En el libro Supervivencia de las luciérnagas, Didi-Huberman realiza un homenaje a las pequeñas resistencias, a esos fuegos diminutos que como las luciérnagas, se encienden discretos, intermitentes, frágiles, opuestos a la noche como pequeños instantes lúcidos. A esa posibilidad de configurar plásticamente la realidad, a través de los momentos discretos de su aparecer, se opone la gran luz, el flujo enceguecedor, que lejos de ser símbolo de la consumación de una promesa de trascendencia, se impone como una afirmación violenta e irrevocable: la de la mirada totalitaria.
Desde ella se instituye un orden policial al mundo, claro y distinto en su gran iluminación sin fisuras. Este no requiere del sometimiento de los cuerpos para lograr su objetivo, le basta entretener la experiencia, incidir en ella a través de un espectáculo capaz de adormecer su capacidad de acción, fundando, como dice Guy Debord, una pura exterioridad vuelta desposeimiento.
El diagnóstico es realizado por Didi-Huberman, retomando lecturas de Pasolini, Benjamin y Agamben. La experiencia se muestra perdida, incomunicable, no sólo por la brecha abierta por la violencia bélica y social, que la extravía en lo inefable de las técnicas reproductivas de aniquilación personal, sino también por la sombra de lo cotidiano, que instituye un esquema senso-motor de preservación de la vida, una ética del trabajo y el esfuerzo que mantiene activo el zoe de la mera vida biológica, sin permitir crear una forma-de-vida habitada por una experiencia significativa.
Contrario a la condena de los sentidos del espectador, embebidos en el consumo de estímulos descartables, de imágenes narcotizantes, la resistencia debe operar como una sobreabundancia difusa, mediante un exceso que aproveche los flujos sensoriales, para mostrarlos en su actividad posible. Emancipar hacia un umbral múltiple e inasible, en lugar de adoctrinar desde el dispositivo central que controla las grandes luminarias.
No se trata entonces, de postular una brecha de conocimientos, entre aquellos capaces de hacer un uso crítico de las imágenes y aquellos inoculados con pasividad e indiferencia, pedagogía que toma al conocimiento como un objeto poseído, más que como una posición desde donde la mirada es dirigida. Lo que falta, la oportunidad aprovechable, se encuentra del lado de las luciérnagas, de la fugacidad de su brillo, de las potencias que con ello manifiestan:
Entre seres que fueran ya siempre en acto, que fueran ya siempre esta o aquella cosa, esta o aquella identidad y en ellas hubieran agotado enteramente su potencia, no podría haber comunidad alguno, sino solo coincidencias y divisiones fractales. (Giorgio Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política, p.19)