La incomunicable comunicabilidad del conocimiento (parte 2)

¿Qué conocemos? ¿Cómo conocemos? ¿Cuáles son las formas socialmente legitimadas de conocimientos? Y más importante aún ¿Qué es el conocimiento y cómo damos cuenta de un conocimiento bien sustentado/fundamentado/verificado? Son algunas de las cuestiones que fueron planteadas en la primera parte de este ensayo y que ahora, como un eco brotando del lontano risco de las horas, se presentan nuevamente para acompañar esta mañana de febrero de 2025. Muchas cosas han cambiado (para que todo permanezca igual, acaso) podríamos reflexionar al momento de rememorar la manera en que diversos eventos de alcance mundial, global y translocal se han venido sucediendo en estos meses (e inclusive 10 cortos años, si remontamos nuestra mirada y reflexión al 2015, cuando la primera entrada en este blog tomó una forma definida para comunicar ciertas inquietudes vitales e intelectuales que albergaba en ese entonces). Muchas cosas han cambiado, podemos proseguir, y la pregunta por el conocimiento sigue vigente, ahí, arrojada al mundo como una cuestión de fundamental importancia (de vital importancia incluso, me atrevo a pensar): tan central como el pan y el agua, como el amor y las montañas, como las palabras y las cosas, como la creación y el impulso vital que nos abreva humanamente aquí, a la altura de nuestras circunstancias, sacudidos en la continuidad de un mundo que lejos de sustentar el fin de la historia y la fragmentación absoluta de los relatos y las subjetividades, nos interpela con entereza y con la fundamental vocación de esclarecimiento.

Muchas cosas han cambiado, incluso el estilo de escritura, la voluntad de escritura, el fuego de la escritura y la intención de una escritura, que nació por el deseo de encontrar una forma de plantear una reseña del libro de Sokal y Bricmont que no fuera sólo una reseña, sino, un espacio abierto a nuevas interrogaciones e interrelaciones textuales y metatextuales. La vida es así, el espacio de una posibilidad que no se asimila a un único flujo o encanto, que se expande en múltiples direcciones y latencias, hasta ser lo que va siendo. Es así que este texto, segunda parte de una reflexión sobre el conocimiento que derivó en un preguntar por la comunicabilidad del conocimiento, se encuentra ahora ante cuestiones que no había integrado en su primera iteración (si se concede a la escritura el devenir que organiza en múltiples concreciones las ideas que habitan desde y con el lenguaje en el plano real de nuestra existencia cotidiana, cotidiana como el fuego y el relato). Y es que si algo se ha fortalecido en estos años es la puesta en entredicho del conocimiento, no sólo por la natural crisis de un pensamiento moderno que le dio sustento durante los recientes siglos y que requiere, como toda forma técnica que instancia nuestro operar sobre el mundo, una nueva actualización. Más peligroso aún, como ha ocurrido en diversas oleados a lo largo de las eras, es ésta puesta en entredicho del conocimiento como fundamento común de nuestro habitar el mundo. Con este no me refiero, como habrá notado el lector o lectora, a los conocimientos particulares que de suyo son contingentes y parcelan áreas específicas de la realidad para comprenderla, reproducirla y transformarla. Me refiero al conocimiento como actividad de producción de realidad, como forma humana de ser y vivir en el mundo, como ethos fundamental de nuestra existencia.

Si la cuestión de la comunicabilidad del conocimiento me llevaba a querer plantear una reflexión sobre la posibilidad de hilvanar conocimiento en común (aunque no unificado, ni homologado, ni esquemáticamente reproducido, ni institucionalmente sancionado) a través de procesos como la traducción, la experiencia estética y la escucha política/poéticamente activa, esta nueva cuestión, la de la puesta en entredicho del conocimiento como ethos y forma activa de producción de realidad, surge en un contexto en el que la nuda comunicabilidad se ha vuelto el impulso rector de la política y de las decisiones humanas. Así, ni las definiciones (conceptuales y categoriales), ni la evidencia científica, ni el acervo de conocimientos que hemos organizado y conservado durante milenios, aparecen en el marco de las grandes y trascendentes decisiones valorativas y políticas de nuestra época. Los intereses y los arcos son otros, la alienación de la mercancía y de la acción humana que produce y transforma el mundo se despliega, mientras el conocimiento cede lugar a la opinión, que no requiere ser validada ni rememorada ni justificada, ya que puede perfectamente ser ciega a lo empírico y sorda a las razones, prosiguiendo su aceptación sin tregua. En consecuencia, las opiniones despojadas de cualquier intento de validación o reflexión, sustentadas en el tropo de la irremisible libertad de expresión, nos relevan a un estado de cosas donde el mero gatillar (pulsación que remite a la gran forma causal del estímulo-respuesta cifrado diegéticamente por la narratología en el esquema situación-acción-situación’) que desencadena por contigüidad una respuesta (material, espiritual o técnica), sustituye al pensar, al organizar, al comprender, al crear. La cuestión es radical, pues se dirige a la raíz misma de nuestra humanidad compartida.

Volver a la raíz, a la cuestión radical de preguntarse por el conocimiento, es entonces una toma de postura estética, ética y política, con la cual dirigirnos al mundo. El conocimiento organiza y fundamenta nuestra acción y nuestro habitar. Está en el origen de la producción del espacio y en el desarrollo y concreción de nuestras diversas potencias en cuanto vivientes que nos damos a nosotros mismos formas-de-vida: donación que nos permite pasar del simple hecho de vivir (zoé) a una forma de vida propia (bíos). Por eso la posibilidad de pensar y poner en práctica la relación entre belleza, verdad y virtud resultan constitutivos de la realidad humana. Por eso la areté se da siempre en relación con la condición humana de estas formas-de-vida que vamos siendo. Reconociendo la centralidad del conocimiento, de la pregunta por su ser y por la manera en qué conocemos, nos pone en camino de atender estas otras cuestiones centrales relativas a la política de la producción de lo común, y al ethos de las potencias humanas. Sobre estas cuestiones se elaborará con más detalles en las siguientes entregas, como parte del archipiélago de utopías en que se va articulando éste blog.

Bravo, una impresión en plata gelatinosa de 1931, captura una disposición en primer plano de herramientas industriales, enmarcada meticulosamente para resaltar sus formas geométricas y texturas. La composición es austera y minimalista, con los tonos contrastantes y las superficies metálicas enfatizando la interacción entre la luz y la sombra. Esta fotografía refleja el ojo maestro de Bravo para la abstracción dentro de objetos ordinarios, transformando elementos utilitarios en una exploración de forma, figura y textura. A través de su lente, estas herramientas se elevan de la mera funcionalidad a un estudio visual de la estética industrial, mostrando la influencia de Bravo en la fotografía modernista mexicana.
Manuel Álvarez Bravo (1931) Instrumental

Primera parte: La incomunicable comunicabilidad del conocimiento (parte 1) | Blog de Arturo Montoya Hernández