrentan a ellos.

A mi modo de ver, una genealogía del racismo, estará incompleta si no intenta dar cuenta de las situaciones materiales, sociales, ante las que algunos grupos respondieron mediante la conceptualización de sí mismos y de otros como diferentes grupos raciales, y de cómo la puesta en marcha de prácticas coherentes con dicha conceptualización fue funcional para ellos al momento de hacer frente a dichas situaciones.

La genealogía del racismo deberá echar mano, pues, de la historia social, económica y política, que permita comprender la manera en que las transformaciones del concepto de raza se fueron articulando con diferentes problemas y prácticas. Así como debe echar mano de la historia conceptual para reconstruir la manera en que los diferentes grupos humanos se vieron a sí mismos, qué era lo que consideraban un problema y qué soluciones ofrecieron.

Aquí es donde deben entrar en juego otro tipo de conceptos. Además de aquellos que debemos examinar y cuya historia debemos trazar, debemos tener conciencia lo más cerca posible de cuáles son nuestras categorías de análisis. Debemos tener bien presente la diferencia entre ellas y los conceptos cuyo desarrollo histórico analizamos por un lado para evitar caer en anacronismos, para no atribuir a las personas del pasado palabras que no usaron o intenciones que simplemente no pudieron tener porque no e encontraban dentro de su horizonte de expectativas posibles. Por el otro, porque son las que nos pueden permitir llegar a un grado de abstracción y análisis más sólido que si nos quedamos solamente con las narrativas sobre cómo evolucionaron ciertos conceptos en el tiempo. Sería sin duda insensato afirmar que los liberales del grupo de José María Luis Mora intentaron imponer un “proyecto civilizatorio”, puesto que no disponían de este concepto. Pero nosotros poseemos este concepto y, después de examinar las propuestas económicas y políticas de diferentes grupos políticos del siglo XIX podemos decidir que de acuerdo con su concepto de nación, ciudadanía, gobierno, etc., el del grupo de Mora es un proyecto civilizatorio en pugna con otros, así como especificar en qué se distingue de ellos y qué aspectos comparten.

Queda entonces abierta la cuestión de qué categorías de análisis son las más adecuadas para llevar cabo una genealogía del racismo como la que me propongo. En otra ocasión intentaré ocuparme de esta cuestión.

1Skinner, Quentin. “Language and political change” en Terence Ball, James Far y Russell L. Hanson. Political innovation and conceptual change. pp. 7-8

2Palti, Elías. “De la historia de las ‘ideas’ a la historia de los ‘lenguajes políticos’. Las escuelas recientes de análisis conceptual. El panorama latinoamericano” en Anales, 7-8, 2004-2005, p. 72

3Skinner, Quentin. “Language and political change”, pp. 9-11

4En el “Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política de 1859.

México: una nación mestiza

El día 2 de Junio de 2001, el reconocido artista mexicano Juan Soriano, conocido en algunos círculos como “el Mozart de la pintura”, declaraba al periódico Reforma:

A Orozco, Rivera y Siqueiros los mencionan dondequiera por razones políticas, las mismas razones por las que tiene éxito el movimiento indígena en Chiapas, por la cosa tan rara de quienes tienen la idea de que son indios en un país en donde toda la gente es mestiza […] Por tercos siguen siendo indios, y no pueden revivir sus tradiciones porque no las conocen, no saben escribir; ni se entienden entre ellos porque hablan diferentes idiomas, y los hablan muy mal. No hacen más que emborracharse, pegarle a las mujeres y protestar. No aprenden a trabajar la tierra, no aprenden a ser ciudadanos del lugar donde viven. Es absurdo. Llevan más de 300 años de hacer eso y ahí siguen; pero son muy poquitos.

Las palabras de Soriano, más allá de la condena al EZLN, merecen atención porque ponen en evidencia algunos aspectos sobre una idea que fue ampliamente aceptada a lo largo del siglo XX y no pierde todavía su vigencia: México es una nación mestiza. Con seguridad no todos llegarían al grado de afirmar, como Soriano, que todos en México son mestizos y reconocerían la existencia de grupos indígenas, pero difícilmente alguien rechazaría la idea de que los mestizos conforman la gran mayoría de la población nacional. He aquí la primera nota importante.

El segundo aspecto a resaltar en las declaraciones del artista plástico se encuentra en su concepción y valoración de las formas de vida de las comunidades indígenas. Al decir que estas personas son incapaces de revivir sus tradiciones y que hablan mal los distintos idiomas que existen, Soriano no hace más que hacer explícita una concepción también muy arraigada en el imaginario nacional: se asume que lo auténticamente indígena es cosa del pasado mientras  que lo que existe hoy son sólo los restos, que se resisten a morir, de lo que fue la verdadera cultura indígena. La cultura de las comunidades indígenas de la actualidad es vista, en el mejor de los casos como lo que ha logrado sobrevivir de la antigua gloria de las civilizaciones prehispánicas; en el peor, como una necia resistencia a integrarse a la nación mestiza moderna, que debe ser vencida.

Por oposición a la manera en que se concibe al indígena se puede construir la forma en que se valora al mestizo. Mientras el indígena se resiste al cambio, el mestizo lo acepta y se moderniza; mientras el indígena no sabe leer ni escribir, el mestizo se alfabetiza; mientras los indígenas hablan diferentes idiomas, lo que no permite que se entiendan entre ellos, los mestizos tienen un idioma único común a todos; mientras los indígenas no aprenden a ser ciudadanos, los mestizos son ciudadanos plenos.

No cabe duda de que hay aspectos problemáticos propios de estas ideas, resaltemos, por hora, sólo uno. Como señala Federico Navarrete (Las relaciones interétnicas en México, p. 14-15), el hecho de que la concepción de las culturas indígenas de la actualidad como los restos del glorioso pasado prehispánico implican de manera implícita una visión a-histórica de estas culturas. Al concebir los cambios que se han operado en estas culturas como una pérdida de autenticidad, se niega a estos grupos la posibilidad de cambiar sin perder su identidad, se equipara el cambio con una paulatina desaparición de lo indígena. Pero ¿es posible sostener semejante visión de la cultura? ¿es posible defender que la cultura es algo que debe permanecer estático para no perderse o desaparecer?

Sin embargo, no es mi intención en este momento detenerme en una crítica minuciosa de estas ideas. Lo que me interesa en este momento es trabajar el terreno para poder sembrar las siguientes cuestiones ¿Cómo se forjó la idea de que México es una nación mestiza y cómo se impuso en el imaginario popular?

Inicialmente podría parecer un sin sentido para muchos plantear semejantes preguntas. Las narrativas históricas con las que hemos crecido y nos han sido inculcadas nos han dado a entender de una manera u otra que México ha sido una nación mestiza prácticamente desde la etapa colonial y que ha sido concebido así desde entonces. En la Nueva Historia Mínima de México Ilustrada, por ejemplo se habla del mestizaje como parte del proceso de consolidación de la conquista y se describe de la siguiente manera:

Concomitante con lo anterior fue el surgimiento del mestizaje tanto en su expresión biológica como en la cultural. Aunque por parte de algunos (especialmente los frailes) hubo oposición al contacto entre indios y españoles, y aunque la legislación recalcó siempre la diferencia entre unos y otros, el hecho fue que las dos poblaciones establecieron pronto una estrecha relación. Las relaciones sexuales informales fueron mayoría, pero también hubo matrimonios reconocidos, sobre todo entre españoles e indias de buena posición. Ya para 1550 el náhuatl y otras lenguas se daban con fluidez entre muchos pobladores españoles. En contrapartida, no pocos caciques y nobles se hispanizaron prontamente, y algunas escuelas religiosas pusieron aspectos sofisticados de la cultura europea, como la retórica latina, al alcance de las elites indígenas (si bien sólo por un breve tiempo). Además, debe añadirse a esto la incorporación de un numeroso contingente de africanos (unos 15 000 a mediados del siglo) traídos a Nueva España como esclavos. En su gran mayoría eran varones y su mezcla con las indias fue inmediata. (p. 135)

Más adelante (p. 140) se habla de los mestizos como personas con una flexibilidad cultural innata que les permitía acomodarse casi en cualquier lugar, por lo cual pudieron aprovechar las oportunidades de movilidad social que surgieron con el dinamismo y crecimiento del país.  Y se dice también (p. 168-170) que los procesos de mestizaje cultural operaron en el surgimiento de elementos constitutivos de la identidad novohispana como la comida, el vestido, el mobiliario, el lenguaje, la música, la danza y otros.

Hacia el final del apartado sobre la época colonial, se afirma que para mediados del siglo XVIII ya se encontraban en Nueva España muchos elementos de identidad que habrían de expresarse en la etapa independiente. Además, se asegura que:

La consolidación de una identidad nacional o, en términos más generales, “americana”, fue una preocupación fundamental de la cultura criolla y mestiza. Historiadores que recogieron los enfoques indigenistas sembrados en el siglo anterior, como José Joaquín Granados Gálvez, revivieron, y en gran medida crearon, la idea de la gran nación tolteca –inicio de la historia de la “tierra de Anáhuac”– y de la legítima monarquía o “Imperio Mexicano”. De aquí sólo faltaría un paso para definir como “mexicana” a la nacionalidad que cobraba forma en Nueva España (p. 190)

De esta manera se nos dice no sólo que México fue prácticamente desde sus orígenes una nación mestiza, sino también que además había conciencia de ello, que los novohipanos sabían que se trataba de una nación mestiza. Además de esto, la visión que se presenta del mestizo es, sin lugar a dudas, positiva: bien dispuesto al cambio debido a su capacidad de adaptarse, sabedor de cómo aprovechar las oportunidades, elemento fundamental en la formación de la cultura e identidad nacional

Sin embargo, al revisar los textos de algunos personajes importantes en el ambiente político-intelectual de la primera mitad del siglo XIX, se puede ver que la concepción que se tiene del país y de la identidad del mismo no concuerda del todo con esta narración.

En el primer capítulo de su Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830 (consultado en Lira, Andrés. Espejo de discordias. Lorenzo de Zavala, José Ma. Luis Mora, Lucas Alamán, p. 45-51), Lorenzo de Zavala estima que la gran mayoría de la población novohispana estaba constituida por indígenas, asegura que otra quinta parte estaba formada por los españoles privilegiados y la restante quinta parte estaba formada por  las castas (en donde incluye a todos los grupos de «sangre mezclada») y los blancos pobres.  Por lo que respecta a la cuestión cultural, Zavala se limita a lamentar el estado de ignorancia en que se encuentra sumida la mayoría de la población.

Lucas Alamán, por su parte estimaba, al igual que Lorenzo de Zavala que la población blanca no llegaba a ser más de la quinta parte de la población, ni en la época novohispana ni en el periodo independiente hasta la década de 1840.  Pero asegra que los otros cuatro quintos de la población se pueden considerar distribuidos por mitad entre los indios y las castas (en principio distingue a los mestizos de las castas, pero asegura que se confundían con ellas). A estas últimas las describe como infamadas por las leyes y condenadas por las preocupaciones, además de que presenta una visión de ellas que dista de ser positiva. De acuerdo con él estas clases tenían todos os vicios propios de la ignorancia y el abatimiento. Reconoce en los mulatos los mismos vicios que en los indios, pero investidos de un carácter diferente debido a la mayor energía de su alma y vigor de su cuerpo:

lo que en el indio era falsedad, en el mulato venía a ser audacia y atrevimiento; el robo, que el primero ejercía oculta y solapadamente, lo practicaba el segundo en cuadrillas y atacando a mano armada al comerciante en el camino; la venganza, que en aquél solía ser un asesinato atroz y alevoso, era en éste un combate en que más de una vez perecían los dos contendientes (Alamán, Lucas. Historia de México, capítulo I. en Lira, Andrés. Espejo de discordias. Lorenzo de Zavala, José Ma. Luis Mora, Lucas Alamán, p.163-164)

Como se puede apreciar, la manera en que se concibe tanto la composición de la población de la Nueva España como la valoración que se hace de los mestizos (en sentido amplio aquí, para incluir también a las castas), es muy diferente a la presentada en la Nueva Historia… De esta manera, se hace evidente que las ideas que mencionamos a principio, al analizar los supuestos sobre los que se erigían las declaraciones de Soriano, no han estado presentes en todas las etapas de la historia nacional. Frente a la idea de que México es mayoritariamente mestizo y minoritariamente indígena, están los testimonios de personas que ven un México con una mayoría de población indígena; ante una valoración positiva de los mestizos, como estas personas dispuestas al cambio y a la modernización, portadoras de una cultura moderna, se encuentra una valoración más bien negativa que los ve como portadores de la ignorancia y de vicios exacerbados.

No hay que dejar de notar, sin embargo, que la valoración que se hace de los grupos indígenas parece no cambiar.

¿Qué es lo que ha cambiado en el espacio de tiempo que separa a Soriano y los autores de la Nueva Historia Mínima… de Lucas Alamán y Lorenzo de Zavala, que origina el cambio en esa concepción de México y la composición de su población? ¿A qué se debe el cambio que se puede apreciar en la forma de concebir y valorar a los mestizos? En otras palabras ¿Qué circunstancias materiales, políticas y culturales están ligadas al surgimiento de nuestra idea contemporánea de México como nación fundamentalmente mestiza? y junto con ello ¿por qué la imagen que se tiene de os grupos y culturas indígenas parece no cambiar? Estas cuestiones, que son las que deseaba poner en la mesa, requieren un análisis cuidadoso que intentaré llevar a cabo paulatinamente.

«Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (comentarios finales)

A lo largo de entradas anteriores he expuesto la manera en que aparece e concepto de «raza» en el apartado “Raza, comunidad, corporación y clase” del libro México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, de Enrique Semo.

Ahora, me parece que es un buen momento para hacer a un lado el trabajo expositivo exegético y pasar al análisis de cuáles son los  frutos que se pueden recoger  de su propuesta.

La primera cuestión interesante es el hecho de que Semo presenta dos maneras de definir las razas humanas y la manera en que describe cómo e que éstas se formaron en Nueva España.

Como hemos visto ( «Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (1)), primero da una definición amplia según la cual las razas son lo que los miembros de una sociedad conciban como tal, pero después plantea la cuestión en términos de las diferencias físicas (reales o imaginarias) presentes entre los miembros de sociedad. Éste último punto de vista, como hemos podido ver en una entrada anterior en que se analizó la propuesta hecha por David Theo Goldberg en su artículo “The semantic’s of Race”, no se puede sostener de manera general, pues las razas humanas no siempre han sido configuradas y distinguidas de acuerdo con criterios físicos (ya sean reales o imaginarios).

Sin embargo cuando procede a explicar cómo se fundaron las relaciones sociales de raza en la Nueva España, Semo parece proceder más bien de manera acorde con la primera definición que ofrece que con la segunda. Como se ha podido ver («Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (2)), explica el surgimiento de la división racial de la sociedad como producto de la racionalización de la conquista, de las diferencias culturales entre los conquistadores y los conquistados y de la concepción del linaje y limpieza de sangre de los españoles. En el primer caso el elemento central para la distinción de las razas fue, la distinción entre vencidos y vencedores, conquistados y conquistadores. En el segundo, estuvieron en juego la pertenencia a grupos con diferente lengua, costumbres, creencias religiosas y formas de organización social. Cuando se trata el caso de los estatutos e “Limpieza de sangre” presentes en España como antecedente a la racialización (para usar el término propuesto por Goldberg) de la sociedad novohispana, el elemento clave es la ascendencia, el linaje. En ninguno de estos casos fueron características físicas las principales determinantes de las diferencias raciales (a menos que se piense en el linaje o ascendencia como una característica física, o cual me parece difícil de sostener).

Es posible que el color de la piel u otros rasgos físicos hayan sido racionalizados o asumidos como indicadores de estas diferencias en que se basó la racialización, pero no parece que hayan sido los cimientos sobre los que ésta se construyó. Dicho de otra manera, no es que los individuos hayan sido considerados como una raza X por presentar ciertas características físicas, sino más que el hecho de que los grupos dominados fueran físicamente distinguibles de los conquistadores posibilitó que se asociara la presentación de ciertas características fenotípicas como un rasgo distintivo de las distintas razas.

El hecho de que a pesar de la dilusión de diferencias físicas, debido al mestizaje, se haya podido considerar a individuos fenotípicamente distintos como miembros de la misma raza, de la misma casta, con base en su ascendencia, pone más de manifiesto el carácter secundario del papel de los rasgos físicos en la racialización de los grupos sociales.

Hay, sin embargo, una manera en que la decisión de Semo de mantener la segunda definición mencionada puede ser pertinente. Las leyes pueden decir una cosa, mientras que en la práctica pueden suceder cosas bien diferentes. De este modo, es perfectamente posible que personas legalmente consideradas como miembros de la misma casta fueran tratadas de manera diferente en la práctica debido a la presencia de ciertas diferencias físicas. Esto dependería de los prejuicios y practicas de las personas en su vida cotidiana, independientemente de lo dictado por las leyes. Al mantener la segunda definición y hacer constante mención de la importancia de presentar ciertos rasgos fenotípicos, Semo no cierra la posibilidad de investigar y examinar esta dimensión. Pero, si esta es la intención, la manera en que presenta sus definiciones no es la más afortunada, pues parecería que ambas entran en tensión.

Como consecuencia de esta observación, podemos ver que el estudio y análisis de las relaciones de raza en la Nueva España es sumamente complejo, pues no sólo exige analizar los elementos sobre los cuales se funda la racialización de los distintos grupos, sino también, por un lado, lo que se puede encontrar plasmado en las leyes y otros documentos oficiales y, por el otro, las formas en que de hecho se relacionaba la gente en su vida diaria. Pero además, esto no puede ser exclusivo del análisis de la sociedad en el periodo colonial, puede generalizarse a todas las etapas posteriores de la historia mexicana, pues no porque las leyes dejen de admitir o hacer referencia a la existencia de distintas razas humanas las personas han de dejar de comportarse como si estas existieran.

En segundo lugar, podemos observar que Semo no duda en hablar de racismo ań cuando en muchos casos es difícil encontrar usos del concepto de raza en los textos de los personajes que menciona o en los documentos a los que hace referencia. En el Democrates alter de Juan Ginés de Sepúlveda, por ejemplo, no encontramos ningún punto en que se haga uso del concepto de raza para caracterizar a los naturales de la Nueva España. Es más, su caso se puede considerar incluso más radical que el del racismo, puesto que duda en conceder el estatus de humanos a los conquistados. En el edicto de 1806 del Consejo de Indias citado por Semo se dice que la gente de América constituye un especie muy inferior la del estado llano de España, “especie”, no “raza.

Recordemos que una tesis central del artículo de Goldberg era precisamente que sólo se puede hablar de racismo allí donde hay alusiones, aunque sea veladas, al concepto de raza. ¿Qué postura asumir entonces? ¿Diremos que Semo se equivoca al hablar de relaciones sociales de raza en la Nueva España y que debería hablar de otra cosa, usar otros conceptos para analizar la estructura de dominio y explotación presente en ella? ¿O podemos asumir con él que sí se puede hablar de relaciones de raza y extraer de su proceder algunas observaciones críticas hacia la propuesta de Goldberg?.

Personalmente me inclino más por la segunda opción. Y creo que la crítica podría ser ensayada de la siguiente manera. El concepto de clases sociales no surgió sino hasta el siglo XIX. No existía antes y, por eso, es comprensible que no se utilizara en ninguno de los análisis de sociedades realizados antes de este siglo. Sin embargo, una vez acuñado, se descubrió que podía ser útil para analizar no sólo la sociedad del siglo XIX sino también sociedades anteriores. Visto de esta manera el hecho de que el concepto no existiera antes, no quiere decir que es imposible hablar de clases sociales en las sociedades que existieron antes del siglo XIX, o que es ilegítimo hacerlo. ¿No podemos hacer algo análogo con el concepto de racismo? ¿No es posible asumir que puede hablarse de la existencia de racismo en sociedades en que el término o concepto de raza no está presente o no es utilizado?. Parece que el concepto de racismo o de relaciones sociales de razas puede ser útil para analizar a sociedad novohispana ¿cómo podemos negar la legitimidad de su uso?. Si, como yo estoy tentado a hacer, respondemos que sí se puede usar esta categoría para analizar sociedades aunque no se use en ellas el concepto de raza, entonces tenemos que revisar nuevamente nuestro concepto de racismo, pues, en esto tiene razón Goldberg, si no tenemos cuidado podemos terminar llamando racismo a cualquier práctica de discriminación, exclusión o trato diferenciado.

«Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (3)

En la entrada «Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (2) anuncié que además de examinar la manera en que las diferencias raciales fueron racionalizadas en la Nueva España, Semo hablaba también del llamado «sentido profundo» del sistema de relaciones raciales que surgió en la sociedad novohispana. En adelante, expondré acá la manera en que aborda el tema en el apartado «Raza, comunidad, corporación y clase» de su libro México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución.

El sentido profundo, la razón de ser del sistema de relaciones raciales y sus estratificaciones era la explotación del trabajo de los nativos. La diferencia de culturas,que se asoció al color de la piel, permitía a los españoles justificar, a ojos de los europeos, la deshumanización y mortandad de sus trabajadores en las colonias. Si los negros e indios en América no tenían los mismos derechos que los campesinos y trabajadores blancos en Europa, era porque pertenecían a una raza inferior. (México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, p. 306)

El hecho de que la función del sistema racial era justificar y reproducir las relaciones de dominio que permitían explotar el trabajo de los considerados inferiores se hace evidente en los eventos o fuerzas que lo amenazaron y las formas mediante las que intentó preservarse la diferencia entre las distintas capas de la sociedad.

En primer lugar, los rasgos físicos no eran un criterio seguro para mantener la división, puesto que el mestizaje los diluía. Así, los españoles y principalmente los criollos, espantados por la proliferación de mestizajes idearon pronto nuevas subdivisiones raciales, categorías que para los mulatos y mestizos marcaron claramente su posición con respeto a los españoles, indios ynegros, las supuestas «razas» fundacionales. Las subdivisiones se hicieron más finas después, moriscos, lobos,castizos, saltapatrás, albinos, etc. fueron algunas de las distintas categorías que se inventaron, en las que más que las características físicas, lo que importaba era el estrato racial al que pertenecían los progenitores de cada individuo (México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución., p. 306).

Es evidente que en varios casos había consciencia clara de las ventajas y desventajas de tener ascendencia o descendencia de determinados estratos; había indias, por ejemplo que preferían tener hijos con esclavos negros antes que con otros indios, pues así sus hijos estarían libres de la esclavitud de sus padres, pero también de las obligaciones tributarias de sus madres. Por otro lado, Semo da cuenta de que todavía en el año 1711, el Cabildo de la Ciudad de México escribe al rey que los españoles que se habían mezclado con indias verían a sus descendientes privados de los honores propios de los españoles, pero también de las leyes protectoras que gozaban los indios (México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, p. 307).

El paso de una categoría a otra era posible, pero muy complicado, pues había que falsificar actas de matrimonio e influir sobre sacerdotes con sus propias ideas acerca de del origen racial inscrito en las actas de bautismo. Lograr el estatus de español con limpieza desangre era difícil, costoso y requería una apariencia física con fuertes rasgos blancos. Con todo era posible llegar a ser considerado dentro de un estatus más alto que el que supuestamente correspondía por nacimiento. En el siglo XVIII se registró un impresionante crecimiento estadístico del número de criollos, pero esto no se debió tanto  un proceso demográfico natural como ala presión ejercida por numerosos mestizos y mulatos para ser considerados criollos (p. 309).

Si el paso de un estrato a otro era difícil y costoso, ello se debía no sólo a los prejuicios raciales de las personas, sino a la conveniencia de esto para los intereses de los conquistadores. No se podía permitir la desaparición de los estratos bajos, porque ellos constituían la fuerza de trabajo principal de la sociedad colonia.»Como decía un virrey del siglo XVII ‘es seguro que mientras existan los indios, las indias seguirán existiendo'» (p. 308)

Como se ha podido ver, dice Semo, la relación social de dominio racial fue impuesta primero por la guerra, la esclavización y a devastación. Pero después, con la institución de leyes y las prácticas cotidianas de dominio y explotación, llegó a presentarse como una herencia  «una condición que precede el nacimiento de cada súbdito, un componente natural del mundo en el cual ve la luz. Las virtudes de la raza dominante y los vicios de la raza dominada aparecen así como rasgos innatos contra los cuales el individuo nada puede» (p. 312-313).

Hay un último aspecto de la propuesta de Semo que es importante resaltar. Se ha dicho que la destrucción del sistema racial era contraria a los intereses de los españoles y de la corona, que tarazón profunda de ser del mismo era la explotación de la mano reobra de los dominados. Esto puede dar la impresión de que el sistema racial se impuso de manera voluntaria y consciente. Sin embargo, el historiador de la economía niega que esto haya sido así, de acuerdo con él:

«La relación social racista no es fruto de la acción consciente de personas o grupos interesados en ella. Surge de una falsa conciencia de los hechos de la Conquista y después, de la sumisión y decadencia del vencido. Las personas que lo predicaban y defendían podían ser más o menos sinceras, igual que los que lo ejercían,pero el interés clasista y anticolonialista estaba presente en ambos por igual» (p. 313).

Ahora que tenemos este breve panorama de la manera en que Semo concibe la manera en que surgieron y se impusieron las relaciones sociales de raza en Nueva España podemos pasar a un análisis un poco más detallado de su propuesta, para ver qué frutos conceptuales podemos extraer de la misma y qué posibles críticas se le pueden hacer.

«Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (2)

En una entrada anterior (“Raza” y “racismo” en la obra de Enrique Semo (1)), comencé a examinar la manera en que el historiador Enrique Semo presenta los conceptos de raza y de relación social de raza, que aplica al análisis de la sociedad novohispana, en el apartado «Raza, comunidad, corporación y clase» de su libro México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución.  Como se vio allí, parecía que Semo ofrecía dos definiciones de raza una amplia y una más restringida, de modo que no quedaba del todo claro la manera en que usa el concepto. Ante esto, se planteaba la necesidad de examinar la manera en que el mismo Semo dice que fueron racionalizadas las diferencias raciales en Nueva España.  Aquí se expondrá la manera en que Semo dice que se llevó a cabo este proceso.

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«La primera racionalización de la división social racial tiene su origen en la conquista y la constante reproducción de su significado social y cultural» (México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, p. 301)

Y cuando se habla de una constante reproducción de la conquista hay que tener claro que se hace en un sentido muy literal, no sólo se trata de la reproducción de las consecuencias ideológicas de la conquista de los aztecas, sino del proceso de conquista completo, puesto que en realidad éste nunca terminó (en el norte todavía continuaban las luchas de conquista cuando inició la Revolución de Independencia). Varios aspectos marcaron el proceso de conquista.

En primer lugar, los españoles conquistadores se consideraban a sí mismos como hidalgos y, por ello, personas para las que estaban vedados, o eran indignos, los trabajos viles. A sus ojos, ellos estaban llamados a conseguir fortuna, a obtener lo privilegios de la nobleza, por medio de las armas. La otra cara del espíritu marcial de los hidalgos era el desprecio hacia el conquistado, el vencido.

En segundo lugar, los españoles vencedores se ven a sí mismos como portadores de una civilización superior, dotada de armas invencibles para los indígenas, y de la única religión verdadera.

De acuerdo con esta visión dicotómica de conquistadores-conquistados, vencedores-vencidos, la población de Nueva España se divide esencialmente en españoles e indios. Además, hay que agregar a los negros esclavos, personas en las que, a ojos de los españoles, el color de la piel y su condición social eran prácticamente sinónimos.

Como ejemplos de esta primera racionalización de la división entre los españoles conquistadores y los indios conquistados, Semo menciona (pp. 301-302) la visión sobre los indios de Juan Ginés de Sepúlveda(1490-1573), quien sostuvo que los indios eran esclavos por naturaleza y sus intereses estaban mejor resguardados por los españoles, que los habían rescatado de una servidumbre material y espiritual mucho más cruel que aquella a la que los sometieron; la de Fernández de Oviedo (1478-1557), que los describía como sucios,cobardes, mentiroso capaces de cometer suicidio de puro aburrimiento y para arruinar a los españoles con su muerte; la de Francisco López de Gómara (1511-1566) y la deCervantes de Salazar (¿1514?-1575),quien tenía una visión más negativa de los indios ya conquistados que de sus antecesores paganos, pues los consideraba cobardes carentes de todo sentido del honor, vengativos, desagradecido, volubles, poco inteligentes, haraganes y ladrones, que recibían por su trabajo más de lo debido.

El aspecto importante de esta racionalización de la diferencia entre conquistadores y conquistados, españoles e indios, radica en que se adjudicaron los «defectos» de los segundos a rasgos de nacimiento, propios de una raza inferior, completamente distinta a la española.

De esta manera, afirma Semo (p. 303), surgió una doble estructura de dominio y explotación: económica, por un lado, cultural-identitaria, por el otro. En lo económico, se plasmaba en la explotación del trabajo esclavo, servil, asalariado; en la imposición de diezmos, tributos e impuestos. En lo cultural, en la producción de nuevas identidades históricas: indio, negro,mestizo, blanco, etc., impuestas como categorías de la relación de domino y superioridad y como fundamento de una nueva cultura, una cultura racista.

Sin embargo, precisa Semo, esta estructura no se asentó de la misma manera y con la misma intensidad en todos lados, porque el dominio colonial tuvo diferentes niveles. Hubo zonas donde fue precario, como en las regiones Yaqui y Tarahumara, donde los españoles no lograban establecer más que asentamientos inestables pasajeros e inseguros; y hubo otras en que sí se lograba crear todos los elementos económicos y culturales de dominio.

«El nivel de conflictividad y las actitudes de desprecio, miedo,incomprensión, formaban parte de la cultura de la raza dominante en un grado y combinación muy diverso, afin al estado real de las relaciones sociales» (p. 303)

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Una segunda racionalización del dominio y discriminación racial, dice el historiador, se basó en la existencia de dos culturas diferentes: la del pueblo conquistador y la del pueblo conquistado, heterogénea como las etnias que lo componían. Como se ha dicho, los españoles se consideraban a sí mismos portadores de una civilización y cultura superior a la de los conquistados. La consideración de la economía, política y ciencia del hombre blanco occidental como superiores alas de los conquistados dio origen al mito de la supremacía del hombre blanco, que se reforzó después con la consolidación capitalista en la economía y la cultura, y con el surgimiento del racismo «científico» en el siglo XIX.

Como los pueblos conquistados se convirtieron en la fuerza de trabajo sobre la que se levantó el sistema social (a diferencia de lo ocurrido en las colonias anglosajonas del norte), fueron forzados a adoptarla cultura del pueblo conquistador. Los indios de la Nueva España fueron obligados a adoptar la religión, las relaciones familiares, los valores mercantiles y la disciplina de trabajo del conquistador. Aunado esto a la privación de sus sistemas políticos, se puede decir que los indios fueron privados de las bases culturales sobre las que se erige la sociedad.

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Pero esto no fue todo lo que estuvo en juego para la fundación de una sociedad racialmente configurada y estratificada. Semo reconoce que hay ejemplos en la historia en que se han dado relaciones de dominio, o en que un pueblo ha configurado a otro como inferior, sin que eso haya dado pie a una relación social de raza. En Roma antigua, ejemplifica, algunos pueblos eran considerados como «bárbaros», inferiores, y la supuesta superioridad se afirmaba con base en rasgos políticos, culturales y militares, pero no en la apariencia física. En el mundo feudal de la Europa occidental, las diferencias fundamentales se establecían entre cristianos e infieles y, en un orden interno, entre seglares y eclesiásticos, nobles y plebeyos. En mesoamérica misma había discriminación, pero, asegura, era de tipo étnico. Los mexicas se consideraban a sí mismos como un pueblo elegido y despreciaban a otros, «pero no relacionaban esta condición con rasgos físicos o defectos de nacimiento, es decir,raciales» (p. 304).

En España, dice Semo, hubo un antecedente importante con los estatutos de «limpieza de sangre» que se instituyeron en Toledo desde 1449 y se difundieron luego en toda la península. En las investigaciones emprendidas contra moros, judíos, herejes y conversos se establecía la limpieza de sangre de acuerdo con el árbol genealógico de los investigados, y las categorías «cristiano viejo» y «cristiano nuevo». En esos años, la exigencia de limpieza de sangre para ingresar a institutos se hizo extensiva a las órdenes militares monasterios, cabildos catedralicios y la inquisición. A través de la idea de la limpieza de sangre el antisemitismo se transformó de prejuicio religioso en obsesión racial. De esta manera, dos cristianos, igual de piadosos los dos, podían ser considerados como diferentes si uno de ellos tenía un antepasado judío o musulmán.

Estos antecedentes influyeron también en la creación del concepto de indio. El cual, según nos dice el historiador,

«[…]tiene una connotación racista clara, puesto que no existe tal cosa como un etnia única. En realidad, debajo del concepto de indio se escondían un sinfín de etnias cuya actitud hacia la Conquista y época de sumisión fue diferente […] Los ‘indios’ nunca actuaron como una unidad porque ésta no existía; ni tenían el mismo pasado pecaminoso que les adjudicaban los españoles, porque su grado de desarrollo y sus culturas eran de una infinita variedad. Esta creación de los españoles sólo sirvió para fundamentar la relación racista. Los nativos cuando se dirigían a los españoles lo hacían en su calidad de indios, pero cuando discurrían en sus comunidades lo hacían en términos de su pueblo o etnia» (p.306).

Hasta aquí llega la manera en que, según Semo, fueron racionalizadas las diferencias que llevaron al establecimiento de relaciones sociales de raza en la sociedad novohispana. Sin embargo, su análisis del fenómeno no se detiene allí. Junto a la manera en que las diferencias fueron racionalizadas se encuentra lo que él llama «el sentido profundo» del sistema de relaciones raciales que surgió en la Nueva España. Veremos esto en otro apartado.

Semo y Krauze, dos visiones del quehacer histórico

En una entrada anterior  —Enrique Semo y el estudio del racismo en la historia de México (parte 1)–traté brevemente el tema de los intereses y objetivos de los estudios históricos de Enrique Semo. Quisiera ahora recordar algunos de las ideas ahí presentadas: 1) el hecho de que se estudia la historia de los sistemas económicos pasados con vistas a responder preguntas actuales, a sus repercusiones en la actualidad; 2) la insistencia en hablar poco de los líderes y sus hechos y más sobre las fuerzas que actúan debajo y detrás de ellos condicionando su actuar y pensar; 3) el hecho de que asume que su trabajo constituye, junto con otros, un llamado a una adaptación mayor de los proyectos nacionales de desarrollo y a la liberación de la influencia decisiva del capital y los gobiernos extranjeros.

Si deseo recordar esto ahora es para enfrentar la visión de Semo sobre sus estudios históricos con la manera en que evalúa y juzga otro historiador mexicano las distintas maneras y objetivos con que se aborda el estudio del pasado. El historiador en cuestión es Enrique Krauze y el el texto en que expone sus puntos de vista sobre el tema es su reseña del libro Historia ¿Para qué? presente en su propio libro Caras de la historia (México; Cuadernos de Joaquín Mortiz, 1983).

En esta reseña, Krauze distingue dos maneras de acercarse a la historia, el enfoque whig y en non-whig (de acuerdo con una distinción de Herbert Butterfield). Según esta distinción, la interpretación whig de la historia «Predica el conocimiento activo del pasado para servir de distintas formas al presente (Caras de la historia, p. 17) y distingue dos sub-enfoques: 1) el de la historia «Maestra de vida» o «historia de bronce» y 2) el de la historia crítica. Para dar cuenta de la manera de ser de la «historia de bronce», Krauze cita la caracterización que hace de ella Luis González en Historia ¿Para qué?:

Sus características son bien conocidas: recoge los acontecimientos que suelen celebrarse en fiestas patrias, en el culto religioso y en el seno de las instituciones; se ocupa de hombres de estatura extraordinaria; presenta los hechos como desligados de las causas, como simples monumentos de imitación. En la Edad Media fue la soberana indiscutida. La moral cristiana la tuvo como su principal vehículo de expresión. Entonces produjo copiosas vidas ejemplares de santos y señores. En su modalidad político-pragmática tuvo un autor de primer orden: Nicolás de Maquiavelo. En el siglo XIX, con una burguesía dada al magisterio, se impuso en la educación pública como un elemento fundamental a la consolidación de las nacionalidades. Es la historia preferida de los gobiernos.  (Luis González, citado por Krauze en Caras de la historia, p. 18)

La «Historia crítica» por su parte, es caracterizada por Krauze como un permanente talado de mitos, un recuento «machacante» de injusticias, represiones, traiciones, una denuncia de la opresión de los gobernantes y opulentos. Una vez más, Krauze cita:

Este saber histórico, para que surta efecto, descubre el origen humano, puramente humano de instituciones y creencias que conviene proscribir pero que se oponen al destierro por creérseles de origen divino o de ley natural. Este es el saber histórico disruptivo, revolucionario, liberador, rencoroso. Muchas supervivencias estorbosas, muchos lastres del pasado son suceptibles de expulsión del presente haciendo conciencia de su cara sombría.

La historia crítica suele ser la lectura favorita en tiempos revolucionarios y en muchas ocasiones ha probado su eficacia como mecha que inicia el fuego.  (Luis González, citado por Krauze en Caras de la historia, p. 19)

De acuerdo con Krauze, este tipo de historia es el que practicaba la generación más reciente de historiadores en el momento en que él escribía, aunque «con más denudeo que acierto» (p. 18)

Pero hay otro enfoque historiográfico que se opone  a los dos tipos de enfoque whig de la historia, dice Krauze, un enfoque que se levanta contra la tiranía pragmática y defiende la posibilidad y la necesidad de estudiar el pasado «por su interés intrínseco, en lo que tiene de irrepetible y particular, de extraño y distante» (p. 20). Este enfoque se interesa por toda la historia, sin desdeñar la remota; busca el cuándo, el qué y el cómo de los acontecimientos, y pierde poco el tiempo en rastrear el por qué; repara en todo lo humano, tanto en lo material como en lo espiritual y afectivo; y «cree más en las personas que en las fuerzas impersonales» (p. 20). Esta historia no es fruto de la voluntad de servir, sino de la curiosidad, de la insaciable avidez de saber de la historia.

Ante los que sostienen la interpretación whig de la historia, dice Krauze, los non-whig plantean objeciones intelectuales y morales. Objeciones a sus pretensiones de verdad, métodos y teorías. Son tres las principales objeciones que Krauze enuncia:

  1. Los whigs pecan de anacronismo, abstraen los acontecimientos para organizarlos como mejor se acomoden a un marco explicativo que no tiene nada que ver con el sentido original de los hechos y sus protagonistas.
  2. La marcada obsesión de los whigs por los orígenes, los lleva a hacer aparecer el pasado como una anticipación obligada del presente. Así, por ejemplo, hay quienes atribuyen a Lutero la libertad política occidental, olvidando que Lutero, a su vez, es resultado de mediaciones anteriores y de otras contemporáneas a él, todas complejas.
  3. Los whigs incurren en la llamada «meta-historia»: toman atajos, eluden detalles incómodos; se inventan el libreto de la historia cómo el pasado condujo al presente; desdeñan el caos, el azar, para imponer a la historia la camisa de fuerza de un orden necesario.

Ante todas estas pretensiones,

lo que los non-whigs proponen, en definitiva, es un conocimiento del pasado que encuentre su compensación en sí mismo, sin segundas intenciones, así sean tan maravillosas como la felicidad o la paz perpetua (Caras de la historia, p. 21)

El historiador, según el enfoque non-whig no debe politizar la historia. Puede tener pasiones o compromisos políticos, pero debe introducir distancia entre ellos y sus investigaciones para ser objetivo. No debe elegir sus intereses políticos particulares por encima del interés general del conocimiento.

A juicio de Krauze, lo que la historia, o, mejor dicho, los historiadores buscan o deben buscar es la verdad «rescatar el pasado de la mentira, revivirlo como ‘verdaderamente ocurrió’ y no como pretende la leyenda o el poder» (Caras de la historia, p. 38). Entendida de esta manera, la labor de los historiadores es un ejercicio que encuentra su satisfacción en sí mismo, sin segundas intenciones.

Finalmente, Krauze sostiene, siguiendo a Octavio Paz, que el buen historiador concibe y practica su vocación, «no como un saber sino como una sabiduría», a la cual caracteriza como «un código cambiante y perfectible de conducta», como «prudencia» como «moral». Conocer el pasado no cambia la realidad, y tal vez no nos diga cómo cambiarla, «pero ayuda a soportar mejor la carga porque, de alguna manera, la vuelve relativa» (Caras de la historia, p. 38). Además de que la aventura de penetrar en los mundos y en las mentes de hombres tan distintos a nosotros «mitiga también los dolores cotidianos» (Caras de la historia, p. 38). Así, de acuerdo con esto, resulta que la historia nos ayuda ser sabios, a ser buenos y a mitigar o soportar mejor los dolores causados por la realidad presente.

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A estas alturas debe ser evidente la manera en que la concepción Krauziana de los estudios históricos choca con la manera en que Enrique Semo concibe su propio trabajo.  Los objetivos que se propone y el enfoque de su trabajo lo ubican inmediatamente dentro de los que Krauze llama historiadores whig, más precisamente, dentro de aquellos que adoptan el enfoque de la historia crítica. ¿Quiere eso decir entonces 1) que Semo incurre en los «pecados» que los non-whig denuncian en los whig y 2) que su aproximación a la historia es un tanto espuria por no acercarse al pasado «por su interés intrínseco» sino con una clara intención de comprender mejor el presente?

Pero desde una perspectiva un poco más general. ¿Se sostiene bien la propuesta Krauziana acerca de las distintas maneras de abordar el estudio de la historia? ¿Se sostiene firmemente su crítica a quienes estudian el pasado con miras a la utilidad del conocimiento histórico para el presente y su defensa de quienes lo estudian por su interés intrínseco?

Estas cuestiones serán objeto de análisis en una entrada posterior.

«Raza» y «racismo» en la obra de Enrique Semo (1)

Uno de los principales esfuerzos teóricos de Enrique Semo por ofrecer una definición y desarrollo del concepto de raza se encuentra en el apartado «Raza, comunidad, corporación y clase» de su libro México:del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución.En este apartado se centrará la atención de ahora en adelante y todas las citas o referencias se harán a él. Es importante notar que en el título mismo se anuncia que no se trata de analizar el concepto de raza de manera aislada sino junto a los de comunidad,corporación y clase. Se puede decir que el objetivo de este apartado es mostrar la manera en que estas categorías pueden ayudar a comprender el Antiguo Régimen colonial novohispano, es decir, la formación económico-político-social de la Nueva España. El hecho de que se contemplen los conceptos de raza, comunidad y corporación además del de clase con el propósito mencionado puede llamar la atención si se considera que estamos ante la propuesta teórica de un pensador marxista formado en los años sesentas del siglo pasado. Si se acepta la idea de que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases ¿por qué hablar entonces de comunidades, corporaciones y razas? Semo mismo ofrece una respuesta a esta cuestión en la primera parte del texto, dedicada a la distinción entre clase, comunidad y sociedad. Allí severa primero que el concepto de clase puede usarse en distintos sentidos. Así,para subrayar la continuidad de la historia humana, afirma,

«[…]se puede decir que una vez disuelta la comunidad primitiva, todas las sociedades han sido de clase y por lo tanto tienen una clase predominante y una dominada, una explotadora y una explotada»(p. 297)

Además,afirma que entre estas clases antagónicas existe una lucha constante que influye de manera decisiva en los procesos de cambio. Pero inmediatamente matiza:

«Esto es válido aun alto nivel de abstracción,para todas las formaciones socio-económicas» (p. 297, el énfasis es mío)

Si se intenta analizar la sociedad novohispana, desde la perspectiva de este nivel de abstracción, se puede afirmar que existían en el una clase dominante y una dominada; la primera constituida por la alta burocracia, la alta jerarquía eclesiástica, los grandes comerciantes ultramarinos, los dueños de minas y los hacendados; la segunda conformada por campesinos, oficiales de los gremios,operarios de los obrajes, esclavos y sirvientes. Pero en un nivel de abstracción menor, asevera Semo, encontramos que en la formación socioeconómica de la Nueva España se encuentran presentes tres modos de producción distintos que se entrelazan unos con otros, cada uno con sus relaciones propias: el modo de producción feudal, el modo de producción tributario y el capitalismo embrionario. Y cuando nos encontramos «en un nivel más cercano a la realidad»,hallamos luchas entre etnias conquistadas y conquistadores, además de una estratificación social compleja condicionada por diversos factores: el estatus social está fijado desde el nacimiento para la inmensa mayoría de la población y la movilidad es sumamente restringida y desalentada; los privilegios y coacción extra-económicos frenan o impiden el dominio de la economía sobre las demás relaciones sociales; los intereses económicos se encuentran mediados por intereses de estatus, comunitarios u otros. Por todo ello

«la categoría de clase no es suficiente para comprender la estructura económico social [de la sociedad novohispana] ni los conflictos que la enmarcan, de ahí que recurriremos también a los conceptos de raza,corporacióny comunidad«.(p. 298)

La primera distinción que se hace en el texto después del reconocimiento de la insuficiencia de la categoría de clase para el análisis de la sociedad novohispana, será la de comunidad y sociedad. Ésta es retomada por Semo del trabajo de Ferdinand Tönies. Según ella, la comunidad (Gemeinschaft)es una asociación en que los individuos se orientan a la comunidad tanto o más que a sus propios intereses. Quienes pertenecen a ella se regulan por reglas o creencias comunes sobre el comportamiento apropiado y sobre la responsabilidad de los miembros con cada uno delos demás, a nivel personal, y con la comunidad en su conjunto; lo cual se marca como una unidad de voluntad. Las comunidades se caracterizan por una división moderada del trabajo, relaciones personales fuertes, familias unidas e instituciones relativamente simples. Debido a la existencia de un sentimiento colectivo de lealtad a la comunidad, rara vez se necesita reforzar el control social de manera externa. Por su lado, las Geselchaft(sociedad,sociedad civil o asociación) son asociaciones en las cuales la asociación nunca tiene más importancia que el interés propio para los individuos y carece de las reglas o creencias comunes de la comunidad. Se mantienen a través de individuos que actúan por interés propio. En ellas se enfatizan más las relaciones secundarias que los lazos comunes o familiares y hay menos lealtad al conjunto. La cohesión social de estas asociaciones deriva de una división del trabajo más elaborada. Estas organizaciones son más susceptibles de conflictos clasistas, raciales y étnicos. Una vez expuesta la distinción, Semo afirma, para marcar la utilidad de la misma en el análisis de la sociedad novohispana:

Adoptando esta nomenclatura podemos decir que en la Nueva España generalmente el individuo no tiene una relación directa con la sociedad, sino a través de la comunidad a la cual pertenece (p. 299)

Son parte de la ciudad, por ejemplo, a través de la cofradía, del gremio artesanal o del barrio indígena; los derechos que tienen al interior de la ciudad son distintos por pertenecer a un gremio que a otro, y los derechos que tienen en el gremio son diferentes a los que tienen en la ciudad. En Nueva España, dice Semo, es muy fuerte la pertenencia a comunidades, a diferencia de la relación social surgida de la unión impersonal, basada en el mercado, la competencia, el contrato entre individuos anónimos y la legislación política del Estado. Y esto le sirve a nuestro autor, además, para poner sobre la mesa la oposición entre la ciudad y el pueblo, la aldea, el barrio y la etnia, pues estos últimos tienen mucho de comunidad mientras que la ciudad, cuanto más grande, es un centro dela sociedad, en qu e una clase dominante impone sus modos de vida y pensar como ideal para todos. En lo que respecta al concepto de raza,Semo afirma que no existe una definición universalmente aceptada, el biólogo o el antropólogo físico pueden tener problemas para aceptar el concepto, pero

«[…]para quien se interesa en la dimensión social de los fenómenos,raza es cualquier grupo de personas que generalmente es definido por la sociedad como tal«(p. 300)

La definición es amplia incluso puede parecer vacua, pero tiene la ventaja de evitar comprometerse con una manera particular de definirlas razas humanas y la manera en que se debe investigar el fenómeno del racismo en las diferentes sociedades humanas. Bajo la perspectiva planteada por Semo en este momento, si se desea saber cómo se configuraba racialmente una sociedad concreta lo que se debe hacer es analizar qué grupos humanos eran considerados como razas en esa sociedad y de acuerdo con qué criterios. Pero justo después de esto, Semo añade algunas ideas en que parece minar estas posibilidades y comprometerse con una manera particular de definirlas razas humanas:

«Podemos considerar una relación de razas como la conducta que se desarrolla en una sociedad que es consciente de las diferencias físicas que separan a sus diversos componentes. Si la conducta entre los sectores de la sociedad es determinada por la actitud de cada uno de ellos respecto a diferencias físicas reales o supuestas, esa conducta puede ser llamada una relación social de razas«(p. 300)

¿Qué sucede entonces? ¿Estamos o no ante una perspectiva amplia de cómo se puede considerar al interior de las sociedades que se constituyen las razas humanas? ¿Se aceptará solamente que las razas se constituyen y distinguen de acuerdo con diferencias físicas? ¿O será que Semo sostiene que de todas las formas posibles en que se puede considerar que las razas se distinguen es esa la que tuvo lugar en Nueva España?. Para poder responder estas preguntas hay que analizar la manera en que Semo afirma que se racionalizaron las divisiones raciales en la Nueva España.

Enrique Semo y el estudio del racismo en la historia de México (parte 1)

Un estudioso que se ha interesado en la cuestión del racismo en la historia de México es el historiador Enrique Semo. Conocido por sus esfuerzos por ofrecer una historia económico-política de México desde un punto de vista marxista, es interesante observar que el racismo no es un tema que haya sido objeto de atención a lo largo de toda su carrera.

No puedo ofrecer una respuesta puntual acerca de cuándo se interesó por el tema. Pero sí se puede atestiguar que es un interés que no aparece en sus primeras obras. En la primera edición de su Historia del capitalismo en México. Los orígenes: 1521-1763 basta mirar el índice analítico para constatar que las palabras “raza” y “racismo” no aparecen, aunque sí aparecen “mestizaje” (remite a 8 sitios en el texto), “estratificación social” y “castas” (en sólo 2 ocasiones).

Cuando se observa, en cambio, el índice analítico de su libro más reciente, México: del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución vemos que el término “raza” remite a 41 sitios del texto, el tema de las castas es contemplado como un subtema en relación con el de razas y aparece 18 veces, se remite a 8 sitios en el texto en que se habla de relaciones sociales de raza, aunque también se habla de relaciones sociales de clase, cultura, dominio, explotación y reciprocidad. Hay 108 apariciones de “indios”, siete para “mestizaje” y 11 para “mestizo”.

Habría que ver otros textos intermedios para ver desde cuando aparece su interés por el tema, pero, por lo pronto puedo decir que tampoco aparece de manera clara en su texto Historia mexicana. Economía y lucha de clases, publicado alrededor de 1975.

¿Por qué el interés de Semo por el tema?

No se trata, como he podido apreciar, de un interés por el tema en sí mismo, sino de uno enmarcado dentro de otros más amplios, de inquietudes teóricas que, del algún modo, lo llevaron a reconocer la importancia del tema. Las dos grandes preguntas que se mantienen vivas a pesar de la distancia que separa a los dos libros antes mencionados y que son el hilo conductor de ambos son: ¿cómo se hizo México capitalista? ¿por qué el capitalismo adquirió un carácter subdesarrollado?.

La manera en que enfoca y plantea estas dos preguntas es indicativa de la concepción de la historia o de los estudios históricos que el mismo Semo tiene. Las preguntas a las que pretende responder o para las que desea marcar una vía de investigación son planteadas por la sociedad contemporánea, desde nuestro propio horizonte. Ante la pregunta por las causas del subdesarrollo en México y América Latina, así como en otras latitudes del mundo, hubo autores que pretendieron encontrar éstas en la sociedad contemporánea misma, o planteando hipótesis que hacían caso omiso a la historia de económica y política de las naciones, o bien concedían una importancia demasiado grande a algunos sucesos o características de la historia de las mismas, como el hecho de haber sido colonias de otros países. Enfoques de este tipo los podemos encontrar en el enfoque del llamado “colonialismo interno” (tres representantes de ésta corriente, muy leídos e influyentes fueron Andre Gunder Frank, Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen). Ante estos planteamientos, Semo deja bien clara su posición desde su escrito de 1973 (o más bien de 1969, puesto que la primera versión del mismo fue su tesis doctoral):

El origen del atraso, así como del desarrollo económico está, no en el clima, la raza o un conjunto de rasgos diversos inconexos. Sino en las condiciones históricas de la evolución de cada pueblo. (p. 13)

Así, como respuesta a estas tesis, Semo afirma:

“El estudio de los sistemas económicos anteriores ha sido abordado con el propósito de delimitar los orígenes del sistema actual” (p. 13) y “Asignamos a la historia económica la tarea del análisis de cada uno de estos sistemas [socio-económicos] y la elaboración de modelos que nos permitan comprender las leyes de su evolución, es decir, de su surgimiento, auge y desaparición” (p. 13)

Y reconoce también los límites de los resultados de su trabajo al afirmar:

“La historia económica sirve a la comprensión de nuestro presente, no por medio de la elaboración de leyes universales, sino por el estudio de las leyes del desarrollo de los sistemas económicos concretos y su sucesión” (p. 15), leyes que tienen una validez limitada a la extensión y duración de cada formación en cuestión.

Hasta aquí lo extraído de su texto de 1973. Pero en su libro más reciente, Mexico: del antiguo régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, aparece otro aspecto importante de su concepción de la utilidad de los estudios históricos. En la introducción del texto, al hablar del periodo que se enfoca afirma:

No hay periodo de la historia nacional tan repleto de mitos, profundamente arraigados en nuestra cultura. Muy frecuentemente son mitos opuestos y la batalla de los mitos está hoy a la orden del día. Pero ¿dónde está la verdad y cómo encontrarla? Ésta nación, que ya se cansó de concebirse como nación del futuro, necesita acercarse a la verdad histórica sobre su pasado, relativa y siempre en debate, pero al fin y al cabo a la verdad histórica y de eso se trata aquí” (p. 15)

Hablamos poco de los líderes y sus hechos, lo que especialmente nos interesa son las fuerzas que actúan debajo y alrededor de ellos. Frecuentemente los actores no lo saben, pero dichas fuerzas influyen decisivamente en sus acciones” (p. 16)

Y además de esto, reafirma su posición temprana:

sigo pensando que la teoría económica y social dominante en y para los países desarrollados, no es totalmente aplicable a Latinoamérica y a México. Como sostiene Oteiza «Los enfoques basados en la idealización y simplificación de la historia de los países capitalistas occidentales no tienen por qué ser aplicables a sociedades con estructuras y experiencias históricas completamente diferentes»” (p. 73)

Así, de los pasajes citados podemos extraer algunas ideas generales sobre los intereses y objetivos de los estudios históricos de Semo:

  1. El estudio de la historia de los sistemas económicos se aborda para responder preguntas actuales, para delimitar los orígenes de los sistemas actuales. No es un interés por el pasado en sí mismo, independientemente de sus repercusiones en la actualidad, no se trata de estudiar la historia por la historia. Tampoco se trata de estudiar la historia como “maestra de la vida”, ni de buscar en ella vidas ejemplares. De manera interesante, tampoco se busca simplemente dar cuenta de las cosas tal como sucedieron, sino de intentar explicar porqué se dieron de un modo y no de otro, en este sentido se puede decir que no se trata de hacer una historia descriptiva sino explicativa.

  2. La oposición a enfoques ahistóricos, esencialistas o simplistas que intentan explicar el subdesarrollo postulando como sus causas cuestiones como el clima y las propiedades geográficas de los países subdesarrollados o encontrándolas únicamente en el presente.

  3. El rechazo de aplicar enfoques explicativos surgidos en y para los países desarrollado. Junto con la búsqueda de un enfoque adecuado al caso mexicano.

  4. La desmitificación de los procesos y figuras históricos, a través de la búsqueda de las causas profundas de los mismos. Por lo cual se habla poco de los líderes y sus hechos, y más bien de las “fuerzas que actúan debajo y alrededor de ellos”, las cuales condicionan su actuar y pensar, sin que ellos mismos lo sepan las más de las veces. Es decir, una oposición a las explicaciones voluntaristas y reduccionistas de los procesos históricos.

  5. Como consecuencia de los puntos anteriores: el llamado

“a una adaptación mayor de los proyectos nacionales de desarrollo y a la liberación de la influencia decisiva del capital y los gobiernos extranjeros” (México: del antiguo régimen a la modernidad, p. 74)

 

Ahora bien, éste enfoque delimita y orienta la manera en que Semo aborda el estudio del racismo a lo largo de la historia mexicana. En este sentido, el racismo importa en la medida en que se insertó y contribuyó a dar un carácter específico a los sistemas socio-económicos pasados y su evolución. Importa también como un punto clave para la desmitificación del mestizaje en la historia de México, que ha solido presentarse en la ideología del nacionalismo revolucionario como resultado de la mezcla de españoles e indios.

Una muestra de esto último se puede ver en el siguiente pasaje de la introducción a México: del antiguo régimen a la modernidad, donde se sostiene que el atraso de México se encuentra fuertemente enraizado ya en el antiguo régimen colonial debido, entre otras cosas a:

La relación de razas como elemento adicional al dominio y la explotación de clase. Su imagen del mundo se concreta en el dicho popular según el cual hay dos tipos de personas, el blanco, poderoso y depredador, y el moreno, débil presa o víctima. En esa dicotomía no cabe el empresario trabajador e innovador del tipo schumpeteriano que pasa de una condición a otra en base a sus méritos, actitudes y trabajos (p. 21)

Es importante notar que no confunde raza y clase, ni reduce la una a la otra. Ni las razas se definen por la relación que guardan los individuos que pertenecen a ellas con los medios de producción, ni se asume que la idea de razas sirva para velar u ocultar relaciones de clase. Por lo cual puede hacer declaraciones como la siguiente:

“La historia de la Nueva España es la historia de la lucha de clases, de razas y comunidades en un marco colonial.” (p. 143).

Pero lo visto hasta acá es tan solo una primera aproximación al enfoque de Semo sobre el racismo. Ahora que hay una cierta idea sobre el tipo de enfoque sobre el tema que podemos esperar en sus textos es momento de ir directamente a los ensayos en que se ocupa de la cuestión. Me enfocaré en esto en una publicación posterior.