Algunos apuntes sobre El Zarco

Aunque la novela El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, fue publicada en 1901, los primeros capítulos fueron presentados por el escritor en 1886 en las sesiones del Liceo Hidalgo, según testimonio del prologuista Francisco Sosa, y el manuscrito estuvo listo en 1888, a decir del primer editor. Los hechos de la novela, por su parte, son ubicados en 1861.

Si al leer El zarco observamos con detenimiento la forma en que son caracterizados los personajes, encontraremos que en las descripciones se hace uso constante de un vocabulario que hoy día llamaríamos racializado, que se asocia además con algunos rasgos morales de formas que vale la pena examinar.

Es justo anotar que esto no sucede sólo cuando se trata de individuos, pues hay dos casos en que se emplea este tipo de vocabulario para dar cuenta de poblaciones. En el primer capítulo vemos aparecer el caserío de Yautepec ante nuestros ojos, con sus casas de azotea cercadas por paredes de adobe, el río que la atraviesa y se distribuye por él a través de los apantles, abundante en limoneros y naranjos que constituyen su principal medio de subsistencia. La descripción del poblado termina con la siguiente observación: “La población toda habla español, pues se compone de razas mestizas. Los indios puros han desaparecido de allí completamente”.

En estas breves líneas se establece una doble relación entre las razas mencionadas y el idioma español. Por un lado, se da a entender que el uso del español es característico de las poblaciones mestizas, pero no de las indígenas puras. Por otro, se sobreentiende una relación causal: la población habla español porque es mestiza.

La única mención de una población indígena se ubica en el pasado, no en el momento en el que transcurren los hechos narrados, en un capítulo consagrado a la descripción de la hacienda arruinada de Xochimancas. Según el texto, a partir de los estudios Onomatografía geográfica de Morelos, de Vicente Reyes, y Nombres geográficos mexicanos el Estado de Morelos, de Cecilio A. Robelo, se puede concluir:

parece que en la antigüedad azteca, este lugar, hoy abandonado y yermo, fue un jardín, seguramente un vasto jardín, tal vez una ciudad llena de huertos y de flores, un lugar ameno y delicioso, consagrado al culto de la Flora azteca, á cuyo pie los inteligentes y bravos tlahuica, habitantes de esta comarca y celebrados floricultores, ofrecían, como homenaje, ricos en aromas y colores, los más bellos productos de su tierra, amada del sol, del aire y de las nubes

Se trata de una descripción casi idílica del supuesto pasado del sitio, ahora utilizado como refugio de los bandidos conocidos como “plateados”, y el contraste entre ambas situaciones hace exclamar al narrador: “¡Triste suerte la de un lugar consagrado por los inteligentes y dulces indios a la religión de lo bello!”

Parece claro que estamos ante una visión idealizada del pasado, en el que no sólo podemos encontrar la idea de que el sitio ha conocido tiempos mejores, sino también la presentación de sus habitantes, indios, como inteligentes y bravos, pero también dulces, floricultores piadosos y hábiles, no sólo para el cultivo sino también para la confección de ramos, capaces pues de apreciar la belleza y crearla. Los únicos párrafos dedicados a la descripción de una población india construyen esta visión idealizada de un pasado remoto, y no encontramos ninguna otra a lo lago de la narración. Aunque es preciso reconocer que las descripciones de poblados se reducen a la de Yautepec y Xochimancas. Son más abundantes las caracterizaciones de individuos, en las que los rasgos físicos suelen ir ligadas a aspectos morales.

Así, es notorio el contraste que se establece entre Manuela y Pilar, de veinte y dieciocho años respectivamente. La primera es presentada como una mujer blanca, aspecto que se remarca en diversos momentos y por distintos personajes que se refieren a ella como “güera” o “güerita”. Además, del color de su piel, se dice que posee ojos oscuros, boca encarnada, nariz aguileña, cuello robusto y bello, con cejas aterciopeladas y sonrisa burlona. En medio de Yautepec, donde vivía, “Diríase que era una aristócrata disfrazada y oculta en aquel huerto de la tierra caliente”, leemos; de modo que se remarca la rareza de una mujer de su tipo en la región.

Pilar, en cambio, es descrita como una muchacha morena “con el tono suave y delicado de las criollas que se alejan del tipo español, sin confundirse con el indio, y que denuncia á la hija del pueblo”. También de ojos oscuros, peina su cabello en trenzas, su cuerpo frágil de apariencia enfermiza contrasta con el de Manuela, así como su carácter más bien melancólico y reservado.

El contraste entre la humildad, honestidad y sencillez de Pilar con el orgullo, corrupción y ambición de Manuela es un motivo a lo largo de toda la novela y marca su relación con otros dos personajes entre los que se establece un contraste análogo; Nicolás y el Zarco.

A Manuela, su ambición la lleva a fugarse con el Zarco, un plateado, y la hace despreciar a Nicolás, de manera que no duda en expresar: “indio horrible á quien no puedo ver… me repugna de una manera espantosa, no puedo aguantar su presencia”. Pilar, por su parte, aprecia las cualidades Nicolás, se enamora de él y no duda en hacer cuanto está en sus manos para ayudar en un momento de apuro a ese

muchacho de buenos principios, que ha comenzado por ser un pobre huérfano de Tepoztlán, que aprendió a leer y á escribir desde chico, que después se metió a la fragua, y que á la edad en que todos regularmente no ganan más que un jornal, él ya es maestro principal de la herrería, y es muy estimado hasta de los ricos, y tiene muy buena fama y ha conseguido lo que tiene gracias al sudor de su frente y á su honradez.

Este joven hecho a sí mismo, es descrito físicamente como un hombre “con el tipo indígena bien marcado”, de ojos negros, nariz aguileña, boca grande de labios gruesos y dientes blancos, barba escasa y aspecto melancólico, benévolo, inteligente y varonil: alto, esbelto, de formas hercúleas y bien proporcionado. En medio de la descripción que se le consagra destaca el siguiente matiz: “se conocía que era un indio, pero no un indio abyecto y servil, sino un hombre culto, embellecido por el trabajo y que tenía la conciencia de su fuerza y de su valer”.

Dada la observación inicial según la cual no había indios puros en Yautepec, llama la atención que Nicolás sea descrito de esta manera y que otros personajes se refieran a él como “indio”. O bien se tendría que asumir que dicha observación no lo comprende, dado que se trata de un habitante de Atlihuayan, o bien que a pesar de tener rasgos indígenas bastante marcados él también se trata de un mestizo, al que se presenta como indio debido al predominio de estos rasgos en su aspecto. En cualquier caso, resalta la manera en que se hace distinción entre él y otras personas del mismo tipo, ¿cuál es la diferencia entre él y esos indios abyectos y serviles a los que se alude? Dado que ha sido embellecido por el trabajo y la cultura, parecería que no se trata de una diferencia insalvable, y que de no ser por la influencia de estos elementos él mismo podría ser parte de los otros. Si la diferencia fuese natural ¿qué sentido tendría la alusión al efecto del trabajo y la cultura en este hombre? Pero si suponemos que Nicolás también es mestizo, al que se llama indio por lo marcado de sus rasgos físicos, ¿qué es lo que lo hace mestizo?, es evidente que no se trata de su aspecto, ¿serán el trabajo y la cultura los que juegan el papel mestizante en los indios y los pueden transformar de abyectos y serviles en personas bellas y honradas como el herrero de Atlihuayan?

La cuestión es difícil de responder, si se considera además que Nicolás mismo se describe a sí mismo en un momento de la novela como un indio sin educación, pero no vulgar, y afirma que en su familia india se han transmitido de padres a hijos las ideas de honradez altiva que muchas personas le echan en cara, conservadas por sus antepasados “no por vanidad, ni por conservar una herencia de honor, sino porque tal es nuestra naturaleza, la altivez en nosotros es parte de nuestro ser”. De esta manera se acentúa la pertenencia del joven al tipo indígena y al mismo tiempo se ata un aspecto de carácter moral a la naturaleza de este tipo. La altivez del herrero, que al principio se achacó a la consciencia que éste tenía de su propia valía, debida a su formación y trabajo, se naturaliza en este momento.

El Zarco, por su parte, es descrito como buen mozo, simpático jóven y guapo, aunque de mal genio, a decir de una de las compañeras de los plateados. El contraste físico entre él y Nicolás es notorio. En el capítulo dedicado a presentarlo ante el lector se dice que su color es blanco, aunque se agrega inmediatamente que impuro, sin explicar en qué consiste dicha impureza. Sus ojos azul claro le valen el apodo con el que se le conoce y da nombre a la novela, de hecho su nombre real jamás se menciona. De cabellos color rubio pálido, cuerpo esbelto y vigoroso, aunque con ceño adusto, lenguaje agresivo y risa aguda y forzada. Este hombre de unos treinta años, alto y proporcionado, de espaldas hercúleas, se sabe guapo y temido, lo cual halaga su vanidad. La oposición con Nicolás se plasma también en su carácter moral, pues se dice que era un “haragán por naturaleza y por afición”, que aunque hijo de padres honrados y trabajadores se había fastidiado pronto del hogar debido a las tareas que se le imponían, y había durado poco en los trabajos que había logrado tener. Sus instintos perversos, se dice, no equilibrados por noción alguna del bien, habían llenado su alma. La combinación de estos elementos no había dado un buen resultado final y lo había llevado a convertirse en bandido, llevado por la codicia, complicada con la envidia, que lo hacían odiar a quienes tenían lo que él deseaba y producían en él un ansia frenética de arrebatárselas a toda costa.

Naturaleza y costumbre, pues, llevan al Zarco a convertirse en un bandido dedicado a robos, asaltos, pillajes y plagios. Esta misma envidia y vanidad lo hacen desear a Manuela, la mujer más bella de Yautepec, y hacen que se deleite humillando a los ricos de las haciendas. El moralismo de la novela se pone de manifiesto claramente en esta explicación de las causas que llevan al bandolerismo a uno de sus jefes más famosos y destacados, centrada en la naturaleza y hábitos individuales del personaje, sin consideración de las circunstancias sociales en las que el bandolerismo surgió y tuvo su auge.

El carácter repudiable del Zarco se pone de manifiesto de diversas maneras. Aunque temido y con fama de ser terrible en la lucha, se le muestra como una persona cobarde, traicionera y oportunista. Aunque menosprecia a Nicolás, no se atreve a enfrentarlo frente a frente, e incluso trata de escapar de una refriega en cuanto el herrero carga contra él. Afirma que casi lo mata un gringo maldito durante un asalto, pero otro bandido lo acusa de de haberse dedicado a robar los baúles mientras los demás sostenían la refriega, para luego regresa a matar a los hombres ya rendidos, las mujeres y los niños.

No deja de llamar la atención el hecho de que también sea blanco Salomé Plasencia, otro de los jefes principales de los plateados que se presentan en la novela. Cuando el Zarco presenta a sus amigos con Manuela, es el único cuyo aspecto remarca: “son mis mejores amigos, mis compañeros, los jefes… Felix Palo-Seco, Juan Linares, el Lobo, el Coyote, y ese güerito que se levanta es el principal…es Salomé”. Aunque el desarrollo del personaje es escaso, se dice que es flacucho, audaz. De voz aflautada y una persona miserable.

De hecho, los caracteres negativos y vituperados de los personajes blancos como Manuela, el Zarco y Salomé Plasencia contrastan con los positivos y apreciados de los personajes morenos, como Pilar y Nicolás. A este conjunto se añaden el presidente Juárez, que tiene una aparición fugaz en el relato, y Martín Sánchez Chagoyán.

El segundo es descrito prolijamente, junto con su pasado. Se trata de un campesino honrado que se había mantenido apartado e las contiendas civiles de esos tiempos. Persona pacífica, acaba por comandar una fuerza armada organizada por él mismo para perseguir a los plateados, a raíz de la destrucción de su propiedad y el asesinato de parte de su familia manos de los bandidos. Aunque leemos que se vuelve cruel con aquellos a los que persigue sin piedad y llega a pedir autorización para colgar sin juicio de por medio a los que logre capturar, es claro que las acciones de este “ángel exterminador” se presentan como justificadas por el hecho de que Sánchez Changoyán “era el representante del pueblo honrado y desamparado”, “era la indignación social hecha hombre”.

Físicamente es presentado como un hombre de estatura pequeña, cabeza redonda y cuello pequeño, de espalda ancha, con brazos hercúleos, piernas torcidas y nervudas. Moreno —aunque amarillento—, con ojos pequeños, verdosos y vivos, nariz aguileña, labios delgados y fruncidos, de frente estrecha, con barba rasurada y cabellos casi erizados. En el capítulo dedicado a dar cuenta de su entrevista con el presidente Juárez, se nos dice que posee el tipo mestizo y campesino, como Juárez el del indio puro.

Puede especularse sobre por qué se ha elegido a este personaje específico como representante del tipo mestizo. Aunque se ha dicho que toda la población de Yautepec está compuesta por razas mestizas, este personaje, que no es residente de dicho caserío, es el único personaje cuya pertenencia al tipo mestizo se enfatiza. No es el único que juega un papel crucial en la novela, pero sí es interesante observar que se trata de uno destacado por las virtudes que se le atribuyen. Cabe preguntarse también cuál sería la relación entre las razas mestizas y el tipo mestizo, si no son sinónimos, sino que el segundo forma parte de las primeras ¿por qué es el único que merece este nombre?. El hecho de que no se de cuenta de esto parece indicar que se tomaba como una especie de hecho evidente por sí mismo.

El moralismo de la novela se manifiesta nuevamente al justificarse las acciones ilegales y las facultades extraordinarias que se le conceden a Sánchez Changoyán, fundamentadas en sus virtudes y en la construcción del personaje como representante de la indignación social. Tanto él como el Zarco perpetran actos ilegales, e incluso llegan a matar a otras personas, pero las de uno aparecen motivadas por la venganza y la indignación de un hombre honrado, mientras que las del otro por la envidia y ambición de un haragán. Más aún, mientras que los actos del campesino se muestran como reacciones ante el entorno social y las circunstancias adversas a las que se enfrenta, en el caso del bandolero sus actos se atribuyen a características individuales.

Sólo un personaje no-blanco rompe la homogeneidad de este conjunto de personas portadoras de virtudes: el bandido apodado “el Tigre”, un mulato. Aunque en el relato se menciona la presencia de mulatos entre los trabajadores de la hacienda de Atlihuayan, ninguno es descrito de manera individual, ni juega un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos. La única alusión a ellos es pasajera, la encontramos en un pasaje que describe el paso del Zarco cerca de la hacienda, a una hora en la que “Aun se escuchaba el ruido de las máquinas y el rumor lejano de los trabajadores y el canto melancólico con que los pobres mulatos, á semejanza de sus abuelos los esclavos, entretienen sus fatigas ó dan fin a sus tareas del día”. Todos quedan, pues, marcados con el antecedente de la esclavitud de sus antepasados.

El Tigre, sin embargo, no es uno de estos trabajadores sino, como se ha dicho, un bandolero, un plateado, único mulato que es descrito individualmente. Mientras que en el caso del Zarco se llega a resaltar su buen aspecto, de modo que no es totalmente desagradable, no hay rasgo positivo alguno en la caracterización del Tigre. Al momento de su entrada en escena se nos presenta a la vista “un mulato horroroso que tenía la cara vendada” y esta primera impresión es reiterada con ligeras variaciones, en las que se añaden algunos rasgos. Así, más adelante se hace referencia a él como “aquel espantoso demonio de mulato gigantesco” y en el capítulo donde tiene una mayor participación es descrito como “monstruo de fealdad e insolencia”, con una boca enorme, dientes agudos y blancos, en los que sobresalen los colmillos superiores, brazos nervudos y manazas, “espantoso él, como una fiera rabiosa”.

Desde una perspectiva moral, tampoco queda bien parado. El Tigre es pendenciero y pronto se ve que no tiene inconveniente en reñir con sus compañeros, por los que se nota que no tiene aprecio alguno, más allá de la conveniencia de sus relaciones. Tacha al Zarco de lambrijo y de gallina, e intenta provocar una discusión con él para matarlo y poder quedarse con Manuela, igual que un botín. Finalmente, se revela que no tiene inconveniente en traicionar a sus compañeros de andanzas si considera que puede obtener un beneficio a cambio, pues un aviso de su parte permite a Martín Sánchez dar un golpe al Zarco y sus acompañantes. Sin embargo, sus esperanzas de ganar inmunidad gracias a la información proporcionada se ven frustradas, y es condenado a morir por el “ángel exterminador” que le echa en cara su actitud: “peor para ti si fuiste traidor con los tuyos”.

Hay otras cuestiones interesantes que plantear alrededor de estas caracterizaciones de los personajes en la novela. Es de notar que varios de los “tipos” se presentan como si fuera claro de qué se trata, como si fuera evidente cuál es el conjunto de características que corresponden. Bastaría, por ejemplo, dar una mirada a Nicolás o a Juárez para reconocer en ellos el tipo indígena, o a Sánchez Chagoyán para percatarse de que es mestizo. Pero esto contrasta con el hecho de que se ofrezcan sendas descripciones de cada uno de ellos, como si no bastara decir a qué tipo pertenece cada uno para poder conocer esto rasgos que resaltan en ellos.

Hay al menos dos posibilidades que podrían explicar esto. La primera es que se trate de una manera de forzar un un imaginario ya instituido: la reiteración o insistencia en la existencia de estos tipos contribuiría a mantener la idea de que existen y de que hay un conjunto de rasgos físico-morales propios de cada uno. La segunda es que se trate de un proceso creador de estos tipos: que se trate de tomar distintos rasgos físicos y morales ―dispersos en diferentes personas o poblaciones― para establecer diferentes conjuntos de ellos que se presentan como tipos claramente distinguibles. Y se abre una tercera posibilidad, dado que las opciones no se excluyen. Podría tratarse de un trabajo que opera sobre imágenes ya establecidas, más o menos estables, pero no para reforzarlas tal como son sino de una forma que las modifica, tratando de disociar algunos rasgos de ciertos tipos o anundando a él otros que no incluía previamente.

El hecho de que las personas morenas aparezcan como las principales portadoras de virtudes, mientras que las blancas lo son de vicios y comportamientos reprobables, parecería inclinar la balanza hacia esta última explicación, especialmente si consideramos que se trata de una novela escrita por un republicano “puro”, en un periodo marcado por un proceso de transformación social bastante intenso.

En cualquier caso llama la atención el hecho de que los personajes blancos no son adscritos a ningún tipo específico. Gracias a la descripción que se hace de pilar, sabemos que tiene el tono de piel propio de las criollas, y que se aleja del español. Pero Manuela es descrita como mujer blanca, on aspecto de aristócrata, sin que se diga a qué tipo pertenecería. Del Zarco sabemos que es blanco “impuro” y Salomé Plasencia es huero, pero no tenemos más información sobre su tipo.

Si aceptamos la hipótesis de que se trata de este tipo de trabajo creativo a partir de estereotipos ya existentes, la consideración de que se trata del trabajo de un republicano lleva a plantear otra cuestión. La postulación de la igualdad legal de los ciudadanos, cara a la Reforma, contrasta con la reelaboración de estos tipos raciales en los que abunda la narración. Pero aunque puede llamar la atención el hecho de que esto se encuentre presente en el trabajo de un republicano tan radical que mereció el apodo de “Marat de los puros”, a decir de Francisco Sosa, se debe reconocer que no se trata de algo exclusivo de la obra de Altamirano. Parece que podemos encontrarlo también en el trabajo de Riva Palacio y los que colaboraron con él en la producción del gran compendio histórico que fue México a través de los siglos, y se encuentra por igual en el de Francisco Pimentel, personaje usualmente alejado de la política pero que aceptó cooperar con el gobierno de Maximilano de Habsburgo, al que se debe la Memoria histórica sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México. Así, pues, a pesar de las diferencias políticas, parece tratarse de temas y asuntos comunes a cierto tipo de pensadores, y dignos de ser examinados tanto en la literatura como en pensamiento histórico del periodo.

¿Por qué le tiro a lo que le tiro?

Memín Pinguín, de Yolanda Vargas, La familia Burrón, de Gabriel Vargas y las canciones de Chava flores. Estas obras atraen mi atención poderosamente y me invitan desde hace tiempo a tejer reflexiones e investigaciones sobre ellas. Por un motivo u otro siempre he terminado por hacer a un lado la tarea, pero por algún lado hay que comenzar a buscar, a ver qué es lo que se acaba encontrando.

En primer lugar habría que admitir que la idea está condicionada por mi propia relación con los trabajos de los tres humoristas; fuertemente ligada a mi vida personal y familiar: el trabajo de los tres ha servido en varias ocasiones para tender hilos comunicantes entre algunos familiares y yo.

Esto es bastante comprensible. Tan sólo con ver fechas descubro que mi abuela paterna nació apenas un año después que Chava, dos más tarde que Yolanda Vargas y a seis de distancia de Gabriel. Vivieron, pues, infancias paralelas, y tuvieron un campo de experiencias similar a lo largo de sus vidas. Mis padres, especialmente mi padre, y mis tíos conocieron el trabajo de los tres cuando ya estaba consolidado y gozaba de fama. Baste mencionar que hace poco envié a una de mis primas uno de los tomos de La familia Burrón compilados por Porrúa, y su mamá ha dicho inmediatamente que ellos siempre lo leían. Este hecho es más que anecdótico si lo vemos desde una perspectiva un poco más amplia.

Aunque las historietas tenían un mercado bastante amplio en los 60s, donde se ubica la infancia de mi padre y mis tíos, no todas eran igualmente accesibles a los bolsillos de todos. Las de la editorial Novaro, por ejemplo, parecen haber tenido su público principal en la clase media, mientras que las conocidas como “pepines” ―nombre derivado del título de la revista Pepín, que dejara de editarse en 1954― eran más bien populares. Y lo fueron en varios sentidos, pues no sólo gozaron de gran fama y distribución, sino que tomaban sus temas de los mismos estratos de la sociedad que las leía y escuchaba. En sus páginas e ilustraciones mi padre y sus hermanos encontraron personajes cercanos a ellos, a sus propias vivencias y su vida en la vecindad de un barrio de la ciudad de Puebla. Pero pudieron conocer también cosas de universos tan similares y tan lejanos a la vez al suyo como el de las vecindades del Distrito Federal. Y así como ellos, miles de niños y no tan niños tuvieron una imagen de la vida urbana, principalmente, de un país embarcado en un proceso de urbanización sin precedentes en su historia.

Mi vida personal ya no está marcada por las mismas cosas que las de ellos. Pero el trabajo de estos artistas me interpela de diversas maneras. Gracias a ellos me he familiarizado con formas de hablar, que comparto con otras personas, de modo que puedo despedirme para ir a dormir diciendo que se me cierran los oclayos, o decir de algo que me gusta que es chipocludo. Me han dado también temas para entablar conversaciones con estos miembros de mi familia que me han permitido conocer distintos aspectos de su vida. Me han puesto en contacto con formas de vida, hábitos o sucesos que ya no existen, pero de las que parte de mis personas queridas conservan recuerdos: yo no vi venderse el pan de a dos por cinco, pero sé que hubo un tiempo que en que con pocos pesos se compraba pan para una familia completa, y supe lo que eran las chilindrinas, trenzas y limas aún antes de verlas en una panadería.

Aunque algunas de esas cosas “ya no están en mi tierra, ya no están más aquí”, sé de ellas gracias a las canciones y las historietas de estos grandes artistas. Y ahora se encuentran para mí ―junto con los medios por los que las conocí― en ese espacio a caballo entre la memoria y la historia que a decir de Hobsbawm tenemos todos: entre el pasado registrado susceptible de ser ordenado y examinado, y el pasado recordado que constituye un trasfondo de la vida propia.

El concepto de «racismo diferencialista» visto desde México

En su ensayo “¿Existe un neorracismo?” Etienne Balibar propone el concepto de racismo diferencialista para dar cuenta de la manera en que el racismo se presenta en las sociedades contemporáneas. Por la forma en que lo caracteriza, éste neorracismo nos puede puede parecer cercano y lejano a la vez a quienes estamos interesados en la realidad mexicana, según los aspectos del concepto en que centremos la atención.

Por un lado, el racismo diferencialista, no postula en principio la existencia de diferentes razas humanas, unas de las cuales serían superiores a otras, pero en el fondo sostiene una jerarquización de las culturas. En este aspecto, nos es bastante familiar: si bien durante el siglo XIX y primeros años del XX hubo un uso bastante profuso del concepto de raza por parte de intelectuales y de las élites políticas de México, se puede decir que las narrativas históricas que surgieron a partir del nacionalismo revolucionario se ocuparon gradualmente de operar el cambio de un discurso claramente racializado a uno culturalista.

El libro México profundo de Bonfil Batalla, que ha tenido una gran recepción e influencia en distintos ámbitos del contexto mexicano, puede ser entendido como parte ―tal vez final y decisiva― de este proceso de sustitución del discurso racializado por el culturalista. Mientras que a principios de siglo Manuel Gamio, hablaba de la formación de México a partir de la fusión y los conflictos entre la raza indígena y la latina; Bonfil se propone mostrar la persistencia de la civilización mesoamericana en pueblos actuales, y de la coexistencia de dos civilizaciones, la mesoamericana y la occidental. Se podría decir, por esto, que en el discurso de Bonfil se verifican dos elementos del “racismo diferencialista” descrito por Balibar: el abandono del concepto de raza y el reconocimiento de la pervivencia de las culturas a largo plazo.

Por otro lado, en Manuel Gamio se presenta el proyecto de asimilar diferentes grupos, de integrar a las familias indígenas a la vida nacional, para que devengan energías productivas. En el caso de Bonfil estamos ante una propuesta diferente. Para él las dos civilizaciones, la indígena y la occidental cristiana, tienen proyectos divergentes y opuestos, en lucha constante; y apuesta por un proyecto pluralista que reconozca la actualidad del proyecto civilizatorio mesoamericano. Nuevamente parecemos estar frente a características propias del “racismo diferencialista”: la postulación de la irreductibilidad de las diferencias culturales, de la incompatibilidad entre las distintas foras de vida y tradiciones de dos civilizaciones diferentes y el llamado a no forzar la supresión de las distancias culturales, la mezcla de culturas.

Sin embargo, hay características del “racismo diferencialista” que no se aprecian en el discurso de Batalla. Según Balibar, el neorracismo pretende ofrecer una explicación de los comportamientos racistas, fundamentada en el postulado de la irreductibilidad de las diferencias culturales: dado que las diferencias culturales son irreductibles, los esfuerzos por desaparecerlas provocan reacciones de defensa y el aumento de la agresividad entre los grupos humanos. De esta manera, el neorracismo naturaliza el comportamiento racista. Este tipo de tesis y explicaciones no se encuentra en México profundo.

Balibar también sostiene que el racismo diferencialista es inconsecuente, pues en la práctica no promueve la conservación e inmutabilidad de todas las culturas: a un «black» en Inglaterra y a un «beur» en Francia se les exige una asimilación cultural para integrarse a la sociedad en la que de hecho ya viven. Y esta asimilación es concebida como un progreso.

Incluso cuando intenta ser conservador de las diferencias en la práctica, so pretexto de evitar la tercermundialización del género de vida europeo el racismo diferencialista sería inconsecuente. Pues desde el momento en que se acepta la posibilidad de esta tercermundialización debido al contacto de las diferentes culturas, se acepta implícitamente la posibilidad de trasformación de las mismas ―aunque sea en la forma de “degradación” o “degeneración” de la cultura europea.

Pero Bonfil Batalla sostiene la incompatibilidad del proyecto civilizatorio indígena, o mesoamericano, y el proyecto occidental, y que ese dualismo que no terminará con el tiempo. Parece, pues, estar libre del reproche de inconsecuencia que hace Balibar al racismo diferencialista.

Curiosamente, al ser consecuente en su afirmación de la incompatibilidad de las dos civilizaciones que distingue, parecería que en el discurso de Bonfil está presente, de manera implícita, otro rasgo del racismo diferencialista: el postulado de que los individuos son herederos y portadores de una única cultura. Esto se haría especialmente evidente en la forma en que se caracteriza en México profundo a los mestizos: personas que han dejado de ser lo que realmente son, que han perdido la identidad colectiva indígena pero no la cultura indígena, como se podría comprobar al observar las comunidades campesinas tradicionales que se dicen mestizas.

Por otro lado, al caer al postular la unidad de los pueblos de los que se ocupa y agruparlos en las categorías de indios, indígenas o civilización mesoamericana, a pesar de la diversidad y diferencias de estos pueblos y sus culturas, de sus idiomas, formas de pensar y actuar. ¿No cae Bonfil en cierta aceptación acrítica de la categoría social, de indio o indígena a la que confiere el rango de categoría analítica propia de la antropología?. Estos conceptos no surgieron como categorías antropológicas en la forma en que las usa Bonfil, surgieron en el contexto del que se ha dado en llamar descubrimiento, y adquirieron significados diferentes en el proceso de conquista y colonización; aunque han experimentado transformaciones, no se puede decir que los significados de los que estaban cargados inicialmente o algunos de los que adquirieron a lo largo de la historia, hayan desaparecido.

El uso que hace Bonfil de estos conceptos contribuye a una operación doble. Por un lado, en tanto que discurso científico, contribuye a la determinación del objeto de estudio y, a la vez, dota de cientificidad al concepto. De esta manera contribuye a la legitimación del uso de estas categorías en diferentes ámbitos, no sólo en el científico. Por otro lado, se vale de una categoría social, bastante popular además, de tal modo que su discurso científico adquiera inmediatamente pertinencia social. Es decir, que sus aportaciones teóricas, científicas, se presentan ante el público como relevantes o importantes, en la medida en que para el público es importante el objeto que estudia.

Esto parece empatar con un rasgo del racismo en general, no exclusivo del “racismo diferencialista” que Balibar enuncia. Según él, el racismo mezcla una función social de no-reconocimiento y una voluntad de saber, un deseo de conocimiento de las relaciones sociales. El racismo «culto” o las teorías racistas elaboradas por intelectuales o científicos como Bonfil batalla, contribuirían a la satisfacción de esto simulando el discurso científico y su proceder, su forma de ligar hechos visibles a causas ocultas. Los ideólogos racistas elaboran doctrinas fácilmente inteligibles, aptas para el nivel de inteligencia de la masas, que les ofrecen claves de interpretación tanto de lo que son como individuos ―yo, mestizo, en realidad soy portador de una cultura indígena con la que no me identifico―, como en el mundo social ―yo, indígena, junto con mi comunidad somos víctimas de una relación asimétrica de dominación y subordinación.

Quisiera, sin embargo, problematizar aquí la tesis de Balibar. En este punto sería razonable preguntar de qué manera concibe el discurso y el quehacer científico para saber en qué basa su afirmación de que las teorías del “racismo culto” son simulaciones del mismo. Esta cuestión no es baladí o irrelevante. Si bien es posible que algunas teorías racistas sean elaboradas por personas que en verdad simulan el discurso y modo de proceder de la ciencia, esto no quiere decir que así sean todos los casos. Si Balibar piensa aquí en nuestros modelos contemporáneos de discurso y quehacer científico, para decir que estas teorías los han simulado, se trata de un error grave, pues no podemos juzgar la cientificidad tanto de las teorías actuales como de las pasadas exclusivamente con base en nuestros criterios actuales. Si lo que afirma más bien es que en cada momento histórico los “racistas cultos” han simulado el discurso y quehacer científico, también es conveniente hacer algunas observaciones.

En primer lugar, es oportuno recordar que a lo largo de la historia las ciencias han cambiado junto con los criterios de racionalidad científica y, por tanto, los criterios de cientificidad de las teorías y tradiciones de investigación. Creo que no es aventurado asegurar que la mayoría de los que Balibar llama “racistas cultos” han elaborado sus respectivas teorías realmente convencidos de que hacían ciencia de acuerdo con los marcos vigentes en su época y contexto

Así, la explicación de las diferencias raciales mediante la apelación a las diferencias geográficas o climáticas y sociales, como las elaboradas por Kant en el siglo XVIII, eran concebidas como verdaderas explicaciones “científicas” de estas diferencias. Algo análogo se puede decir de los intentos de caracterizar de las diferencias raciales como sub-especies y la explicación de su origen, elaborada a partir de la aceptación de la teoría de la evolución de Darwin. En el plano de las ciencias sociales, se puede decir que también quienes explican las distinciones raciales en términos sociales o culturales ―por ejemplo, quienes explican las distinciones raciales como construcciones ideológicas que enmascaran relaciones socio-económicas, especialmente las relaciones e intereses de clase. Lo mismo se puede decir, para poner un ejemplo más cercano, de quienes decidieron participar en el los proyectos de investigación que tenían el propósito de encontrar el genoma del mexicano.

Se puede aventurar la hipótesis de que todos los estudios de este estilo realizan un movimiento doble como el descrito en el caso de Bonfil Batalla ―aceptación acrítica de una categoría a la que dota de contenido científico, y que le sirve a la vez para dotar de pertinencia social la investigación― de modo que las investigaciones y sus resultados no pueden dejar de responder a cierta imagen estereotipada del que se asume como objeto de estudio. Pero esto se trata del reconocimiento de como nuestros supuestos, como nuestro conocimiento pre-teórico del mundo, influye en el proceso de producción de nuestro conocimiento científico, no de una simulación el discurso científico.

Esto no quiere decir que los supuestos, hipótesis, métodos, conclusiones y demás elementos del proceso de producción de estos conocimientos deban aceptarse sin más, de lo que se trata es del estudio crítico de las condiciones de la producción de saberes, para hacer visibles, no sólo la falsedad de las ideas propuestas ―en algunos casos― sino también, y especialmente, los intereses extra-teóricos (ideológicos, políticos, económicos, etc.), a los que esa producción responde.

Esto enlaza con otra cuestión a la que Balibar en cierta forma, concede una importancia menor. Al afirmar que si en la práctica las conducen a los mismos actos, no hay que dar tanta importancia a las justificaciones que conservan siempre la misma estructura ―de negación del derecho― aunque pasen del lenguaje de la religión al de la biología, la cultura, u otro campo. Es cierto que, desde la condición de los afectados, los actos tienen primacía sobre las doctrinas. Pero no hay que olvidar que, como el mismo Balibar señala, la ideología que justifica estos actos también es asumida de alguna manera por ellos. Por otro lado, es importante notar que el cambio de las teorías puede implicar un cambio en las prácticas de exclusión, inclusión y otras asociadas al racismo; en parte por eso mismo, pero no totalmente, el conocimiento y crítica de las justificaciones puede ser de una importancia fundamental en la lucha por la supresión de los actos mismos, ¿no es acaso esta la lección que Foucault nos dejó con investigaciones como la cristalizada en Vigilar y castigar?

Para Balibar resulta problemático que el llamado por él “racismo diferencialista” sea un racismo sin razas, más bien culturalista, que incluso llega a sostener que no existen razas humanas. Esto no necesariamente es un gran problema, pues un cambio en el uso de los términos que se usan, si bien es importante, no implica automáticamente un cambio en los conceptos que se emplean. Mediante el análisis del nuevo discurso, de la nueva red conceptual empleada para hablar de algunos fenómenos, podemos dar cuenta de que no hay en realidad un cambio conceptual tanto como un cambio de términos, aunque es posible que esto a la larga lleve a una transformación conceptual, según la forma en que los viejos significados de los nuevos términos se interactúan con los significados. En cierta forma es justamente esto lo que hace posible que Balibar descubra una nueva forma de racismo incluso allí donde el vocabulario racializado ha desaparecido o se ha pretendido eliminarlo.

Hay que tomar en cuenta también que Balibar ha elaborado su análisis y enunciado sus tesis con la mira puesta en el contexto europeo, más específicamente en el francés. Es posible que en este contexto se hayan verificado los desplazamientos que él indica, pero en el nuestro este tipo de desplazamientos no son dominantes. Así como la propuesta antropológica de Bonfil Batalla sigue influyendo de diversas maneras, así mismo están vigentes ideas biologicistas sobre la raza, como se puede atestiguar en el caso ya mencionado del proyecto para encontrar el genoma mexicano.

Hay, a mi parecer, tres tareas fundamentales que deberían ser llevadas a cabo en nuestro contexto. Un análisis de la producción de los saberes sobre las razas. Un análisis de los usos políticos del concepto de raza y los asociados a él; tarea que si bien empata con la anterior en algunos puntos no se identifica con ella, especialmente si tomos en cuenta que además de las teorías científicas sobre las razas existen también las que se pueden llamar teorías populares; esta tarea, además, debe contemplar las formas en que los conceptos se asocian con prácticas. Finalmente, una crítica de la economía política de las divisiones raciales; es decir, el análisis de cómo estas divisiones, regulan condiciones de existencia diferentes para los que son clasificados como miembros de tal o cual grupo y cómo éstas se entretejen con el proceso de producción y reproducción de la vida, en el sistema económico predominante.

Textos consultados
ARAUJO, Alejandro, “Mestizos indios y extranjeros: lo propio y lo ajeno en la definición antropológica de la nación. Manuel gamio y Guillermo Bonfil Batalla” en Paula Gleizer y Daniela López Caballero (coord.) Nación y Alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de
formación nacional
.
BALIBAR, Étienne “¿Existe un neorracismo?” en Raza, nación y clase.

¿Debemos hablar de «herejías»?

Hace unos años tuve una pequeña discusión con una amiga medievalista sobre si debíamos o no usar el concepto de herejía o de herejes para referirnos a ciertas tradiciones cristianas y sus adeptos. Por ejemplo, el arrianismo, el maniqueismo, el simonianismo, entre otras.

A mí, por alguna razón, no me convencía la opción de nombrarlas «herejías». En ese momento, propuse que sería mejor hablar de diferentes cristianismos en disputa, de formas alternativas de cristianismo en pugna.  En esa ocasión, según recuerdo, no supe expresarme de manera adecuada, pues mi intención fue interpretada como un intento de corrección política.  Y es probable que, por la manera en que yo planteé la cuestión, se haya prestado para eso.

Ahora que revisito el tema, veo que ambos coincidíamos en algo fundamental: contar los episodios históricos en que coexisteron estos grupos cristianos, es contar las historias de cómo se enfrentaron, de las cuestiones en que se oponían unos a otros y de quiénes fueron los que pudieron ejercer el poder de tal forma que lograron imponerse sobre los demás, a los que llamaron «herejes» a partir de entonces, es decir, aquellos cuya doctrina se consideró prohibida.

Es hasta ahora, que me reencuentro con un fragmento de una entrevista hecha a Silvia Magnavacca, que creo poder formular mejor mis inquietudes. Como ella, yo apostaría por una perspectiva laica de la Edad Media. Y este tipo de acercamiento, me parece, exige ser crítico con las ortodoxias que se impusieron en las diferentes discusiones religiosas a lo largo de la historia. El acercamiento crítico a las categorías desplegadas por estas ortodoxias para reconstruir su historia, para darse nombre a sí mismos y a los demás, forma parte de esa perspectiva laica. Es importante tomar en cuenta que, detrás de los nombres dados a estas diferentes «herejías», hay una historia de luchas por el poder y que se trata de nombres que en muchos casos fueron dados por los ganadores a los derrotados.

En este punto, curiosamente, también estábamos de acuerdo. Llamar «arrianos» a quienes profesaban un conjunto de doctrinas, que los vencedores del concilio de Nicea asociaron a una persona en especial, no parece ser lo más adecuado. De la misma manera, no parecería la mejor opción llamar «pelagianos» a los que profesaban ideas que se asociaron a Pelagio, etcétera. Habría una suerte de violencia epistémica perpetrada por quienes los vencieron políticamente y proscribieron sus doctrinas, y sancionada por quienes asumieron esos nombres como ya dados para usarlos como categorías descriptivas en un trabajo historiográfico.

Pero, si ese es el caso, ¿por qué no ir más allá y cuestionar también el uso de la categoría de «herejes»? ¿Basta decir que se trata de una categoría legal? ¡Pero si se trata de una categoría impuesta a los demás por esa misma ortodoxia que les otorga un nombre más específico! ¿No era eso lo que cuestionábamos? Tal vez sí sería adecuado dar el paso y deshacernos del concepto de «herejía» como una categoría de análisis historiográfico.

¿Quiere decir esto que deberíamos abandonar el uso del término y sustituirlo de manera uniforme por otra expresión? No necesariamente. No se trata de cambiar términos, y ya, para quedarnos con el vino viejo en un odre nuevo;  se trata, más bien, de buscar categorías diferentes que nos permitan contar la historia de manera distinta, libre de compromisos con esas ortodoxias ante las que pretendemos asumir una visión laica y crítica.

Tal vez la distinción entre uso y mención sea de utilidad aquí. A fin de cuentas, los personajes involucrados hablaban de «herejes» y de «herejías»; y llamaban a otros «simonianos», «arrianos», «basilidanos», etcétera. Pero que nosotros admitamos que ellos lo hacían, y respetemos eso al momento de reconstruir algunas cosas de su pensamiento, no implica que debamos hacer uso también de esos nombres y de esas categorías que ellos utilizaban.

Una historia de la alquimia no puede dejar de hablar sobre el flogisto. No puede omitir las menciones del término y de los que formaban parte de la red terminológica a la que pertenecían. Sin embargo, esto no quiere decir que el historiador use dichos conceptos.

¿Quién era el tío Bush?

Nunca supe su nombre, pero se llamaba a sí mismo «Tío Bush». Era un hombre que aparentaba unos 60 años y vivía en la Av. Fray servando, en una pequeña habitación que él mismo construyó sobre la banqueta con láminas metálicas, pizarras y cualquier cosa que encontraba útil para la edificación.

Digo «encontraba» porque su vivienda estaba en cambio constante: un día agregaba una lámina nueva, otro día cambiaba de lugar alguna tabla. Adornaba el conjunto con banderas estadounidenses que colgaban aquí y allá. Al lado de su hogar tenía una maceta con plantas y enfrente había un cubo de cemento en el que solía sentarse.


Solía escribir con plumón indeleble —con puras mayúsculas— sobre todos sus objetos, incluso sobre la ropa que usaba. Los mensajes eran variados: en uno había instrucciones dirigidas a quien le entregara la correspondencia. En el cubo se podía leer: «ESTA ES MI SILLA, MI ASIENTO». En una lámina, le mentaba la madre a quien fuera que había tirado su maceta, que a su decir: «NO LE HACIA DAÑO A NADIE».  Entre todos esos escritos había uno situado en el frente que llamó especialmente mi atención:

La diversidad de sus textos era un tanto desconcertante, especialmente porque lo dicho en unos se antojaba incoherente con el contenido de otros: en éste rebosaba nacionalismo mexicano, en aquél el hombre se llamaba a sí mismo compadre de Donald Trump y se congratulaba por la llegada del mismo a la presidencia estadounidense.

Pocas semanas después del 19 de septiembre de 2017, agregó a su casa una tabla rectangular sobre la que escribió el siguiente mensaje: «A LA SOCIEDAD MEXICANA: YA SE DIERON CUENTA DE QUE EL GOBIERNO NO HACE NADA POR AYUDAR. LOS UNICOS QUE SE ORGANIZARON Y AYUDARON FUERON LOS JOVENES Y OTRAS PERSONAS, EL PUEBLO MISMO». Al final, invitaba a mandar a la chingada al gobierno que no había hecho nada.

Un día, hace unos dos meses, desapareció. Al pasar por la mañana, vi la habitación abierta, el sitio acordonado y vigilado por un policía, una veladora encendida frente a la entrada, un machete tirado y pequeñas manchas de sangre. Cuando me acerqué, dos hombres pasaron detrás de mí y uno de ellos le dijo en voz baja a su acompañante: «Mataron al viejo«.

La habitación fue desmantelada paulatinamente en el transcurso de esa semana. Fue desarmada poco a poco y las láminas eran retiradas por transeúntes que tomaban alguna al pasar; quizá para usarla, quizá para venderla.

Jamás lo vi molestar a nadie. Sin embargo, una amiga me contó que pasó por el sitio días después de su desaparición y que frente a ella caminaban dos mujeres, cuando de pronto alcanzó a escuchar que una le decía a la otra: «¡Qué bueno que ya no está!«

Casi no queda rastro alguno de su presencia en ese espacio. Las láminas han desaparecido por completo. Tan sólo siguen ahí la maceta y el cubo, con las letras cada vez más borrosas.

¿Quién era el Tío Bush? ¿De dónde venía? ¿Cómo llegó a ese sitio y se instaló en él? Ignoro cómo conseguía la comida, con qué se tapaba cuando hacía frío, con quiénes hablaba, quiénes eran sus amigos. ¿De verdad lo mataron?

Más allá de los detalles de su vida, es un hecho que parecía formar parte del paisaje, junto con su casa, su maceta y su asiento. Se trataba de un elemento cuya presencia se daba por sentada y cuya desaparición causa cierto desajuste en la experiencia que se solía tener del sitio, aunque la nueva configuración del espacio es rápidamente asimilada y las huellas de la anterior se van borrando.

¿Quién era el Tío Bush? ¿Cuántos más hay que, como él, parecen integrarse al paisaje de modo que su presencia nos parece natural? ¿Y qué nos puede decir su caso sobre nosotros mismos: los que lo veíamos diariamente y jamás nos detuvimos a preguntarle todo esto, a platicar con él sobre lo que fuera, que ni siquiera le dábamos los buenos días al pasar por su casa?

Historia conceptual y genealogía del racismo.

En ocasiones anteriores me he valido de la discusión de David Theo Goldberg sobre el racismo y el concepto de raza para mostrar la pertinencia de un enfoque genealógico sobre el racismo en México. En la primera, presenté la definición mínima del concepto de raza propuesta por Goldberg. De acuerdo con esta definición, las razas son lo que sea que las personas conciban al usar el término, al presentarse a sí mismos como miembros de un grupo racial, o al presentar a otros como miembros de un grupo racial. Al adoptar esta tesis, se hace a un lado la pretensión de ofrecer una definición o teoría sobre las razas y el racismo que pretenda dar con algo así como la esencia del concepto y del fenómeno. Pero además, al quedar descalificada la pretensión de elaborar una teoría que pretenda dar cuenta de todo racismo, quedaba abierto el campo para un enfoque genealógico del fenómeno. Si las razas son lo que sea que las personas conciban al momento de usar el concepto de raza, entonces, las connotaciones específicas del concepto de raza en un contexto dado deben ser determinadas empírica y arqueológicamente, mediante el análisis de los usos del concepto. En lugar de elaborar una gran teoría general sobre el racismo, la tarea que nos queda es la de elaborar las genealogías de los diferentes racismos existentes.

Sin embargo, también presenté lo que a mi forma de ver era un problema de la propuesta de Godberg. Dado que de acuerdo con él no hay racismo sin discursos raciales y el racismo hace su aparición a la par que el concepto de raza, cuestioné si esto es así forzosamente. ¿Debemos asumir que no hay racismo en una sociedad, si no se usa en ella el término “raza” y otros asociados a él, incuso si existen prácticas de identificación de grupos que parecen estar configuradas de acuerdo con una de las maneras en que el racismo se ha expresado en algún momento histórico?

En otro momento, después de analizar el concepto de raza presente en un texto de Enrique Semo, volví a la propuesta de Goldberg y ofrecí una posible respuesta a esta cuestión. Hice allí una analogía entre el concepto de racismo y el de clases sociales, para argumentar a favor de la legitimidad del concepto de racismo como categoría de análisis de sociedades en las que el término “raza” no existiera. De esta manera, aseguré que incluso si el concepto de raza no estaba presente en un sociedad, podía ser útil para nosotros, que analizamos estas sociedades desde un punto de vista externo, utilizar el concepto de racismo o de relaciones sociales de raza para explicar fenómenos presentes en estas sociedades.

En esta ocasión regresaré a la propuesta de Goldberg y la tomaré comopunto de partida para trazar algunas líneas metodológicas más concretas sobre la elaboración de una genealogía del racismo. Para ello propondré enriquecer la tesis central de Goldbgerg con algunas tesis de la corriente historiográfica de la historia conceptual.

En mis textos anteriores, al expresar mis dudas sobre la propuesta de Goldberg, omití descuidadamente una distinción sumamente importante: la distinción entre un término o palabra y un concepto. Esta distinción que de buenas a primeras puede parecer caprichosa o bizantina en realidad es sumamente útil. Los conceptos se expresan a través de palabras, eso es claro, pero lo que se quiere decir es que no necesariamente a un concepto corresponde una palabra única que lo exprese. Quentin Skinner nos ofrece un ejemplo brillante para mostrar esto.1 Quien quiera saber si Milton poseía el concepto de originalidad, llegará a una respuesta negativa si se enfrasca en un búsqueda de la palabra “originality”, pues el poeta no la usa. Sin embargo, cuando el mismo Milton habla acerca de lo que aspiró a hacer en su Paraiso perdido, podemos ver que enfatiza bastante su decisión de encargarse de cosas no atendidas ni por la prosa ni por la poesía. De esta manera, descubrimos que Milton no sólo poseía el concepto de originalidad, sino que la cuestión de la originalidad era bastante importante para él. Esto hace evidente que para poseer un concepto no es condición necesaria poseer una palabra única que lo exprese.

Pero si no es condición necesaria, tener una palabra tampoco es condición suficiente para tener un concepto. Kant y Wittgenstein se han encargado de decirnos que es bien posible que creamos tener un concepto cuando en realidad no está claro a qué refieren nuestras palabras o cuál es su significado.

¿Cómo podemos saber, entonces, si estamos o no frente aun concepto? Inevitablemente tendremos que recurrir a los usos del lenguaje. Pero en lugar de fijar nuestra atención exclusivamente en qué palabras se usan o no, lo que tenemos que hacer es centrar nuestra atención en los significados que tienen las palabras en el contexto en que son usadas. La tesis de Skinner es que la señal de que una sociedad o grupo posee un concepto sería que se desarrolle un vocabulario que sea usado para expresar el concepto y discutirlo de manera más o menos consistente.

Una vez hecha la distinción entre conceptos y palabras, Skinner asevera que para comprender la manera en que alguien ve el mundo ―para lo cuál es muy importante saber, por ejemplo, qué distinciones hace y qué clasificaciones acepta― lo que necesitamos saber no es tanto qué palabras utiliza, sino qué conceptos posee.

La pertinencia de recuperar a Skinner para complementar la propuesta de Goldberg debería ser bastante clara ahora. Recuperar la distinción entre palabras o términos y conceptos nos permite mantener la tesis de que el racismo surge a la par que el concepto de raza; pero nos permite también contemplar la posibilidad de que existan el concepto de raza y el racismo incluso en sociedades en que no existe una palabra que exprese el concepto de raza. Es posible que en la España del siglo XV no se hablara de “razas”, pero un análisis de la discusión que llevó a la institución de las leyes de limpieza de sangre en Toledo en 1449 bien podría revelarnos la existencia de un vocabulario y usos del mismo que indiquen la presencia de un concepto de raza en ese contexto. Y mediante el análisis de los usos del concepto, podríamos también saber qué tipo de racismo es el que se configuró en ese momento histórico.

Otra tesis que deseo traer a colación proviene de la escuela de la Begriffsgeschichte de Koselleck. Koselleck enfatiza que los conceptos condensan experiencias históricas. En ellos se encuentran sedimentados diferentes sentidos, provenientes de épocas y circunstancias de enunciación diversas; sentidos que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos.2 Al examinar los usos de los conceptos, pues, no sólo se debe tomar en cuenta el sentido que una persona puede haber querido darle al utilizarlo, sino también los otros sentidos que el concepto carga y que influyen en la manera en que las demás personas interpretan el discurso de quien utiliza el concepto en cuestión.

En el caso de la cuestión del racismo y e concepto de raza, esto quiere decir que, en el curso de la investigación no sólo se debe prestar atención a los usos del concepto de raza en un momento dado, sino también los usos que ha tenido anteriormente, de modo que se pueda apreciar el sentido que se le otorga y cómo es que se distingue de los sentidos que ha tenido en otros momentos históricos.

Si esto es importante, ello se debe a un supuesto importante de fondo: atender a la transformación de los sentidos del concepto es fundamental para poder dar cuenta de cómo es que las prácticas racistas se transforman. Y esto es así porque los conceptos de los que disponemos establecen horizontes y limites para la experiencia posible y la manera de asimilarla. Los conceptos proveen a los actores sociales de herramientas para comprender el sentido de sus actos y sus posibles vías de acción. De esta manera, los conceptos sirven como un indicativo de las variaciones sociales.

Ahora bien. Una vez echas las observaciones anteriores, se pueden indicar los siguientes lineamientos a seguir en el análisis de la historia del concepto de raza, con miras a la elaboración de una genealogía del racismo.

Se debe prestar atención al concepto de raza, a sus usos y a las redes de conceptos en que se articula o que contribuye a articular. No se puede tomar en cuenta sólo el concepto de raza sin tomar en cuenta también el de libertad y esclavitud en el siglo XVII, o el de nación en el siglo XIX, por ejemplo. Se debe tomar en cuenta cuáles eran las redes conceptuales en que el concepto se articulaba y los problemas que eran abordados a la luz de esas redes conceptuales. El problema de la construcción de una nación entendida como conjunto de personas que comparten una cultura, es bastante diferente del problema de construcción de una nación concebida sólo como conjunto de personas sometidas al mismo gobierno o leyes; el concepto de raza difícilmente se articulará de la misma manera con estas dos formas de concebir la nación.

Hay que prestar especial atención a las disputas alrededor de los desacuerdos sobre el uso del concepto de raza. Las discusiones acera de si un concepto es o no aplicable para describir una acción o fenómeno particular son un campo de estudio bastante rico para el análisis de los diversos usos y significados del uso del concepto sobre el que se debate. De acuerdo con Skinner hay por lo meno tres cuestiones posibles que pueden estar en juego en una discusión de este tipo.3

  • El significado. Es decir, el rango de criterios de acuerdo con los cuales se usa un concepto, las “notas” asociadas a él.

  • La cuestión de la referencia. En este caso, las discusiones gran no tato sobre el significado de los conceptos, sino sobre si es adecuado o no aplicarlos a determinados casos. En líneas generales la pregunta central de estas disputas se podría ejemplificar de la siguiente manera: “Dado que por raza, entendemos x, y, y z ¿es este grupo humano una raza?.

  • Lo que se pretende al aplicar un concepto dado a una situación determinada. Austin ha llamado nuestra atención sobre el hecho de que no usamos el lenguaje sólo para describir el mundo, sino que también hacemos cosas con él. ¿qué pretendemos al decir que x grupo es una raza o que la persona z pertenece a la raza y? ¿pretendemos hacer una descripción? ¿estamos intentando desacreditar a la persona? ¿intentamos conferir cierta dignidad al grupo en cuestión?…

Si bien estas indicaciones son bastante útiles para el propósito de la elaboración de una genealogía del racismo, no son suficientes. A mi modo de ver, la genealogía del racismo no se identifica con la historia del concepto de raza, ni se agota con ella, aunque el análisis histórico del concepto de raza es fundamental para ella.

Marx aseguró alguna vez que no podemos juzgar a una sociedad sólo por las formas ideológicas (jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, o filosóficas) mediante las cuales adquiere conciencia de sí y de sus conflictos, y recalcó la necesidad de explicarse esta conciencia por las contradicciones en la vida material.4 Esto no quiere decir, desde mi punto de vista, que se deba abandonar el esfuerzo por reconstruir y examinar las formas en que las personas se han pensado a sí mismas y a sus sociedades a lo largo de la historia. Quiere indicar más bien que no debemos olvidar que la historia social, rebasa a la historia conceptual, en la medida en que los hechos y acciones no son reducibles a la interpretación o enunciación lingüístico-simbólica de las personas que los viven o se enfrentan a ellos.

A mi modo de ver, una genealogía del racismo, estará incompleta si no intenta dar cuenta de las situaciones materiales, sociales, ante las que algunos grupos respondieron mediante la conceptualización de sí mismos y de otros como diferentes grupos raciales, y de cómo la puesta en marcha de prácticas coherentes con dicha conceptualización fue funcional para ellos al momento de hacer frente a dichas situaciones.

La genealogía del racismo deberá echar mano, pues, de la historia social, económica y política, que permita comprender la manera en que las transformaciones del concepto de raza se fueron articulando con diferentes problemas y prácticas. Así como debe echar mano de la historia conceptual para reconstruir la manera en que los diferentes grupos humanos se vieron a sí mismos, qué era lo que consideraban un problema y qué soluciones ofrecieron.

Aquí es donde deben entrar en juego otro tipo de conceptos. Además de aquellos que debemos examinar y cuya historia debemos trazar, debemos tener conciencia lo más cerca posible de cuáles son nuestras categorías de análisis. Debemos tener bien presente la diferencia entre ellas y los conceptos cuyo desarrollo histórico analizamos por un lado para evitar caer en anacronismos, para no atribuir a las personas del pasado palabras que no usaron o intenciones que simplemente no pudieron tener porque no e encontraban dentro de su horizonte de expectativas posibles. Por el otro, porque son las que nos pueden permitir llegar a un grado de abstracción y análisis más sólido que si nos quedamos solamente con las narrativas sobre cómo evolucionaron ciertos conceptos en el tiempo. Sería sin duda insensato afirmar que los liberales del grupo de José María Luis Mora intentaron imponer un “proyecto civilizatorio”, puesto que no disponían de este concepto. Pero nosotros poseemos este concepto y, después de examinar las propuestas económicas y políticas de diferentes grupos políticos del siglo XIX podemos decidir que de acuerdo con su concepto de nación, ciudadanía, gobierno, etc., el del grupo de Mora es un proyecto civilizatorio en pugna con otros, así como especificar en qué se distingue de ellos y qué aspectos comparten.

Queda entonces abierta la cuestión de qué categorías de análisis son las más adecuadas para llevar cabo una genealogía del racismo como la que me propongo. En otra ocasión intentaré ocuparme de esta cuestión.

1Skinner, Quentin. “Language and political change” en Terence Ball, James Far y Russell L. Hanson. Political innovation and conceptual change. pp. 7-8

2Palti, Elías. “De la historia de las ‘ideas’ a la historia de los ‘lenguajes políticos’. Las escuelas recientes de análisis conceptual. El panorama latinoamericano” en Anales, 7-8, 2004-2005, p. 72

3Skinner, Quentin. “Language and political change”, pp. 9-11

4En el “Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política de 1859.

México: una nación mestiza

El día 2 de Junio de 2001, el reconocido artista mexicano Juan Soriano, conocido en algunos círculos como “el Mozart de la pintura”, declaraba al periódico Reforma:

A Orozco, Rivera y Siqueiros los mencionan dondequiera por razones políticas, las mismas razones por las que tiene éxito el movimiento indígena en Chiapas, por la cosa tan rara de quienes tienen la idea de que son indios en un país en donde toda la gente es mestiza […] Por tercos siguen siendo indios, y no pueden revivir sus tradiciones porque no las conocen, no saben escribir; ni se entienden entre ellos porque hablan diferentes idiomas, y los hablan muy mal. No hacen más que emborracharse, pegarle a las mujeres y protestar. No aprenden a trabajar la tierra, no aprenden a ser ciudadanos del lugar donde viven. Es absurdo. Llevan más de 300 años de hacer eso y ahí siguen; pero son muy poquitos.

Las palabras de Soriano, más allá de la condena al EZLN, merecen atención porque ponen en evidencia algunos aspectos sobre una idea que fue ampliamente aceptada a lo largo del siglo XX y no pierde todavía su vigencia: México es una nación mestiza. Con seguridad no todos llegarían al grado de afirmar, como Soriano, que todos en México son mestizos y reconocerían la existencia de grupos indígenas, pero difícilmente alguien rechazaría la idea de que los mestizos conforman la gran mayoría de la población nacional. He aquí la primera nota importante.

El segundo aspecto a resaltar en las declaraciones del artista plástico se encuentra en su concepción y valoración de las formas de vida de las comunidades indígenas. Al decir que estas personas son incapaces de revivir sus tradiciones y que hablan mal los distintos idiomas que existen, Soriano no hace más que hacer explícita una concepción también muy arraigada en el imaginario nacional: se asume que lo auténticamente indígena es cosa del pasado mientras  que lo que existe hoy son sólo los restos, que se resisten a morir, de lo que fue la verdadera cultura indígena. La cultura de las comunidades indígenas de la actualidad es vista, en el mejor de los casos como lo que ha logrado sobrevivir de la antigua gloria de las civilizaciones prehispánicas; en el peor, como una necia resistencia a integrarse a la nación mestiza moderna, que debe ser vencida.

Por oposición a la manera en que se concibe al indígena se puede construir la forma en que se valora al mestizo. Mientras el indígena se resiste al cambio, el mestizo lo acepta y se moderniza; mientras el indígena no sabe leer ni escribir, el mestizo se alfabetiza; mientras los indígenas hablan diferentes idiomas, lo que no permite que se entiendan entre ellos, los mestizos tienen un idioma único común a todos; mientras los indígenas no aprenden a ser ciudadanos, los mestizos son ciudadanos plenos.

No cabe duda de que hay aspectos problemáticos propios de estas ideas, resaltemos, por hora, sólo uno. Como señala Federico Navarrete (Las relaciones interétnicas en México, p. 14-15), el hecho de que la concepción de las culturas indígenas de la actualidad como los restos del glorioso pasado prehispánico implican de manera implícita una visión a-histórica de estas culturas. Al concebir los cambios que se han operado en estas culturas como una pérdida de autenticidad, se niega a estos grupos la posibilidad de cambiar sin perder su identidad, se equipara el cambio con una paulatina desaparición de lo indígena. Pero ¿es posible sostener semejante visión de la cultura? ¿es posible defender que la cultura es algo que debe permanecer estático para no perderse o desaparecer?

Sin embargo, no es mi intención en este momento detenerme en una crítica minuciosa de estas ideas. Lo que me interesa en este momento es trabajar el terreno para poder sembrar las siguientes cuestiones ¿Cómo se forjó la idea de que México es una nación mestiza y cómo se impuso en el imaginario popular?

Inicialmente podría parecer un sin sentido para muchos plantear semejantes preguntas. Las narrativas históricas con las que hemos crecido y nos han sido inculcadas nos han dado a entender de una manera u otra que México ha sido una nación mestiza prácticamente desde la etapa colonial y que ha sido concebido así desde entonces. En la Nueva Historia Mínima de México Ilustrada, por ejemplo se habla del mestizaje como parte del proceso de consolidación de la conquista y se describe de la siguiente manera:

Concomitante con lo anterior fue el surgimiento del mestizaje tanto en su expresión biológica como en la cultural. Aunque por parte de algunos (especialmente los frailes) hubo oposición al contacto entre indios y españoles, y aunque la legislación recalcó siempre la diferencia entre unos y otros, el hecho fue que las dos poblaciones establecieron pronto una estrecha relación. Las relaciones sexuales informales fueron mayoría, pero también hubo matrimonios reconocidos, sobre todo entre españoles e indias de buena posición. Ya para 1550 el náhuatl y otras lenguas se daban con fluidez entre muchos pobladores españoles. En contrapartida, no pocos caciques y nobles se hispanizaron prontamente, y algunas escuelas religiosas pusieron aspectos sofisticados de la cultura europea, como la retórica latina, al alcance de las elites indígenas (si bien sólo por un breve tiempo). Además, debe añadirse a esto la incorporación de un numeroso contingente de africanos (unos 15 000 a mediados del siglo) traídos a Nueva España como esclavos. En su gran mayoría eran varones y su mezcla con las indias fue inmediata. (p. 135)

Más adelante (p. 140) se habla de los mestizos como personas con una flexibilidad cultural innata que les permitía acomodarse casi en cualquier lugar, por lo cual pudieron aprovechar las oportunidades de movilidad social que surgieron con el dinamismo y crecimiento del país.  Y se dice también (p. 168-170) que los procesos de mestizaje cultural operaron en el surgimiento de elementos constitutivos de la identidad novohispana como la comida, el vestido, el mobiliario, el lenguaje, la música, la danza y otros.

Hacia el final del apartado sobre la época colonial, se afirma que para mediados del siglo XVIII ya se encontraban en Nueva España muchos elementos de identidad que habrían de expresarse en la etapa independiente. Además, se asegura que:

La consolidación de una identidad nacional o, en términos más generales, “americana”, fue una preocupación fundamental de la cultura criolla y mestiza. Historiadores que recogieron los enfoques indigenistas sembrados en el siglo anterior, como José Joaquín Granados Gálvez, revivieron, y en gran medida crearon, la idea de la gran nación tolteca –inicio de la historia de la “tierra de Anáhuac”– y de la legítima monarquía o “Imperio Mexicano”. De aquí sólo faltaría un paso para definir como “mexicana” a la nacionalidad que cobraba forma en Nueva España (p. 190)

De esta manera se nos dice no sólo que México fue prácticamente desde sus orígenes una nación mestiza, sino también que además había conciencia de ello, que los novohipanos sabían que se trataba de una nación mestiza. Además de esto, la visión que se presenta del mestizo es, sin lugar a dudas, positiva: bien dispuesto al cambio debido a su capacidad de adaptarse, sabedor de cómo aprovechar las oportunidades, elemento fundamental en la formación de la cultura e identidad nacional

Sin embargo, al revisar los textos de algunos personajes importantes en el ambiente político-intelectual de la primera mitad del siglo XIX, se puede ver que la concepción que se tiene del país y de la identidad del mismo no concuerda del todo con esta narración.

En el primer capítulo de su Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830 (consultado en Lira, Andrés. Espejo de discordias. Lorenzo de Zavala, José Ma. Luis Mora, Lucas Alamán, p. 45-51), Lorenzo de Zavala estima que la gran mayoría de la población novohispana estaba constituida por indígenas, asegura que otra quinta parte estaba formada por los españoles privilegiados y la restante quinta parte estaba formada por  las castas (en donde incluye a todos los grupos de «sangre mezclada») y los blancos pobres.  Por lo que respecta a la cuestión cultural, Zavala se limita a lamentar el estado de ignorancia en que se encuentra sumida la mayoría de la población.

Lucas Alamán, por su parte estimaba, al igual que Lorenzo de Zavala que la población blanca no llegaba a ser más de la quinta parte de la población, ni en la época novohispana ni en el periodo independiente hasta la década de 1840.  Pero asegra que los otros cuatro quintos de la población se pueden considerar distribuidos por mitad entre los indios y las castas (en principio distingue a los mestizos de las castas, pero asegura que se confundían con ellas). A estas últimas las describe como infamadas por las leyes y condenadas por las preocupaciones, además de que presenta una visión de ellas que dista de ser positiva. De acuerdo con él estas clases tenían todos os vicios propios de la ignorancia y el abatimiento. Reconoce en los mulatos los mismos vicios que en los indios, pero investidos de un carácter diferente debido a la mayor energía de su alma y vigor de su cuerpo:

lo que en el indio era falsedad, en el mulato venía a ser audacia y atrevimiento; el robo, que el primero ejercía oculta y solapadamente, lo practicaba el segundo en cuadrillas y atacando a mano armada al comerciante en el camino; la venganza, que en aquél solía ser un asesinato atroz y alevoso, era en éste un combate en que más de una vez perecían los dos contendientes (Alamán, Lucas. Historia de México, capítulo I. en Lira, Andrés. Espejo de discordias. Lorenzo de Zavala, José Ma. Luis Mora, Lucas Alamán, p.163-164)

Como se puede apreciar, la manera en que se concibe tanto la composición de la población de la Nueva España como la valoración que se hace de los mestizos (en sentido amplio aquí, para incluir también a las castas), es muy diferente a la presentada en la Nueva Historia… De esta manera, se hace evidente que las ideas que mencionamos a principio, al analizar los supuestos sobre los que se erigían las declaraciones de Soriano, no han estado presentes en todas las etapas de la historia nacional. Frente a la idea de que México es mayoritariamente mestizo y minoritariamente indígena, están los testimonios de personas que ven un México con una mayoría de población indígena; ante una valoración positiva de los mestizos, como estas personas dispuestas al cambio y a la modernización, portadoras de una cultura moderna, se encuentra una valoración más bien negativa que los ve como portadores de la ignorancia y de vicios exacerbados.

No hay que dejar de notar, sin embargo, que la valoración que se hace de los grupos indígenas parece no cambiar.

¿Qué es lo que ha cambiado en el espacio de tiempo que separa a Soriano y los autores de la Nueva Historia Mínima… de Lucas Alamán y Lorenzo de Zavala, que origina el cambio en esa concepción de México y la composición de su población? ¿A qué se debe el cambio que se puede apreciar en la forma de concebir y valorar a los mestizos? En otras palabras ¿Qué circunstancias materiales, políticas y culturales están ligadas al surgimiento de nuestra idea contemporánea de México como nación fundamentalmente mestiza? y junto con ello ¿por qué la imagen que se tiene de os grupos y culturas indígenas parece no cambiar? Estas cuestiones, que son las que deseaba poner en la mesa, requieren un análisis cuidadoso que intentaré llevar a cabo paulatinamente.

al-Mawardi revisitado (parte V-conclusiones provisionales)

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Hemos visto en entradas anteriores algunas cosas relativas al contexto de al-Mawardi, su vida y los problemas a los que su teoría sobre el califato intentó hacer frente. Hemos visto ya cuáles son las condiciones normales en que una persona puede llegar al califato; qué sucede en casos anómalos como el padecimiento de alguna deficiencia por parte de un imam en turno (donde se ha visto el caso también del control y la coerción); finalmente, se ha expuesto la distinción entre el emirato libremente asignado y el de conquista. Después de haber hecho este recorrido ¿qué observaciones, preguntas y enseñanzas podemos extraer?

Al manejar al-Mawardi la cuestión de la autoridad califal y las posibles situaciones anómalas de la manera en que lo hace,su texto presenta, por un lado, un realismo político crudo y cierta actitud de resignación ante las adversidades que enfrentaba el califato abbasí, e incluso la legitimación o reconcimiento legal de algunas; por el otro, una actitud desafiante del poder fáctico de los sultanes (tanto buyíes como selyúcidas) y de aquellos que pudieran hacerse con el control del imperio por medio de vías en principio ilegítimas. El blindaje jurídico que hace de la autoridad califal es sólido y claro: ninguna persona que se haga con el control del imperio por vía de la coerción, el control o la conquista puede ser reconocida como legítimo gobernante de la comunidad islámica; este papel corresponde únicamente al califa, electo de las maneras antes establecidas y que cumpla con las condiciones expuestas. Los demás no ejercen un poder legítimo, puesto que se ha impuesto por la fuerza a la comunidad.

Ninguna persona de la corte o familia del califa legítimo, ni conquistador alguno puede pretender asumir el puesto de imam por la fuerza, ni puede deponer al califa en turno legítimamente. Pueden obtener una sanción legal de su autoridad lograda por estos medios, pero esta jamás será reconocida como la auténtica autoridad, sino solo subordinada. Esto se aplica claramente al caso de los buyíes, así como al de los selyúcidas, grupos que se apropiaron del poder por la fuerza. Pero al haber sido autorizados por el califa a ejercer el poder, obtuvieron una sanción legal y su investidura como sultanes por parte del califa legalizó de cierta manera su ejercicio del poder. Al menos de acuerdo con la ley, el sultán está obligado a obedecer al califa, quien le ha concedido la “gracia” de gestionar el emirato. En esta posición se puede ver una clara crítica a la relación real que existía entre el sultanato y el califato, pues al detentar el sultán el poder militar, el califa se encontraba prácticamente a su merced. Se puede ver también como un intento de recordar a los sultanes que su poder autoridad no era total ni legítima y que no podían deshacerse del califa si deseaban seguir ejerciendola de manera legal.

Pareciera, sin embargo, que a pesar de esta toma de posición crítica ante la situación, los mismos planteamientos antes vistos cerraban casi por completo, en la teoría, las vías prácticas mediante las cuales dicha situación se podría haber transformado. Al ser legitimado el sultanato por “gracia” del califa y al ser ilegítima cualquier pretensión de deponer a este último ¿acaso no quedaba cerrado el camino a cualquier rebelión popular y, estrictamente, a cualquier movimiento que no fuera autorizado o encabezado por el califa mismo para eliminar el sultanato o imponer restricciones prácticas efectivas y no sólo teórico-jurídicas a su poder?.

Me parece que esta impresión es errónea, puesto que si bien el poder del sultanato estaba avalado por el califa, hay límites que no podía traspasar. La teoría de al-Mawardi indica claramente que por encima del deber de obediencia a quienes ejerce el poder en la comunidad o sobre ella se encuentra el deber a Dios y a sus preceptos. El mandato coránico citado por el mismo al-Mawardi es muy claro: «obedeced a Dios, a su apóstol y aquellos a la cabeza de los asuntos». En esta clausula no sólo queda establecido a quiénes tiene que obedecer el musulmán, sino también la prioridad que tiene la obediencia a cada uno de los nombrados. En primer lugar, se encuentra la obediencia que se debe a Dios y a sus mandatos, expresados en el Corán mismo; en segundo a su profeta, a Mahoma,; y, finalmente, a quienes se encuentran a la cabeza de los asuntos. Es así como queda abierta una vía de resistencia ante un poder que se ha impuesto a la comunidad por la fuerza. Antes que siervos del sultán o del califa, los miembros de la comunidad son seguidores de profeta y siervos de Dios y es a él a quien deben obediencia en primer lugar.

Aunque la teoría de nuestro jurista cumple con su esfuerzo por reivindicar y blindar la autoridad del califa, en última instancia ni siquiera él es intocable o goza de autoridad absoluta e irresistible. El imamato mismo se considera como institución que debe garantizar el cumplimiento de los preceptos religiosos, en cuanto esto no se da, como se ha visto, deviene ilegítimo y el mismo califa puede ser destituido si esto es necesario. Aunque no se trata la cuestión en lo que hemos revisado, seguramente se reconocerá el deber de los fieles de desobedecer a toda prescripción del califa o del sultán que sea contraria a lo establecido en la ley religiosa.

La resistencia que se puede ofrecer de este modo no necesariamente se ha de ver reflejada, en primera instancia, en rebeliones armadas que pretendan derrocar el sultanato, sino simplemente el la desobediencia individual o colectiva de las órdenes contrarias a las normas a las que todo buen musulmán sabe que se debe apegar. La resistencia, en este sentido, también puede ser liderada por el califa, con todo y las limitaciones que existían en el momento a su poder. Es el líder espiritual de la comunidad y es el primero que debe observar que se cumplan las leyes religiosas, debe guiar a la comunidad por el camino correcto. Sin necesidad de armas o ejércitos, el califa puede ponerse de este modo al frente de la comunidad como su auténtico dirigente y guiar su comportamiento, aún en contra del sultán y, como hemos visto, al-Mawardi afirma que en caso de control o coerción tiene el deber de buscar ayuda para liberarse y recuperar su lugar al frente de la comunidad en caso de que las leyes sean violadas.

Quiero destacar algunas cosas que me parecen valiosas en la manera de proceder de al-Mawardi. En primer lugar, da una muestra de cómo se puede enfrentar un poder que se ha impuesto por la fuerza o de manera ilegítima sobre una comunidad política. No se trata de desconocer o disimular el hecho de que se puede imponer el poder por la fuerza y que incluso se puede fundar un cierto orden gracias a ella; antes bien, hay que reconocer este hecho, hay que aceptarlo de manera cruda y sin reservas. Quienes afirman que el poder que se impone por estas vías no es un poder real, mediante diferentes artilugios argumentativos, no hacen más que evadir una cuestión que sería mejor reconocer, para poder analizar cuáles son las mejores vías para oponerse a él.

En segundo lugar, nos enseña que, para rechazar y ofrecer resistencia a un poder político que se considera inaceptable o ilegítimo, es conveniente tener una claridad mínima bien firme del tipo de poder que sí se consideraría aceptable, sobre qué bases estaría fundado y cómo debería ser ejercido. Si no se posee esto, difícilmente se encontrará la manera de encauzar el malestar que se tiene contra el poder establecido y se encontrarán bases sobre las que se pueda fundar un nuevo poder legítimo y aceptable.

En tercer lugar, es una muestra de cómo se puede desconocer un orden político y legal establecido y mantenido por la fuerza, al fundar el desconocimiento o desobediencia a él en la apelación a la existencia de principios superiores e irrenunciables que se encuentran por encima del orden legal establecido y han de servir como fundamento para todo ejercicio legítimo del poder.

Algo más es el hecho de que intenta justificar la resistencia al poder establecido y fundar un nuevo tipo de ejercicio del poder sobre bases capaces de ser aceptadas por la mayoría de la sociedad o toda ella, por encima de las diferencias existentes entre los diferentes grupos que conforman la sociedad. Esto es evidente en el hecho de que pretende que todos los musulmanes han de aceptar su propuesta basada en la exégesis del Corán y de las tradiciones.1

En cierto sentido se puede decir que la estrategia de Mawardi parece haber funcionado, parece que los sultanes jamás intentaron prescindir del califa, sabedores de que su autoridad, si bien estaba fundada en la fuerza, requería de la sanción del mismo para adquirir cierta legitimidad ante la comunidad islámica. Por otro lado, con todo y las diferencias que se pueden encontrar en la aplicación e interpretación de ellas por parte de las diferentes escuelas jurídicas, las leyes coránicas siguieron siendo aceptadas como aquellas por las que habían de regir su comportamiento los miembros de la sociedad. Más que romper con la comunidad islámica o acabar con ella, los turcos selyúcidas acabaron islamizandose.

Finalmente, una cuestión muy importante, por la que creo que el estudio de su propuesta y sus implicaciones forma parte de las retóricas y poéticas de la vida civil es la distinción entre tipos de poderes que, a mi parecer, se encuentra presente en sus planteamientos. Si bien acepta el poder o autoridad que se impone por la fuerza, al momento de elaborar su teoría no plantea el recurso a un poder del mismo tipo para oponerse a él. No se trata del llamado a enfrentar fuerza con fuerza, las armas con las armas. Incluso si en última instancia se recurre a ellas, en el fondo no es eso de lo que se trata. Frente al un poder y control coercitivos de la fuerza y las armas, al-Mawardi opone uno de tipo moral-político: el de la religión y el ideal de vida que ella promueve. La desobediencia y resistencia a las leyes y mandatos de quienes se han impuesto por la fuerza se basa en la convicción interna de que se está prestando obediencia a un poder diferente de tipo superior, que no requiere la fuerza de las armas para imponerse y exigir obediencia.

Pero ¿acaso esto sólo se puede lograr mediante el recurso a los dogmas y preceptos de una religión como la islámica o de una religión en general? ¿Podemos hoy aspirar a fundar nuestras desobediencias a los poderes que se imponen o mantienen nada más que por la fuerza, el control o la coacción, en una convicción de este tipo sin necesidad de recurrir a una religión instituida, positiva, dogmática? ¿A qué podemos recurrir? ¿Podemos encontrar principios capaces de ser aceptados por todos como superiores e irrenunciables que provean de la convicción necesaria para hacer frente a los poderes que se imponen o mantiene por la fuerza y aceptar las consecuencias de ello?

1Curiosamente aquí se puede encontrar uno de los puntos que, en el plano de la práctica, resultaron más flacos en la propuesta de al-Mawardi. Él era un fiel musulmán hablando para otros musulmanes, pero a pesar de las coincidencias en puntos fundamentales, no hay que olvidar las grandes diferencias y desacuerdos existentes entre las distintas corrientes islámicas. Su propuesta difícilmente sería atractiva para las corrientes siíes o para los jariyíes, pero incluso dentro de las distintas corrientes sunníes seguramente habría desacuerdos importantes sobre su teoría. Él era jurista de la escuela Shafí, pero se sabe que tenía algunos conflictos con otros juristas importantes, especialmente de la escuela hanbalí, como Tayyib al-Tabari, que se opuso al nombramiento de al-Mawardi como juez de jueces. No parece casual que sus mayores conflictos fueran entablados con juristas pertenecientes a una escuela destacada por su insistencia en una interpretación lo más literal y apegada posible al texto coránico y a las tradiciones que se permitía pocas libertades en el uso del razonamiento analógico y rechazaba fuentes suplementarias del derecho, a diferencia de las escuelas malikí y hanafí.

al-Mawardi revisitado (parte 4 – emirato asignado libremente y emirato de conquista)

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El tema de los emiratos es una de las partes más interesantes del texto al-Ahkam al-Sultaniyyah de al-Mawardi. Aunque ya se han visto en otra entrada algunas situaciones anómalas que se pueden presentar a un imam y que pueden llevar incluso a su deposición, aquí es donde tal vez se manifiesta de manera más clara el realismo político de nuestro jurista y su aceptación de algunas situaciones que enfrentaba el califato abbasí: las conquistas de sus territorios.

En primer lugar, el emirato será contemplado dentro del conjunto más amplio de los llamados representantes o delegados del imam, junto con los vizires, jueces, comandantes de los ejércitos, colectores de impuestos y otros. En una primera distinción, se dirá que mientras los vizires son aquellos oficiales que ostentan una autoridad general sobre todas las provincias o territorios, de modo que representan al imam en todos los asuntos, los emires son aquellos tienen una autoridad general sólo sobre ciertas regiones o ciudades.1

al-Mawardi distingue dos tipos de vizirato o ministerio: el de delegación y el ejecutivo. En ambos casos el imam elige a una persona que lo representa y se encarga de los asuntos en su lugar. En el caso del primero el imam delega su autoridad en el vizir, es decir, le permite actuar como representante suyo pero de acuerdo a su propio juicio. En el caso del vizirato ejecutivo, la persona no tiene permitido obrar libremente de acuerdo con su propio juicio, sino sólo verificar que sea llevado a cabo lo dispuesto por el imam.2 En todo caso, las cualidades que debe poseer la persona a la que se nombra vizir son prácticamente las mismas que debe cubrir el aspirante al imamato, con excepción del linaje. Además se añade la condición de que posea conocimientos y experiencia en cuestiones de administración y de guerra.3 La existencia del vizirato es justificada mediante el recurso al Corán, a algunas tradiciones y mediante el argumento de que el imam no puede encargarse directamente de todo lo concerniente a la organización de la umma de modo que requiere nombrar representantes.

La diferencia entre el imamato y el vizirato de delegación será explicada alegando que a diferencia del imam, que no debe rendir cuentas a ningún superior, el vizir tiene que mantener informado al primero acerca de lo que dispone, sus acciones administrativas y los nombramientos que hace; en caso de obrar por su cuenta sin cumplir con su obligación de informar, se considera que está usurpando el imamato. El imam, por su parte, debe supervisar las acciones del vizir y su manejo de los asuntos, ratificar las decisiones correctas y corregir las que no lo son.4 Otros aspectos en que el vizirato se distingue del imamato son las siguientes: el vizir no puede designar un sucesor para su cargo; el imam tiene el derecho de solicitar permiso a la umma para renunciar a su cargo, pero el vizir no puede hacerlo; el imam tiene el derecho de remover a las personas establecidas por el vizir en algún puesto, pero el vizir no tiene permitido remover a las nombradas por el imam.5

Como se ha mencionado, al momento de formular la cuestión del emirato, al-Mawardi ubica éste en las provincias. Aquí la distinción se hará entre el emirato libremente asignado por el califa y el de conquista, que se pacta en tiempos de circunstancias irresistibles.

El emirato libremente asignado se instituye cuando el califa delega la responsabilidad de una provincia o ciudad determinada a una persona, de modo que ésta sume una responsabilidad general sobre ese territorio y tareas específicas de acuerdo con esa responsabilidad. Al-Mawardi define siete asuntos de los que debe encargarse el emir: 1) la organización de las fuerzas armadas; 2) la aplicación de la ley y el nombramiento de jueces y magistrados que se encarguen de ello; 3)la recolección de los impuestos y su distribución entre los que tienen derecho a ellos; 4) proteger la religión; 5) verificar que se cumplan los castigos establecidos por la ley religiosa; 6) encabezar las reuniones y oraciones del viernes; 7) verificar que las personas que deseen acogerse a la protección del islam puedan acceder a su territorio; en caso de que su provincia sea un territorio fronterizo, tendrá que encargarse de presentar guerra al enemigo.6 Las condiciones que se deben cumplir para la institución del emirato libremente asignado son básicamente las mismas que en el caso del vizirato.

El emirato de conquista, por su parte, es definido por nuestro jurista en los siguientes términos:

El emirato de conquista, que se concede en circunstancias coercitivas, ocurre cuando un jefe toma posesión de un país por la fuerza y el califa le inviste con el emirato, le otorga la autoridad para ordenar y dirigir el país; de esta manera. De esta manera el emir, aunque actúa despóticamente al dirigir y gobernar el país en virtud de la conquista, obtiene una sanción legal gracias a la autorización concedida por el califa. De esta manera un estado de cosas defectuoso en uno correcto, uno que está prohibido en uno legalmente permitido. Aunque esta práctica se aparta, en sus leyes y condiciones, de lo establecido en los nombramientos normales, protege las leyes de la sharia y mantiene los preceptos de la religión, a los que no se puede permitir degenerar debido al desorden o debilitarse por la corrupción. Esto está permitido en los casos de conquista y circunstancias irresistibles, pero no en el caso de que exista un candidato adecuado que pueda ser electo libremente, debido a la diferencia que existe entre la posibilidad de actuar libremente y la incapacidad para hacerlo.7

En el momento en que el conquistador es nombrado emir, adquiere obligaciones, que comparte con el califa: 1) proteger el imamato; 2 ) obediencia a la religión, lo que niega la posibilidad de rebeldía o un comportamiento rebelde por parte del emir; 3) observar un comportamiento amistoso y de muta asistencia; 4) garantizar que se cumplan los contratos realizados o pactados por las autoridades gubernamentales así como aquellos sancionados por la religión; 5) la recepción de los impuestos prescritos por la ley revelada y su buen manejo; 6) verificar el cumplimiento de los castigos establecidos por la ley religiosa; 7) el emir tiene que proteger escrupulosamente la religión.

Con el cumplimiento de estos deberes, los derechos y obligaciones del imamato y el reinado de ley en la umma se mantiene. Es por estas leyes que e nombramiento del emir es legítimo y su poder es obedecido legítimamente. Incluso si no se hace libremente, el califa debe anunciar su nombramiento como una manera de invitarlo a la obediencia y de prevenir un comportamiento rebelde de su parte. De esta manera, dice al-Mawardi, la autoridad nominal está garantizada al conquistador, mientras que el poder ejecutivo sigue en manos del califa, y el emir sólo lo ejerce como representante del mismo.

Ahora que hemos hecho el recorrido de las aituaciones normales y las anómalas que se pueden presentar al imamato, es posible llamar la atención sobre algunos aspectos de la propuesta de al-Mawardi y extraer algunas enseñanzas de allí. De esto me ocuparé en la siguiente entrada.

1Además de estas dos figuras se encuentran también aquellas que tienen autoridad sobre algún asunto particular en todas las provinicas (como el juez supremo o el comandante de las fuerzas armadas) y aquellos que poseen una autoridad particular en una región particular también (como el juez de una ciudad o el colector de impuestos de la misma). Las figuras de los dos últimos tipos no serán objeto de análisis aquí, mientras que el vizirato será examinado a grandes rasgos,

2Íbid., p. 37

3Ídem.

4Íbid., p. 41

5Ídem. Para el caso del vizirato ejecutivo se harán más especificaciones sobre los atributos que debe poseer quien ocupe el puesto. Pero en cualquier caso, su autoridad es menor que la del vizirato de delegación, puesto su función es exclusivamente verificar que se cumplan las disposiciones califales, de modo que no puede, por ejemplo, hacer nombramientos o revocar personas de sus puestos por cuenta propia.

6Íbid., p. 48. Junto a este emirato llamado “general” se distinguirá también uno “especial”, cuya diferencia con el primero radica en que el emir nombrado no asume la responsabilidad judicial, la de lo tocante a la jurisprudencia ni a algunos impuestos. Al-Mawardi hará una explicación detallada de las diferencias entre estos dos tipos de emirato, así como de sus similitudes y los protocolos necesarios para los nombramientos. Sin embargo, dado que ambos emiratos son concedidos libremente por el califa, no considero necesario dar seguimiento detallado a los planteamientos de al-Mawardi en estos puntos.

7Íbid., pp. 53-54

al-Mawardi revisitado (parte 3-la deposición del imam)

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Se han visto ya las condiciones que al-Mawardi postula en al-Ahkam al-Sultaniyyah para que alguien pueda aspirar a ser imam, las que se deben cumplir para su designación y cuáles son sus deberes. Corresponde ahora examinar razones por las que un imam podría ser apartado del cargo.

Éstas razones son englobadas en dos grandes grupos: 1) faltas a la decencia; y 2) deficiencias físicas. Las primeras son definidas como desviaciones moral que pueden constituir tanto en la realización de acciones reprobables,producto del deseo, como en una desviación en la interpretación del credo, de modo que sea contraria a la verdad.1 Las segundas pueden tratarse de una deficiencia mental o física: una pérdida de capacidades intelectuales que impida a la persona seguir ejerciendo el imamato o alguna deficiencia física que le impida realizar plenamente las actividades propias del mismo.2

Hay otras dos cosas que al-Mawardi considera como impedimentos o deficiencias en la capacidad de acción del imam, por las cuales podría ser depuesto de manera legitima y merecen un interés mayor: el control y la coerción por parte de otros.

El primero se da cuando alguien del mismo séquito del gobernante adquiere mayor autoridad que él y gobierna sin aceptar desobediencias ni actos de oposición. Sorprendentemente, en principio esto no se considerará como razón suficiente para revocar del imamato a la persona que lo ocupa, y se afirma además que no perjudica la validez de su gobierno.3 En estos casos las acciones de la persona que ha tomado el control tienen que ser investigadas: si son acordes con la religión y sus mandatos, así como con los requerimientos de la justicia, entonces se puede permitir que la situación continúe; si estos mandatos no se observan y la umma se corrompe, el imam debe buscar la ayuda de alguien más con el fin de poner fin al control que lo sujeta.4

El caso de la coerción es parecido. Se trata del caso en que el imam se vuelve cautivo de una fuerza enemiga de la que no puede liberarse. Cuando esto sucede e imam no puede encargarse de examinar y guiar los asuntos de los musulmanes, entonces el contrato por el que accedió al imamato queda anulado y la comunidad tiene que buscar a otra persona que ocupe el puesto. Pero esto no se puede hacer sin que la comunidad intente rescatarlo previamente y mientras haya esperanzas de que sea liberado. Esto aplica tanto si los enemigos que lo han capturado son enemigos del islam o musulmanes rebeldes.5

Sólo hay un caso en que a pesar de estar cautivo y sin esperanza de liberación, un hombre puede conservar el imamato: cuando es capturado por musulmanes rebeldes que no tienen un imam, de modo que reina el caos. Esto se debe a que el juramento de lealtad obliga también a los musulmanes rebeldes. Se puede decir que aunque impedido y apresado por ellos de facto, sin embargo conserva su autoridad sobre ellos de iure. 6

Pero si los rebeldes han elegido a un imam por su cuenta y han jurado lealtad a él, entonces el capturado queda excluido del imamato en cuanto no quedan esperanzas de liberarlo, pues los rebeldes han abandonado toda obediencia a él y en el territorio ocupado por ellos rigen reglas diferentes a las de la comunidad. Las personas leales al capturado no pueden esperar que él los asista, ya no tiene poder alguno de modo que deben elegir un nuevo gobernante.

Todos estos planteamientos parecen preparar el camino para la distinción que será llevada a cabo más adelante entre el emirato general libremente asignado y el emirato de conquista. Y también es posible asociar algunos de ellos con la situación particular del momento. El caso del califa controlado puede verse por un lado como un reconocimiento de situaciones que se habían presentado ya en la historia de la dinastía abbasí en que algún miembro de la familia o de la corte y no el califa era el que en realidad ejercía el control del imperio.7

El postulado de que el califa debe buscar a quien le ayude a oponerse a quien lo controla, cuando la ley es infringida, se puede ver como una justificación de las posibles negociaciones de los abbasíes con los selyúcidas para buscar su apoyo en contra de los buyíes que, musulmanes y todo, eran sííes.

Además, el último caso contemplado cuando se trata el asunto de la coerción, también parece estar formulado de manera en que se pueda aplicar al caso de la toma del control imperial por parte de los buyíes. Sería un tanto aventurado asegurar que efectivamente no tenían un líder bien definido al que fueran leales al momento de tomar Bagdag, de modo que el caos amenazara el imperio debido a ello. Pero es indudable que la posibilidad de afirmar que esto era así, de manipular la visión sobre lo que había ocurrido y cómo en ese momento, para hacer que así pareciera, era indudablemente útil para las pretensiones de reafirmar la necesidad de mantener al califa abbasí en su sitio y de reafirmar su supremacía.

Aunque tal vez lo más importante en estos puntos es el hecho de que se hace evidente que no se exige una lealtad a ultranza de la comunidad al imam. Lo más importante, lo que tiene prioridad, sin importar quién ejerce realmente el poder o tiene la capacidad para hacerlo es el cumplimiento de la ley revelada. Ante el poder de las personas se distingue el poder político-moral de la religión, único irrenunciable. Esta idea que está de fondo se reafirmará con mayor fuerza cuando se trate el caso de los emiratos. Al que conviene dirigirnos ahora.

1 al-Ahkam al-Sultaniyyah, p. 30

2Pérdida de la vista, del oído, del habla, pérdida de las manos o de las piernas o una pérdida de movilidad que le impida actuar. Íbid., p. 31-33

3Aunque esto resulta comprensible si se considera que, a fin de cuentas, el imamato es considerado aquí como una institución que se impone para garantizar e cumplimiento de la ley revelada.

4Íbid., p. 34

5Ídem.

6Íbid., p. 35

7 Durante el califato de Mutamid (870-892), por ejemplo, quien realmente ejerció el poder durante la mayor parte de su periodo de gobierno fue su hermano Muwaffaq

Se han visto ya las condiciones que al-Mawardi postula en al-Ahkam al-Sultaniyyah sobre par que alguien pueda aspirar a ser imam, las que se deben cumplir para su designación y cuáles son sus deberes. Corresponde ahora examinar razones por las que un imam podría ser apartado del cargo.

Éstas razones son englobadas en dos grandes grupos: 1) faltasa la decencia; y 2) deficiencias físicas. Las primerasson definidas como desviaciones moral que pueden constituir tanto en la realización de acciones reprobables,producto del deseo, como en una desviación en la interpretación del credo, de modo que sea contraria a la verdad.1 Las segundas pueden tratarse de una deficiencia mental o física: una pérdida de capacidades intelectuales que impida a la persona seguir ejerciendo el imamato o alguna deficiencia física que le impida realizar plenamente las actividades propias del mismo.2

Hay otras dos cosas que al-Mawardi considera como impedimentos o deficiencias en la capacidad de acción del imam, por las cuales podría ser depuesto de manera legitima y merecen un interés mayor:el control y la coerción por parte de otros.

El primero se da cuando alguien del mismo séquito del gobernante adquiere mayor autoridad que él y gobierna sin aceptar desobediencias ni actos de oposición. Sorprendentemente,en principio esto no se considerará como razón suficiente para revocar del imamato a la persona que lo ocupa, y se afirma además que no perjudica la validez de su gobierno.3 En estos casos las acciones de la persona que ha tomado el control tienen que ser investigadas: si son acordes con la religión y sus mandatos, así como con los requerimientos de la justicia, entonces se puede permitir que la situación continúe; si estos mandatos no se observan y la umma se corrompe, el imam debe buscar la ayuda de alguien más con el fin de poner fin al control que lo sujeta.4

El caso de la coerción es parecido. Se trata del caso en que el imam se vuelve cautivo de una fuerza enemiga de la que no puede liberarse. Cuando esto sucede e imam no puede encargarse de examinar y guiar los asuntos de los musulmanes, entonces el contrato por el que accedió al imamato queda anulado y la comunidad tiene que buscar a otra persona que ocupe el puesto. Pero esto no se puede hacer sin que la comunidad intente rescatarlo previamente y mientras haya esperanzas de que sea liberado. Esto aplica tanto si los enemigos que lo han capturado son enemigos del islam o musulmanes rebeldes.5

Sólo hay un caso en que a pesar de estar cautivo y sin esperanza de liberación, un hombre puede conservar el imamato: cuando es capturado por musulmanes rebeldes que no tienen un imam, de modo que reina el caos. Esto se debe a que el juramento de lealtad obliga también a los musulmanes rebeldes. Se puede decir que aunque impedido y apresado por ellos de facto, sin embargo conserva su autoridad sobre ellos de iure. 6

Pero si los rebeldes han elegido a un imam por su cuenta y han jurado lealtad a él, entonces el capturado queda excluido del imamato en cuanto no quedan esperanzas de liberarlo, pues los rebeldes han abandonado toda obediencia a él y en el territorio ocupado por ellos rigen reglas diferentes a las de la comunidad. Las personas leales al capturado no pueden esperar que él los asista, ya no tiene poder alguno de modo que deben elegir un nuevo gobernante.

Todos estos planteamientos parecen preparar el camino para la distinción que será llevada a cabo más adelante entre el emirato general libremente asignado y el emirato de conquista. Y también es posible asociar algunos de ellos con la situación particular del momento. El caso del califa controlado puede verse por un lado como un reconocimiento de situaciones que se habían presentado ya en la historia de la dinastía abbasí en que algún miembro de la familia o de la corte y no el califa era el que en realidad ejercía el control del imperio.7

El postulado de que el califa debe buscar a quien le ayude a oponerse a quien lo controla, cuando la ley es infringida, se puede ver como una justificación de las posibles negociaciones de los abbasíes con los selyúcidas para buscar su apoyo en contra de los buyíes que, musulmanes y todo, eran sííes.

Además, el último caso contemplado cuando se trata el asunto de la coerción, también parece estar formulado de manera en que se pueda aplicar al caso de la toma del control imperial por parte de los buyíes. Sería un tanto aventurado asegurar que efectivamente no tenían un líder bien definido al que fueran leales al momento de tomar Bagdag, de modo que el caos amenazara el imperio debido a ello. Pero es indudable que la posibilidad de afirmar que esto era así, de manipular la visión sobre lo que había ocurrido y cómo en ese momento, para hacer que así pareciera, era indudablemente útil para las pretensiones de reafirmar la necesidad de mantener al califa abbasí en su sitio y de reafirmar su supremacía.

Aunque tal vez lo más importante en estos puntos es el hecho de que se hace evidente que no se exige una lealtad a ultranza de la comunidad al imam. Lo más importante, lo que tiene prioridad, sin importar quién ejerce realmente el poder o tiene la capacidad para hacerlo es el cumplimiento de la ley revelada. Ante el poder de las personas se distingue el poder político-moral de la religión, único irrenunciable. Esta idea que está de fondo se reafirmará con mayor fuerza cuando se trate el caso de los emiratos. Al que conviene dirigirnos ahora.

1Íbid., p. 30

2Pérdida de la vista, del oído, del habla, pérdida de las manos o de las piernas o una pérdida de movilidad que le impida actuar. Íbid., p. 31-33

3Aunque esto resulta comprensible si se considera que, a fin de cuentas, el imamato es considerado aquí como una institución que se impone para garantizar e cumplimiento de la ley revelada.

4Íbid., p. 34

5Ídem.

6Íbid., p. 35

7 Durante el califato de Mutamid (870-892), por ejemplo, quien realmente ejerció el poder durante la mayor parte de su periodo de gobierno fue su hermano Muwaffaq