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Rayito

Cuando terminé el cuarto grado de primaria, me cambiaron de escuela. Sin saber cómo ni por qué, sin oportunidad para despedirme de mis compañeros, me encontré fuera de la escuela Margarita Maza de Juárez, comenzando un ciclo nuevo en la primaria federal Roberto Cañedo.

El cambio me sentó mal. Yo no quería estar ahí. Me sentía ignorado por los compañeros, los veía poco dispuestos para abrir un espacio para mí en alguno de los grupillos ya conformados, o para platicar conmigo siquiera. La relación con la profesora tampoco me gustó. Yo veía mal, escribía muy lento y mi letra, de por sí mala, se volvía peor con la prisa. Como resultado obtuve comentarios negativos sobre la limpieza de mi trabajo y tuve que repetir en casa algunas de las actividades para presentarlas en limpio después.

Al iniciar la segunda semana de clases, si no me equivoco, me sentí mal de camino a la escuela y de pronto comencé a vomitar. Mi padre me observó con detenimiento y ofreció una explicación: «No estás enfermo del estómago, es que no quieres ir a la escuela. Los compañeros no te caen bien, no te tratan como te gustaría y la maestra tampoco». Tenía razón, yo no estaba a gusto. Tal vez nadie me trataba mal, pero yo no me sentía cómodo.

Desafortunadamente, no había condiciones para volver a mi escuela anterior. Mis padres me dijeron que lo más que se podía hacer era cambiarme de grupo con la esperanza de que llegara a uno en el que me sintiera mejor. «Pero nosotros no podemos mover nada», añadieron, «vas a tener que pedir el cambio tú mismo». Así que me armé de valor y a la mañana siguiente me fui a plantar en la dirección para explicar mi situación y solicitar el cambio de grupo.

Afortunadamente para mí, la directora, la maestra Rosy, me escuchó atentamente, lo pensó un poco y accedió a mi solicitud. Me dijo cuántos grupos más había de quinto grado y los nombres de las profesoras que estaban a cargo de ellos. Uno de esos nombres llamó mi atención: Rayito. Resaltó tanto entre todos que no recuerdo los demás. Para mí, sonaba bien, sonaba como un nombre pronunciado con cariño, y, sin pensarlo mucho, pedí que me cambiaran a su grupo. «¿Estás seguro? —inquirió la directora— piénsalo bien, no te puedo cambiar de grupo más de una vez y Rayito, aunque es buena, tiene su carácter». Pero algo me atraía en ese nombre luminoso, que parecía anunciar cierta ternura y no dudé. Así que la maestra Rosy procedió a hacer el cambio, me acompañó para informar a la maestra de mi grupo y luego me llevó a mi nuevo salón.

Una vez en la entrada del salón, cuya puerta daba al patio principal, creo haber escuchado decir a la directora «Rayito, le traigo un niño», para luego ver avanzar a la profesora hacia la puerta. Me encontré frente a una mujer alta y delgada; morena, con el cabello corto cuidadosamente peinado y aretes dorados, vestida con pulcritud. La voz un tanto gruesa y rasposa con la que respondió a la directora que me sorprendió. Pero me recibió con una sonrisa y, después de escuchar lo que sea que le haya dicho la maestra Rosy, procedió a presentarme al grupo y asignarme un sitio en el salón.

Recuerdo que para hacerlo comparó mi estatura con la de otros compañeros, volvió a reír mientras decía algo relacionado con mi tamaño y el lugar que me tocaría y finalmente quedé en mi lugar. Además, les dijo a los compañeros que esperaba que me recibieran bien, les encargó que se hicieran mis amigos.

Jamás me arrepentí de haber entrado a ese grupo de quinto a cargo de la profesora Margarita Rayito Arroyo Medina. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero solía ser bastante alegre y sonriente. En retrospectiva, creo que no manifestaba enfado o molestia sin razón.

En mi caso, especialmente, tengo la impresión de que le molestaban dos cosas: mi pereza y mi soberbia. Las tareas escolares nunca me gustaron, había actividades a las que no les veía sentido y no las hacía o no me esforzaba al hacerlas. Creo que le molestaba porque estaba consciente de que si fallaba en algo escolarmente, no era por falta de capacidad. Al mismo tiempo, yo tenía bastante confianza en lo que sabía y en mis recursos, lo que a veces me hacía menospreciar los quehaceres. Pero no le molestaba mi confianza, sino ese menosprecio que llegaba a mostrar.

La recuerdo además como una docente comprometida con el impacto de su intervención más allá del aula, en las vidas de los niños. Hay dos anécdotas que tengo bastante presentes al respecto.

En una ocasión, tuvimos que hacer un cojín, creo que era para las fiestas decembrinas. Teníamos que cortar la tela, hacer las costuras, coser los adornos que llevaría, rellenarlo y cerrarlo bien. En clase se nos explicaba el proceso, se nos enseñaba cómo hacer las costuras y luego debíamos continuar en casa, para mostrar avances en la siguiente sesión. Pero hubo un compañero que no hacía el trabajo en casa. Como la situación fuera recurrente, Rayito solicitó que su mamá fuera a la escuela para platicar con ella.

Cuando la señora se presentó, la suerte quiso que yo estuviera lo bastante cerca para escuchar la plática. Cuando la maestra preguntó por qué su hijo no avanzaba con la tarea, la madre explicó que se debía a la oposición del papá, que cada vez que lo veía decía que esas eran cosas de mujeres y su hijo no tenía por qué hacerlas. Visiblemente enfadada, Rayito le dijo a la señora que eso no estaba bien, que el marido no tenía razón alguna y que ella no le hacía ningún bien a su hijo al permitir que no aprendiera cómo hacer ese tipo de labores. «¿Qué va a pasar si usted llega a faltar? ¿Qué le va a pasar si no encuentra alguien que lo atienda? ¿Se va a quedar sin botones por no saber pegarlos?», inquirió para luego añadir con voz alta y tono severo: «¡No! ¡Si su hijo no aprende a coser, a planchar, a cocinar, a limpiar, usted no está educando un hombre, está educando un inútil!». No sé cómo continuó la conversación, pero a partir de entonces nuestro compañero llegó a las siguientes clases con avances de costura hechos en casa.

La otra situación que recuerdo fue un tanto diferente, porque no involucraba al alumno de manera tan directa. No recuerdo bien cómo pasó todo, sólo sé que cuando una de las mamás fue a verla, terminó llorando y desahogándose con ella, quejándose de la falta de apoyo que sentía de parte de su marido. La maestra no dudó en citar al señor y ponerlo como lazo de cochino cuando se presentó. No escuché bien la charla completa, pero recuerdo a Rayito en pie tras de su escritorio, recargada en él, observando fijamente al señor por arriba de sus gafas mientras decía: «Su esposa necesita más de usted. Su esposa está triste y eso no está bien. Yo lo he visto y se lo puedo decir: detrás de una mamá contenta, hay un hombre; detrás de una mamá triste, no hay un hombre, hay una basura. ¡Usted tiene que decidir qué es lo que quiere ser!».

Así recuerdo a Rayito. Firme ante aquello que consideraba que no era correcto; tratando de ir más allá del ámbito escolar para mejorar el contexto de sus alumnos. Pero también alegre, invitándonos a salir al patio «a mover el bote» en el festival del día del niño o riendo con ganas ante alguna ocurrencia nuestra.

Supe que se jubiló y que le gustaba ir a bailar de tarde en tarde. Espero que sea feliz y que tenga la satisfacción de haber marcado para bien varias vidas, así como marcó la mía.

El Vikingo y tío Rodrigo o de por qué quise ser filósofo

Hubo un punto de mi vida en el que decidí ser filósofo y esto me llevó a ingresar a la licenciatura en filosofía. Ahora que los veo en retrospectiva, los motivos que tuve para hacerlo probablemente no eran las mejores razones; de hecho, algunos tal vez no son razones en sentido propio.

Llegué a la carrera en gran medida debido a que estaba indeciso, había muchas disciplinas que me llamaban la atención y, de alguna manera, sentí que la filosofía podía satisfacer mis inquietudes diversas. Por un lado, me gustaban las matemáticas y la física. Aunque me atraía más la primera, en parte por el nivel de abstracción que implicaba, pero más porque veía en ellas un aspecto lúdico; me gustaba sentirme retado por los problemas y disfrutaba tratando de resolverlos, así como buscando soluciones diferentes para uno mismo.

También contemplaba la posibilidad de estudiar historia o economía. La primera porque había algo que me fascinaba en los esfuerzos por reconstruir el pasado y explicarlo, más aún en los que trataban de buscar en el pasado respuestas o posibles guías para problemas del presente. Sentía que podía ayudarnos a entender mejor lo que somos y lo que podemos ser.

Consideraba la segunda simplemente porque mis padres y mi tío Rodrigo me habían hablado maravillas de Marx y su crítica al sistema económico; de cómo sus estudios lo habían llevado a exhibirlo como generador de miseria, desigualdad, y sufrimientos. Aunque no entendía bien de qué iba la cosa, lo que decían lo hacía aparecer ante mi imaginación como alguien que había sido capaz de ver con profundidad grandes problemas que enfrentamos como humanidad. Dado que Marx había estudiado economía, pensaba, quería ver lo que él vio, estudiarlo a él mismo y, de ser posible, ir más allá todavía.

Un día, cuando estaba en tercero de prepa, una amiga me sonsacó para saltarme las clases que restaban y asistir a una conferencia que iba a dictar Enrique Semo; entonces se abrió una perspectiva muy atractiva para mí, al ver que podía conjugar ambos intereses en la historia económica. Aunque después de enterarme de que Marx había sido filósofo de formación y de que Semo mismo reconocía su deuda intelectual con Marx y otros filósofos marxistas como Adolfo Sánchez Vázquez, me incliné más bien hacia la filosofía.

Para complicar más mi panorama, justo cuando me estaba haciendo a la idea de que mis aptitudes no bastaban para tener un futuro profesional en la música, tuve la suerte de encontrar un maestro que me hizo ver las cosas de diferente manera. Me ayudó a ganar confianza en mí mismo y a ver todo un conjunto de opciones de vida como músico en las que no había pensado.

Un tanto abrumado por tantas opciones atractivas de uno u otro modo, supe después que había filosofía sobre muchas cosas, que existían, entre otras, la filosofía de la ciencia, de la historia, de la música. Esto claramente contribuyó a inclinar más la balanza hacia la opción de estudiar filosofía. Como he dicho, sentí que de alguna manera encontraría ahí cierta satisfacción para la diversidad de inquietudes y preguntas que tenía.

Sin embargo, lo que más peso tuvo en mi decisión, lo que despertó y afirmó en mí el deseo de convertirme en filósofo, fue la influencia de dos personas.

Una de ellas fue mi profesor de filosofía de la prepa, el profe Álvaro. Lo primero que supe de él fue que le decían “El Vikingo”; me lo dijeron Diana y sus amigas cuando les enseñé mi horario el primer día de clases y me hicieron comentarios sobre todos los profes que conocían. Cuando lo vi pensé que le quedaba bien el sobrenombre: era alto, ancho, de cabello claro y largo que solía llevar amarrado en una coleta, de ojos azules y voz potente. Lo vi llegar a la escuela vistiendo traje y cargando un portafolios, lo que me hizo esperar un profesor serio con cierto aire de solemnidad. Resultó ser dicharachero, relajiento, burlón y, para mí, inspirador.

Una de las primeras cosas que hizo en clase fue preguntarnos cómo haríamos una teoría sobre la memela. Bajita la mano, nos guió en los intentos de encontrar una definición de memela, de dar cuenta de la esencia de esa garnacha exquisita que hacía nuestras delicias en los almuerzos y —lo veo ahora— nos metió en una discusión ontológica sin que fuéramos conscientes de ello. Con él, sólo vimos un poquito de lógica y algunas cosillas de ética; mi formación filosófica en la prepa transcurrió sin que tuviera que leer un diálogo platónico o algún otro texto filosófico clásico.

Más que los temas vistos en clase, fue él mismo quien me provocó admiración y cierta fascinación. Como he dicho, solía ser burlón y jugaba con la manera en que entendíamos las cosas. Recuerdo, por ejemplo, que decía jocosamente: “Aquí el galán del grupo es fulano de tal”; y cuando alguien le replicó con incredulidad cómo podía decir eso si el mencionado era feo, chiquito y flacucho, respondió: “Dije que era galán, no que era guapo. Y para ser galán, no se necesita ser guapo ¡Mírenlo nada más! Siempre que lo veo, está rodeado de mujeres. No como los demás hombres del grupo, que suelen hablar y convivir nada más entre ellos”.

Y así, alternando la seriedad con las chanzas, nos cuestionaba, intentaba hacernos conscientes de nuestros prejuicios y llevarnos a problematizarlos. Nos hacía reflexionar sobre cosas que teníamos por seguras para descubrir que no lo eran; nos forzaba a buscar una manera de fundamentar lo que creíamos y a cambiar de idea si descubríamos que no había bases para sostener lo que pensábamos.

Cuando tuve la oportunidad de platicar personalmente con él, me admiró su manera de ver las cosas, de ayudarme a despreocuparme de asuntos que de pronto me parecían urgentes para ponerme a pensar en otros que, como él decía, me «indigestaban» el cerebro. Cuando se llegaron a sumar a la plática otros compañeros, aprecié su forma de responder mordazmente cuando alguien aseveraba algo con suma confianza, señalando puntos en los que hacía agua lo que sostenía.

No puedo decir que aprendí de él teorías filosóficas, pero sí diría que me enseñó una forma de vivir como filósofo. Se podía ser filósofo y ejercer la filosofía a través del magisterio. Tratando de ayudar a otros a encontrar maneras de pensar y vivir con autonomía.

Tuve otra fuente de inspiración en mi tío Rodrigo. Me encantaba su plática desde que era pequeño. Me contaba historias de Aquiles y otros héroes griegos. Luego, mientras yo iba creciendo, agregó comentarios para relacionarlas con la historia de Grecia misma. “Los mitos tienen un fundamento en la historia real —me decía—, responden a la sociedad de su tiempo». También platicaba conmigo sobre las cosas que me veía leer, las comentábamos y cuestionaba mi manera de entenderlas. Era muy grato para mí tener alguien así que se interesara por mis lecturas infantiles y se prestara a acompañarlas, que me ayudara a relacionar lo que leía con el mundo que me rodeaba.

Él solía platicar mucho de política en las reuniones familiares y me gustaba escuchar, aunque no entendiera lo que se discutía. Sentía que había algo especial en su manera de entender y decir las cosas, algo que también debían percibir los demás, a juzgar por cómo lo escuchaban.

Mientras crecía, también creció mi respeto por él. Sabía desde pequeño que trabajaba en prensa, que tenía que moverse constantemente de un lado a otro en busca de información, pero después supe más sobre cómo se esforzaba por conjugar su trabajo periodístico con las luchas locales de campesinos y trabajadores, de la manera en que trataba de obtener y usar o mover la información para favorecerlos.

Un buen día, supe que él había estudiado filosofía. Fue todo un descubrimiento para mí, en todos esos años nunca me había preguntado cuál había sido su formación. Me dio cierto gusto saber, además, que había tomado esa decisión contracorriente de las expectativas de muchos en su entorno familiar. Cuando esperaban que estudiara derecho, él optó por una vía diferente. Su decisión fue un ejercicio de autonomía y también la expresión una toma de posición ética: había visto algunas cosas que implicaba el trabajo de un abogado, cosas que él consideraba injustas y no estaba dispuesto a hacer. Prefirió buscar herramientas para entender las injusticias y luchar contra ellas.

¡Entonces también así se podía ser filósofo! Usando las herramientas adquiridas con base en horas y horas de estudio para analizar la información que se recaba, con la finalidad de contribuir a la lucha contra la miseria, exclusiones, despojos y otras formas de injusticia.

Cuando entré a la prepa, y le hablé a mi tío sobre el Vikingo, resultó que ambos habían sido compañeros en la carrera. Además, los dos habían formado parte de un equipo «liberador» de libros que ayudaba a estudiantes a conseguir textos necesarios para sus estudios. A pesar de su formación común, sus vidas como filósofos eran muy distintas. Ambos habían tomado caminos diferentes y habían encontrado su propia manera de ejercer la filosofía.

Si este era el tipo de posibilidades que ofrecía la filosofía, estaba dispuesto a tomar ese camino. Y fue así, menos a través de la teoría y más debido a la influencia de la forma de vida de estas dos personas, que decidí ser filósofo.

La maestra Gisela

En julio de este año supe que la maestra Gisela luchaba contra el cáncer. Al poco tiempo, en agosto, me llegó la triste noticia de su partida. Al enterarme de lo sucedido quedé un tanto anonadado, pero no fui consciente de cuánto me había afectado hasta días después.

El azar me hizo saber que dedicarían a su memoria una emisión del programa «Música EnCantada», emitido por la estación radiofónica Opus, e inmediatamente decidí que debía escucharlo. Conforme transcurría, acudieron varios momentos a mi memoria.

Tengo algunos recuerdos de la primera vez que la vi en el salón de clases. Estábamos ahí para tomar lecciones de conjuntos corales, materia de la carrera de Técnico en Música que cursaba entonces en la BUAP. Había algo en esa mujer delgada, de cabello corto y acento cubano que me dispuso inmediatamente a su favor.

La recuerdo como una persona llena de alegría. Amaba su trabajo, porque amaba la música y enseñarla. Y ese amor se expresaba bajo la forma de una enorme generosidad para con nosotros, sus alumnos. Nos ofreció su ayuda desde la primera clase. Dijo que podíamos buscarla si teníamos dificultades, no sólo con su materia, sino con cualquier otra —sé que hubo más de uno que le tomó la palabra y acudió a ella, sin irse jamás con las manos vacías—. Acompañó su oferta con una advertencia: «yo puedo dar mucho; pero así como doy, exijo».

No era una amenaza, ni fanfarronería, era la solicitud de un quid pro quo, de una relación de reciprocidad: ella estaba dispuesta a dedicarnos tiempo, atención y esfuerzo, pedía que estuviéramos dispuestos a corresponderle. Por eso le molestaba cuando las cosas no salían bien; no por falta de capacidad, sino de atención o dedicación. No le molestaba ni lamentaba que no tuviéramos la mejor voz o un gran virtuosismo; porque creía en el trabajo duro y estaba preparada para ayudarnos a desarrollar lo que teníamos para que pudiéramos dar lo mejor de nosotros. Pero sí se sentía herida cuando no era correspondida.

Recuerdo una ocasión en la que estaba algo enferma de la garganta. El trabajo a lo largo del día no había ayudado para nada a su malestar, pero estaba decidida a trabajar con nosotros con la misma dedicación de siempre. Desafortunadamente, no trabajamos bien ese día. Tal vez había mucho cansancio en el grupo, quizá fuera otra cosa, pero no atendíamos bien a sus indicaciones. En un momento, después de intentar repetidamente los mismos compases de la canción que tratábamos de montar, su molestia fue evidente y no se contuvo más. Nos detuvo y dijo que hasta ahí llegaba la clase de ese día, porque no estábamos con ella: «Si ustedes no van a trabajar, no me gasto —creo que fueron sus palabras—. Yo me voy, a descansar mi voz».

Ahora que lo veo en retrospectiva creo entenderla mejor que entonces. No eran los errores y las repeticiones lo que la había molestado. Era la falta de reciprocidad que sintió. Ella también estaba cansada, ella también necesitaba reposo; su voz era su instrumento y sabía que necesitaba cuidarlo; pero estaba ahí, esforzándose por seguir adelante con la clase por nosotros, sus alumnos, y no vio la misma disposición de nuestra parte.

In Memoriam Gisela Crespo (agosto 2021).1

Sin embargo, llegó a la siguiente clase —ya mejor de la garganta— con la misma sonrisa de siempre, con la misma alegría, lista para continuar enseñando. No había rencor alguno en su ánimo.

Cuando escuché en la radio las voces de un coro que entonaba la Guantanamera bajo su dirección, como nosotros mismos lo hicimos años atrás, estuve a punto de verter lágrimas mientras sonreía recordando a esa mujer alegre, amable y generosa, dispuesta a dar lo mejor de sí y a ayudarnos a dar lo mejor de nosotros. Es así como la quiero seguir recordando.

Notas

1 Tomada de: https://www.facebook.com/photo?fbid=10165458515155383&set=gm.863455367624704

El profe Paco

Creo que tenía unos nueve años cuando vi al profe Paco por primera vez. Mis papás me inscribieron en su pequeña escuela para tomar cursos por las tardes, sin preguntar ni averiguar mi opinión. Lo recuerdo ahora como lo veía entonces y como lo vi siempre: si no lo hubiera llamado «profe», no habría sabido cómo dirigirme a él, se veía bastante joven para decirle «señor», pero no habría sabido de qué otra forma definirlo; era alto y delgado, pero no flaco, con una espalda ancha que —a decir de mi tío Manuel— parecía más de karateca que de músico. Su cabello castaño, a veces retocado con tinte, siempre estaba impecablemente arreglado, recortado y peinado; sus ojos eran claros y su nariz recta.

Siempre me pareció un hombre elegante. Acostumbraba vestir de traje y corbata, pero con colores más bien claros que evitaban que se viera aseñorado, y combinaba el color de su calzado con el de su traje. Era un ejemplo de pulcritud: zapatos limpios, todo bien planchado, usualmente con un toque de perfume.

Paco era el hombre orquesta al que vi tocar piano, guitarra, flauta de pico, viola y violín. El hombre asombroso al que escuché intercambiar palabras en francés con Yarden para preguntarle cómo estaba y si quería ayuda para afinar su violín, o prefería hacerlo por su cuenta —eso fue lo que supuse a partir de sus gestos y actos porque no entendía lo que decían—, y al que vi sonreír contento cuando un alumno le regaló el libreto de Tosca en italiano, con la confianza de quien podía leerlo y disfrutarlo. El que nos decía que no quería tener hijos, porque sacaban canas y se acababan a los papás, pero se dedicó con entusiasmo a trabajar con niños a los que adentraba en el mundo de la expresión artística.

Ese hombre al que los niños escuchábamos con cierta incredulidad —pero también con curiosidad risueña— cuando nos decía que viviría más de cien años y no mostraría rastros del paso del tiempo, que le podríamos llevar a nuestros hijos para que les enseñara solfeo como a nosotros y lo encontraríamos exactamente igual, fue también el maestro al que perdimos demasiado temprano, de manera súbita y sorpresiva, por culpa de un linfoma que le arrebató la vida sin permitirle llegar a los 40 años.

***

Debo a las enseñanzas de Paco una buena parte de la poca disciplina que poseo.

Cuando elegí el violín como instrumento, lo hice por la fascinación que me causaba su sonido, pero nunca pensé en todo el trabajo que se requería para hacerlo sonar de esa manera. De modo que cuando tuve uno en mis manos me topé con el chasco de no saber sostenerlo y de comprobar que conmigo sonaba más bien como el chillido de un gato, los frenos de un camión al derrapar o los goznes oxidados de una puerta.

Yo era un niño desesperado que quería resultados rápidos, que se frustraba al no progresar aceleradamente, que veía los ejercicios como algo aburrido porque no eran música y era música lo que yo quería hacer. Pero ahí estaba Paco para mostrarnos la necesidad de la constancia, de la perseverancia, de repetir una y otra vez las mismas cosas, con cuidado y atención. «Si tocan La cucaracha —decía sonriendo y enfatizando sus palabras con las manos— y una y mil veces La cucaracha, va a seguir siendo La cucaracha, pero no cualquiera, sino una fabulosa».

También nos aleccionó sobre lo útil e importante que era dosificar el trabajo. Cuando alguien vio la pieza nueva que le había asignado y dijo que era muy larga, él inmediatamente explicó: «Imagina si tienes que acabarte acabarte una charola de espagueti y lo intentas hacer de un solo golpe, no vas a poder y vas a terminar odiando el espagueti. Pero si comes un día tres cucharadas y al siguiente otra tres, vas a poder terminarla sin que eso pase. Así es con esto, estudia dos o tres pentagramas cada día, sin pasar a los siguientes hasta que los primeros hayan salido bien; al final vas a amar el resultado».

Congruente con estos principios, era severo con la indisciplina, especialmente cuando uno no la admitía o trataba de disimularla. Un día asignaba una pieza y decía hasta dónde se tenía que avanzar en la semana. Enemigo del trabajo como yo era, más de una vez llegué a la clase siguiente sin haber estudiado lo suficiente. Entonces las cosas se desarrollaban más o menos así. Paco veía lo que se había quedado asignado, después preguntaba si había estudiado y la lección estaba lista. Como no quería admitir que no había trabajado lo necesario, usualmente respondía que sí, a sabiendas de que entonces tendría que tocar para demostrarlo. Había un número limitado de errores que Paco estaba dispuesto a aceptar. Si lograba terminar la pieza con menos que esos, él indicaba sobre la partitura cuáles eran los sitios en los que debía prestar atención y esperaba a que se corrigieran para la clase siguiente; no se podía cambiar de pieza hasta que ésta era tocada sin errores de principio a fin. Si sobrepasaba el límite, sentía su mirada clavarse en mí al tiempo que me preguntaba: «¿Qué pasó, señor, está o no está?». Era la oportunidad para admitir la verdad y reconocer que no, para que las cosas terminaran ahí. Las ocasiones en las que llegué a decir que sí, la respuesta que recibía era sencilla: «entonces hazlo, tócalo». Al momento en que me equivocaba nuevamente, la pregunta volvía: «Señor ¿está o no está?». Él sabía que no, era evidente, pero era necesario que uno mismo lo reconociera y en el momento en que eso pasaba, la clase se terminaba.

Así pues, la clase de instrumento iba acompañada de una lección más importante: hay que trabajar y no simular, el que lo intenta se exhibe a sí mismo tarde o temprano.

No siempre soy tan disciplinado como quisiera o necesito, me cuesta grandes esfuerzos de voluntad imponerme las rutinas de trabajo que requiero; pero estoy consciente de la importancia de ello, y, como dije al inicio, buena parte de lo que logro en ese sentido se lo debo a Paco.

Palencia

Conocí a mi maestro Palencia gracias a las clases de la materia Ontología que tomé con él. Impartía sus clases los miércoles de 7 a 9 de la noche, algo inusual porque, hasta donde recuerdo, casi todas las clases del colegio de filosofía iniciaban en horas pares y la última solía terminar a las 8.

Llegaba al salón con paso tranquilo, con un cigarro en una mano y en la otra el material que usaba para dar clase: un ejemplar de la Crítica de la razón pura o la Fenomenología del espíritu, un cuaderno con apuntes, plumones y borrador. A esa hora solía haber poca gente en los pasillos, así que se podía verlo acercarse, vestido con camisa azul, pantalón de mezclilla y zapatos negros. Los lentes anchos, de pasta negra, cubrían buena parte de sus cejas, ya canosas, y de sus pómulos.

El formato de la clase era relativamente sencillo: primero una breve introducción, en la que hacía un pequeño recuento de lo visto antes e indicaba esquemáticamente lo que se abordaría en esta ocasión; después comenzaba la lectura del texto en turno, que los estudiantes hacíamos de manera alternada y en voz alta. La lectura era pausada, porque Palencia nos indicaba en qué punto detenerla para llevar a cabo el comentario del texto e, inmediatamente, abrir un espacio para dudas. De esta forma transcurría cada sesión, intercalando lectura y comentario.

Aprendí mucho de él en esos cursos. Recuerdo, por ejemplo, el cuidado con el que invitaba a observar el significado con el que se iban cargando poco a poco los conceptos. Lo digo así porque Palencia no asumía que el significado técnico, filosófico, de un concepto estaba dado desde un inicio. Es verdad que nos ofrecía breves explicaciones de la manera en que un término importante era empleado y del papel que jugaba en relación con otros en el momento en que aparecía por primera vez en la lectura; pero nos advertía que debíamos prestar atención al desarrollo del concepto a lo largo de todo el texto para comprenderlo a cabalidad. A veces marcaba esto diciendo «aquí, en este primer momento, X significa tal y tal cosa, pero más adelante veremos que hay un cambio importante».

Tengo presente también la manera en que enfatizaba la importancia de conocer el contexto en el que los textos habían surgido para comprender por qué eran como eran. No era un énfasis expresado como formulación explícita de un principio metodológico, sino en la práctica: a lo largo del su comentario decía cosas como: «Aquí Kant se enfrenta a la postura de Newton y a la de Leibniz…»; «En este punto hace una crítica a la teología especulativa de tal corriente…»; o «En este pasaje debemos tomar en cuenta la importancia del avance de Napoleón para Hegel…».

Pero recuerdo especialmente la forma en que nos enseñaba a hacer una lectura crítica de los filósofos a los que leíamos. En ocasiones, señalaba las críticas que habían dirigido otros filósofos en contra de ellos, pero creo que estas eran las menos y también las menos importantes. Donde se mostraba su espíritu crítico con mayor claridad era en el uso de los ejemplos: traía a colación continuamente diferentes aspectos de la condición humana o de la situación contemporánea con los que mostraba los alcances de las ideas que examinábamos, sus límites y la necesidad de ir —a partir de ellas— más allá de ellas. En sus clases se hablaba de las etapas de la vida, de relaciones amorosas, de momentos de crisis. Me viene a la memoria, como muestra, la manera en que ilustraba los conceptos hegelianos del ser en sí, ser para sí, y ser en y para sí, que se presentan en el capítulo de la Fenomenología sobre la certeza de sí. Después de la exposición de los conceptos, citaba el caso de una chica que había participado en una manifestación, caminando desnuda al frente de un contingente, un año después de la entrada de la policía a la universidad para romper la huelga de 1999-2000; una conciencia que se siente, que desea actuar para mostrar su indignación y que al momento de hacerlo se expone y manifiesta su libertad.

No fue la única ocasión en que empleó experiencias o actos de estudiantes para ilustrar un planteamiento o para mostrar el poder analítico y explicativo de una idea. Creo que en esto se ponía de manifiesto algo más: el profundo aprecio que sentía por los estudiantes, aprecio que lo llevó a elegir la docencia, el magisterio, como su actividad filosófica y académica principal. Alguna vez, cuando le pregunté por qué no había escrito más, me dijo «no todos pueden dar clases y escribir», me quedó claro que él había elegido y estaba satisfecho con su elección.

***

Tengo un ejemplar de la Crítica de la razón pura de la edición de Taurus-Alfaguara y uno de la Fenomenología del espíritu editado por el Fondo de Cultura Económica. Los compré para esos cursos de ontología que tomé con Palencia en tercero y cuarto semestres de la licenciatura, respectivamente.

Ambos libros tienen subrayados y notas en los márgenes. Estas últimas fueron tomadas con prisa —lo que afecta considerablemente la legibilidad de mi de por sí mala letra— conforme avanzaba la lectura comentada en las clases. Junto a un párrafo de la Crítica que comienza diciendo «Sostener, pues, que toda nuestra sensibilidad no es más que la confusa representación de las cosas…» hay una nota que indica: «contra Locke y Hume». En una página de la Fenomenología, está subrayada la palabra «representaciones» y una nota tomada con pluma dice «falsas premisas, no reflexionadas».

Un día presté mi ejemplar de la Fenomenología. No sería exacto decir que me arrepentí, pero sí sentí cierta inquietud cuando pensé en la posibilidad de que no volviera a mis manos. Por ello, pasado cierto tiempo solicité su devolución y creo que fui lo bastante insistente como para mostrar que me interesaba tenerla de regreso.

El día en que me la devolvieron me entretuve un poco con la persona a la que se la presté y debido a ello llegué un poco tarde a la reunión semanal que tenía planeada con un grupo de amigos. Me excusé por el retraso diciendo que me había demorado por recoger el libro y que me importaba recuperarlo porque no quería perder mis notas; en ese momento uno de ellos disparó abiertamente: «¿Por qué no mejor reconoces que se trata de tu vínculo con Palencia?».

Tenía razón, toda la razón. No me inquietaba realmente la posibilidad de perder las notas, porque no son indispensables para la lectura. De hecho, varias de ellas, tal como están, podrían más bien confundir a un lector que ayudarlo a comprender el texto que anotan; lo sé bien porque fue lo que le pasó a Yenco cuando intentó apoyarse en las que hice en los márgenes de la introducción a la Fenomenología. Al re-leerlas me he dado cuenta de que es así porque son insuficientes para reconstruir la idea que se pretendía capturar. En algunos casos, porque la premura conque fueron tomadas hicieron que la nota quedara incompleta; en otros, porque sería necesario complementar lo que dicen con los apuntes del cuaderno que llevaba a las clases; y creo que incluso hay algunas que requerirían más bien conocer el contexto en el que fueron tomadas para poder ser comprendidas.

Más aún, ni las notas ni los apuntes bastan para reconstruir el hilo del comentario que hacía la voz viva del maestro. Sería imposible tratar de reconstruir el comentario de Palencia a partir de ellas. Esas notas hablan más de mi propia experiencia como lector y como asistente a sus clases que de la manera en que hilaba Palencia su propia lectura de los textos; en este sentido, creo que dicen más de la relación de un alumno con su maestro que del texto que pretenden anotar.

Pero a pesar de su acierto, difiero un poco de lo que señalaba mi amigo en esa ocasión. Ese ejemplar manoseado, de pastas un poco descoloridas, subrayado y rayoneado, representa mi vínculo con Palencia, sin ser el vínculo mismo. Incluso si llegara a perderlo, incluso si perdiera también el ejemplar de la Crítica que usé para sus clases, los cuadernos y mis trabajos escolares con las anotaciones que él les hizo—que conservo también—, sería un error de mi parte, una especie de fetichismo, considerar que con eso se perdería el vínculo que tengo con él. Con todo el aprecio que puedo tener por ellas, todas estas cosas no son sino soportes materiales que me recuerdan constantemente que tuve la suerte de conocer a mi maestro, de tratarlo y de aprender de él. Pero eso es algo que ni la pérdida, ni la destrucción de tales objetos puede borrar.