Las potencias del cine que deviene imagen-cuerpo:

I. Comentario a Las Letras, de Pablo Chavarría Gutiérrez

Una intuición se va plasmando entre los paisajes boscosos poblados de rostros, de amaneceres, de sonidos, de texturas, de juegos, de movimientos, que evocan el despliegue de una habitación sensoria de lo cinematográfico. No es solamente la evidencia de que los tratamientos convencionales en torno a aquellos cuya voz ha sido silenciada, terminan haciendo réplica de los dispositivos estéticos de reproducción; se trata a su vez del hallazgo de una fuga más allá del encuadre que arroja al interior de un pensamiento sedentario, y del gozo de una imagen afirmándose como presencia en el mundo, cuerpo que remonta el movimiento más taxonómico de la ontología deleuziana del cine, para dejar entrar una imagen-cuerpo concebida desde el vitalismo, como ese mixto orgánico que actualiza una conciencia de la materia entramada en memoria.

Si la apuesta de Las Letras resulta tan evocadora (Recuerdo la frase que hace poco encontré entre la impronta de una conversación de ojos felinos, tomada en vuelo de los versos de Juan Ramón Jiménez, y que escando con el gozo de los descubrimientos: En la gran poesía la oscuridad se aclara por encanto/ no por reflexión), es porque las potencias de lo fílmico (ese material ahora digitalizado en cadenas de información volátil, pero aun sensible a la luz de los adentros, la misma que reverberaría sin cosmos de no ser  por la presencia de una superficie perceptiva que detiene el viaje expansivo para entrañar imagen) reconocen en ella la importancia de una mirada liberada al momento de hacer brotar del aparato su actualización de organismo: ya no la techne de una diégesis empecinada en sobrexponer lo real, para procesar lo visible en visivo o toma de vista, sino la afirmación que proyecta un régimen de lo sensible que no encuentra freno en las entelequias discursivas de lo finalista o lo causal.

Y es que ya no basta afirmar que el aparato estético montado desde el dispositivo cinematográfico es capaz de hacer entrar al espectador a una percepción del movimiento sin centros, o del tiempo reivindicando su soberanía plena en las captaciones de una conciencia. La voluntad que actualiza posibles se aviva entre capas de una membrana deseosa de reconfigurar un devenir tacto en los albores de la experiencia, encontrando hebras que habitan el interior de las tomas, mediante la coloración de posturas capaces de trascender la mera evidencia documental con el ahora de lo abierto: las inmanencias de la imagen devueltas umbral.

Fotograma del trailer de Las Letras

Fotograma del trailer de Las Letras

Filmar las identidades: la memoria de un pueblo

I

En el ensayo Identidad sin persona, presente en el libro Desnudez (Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2011), Giorgio Agamben enuncia con brevedad el giro que ha tomado la construcción de identidades en el orbe contemporáneo. El término central en su análisis es el de persona, que para los romanos hacía referencia a una máscara, la imago del antepasado (su rostro modelado en cera se conservaba en el atrio de la casa familiar) que identificaba a su estirpe como perteneciente de antiguo a la comunidad. Aquellos individuos poseedores de una gens respetable, se investían la dignidad política y la capacidad jurídica del hombre libre, identidad que los distinguía de los esclavos, sin nombre, propiedades ni pasado.

Con el pensamiento moderno, asentado sobre la distinción entre sujeto y objeto, el concepto de personalidad se adoptó como el centro de una noción más compleja, donde la identidad personal se definía además por el rol social y los afectos, siempre cercanos a la máscara metafórica del personaje que cada uno asume al habitar la comunidad. De este modo se agregó a la representación jurídica una caracterización moral, que permitía distinguir entre buenos y malos, así como entre aquellos que asumen su rol sin ningún tipo de reparo y los críticos e inconformes.

Agamben apunta que el gran giro con respecto a las definiciones anteriores se dio en el siglo XIX. En las grandes urbes, donde la gestión de la seguridad se hizo indispensable, surgió la inquietud por crear un sistema para identificar a los “delincuentes habituales”. Los meros conceptos de persona y personalidad no ofrecían parámetros objetivos para esta labor, por lo que se adoptaron otros medios: En Francia Alphonse Bertillon implementó un método antropométrico y de fotografía de filiación (se medían y fotografiaban el cráneo, los brazos, los dedos de las manos y los pies), que tiempo después fue complementado con el sistema de clasificación de huellas digitales ideado por Francis Galton.

Desde entonces la construcción de identidades por parte de los Estados, ha ido pasando del ámbito de la persona al de las variables biométricas (ADN, fotografías, huellas dactilares, iris), que asientan la idea de una constitución tipo para discernir entre los miembros de la comunidad (es curioso como un método ideado en principio con fines penitenciarios y carcelarios, se extendió al registro general de la población). Con esto no solo se fomentan distinciones raciales y físicas para distribuir roles sociales, también los registros van sustituyendo a las personas; los documentos se vuelven suplemento de otras identidades posibles, remitiendo a los sujetos a los circuitos de verificación burocrática donde se regate su existencia.

Por eso los cuerpos del inmigrante ilegal, del exiliado, de las minorías raciales o de los arrojados a la periferia de la pobreza, son tan incómodos. Se trata de los sin-papeles, sin registro, de aquellos cuya mera presencia testimonia la exclusión y la crítica posible a las identidades gestionadas desde los centros. Al no contar con identidades reconocidas, sus vidas son tomadas como vidas desnudas, fuera de cuenta. El gran dispositivo de los nacionalismos, ha operado siempre la distinción entre grupos humanos, separando jerarquías y dignidades que se defienden con violencia, para acrecentar la ventaja de lo propio. Desde esta perspectiva discernir entre aquellos que participan de la comunidad y aquellos que no tienen parte, se vuelve una tarea básica.

II

El presente se muestra biopolítio hasta en sus trazos más simples. Los espacios se van disponiendo teniendo en mente, tanto a los cuerpos que tendrán lugar en ellos, como a sus representaciones. Opera así, en lo sutil, una biopolítica del aspecto humano, montada sobre la mirada clínica [Foucault (1963) en Didi-Huberman, Cuerpos expuestos, cuerpos figurantes]:

La mirada clínica tiene la paradójica propiedad de escuchar un lenguaje en el momento en que percibe un espectáculo. […] Una mirada que escucha y una mirada que habla: la experiencia clínica representa un momento de equilibrio entre la palabra y el espectáculo. Equilibrio precario, porque se basa en un formidable postulado: que todo lo visible es enunciable y que es visible en su totalidad porque es enunciable en su totalidad. […] [Pero] la reversibilidad sin residuo de lo visible en lo enunciable ha quedado en la clínica más como una exigencia y un límite que como un principio originario. La descriptibilidad total es un horizonte presente y remoto; es el sueño de un pensamiento, mucho más que una estructura conceptual básica.

Pienso en las fotografías de los refugiados de la guerra civil en Siria, en la difusión de las notas sobre una desgracia humanitaria iniciada en el 2011, que se hace conocida globalmente ahora, cuando roza territorio europeo. La reacción de la opinión pública empieza y termina ahí, en una franja de lo visible siempre precaria. El figurar ante las cámaras no los ha vuelto más humanos, sino más imagen, más espectáculo: sobrexpuestos como están también se oculta su realidad.

El proceso activado es el de una ingeniería emocional, consciente de cómo los grandes reflectores y luminarias producen ceguera con su exceso de luz. La experiencia impuesta sobre su imagen es la del desamparado, la del sin medios. Ese anonimato de la carencia es sobreimpreso por los videos de la recepción que reciben los refugiados en Alemania, entra aplausos y fiesta. Es la imagen especular, el envés capaz de cerrar la narrativa: Europa los recibe con los brazos abiertos. Para las buenas conciencias el acto benéfico se ha consumado, y así la existencia de quienes llegan a países desconocidos, huyendo de la violencia desatada en la tierra donde dejaron sus vidas, se sume de nuevo entre sombras.

Los cuerpos de comunidades enteras, despojadas de una visión que entienda su ahora como un proceso habitado de tiempo, es solo capaz de representar el peligro del desorden, de lo político que contraviene el orden social de las democracias contemporáneas, diría Rancière. Los refugiados pierden rasgos de individualidad (y cuando la obtienen es en un registro melodramático); son uniformados a través del encuadre, que expone intervalos objetivables, clisches impermeables a la mirada crítica. Se simplifica la representación para tener una vista homogénea, propia del catálogo de la Cultura que sabe tomar distancia de la Barbarie.

La mera presencia mediatizada de cuerpos que no cumplen con los estándares de identidad, no basta. Además de abrir los circuitos de transmisión es indispensable modificar la recepción, el modo en que las imágenes son retomadas por la vida. Para ello se necesitan distintas narrativas y distintos usos de la luz: matizada, múltiple, plural, capaz de acentuar los rasgos heterogéneos y únicos, que devuelven nitidez a los rasgos personales, a las historias.

III

Una última imagen. Un hombre y una mujer ancianos ingresan a un paisaje de niebla, mientras, sobre una pequeña plataforma rectangular, navegan el mar en calma. Encuadre final de la película Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984) de Theo Angelopoulus. Se enmarca con esa secuencia a cámara fija, leve, la imposibilidad de un desenlace para la historia de Spyros, quien tras un exilio de tres décadas vuelve a Grecia; atrás queda, siempre fuera de cuadro (rememorada con brevedad en la austeridad de una casa de campo), aquella otra vida, la de su estancia en Rusia. Recuadro disuelto y lejano de una narración silenciada, en un cuerpo envejecido de sus potencias que además encuentra borrados los signos autónomos de una identidad, pues depende del recuerdo de la gente cercana para lograr reconocimiento.

Así se evidencia una vida abordada por fracturas, por dilataciones temporales que no dejan lugar a una visión nítida. Esa niebla que persiste a lo largo de la película, como lluvia o cielo nublado, es la de la sobrevivencia de un pasado, testificado por los gestos presentes y las ausencias impronunciables. El hombre flota por los lugares sin ser capaz de condensarse en ellos. Ni en la ciudad, donde el festejo por su regreso se interrumpe abruptamente cuando decide marcharse a media comida para hospedarse en un motel (y la duda emerge, ¿qué otro pasado callado se representa en esa decisión?), ni en la aldea (dónde vivió hasta su desaparición, a la que encuentra seca y abandonada.

Los habitantes del caserío han decidido vender sus tierras a una compañía hotelera. Spyros, surgido de su ausencia, decide no vender, esperando quizás encontrar sentido, recobrar el tiempo agotado, a fuerza de terquedad. Pero algo profundo se ha perdido en él, sin registro, ni identificaciones, ni nacionalidad, ni tan siquiera memoria actualizable, sus elecciones conducen a un vacío.

A pesar de los límites impuestos por lo social, su presencia es lo suficientemente incómoda como para cancelar el trato (los grandes capitales no arriesgan ante aquel que exige participar del reparto de lo sensible), pero al mismo tiempo motiva la persecución en su contra. Se le acusa de no poseer patria, por lo cual es devuelto explícitamente al umbral que nunca abandonó: no puede permanecer en el país, debe ser deportado a cualquier parte, de preferencia a un no lugar. Ante la incapacidad de embarcarlo en alguna nave que le de asilo, las autoridades lo ponen a flote en un islote artificial, para mantenerlo en aguas internacionales. No hay regreso posible, solo deriva, ausencia. Así, lejos de tierra, es entregado al mar. La lluvia lo cubre, enmudecido. Su esposa, quien había esperado por él desde la huida que evitó su condena bajo la ley marcial, decide acompañarlo. Quizás en ella esté la única posibilidad de recobrar una memoria, de trazar una línea, pero la mujer es fiel a su esposo hasta en la desmemoria.

El personaje que articula todo el relato es Alexandros, hijo de Spyros, quien gira en torno al protagonista como testigo. Su presencia es siempre visiva, de pura contemplación. Se deja saber, con algunos guiños, que es director de cine. El acompañamiento que hace de su padre resulta muy parecido al intento de atrapar a un fantasma a través de la luz. Su mirada filma, y poco más; su acción se reduce a la mera gravitación en torno a la figura de Spyros, quien camina por lugares donde los cuerpos son incapaces de imprimirse en el espacio, dejando en la sensibilidad del film el único vestigio posible.

En esta fábula se revierte la dificultad esencial de filmar a los pueblos. Siempre se corre el riesgo de hacer dogmática o propaganda, de dibujar perfiles chatos, de caer en la ficción más desgarrada o en la loa más pobre. Angelopolus parece encontrar un ancla: filmar las identidades por su ausencia presente, usar, en lugar de las palabras, una imagen expresiva hasta el gesto. El pueblo que falta no es el de una esencia perdida, es el de un quehacer plástico, que está aún por inventarse, por darse voz y cuerpo en un proceso continuo.

Taxidi sta Kythira

Taxidi sta Kythira, 1984