Utopía y educación. Reflexiones sueltas sobre la formación docente

Han pasado varios meses desde la más reciente entrada en este blog. En ese momento una reflexión sobre el pensamiento utópico y sus potencias me llevó a formular varias ideas sobre posibles líneas de reflexión al interior de los espacios del CEGE. En el interludio o intermezzo (para evocar una resonancia afín a la manera en que escandimos con deleite las formas musicales) que separa estos dos momentos, he continuado con mi experiencia docente en la educación media superior. Esto me ha permitido plantear espacios de reflexión sobre la educación y los procesos formativos, tanto en los lindes de la educación formal, como en los márgenes desde los cuales el (volver a) pensar las utopías resulta importante. Si bien, mi formación profesional no ha incluido la inmersión exhaustiva en tradiciones pedagógicas, ni el aprendizaje de culturas didácticas tan a la mano de quienes se preparan disciplinalmente para el trabajo docente, mis exploraciones me han permitido, por una parte, comprender la importancia de disponer de repertorios amplios de trabajo en el aula sin descuidar la escucha atenta y los flexibles espacios de diálogo,  y por otra, entregarme laboriosamente, a veces con entusiasmo y otras impulsado más por la necesidades que por el libre arbitrio, al diseño de planeaciones, materiales didácticos y evaluaciones, con los cuales la labor docente encuentra puntos de apoyo suficientes para avanzar sus pormenorizadas tesis.

¿Por qué las utopías siguen teniendo un lugar central en este proceso? Me pregunto, con el interés de quien ha encontrado en mitad de la noche una idea prendida con alfileres del cielo raso. Arriesgando un tiro de dados, respondo que, en la historia del pensamiento utópico, el modo en que el conocimiento se produce y se comunica, resulta central al momento de trazar una reflexión crítica y analítica, no sólo sobre aquellos aspectos que la experiencia social ha mostrado susceptibles de transformación, sino, sobre la manera en que los proyectos allende las utopías, pueden ser trazados en la concreción de una materia-forma al alcance de nuestras manos y de nuestros sueños.

En esta experiencia, he estado pensando desde dos marcos curriculares distintos: uno diseñado por competencias y otro abierto a la transición hacia la llamada Nueva Escuela Mexicana, en el que se abre la oportunidad de formular contenidos curriculares situados y críticos, atento a las posibilidades y límites de los procesos instruccionales y las planeaciones pedagógicas, para lograr una adaptación continua a las necesidades y potencias de las y los estudiantes. Si bien, la experiencia docente en la educación media superior implica enfrentarse a diversos retos, como el cambio tecnológico, la incorporación de los dispositivos digitales como parte central de la identidad de los estudiantes cuya gestión adecuada es indispensable para mediar los procesos de aprendizaje, las influencias culturales diversas, la permeabilidad a las crisis en el consumo de sustancias adictivas (entre las que habría que incluir los alimentos azucarados, las bebidas energéticas  y la comida chatarra, además de las sustancias ilegales) y los efectos de un cambio social que requiere reformular la manera en que nos relacionamos, y en que organizamos y producimos un mundo en común; el reto implica encontrar la motivación y las formas de comunicación efectivas, para que estos procesos sean esclarecidos críticamente por las y los estudiantes, padres y madres de familia, el personal docente, administrativo y de cuidados de la institución, y el circuito ampliado de la comunidad en la que los centros educativos realizan sus funciones.

En este contexto, el pensar las utopías sigue siendo central para organizar un proceso educativo, acorde a los proyectos de transformación social, afectiva y personal, que permitan autonomía crítica y ética en la toma de decisiones de las y los jóvenes, y en la producción crítica de una sociedad que requiere replantear paradigmas y modelos de organización. ¿Por qué las utopías? Porqué junto a los procesos de conformación de modos de organización social, política, cultural, legal y económica, el ejercicio de libertades y autonomía, conforman un espacio de transformación que puede poner en marcha ciertos experimentos mentales y procesos heurísticos que permitan aproximar lo utópico a nuestros espacios cotidianos de acción, enunciación y pensamiento. En este proceso, es central el retomar experiencias del pasado, como las comunidades libertarias que desde el anarquismo (tema que me recuerda a ésta bella reflexión de Jorge Aguas a propósito de la película La Cecilia de Jean-Louis Comolli) han tratado de formar comunidades utópicas, y también los procesos educativos críticos propuestos, por ejemplo, desde los Estudios Culturales Británicos, organizados por fundadores de la Escuela de Birgminham como E.P Thompson, Raymond Williams y Stuart Hall, cuya participación en la educación para adultos de clase trabajadora, abrió un enclave de formación, co-formación y autoformación, comunicando el trabajo intelectual con el trabajo material, en una dimensión productiva de realidad, cuyo impacto ha resultado importante para la Nueva Izquierda surgida en la segunda mitad del siglo XX. Izquierda crítica y heterodoxa que ha mantenido una rica sobrevida más allá de las crisis de los proyectos socialistas estatales, logrando instancias diversas de enunciación: desde la sociedad civil, la producción audiovisual, las comunidades y los procesos educativos.

¿Qué son las utopías? Imagen generada con StarryAI

Utopía, hacia un archipiélago de investigación

Hace unas semanas, nos reunimos con Juan Carlos, Dahil y Karla en un café del centro de la ciudad, ubicado en una plaza cuyo nombre refiere (quiero creer en un guiño de la transmutación de la memoria y sus rumiantes avatares) al autor de De civitate Dei contra paganos. A la conversación fueron convidadas, además del café y otras bebidas de estimulación más sutil y ligera, que acompasaron los bocados de inspiración catalana, dos temas que han captado mi atención en meses recientes: la encrucijada del uso de la llamada Inteligencia Artificial en las labores creativas, de investigación y docencia (sobre lo cual habrá oportunidad de hablar en otro momento) y la reflexión sobre las Utopías, tópico propuesto por Juan Carlos para un curso en línea que está próximo a impartir.

Debo confesar que, desde aquella conversación tañida por el aire sureño de México, mi imaginación se ha deleitado en la reflexión sobre el par utopía/distopía, cuestionando su pertinencia para pensar fenómenos contemporáneos como la migración, la movilidad, la ciudad, la historia, las estéticas políticas, las nuevas tecnologías y la transformación de los procesos educativos. Todos estos temas se sobreimprimen al recuerdo del curso sobre Utopías del renacimiento al que me inscribí hacer más de una década en la facultad de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria, donde la obra de Tomás Moro se enunció como protagonista.

La reflexión sobre Utopías y la creación de discursos, relatos, imaginarios, reflexiones teóricas y producciones artísticas al respecto de aquello que no toma lugar (o cuyo lugar, soterrado, pervive como una vitola de la memoria, cuyo fuego incandescente se anuncia en la braza de los oscuros lugares del saber donde la interrogación de lo que ha sido se arroja como resina vegetal para alumbrar el sabor que se inventa un futuro) me parece un punto de partida fecundo y prometedor, para alimentar las reflexiones en los seminarios del CEGE.

Por una parte, la formación cultural de las sociedades contemporáneas tiene mucho de imaginarios utópicos, que se desprenden de la praxis cotidiana alimentada por los discursos expertos (o su sombra tecnocrática comunicativa) referentes a la tecnología, el internet y los bienes de consumo (cuya materialidad o sublimación en el término “contenidos” se asocia a un omnivorismo cultural de disperso diagnóstico, a veces asociado con las reflexiones sobre la criollización, la transculturación y la hibridez, pero sin un compromiso “denso” con la experiencia y sus recovecos múltiples). Por otra, la ciudad y la civilidad con que nos hacemos de pares domésticos, implica una idea de sociedad que opera en la vitalidad cotidiana, pero también convoca formas de gobierno y tutoría que acompasan los despliegues operacionistas que podrían distorsionar el medio y su mensaje. Como último ejemplo, podemos preguntarnos en qué deriva estarían las imágenes e imaginaciones de la cultura sin un compás (brújula) utópica, para rastrear las supervivencias y tendencias con que afirmamos nuestra presencia en un mundo, cuyo despliegue aún está en proceso de encontrarse.

Estos diversos archipiélagos son, por su variada tesitura y su diversidad galápaga, formas entrelazadas de una imaginación y un discurso mediante el cual las utopías operan la distorsión (o en clave agambeniana: la profanación) de los dispositivos rectores del acuerdo/desacuerdo con que tejemos nuestra comunidad, la comunidad que viene.

Una mujer y un hombre juegan ajedrez en un atardecer del Lago Atitlán. La luz brilla en el estilo colorido y fotorrealista de un Spaghetti Western. El hombre tiene una camiza de cuadros negros y rojos y un sombrero. La mujer viste un impermeable o un reboso. La luz amarilla del atardecer se difumina en el azul profundo del lago.
Una mujer y un hombre juegan ajedrez en un atardecer del Lago Atitlán.
Fuente. Generada por el autor con el Software Dall-E