Ayer, A. J. (1982) Parte de mi vida. trad. Alvaro Delgado Dial. Madrid: Alianza Editorial.
Preludio
La historia de cada libro en cuanto objeto material singular con volumen, peso y características editoriales específicas que lo convierten en un ejemplar de cierto tiraje, es algo que aún está en proceso de ser contado. Como en el Aleph, podemos encontrar en nuestro desván o en alguna cornisa reclamada por el polvo la vida misma de alguno de esos ejemplares que al ser interrogado apenas podría comenzar a presentar retazos de una historia, balbuceante alusión al flujo de años o décadas cuyo vertiginoso despliegue por andamios humanos dispuso ese libro particular en nuestras manos, a salvo del olvido y de los molinos industriales donde grandes tirajes han sido devueltos al estado primordial que permitirá a otros designios tomar cuerpo. Éste ejemplar que ha sobrevivido a guerras y otras catástrofes, a amores y desamores, a defunciones y herencias dilapidadas[1], postula con su mera presencia el milagro que la ciencia ordena en relaciones causales, que la narrativa trágica enmarca como destino, y que entre tantas otras denominaciones y rutas explicativas podemos convencionalmente llamar como el encantamiento de lo afín. Da lo mismo —para los fines de esta fábula— si es a través de una biblioteca pública en una ciudad del sur del país, de un remate en un conglomerado transnacional —de esos que desconocen el catálogo que han fagocitado de librerías más pequeñas y que pierden la cuenta de algún que otro variopinto ejemplar que resiste a la mudanza de las modas y los tiempos— , de una librería de viejo o de una sucesión intestamentaría —en la que los libros pueden ser el menos codiciado a la vez que el más apreciado de los tesoros—, al final, el libro lo elige tanto a uno como uno lo elige a el de entre la multitud de formas que despliegan un sonriente eros literario en anaqueles, repisas y montículos: el deseo por el conocimiento de sus profundidades
muero porque no muero/ salí tras ti, clamando, y eras ido.
I
Gratos son los recuerdos de mi paso por la facultad de Filosofía y Letras. Gratos también los momentos que pasé visitando su biblioteca, esperando ser atraído por alguno de los volúmenes que albergaba en su lecho. Como el flujo de las aguas del rio que conduce siempre otras aguas, el recorrido por los pasillos inventariados al uso de técnicas bibliotecológicas a la altura del siglo, me devolvía una experiencia parecida a la de divagar por la ciudad, en la que las psicogeografías y temperamentos que habitan esos causes se van haciendo manifiestas de maneras impredecibles e incluso caprichosas. Así descubrí por vez primera la escritura de Fanón y su crítica al núcleo colonial/racial del siglo XX elaborada en Los condenados de la tierra, así también encontré extraño placer en los volúmenes que Lactancio dedica a hablar de las terribles muertes de los emperadores que persiguieron a los primeros cristianos. Así también descubrí el gusto por las obras teatrales de Ionesco y por la irredimible ‘patafísica de Alfred Jarry, así encontré por primera vez la compilación de Ayer sobre El positivismo lógico.
Si algo tengo claro de esas exploraciones es que la biblioteca ha tenido un gran influjo formativo en mi manera de conocer y aprender. Con el paso de los años, he mantenido el gusto por visitar las bibliotecas de las ciudades donde vivo (Ciudad de México, Tijuana, San Cristóbal de las Casas), y actualizo la paciencia cultivada recorriendo anaqueles cuando exploro las mesas en las ferias de libros usados, donde la sobrevida de folios, volúmenes y empastados, resurge de entre el polvo y el ya mencionado olvido. Hay una locación en especial donde los hallazgos han sido más que afortunados: la feria del libro de San Cristóbal de las Casas. Esta feria se coloca, para quienes conocieron la ciudad antes de la construcción del Andador Guadalupano, en el antiguo local del Mayoreo de San Cristóbal de Don Sixto González, pequeño supermercado de gran éxito que fue mermando en ventas tras la apertura de las grandes cadenas de autoservicio y de las plazas comerciales. El local se encuentra actualmente en una locación de mucha plusvalía en el centro de la ciudad, donde las rentas anuales son millonarias. Sin embargo, el espacio —que no ha sido ocupado por otros negocios o giros lucrativos— permanece cerrado varios meses al año, para disponerse a la Feria que se ha vuelto una invitada regular a la ciudad y reaparece en temporadas vacacionales durante semanas, para refrescar la oferta de libros nuevos, usados y de ocasión, así como de discos compactos y vinilos que encuentran nuevos caminos por la ciudad.
II
Buscando entre los libros ofertados a tres por cincuenta pesos durante la reedición de la Feria del libro de San Cristóbal de finales de 2024, me encontré con el libro de A.J. Ayer Parte de mi vida. Al revisarlo, lejos de un tratado de filosofía de la ciencia, filosofía del conocimiento, lógica o epistemología, descubrí una novela autobiográfica, algo que no esperaba encontrar en la obra de Ayer. La portada presenta al autor en una pose reflexiva en un estudio o biblioteca, con un alto contraste de luces y sombras, y en una imagen difusa y barrida que lleva a imaginar el movimiento de la cámara al momento de capturar el retrato. Esta portada me pareció un rasgo creativo atractivo, distante al recuerdo de la protocolaria puesta en discurso del positivismo lógico de Ayer que conservo difusamente de mi tiempo en la Universidad. Al hojear el libro encontré algunos pasajes que traían a mi memoria la lectura de En busca del tiempo perdido de Proust o de Las palabras de Sartre —no es un dato menor que gran parte de la experiencia vital de Ayer transita por Francia y la Suiza francesa, de manera decisiva y latente— y decidí comprarlo, junto al folleto de un festival de música contemporánea y un tratado de teología política.
La lectura me tomó entre diciembre y febrero, guiado gustosamente por el impulso Ayer de relatar el origen de su familia, los años decisivos de infancia —como su paso formativo por el Eton College en calidad de Becario del Rey, relato que me hizo notar que mucho del atractivo que generan historias como Harry Potter, proviene de esos entornos escolares y no de una inspiración literaria original—, su formación intelectual en Oxford, su vida matrimonial y política —y aquí también descubrí un tópico que no había reflexionado con anterioridad: el posicionamiento político de los filósofos “positivistas” adscritos al Círculo de Viena sobre lo cual habrá ocasión para profundizar en otra ocasión—, y su compleja trayectoria académica interrumpida por la Segunda Guerra Mundial —durante la cual participó en grupos de inteligencia militar en Estados Unidos, Argelia y Francia— y marcada por el impacto de la publicación de Lenguaje, verdad y lógica. Estos sucesos organizados en capítulos, recorren los primeros 36 años de la vida de Alfred Jules Ayer, y concluye con su incorporación como Catedrático a la Universidad de Londres. Con el tiempo descubrí que este hábito del autor por reflexionar y recapitular narrativamente su vida, no fue una empresa aislada, sino, parte constitutiva de su propia reflexión y aprendizaje, trazada en diarios y en un segundo volumen autobiográfico titulado More of My life (1984) publicado cuando el autor tenía 73 años —y del cual, no hay traducción al español—.
III
Tomando en cuenta la naturaleza autobiográfica del texto y los temas que recorre, es posible explorar la manera en que el autor de esas páginas vivió la Segunda Guerra Mundial, las decisiones que tomó, el papel que asumió en ese proceso. Una primera respuesta, articulada a partir de la diégesis que plantea la obra, sería la de “Hacerse soldado”, nombre del antepenúltimo capítulo —que curiosamente no aparece mencionado en el índice— intercalado entre “Viajes y amigos” y “Más capa que espada” —centrado en sus labores de inteligencia en tres distintos continentes— al cual sucede el último titulado “Retorno a la filosofía”, como si la guerra fuera la necesaria puesta en suspenso de la actividad filosófica, dirigida la atención a fines más apremiantes.
De acuerdo con Ayer, para finales de la década de 1930 la Guerra parecía ser algo inminente pero inesperado, sin fecha ni momento claro de irrupción. Al inicio de la contienda enlistarse era obligatorio, con la salvedad de los profesores universitarios y otras profesiones que podían quedar exentas; sin embargo, como menciona el autor, existía un deseo de participar activamente en la guerra, lo que lo llevó a enlistarse en el Brigade of Guards donde el proceso era más permisivo y donde ocultó su profesión para evitar trámites burocráticos relativos a la excención de que gozaba como profesor universitario. Además de relatar el encuentro con otros profesores que optaron por unirse al ejército la historia va incorporando, como en notas de un viaje, su paso por distintos regimientos, la desventaja comparativa que tenía en las pruebas físicas y técnicas con los militares de carrera y con otros civiles cuya actividad cotidiana requería mayor pericia manual y condición física que la exigida a los profesor universitarios de lógica, y su final incorporación al servicio de Inteligencia para labores de espionaje y contraespionaje, remitidos al trabajo en oficina y a la redacción de informes. Así mismo, intercala con asiduo humor inglés algunas experiencias ajenas a la vida militar y centradas en las ciudades que recorrió durante estos años. El final “Retorno a la filosofía” da por tanto cuenta de la reincorporación a la vida académica universitaria, a la inserción laboral y a los concursos por una cátedra universitaria que terminan signando el éxito institucional de la carrera filosófica de A.J. Ayer.
Una segunda respuesta a la cuestión central que nos atañe en este texto —¿Qué hace un filósofo en tiempos de Guerra?— nos lleva a plantearnos en principio si realmente Ayer dejó la filosofía, aparcando su ejercicio lógico y técnico, su reflexividad crítica y analítica; o si más bien los intereses académicos universitarios dieron paso por la premura de la circunstancias —lo intempestivo— a una filosofía aplicada no sólo a las labores de espionaje y contraespionaje como parte de un servicio a su Estado-nación —un imperio en proceso de desmantelamiento—, sino a una labor más personal, didáctica y vital, relacionada con la necesidad de narrar y ser narrado, pues ¿Qué llevó a Ayer a contar y publicar parte de su vida a los 36 años? Es posible hipotetizar cierto influjo de un ejercicio de autoconocimiento y la necesidad de dar cuenta de sí detonada en parte por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, esa gran guerra que tan profundas grietas ha impreso en la historia y cuya inercia vivimos en el trazado geopolítico actual. También es posible hipotetizar el necesario examen filosófico que surge al poner en palabra la propia conciencia —y que resulta una mediación sobremanera importante para el propio análisis del lenguaje—. Es en este segundo sentido que me atrevo a afirmar que, si la filosofía llegó a ponerse en suspenso para Ayer durante este ejercicio literario, fue para narrar su presente y salvar del olvido una de las cuestiones fundacionales del propio ejercicio filosófico: la pregunta por la vida humana y por la propia vida, el ethos que declara la máxima délfica conócete a ti mismo.
Coda
“Tenía bastantes años para caer en cuenta de que no era filosóficamente <<un Hamlet, ni a tal alcanzaba mi destino>>, pudiendo si acaso descollar un poco por encima de los <<nobles consortes>>. A otros compete la estimación de lo que desde entonces he conseguido; a fe mía, sin embargo, que me daría por más que satisfecho si resultara ser a Russell lo que Horacio fue al príncipe de Dinamarca” (A.J. Ayer, Parte de mi vida, p. 301).

[1] No son pocos los casos registrados donde parte sustancial de una biblioteca obtenida como legado sucesorio ha sido intercambiada por helado, máquinas dactilográficas o por los más diversos enseres electrodomésticos al uso de las manos. También puede referirse el caso complementario, en el que se han hecho inverosímiles dispendios o se han tramitado créditos hipotecarios para acceder a la posesión de un incunable o de un libro de inverificable valía.