Narrativas digitales como método de investigación participativa basada en las artes. Reflexiones desde los estudios de migración

Captura de pantalla del artículo Narrativas digitales como método de investigación participativa basa en las artes. Reflexiones desde los estudios de migración

REFLEXIÓN EN LA RED Arturo Montoya Hernández, “Narrativas digitales como método de investigación participativa basada en las artes. Reflexiones desde los estudios de migración” [en línea], en Perfiles de la Cultura Cubana. No. 25, Julio-Diciembre 2019. Disponible en: <http://www.perfiles.cult.cu/index.php?r=site/articulo&id=503> [Última consulta: 18 de abril de 2020.]

Más allá de la fronteras: La caravana migrante y la disputa por la movilidad

Captura de pantalla de la publicación del artículo "Más allá de las fronteras: la Caravana Migrante y la disputa por la movilidad" de Arturo Montoya Hernández, en la Revista Espiral

REFLEXIÓN EN LA RED Arturo Montoya Hernández, “Más allá de la fronteras: La caravana migrante y la disputa por la movilidad” [en línea], entrada de la Revista Espiral., 25 de octubre de 2018. Disponible en: <https://revistaespiraltijuana.org/2018/10/25/337/> [Última consulta: 18 de abril de 2020.]

La cultura como un recurso: emancipación y regulación

En el libro de George Yudice, El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global (2002) puede leerse en una nota a pie de página, un comentario sobre la importancia de la estética en la definición de la modernidad latinoamericana. Se trata, de una afirmación del papel de los procesos decoloniales en la configuración de un horizonte vivo de prácticas de emancipación, que ha organizado las potencias de resistencia, más allá de los aparatos reguladores del Estado, el neocolonialismo y la cultura de masas:

Si aceptamos la descripción inspirada en Weber y Habermas que hace Boaventura de Sousa Santos del desarrollo de la modernidad, vemos que en Latinoamérica ocurre a la inversa: se desarrollan aquellos aspectos de la modernidad marginados en el Norte. Santos postula, como Habermas, dos polos del desarrollo moderno: el regulador y el emancipador. Cada uno de ellos tiene tres componentes lógicos. La regulación es aportada por el Estado, el mercado y la comunidad; la emancipación se encuentra en las esfereas estético-expresiva, cognitiva-instrumental y moral-práctica. De acuerdo con Santos (1995), la modernidad hegemónica se caracteriza, de un lado, por el predominio del mercado, y del otro, por una ciencia basada en la instrumentalidad. Angel Rama (1967, 1970, 1985) es, quizás, el crítico que más defendió la visión de que los altos logros en la esfera estética, especialmente en literatura a partir del siglo XIX en adelante, son tanto un reflejo de la inserción latinoamericana en la economía mundial, cuanto una compensación simbólica por el subdesarrollo de las esferas económica, política y científica, ocasionado en gran medida por el colonialismo europeo y el subsiguiente poscolonialismo de Estados Unidos. Santos mismo, tomando como punto de partida a activistas político-teóricos como Orlando Fals Borda y Paulo Freire, propuso la premisa de que el desarrollo fecundo de las nuevas formas de comunidad (que incluyen los movimientos en pro de la investigación-acción participativa, lo popular, las poblaciones rurales, los derechos humanos y la teología de la liberación), constituyen el aporte latinoamericano a las formas igualitarias de regulación, pese a la índole autoritaria y clientelista del Estado y del derecho. La estética y la comunidad -las dos lógicas subdesarrolladas de la modernidad- operan juntas para producir algunos de los movimientos más potentes, críticos y emancipadores, tal como lo atestigua la emergencia de una forma de expresión surgida de las luchas comunitarias contestatarias, y que llegó a tener gran influencia en otras partes del hemisferio sur y del hemisferio norte. Testimonio es el ejemplo que suscitó más comentarios (véanse los ensayos en Gugelberger, 1996).

George Yudice, 2002, pp. 83-84

Las imágenes y su tiempo: en toda su luz, en todo su arder. Apuntes teórico-visuales para una estrategia del (re)conocimiento de la imagen

La mirada está culturalmente construida. En ella se entrama un conocimiento situado de los modelos que ordenan y dan sentido a la experiencia, a través de símbolos significativos compartidos, que en la interacción social y pública articulan la cultura vivida de los diversos grupos (Ardèvol & Muntañola, 2004, p. 30). Por eso las imágenes nos devuelven complicemente las miradas que dirigimos a ellas: aquello que hacen visible se encuentra ligado no sólo a la comunicación de sentidos comunes, sino también a la posible refiguración de significados, presente en el tránsito localizado que configura los encuadres histórico-sociales de su producción, distribución y recepción.

En el trato cotidiano con esos encuadres culturales, presentes en los distintos momentos del día en que las imágenes comparten con nosotros la mesa, la sala de estar, el cinema, la línea de producción, los paseos de domingo, el ir y venir al trabajo, la caminata por la arena moteada de la playa, la preparación de una taza de café, el cuarto oscuro del cinema, o el cielo razo en el limen entre la vela y el sueño, surge la reflexividad que nos plantea el mirar de las imagenes, en las que se despliega la dimensión temporal de nuestra relación con el mundo: “Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo” nos dice Didi-Huberman (2008, p. 31), para aperturar a contrapelo de las convenciones lineales de la historia que se hace de las imágenes, del recuento inventariado de sus objetos y sus cronologías vueltas relato encadenado, la necesidad de una mirada ígnea encendida por el fuego prometeico[1] que intuye las potencias del tiempo habitando cada imagen.

Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt/ Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo [Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus. Proposición 5.6].
   
Playa de Tijuana y San Ysidro, s/f. Razowsky, K. Flo. Playas de Tijuana, 2014.

Ese tiempo no es un mero indicio poético dibujado a la manera surrealista del bello encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección[2], sino la enunciación de una apuesta epistemológica que entiende a la imagen, no como objeto dispuesto a nuestras manipulaciones, interrogaciones y demás torturas[3], sino como agente, con historia y vida propia. En consecuencia la estrategia de (re)conocimiento con que se sugiere acudir al encuentro de la imagen, formula el interés más general por un método crítico dispuesto a ingresar con el cuerpo entero al caudal de impresiones que las imágenes dirigen hacia nosotros.

«Ese tiempo que no es exactamente el pasado tiene un nombre: es la memoria. Es ella la que decanta el pasado de su exactitud. Es ella la que humaniza y configura el tiempo, entrelaza sus fibras, asegura sus transmisiones, consagrándolo a una impureza esencial. […] Pues la memoria es psíquica en su proceso, anacrónica en sus efectos de montaje, de reconstrucción o de ´decantación´ del tiempo. No se puede aceptar la dimensión memorativa de la historia sin aceptar, al mismo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su dimensión anacrónica” (Didi-Huberman, 2008, p. 60)

Merging Clusters in DoradoR. A.  05h 38m 42.36s Dec.  -69° 6′ 3.24″ a 170,000 años luz de la tierra (NASA; ESA; Sabi, E., 2012).

Si bien la propuesta de Didi-Huberman surge en el ámbito de la reflexión sobre la historia del arte, la potencia del enfoque anacrónico no se limita al trabajo en torno a las imágenes artísticas, catalogadas como tales en cuanto participes de una genealogía de distinción que les transfiere el capital cultural de una techné[4] refinada por el minucioso trabajo de las manos, por el genio del artista, o por las especulativas burbujas financieras del mercado; tampoco se limita a las imágenes reconocidas como tales, en cuanto instaladas en un soporte material[5] en el que adquieren objetividad discreta entregada a la travesía de la comodificación y el intercambio. Su alcance es más amplio, porque el diálogo que entabla con la memoria (el tiempo) de las imágenes, las recibe en su manifestación fluida, en el devenir constante que las dispersa en la hogaza de pan o en el tabaco ardiente, y que las hace renacer a cada instante, en la persistencia retiniana o en la duración de la música, para habitar en las prácticas y en los símbolos, en los objetos y las tomas de vista, en los usos y enclaves, en los relatos y fuegos, en la mirada y la escucha, en el sentido del gusto[6] y la ingesta certera, en la teoría y la praxis.

“El gesto, el tacto y el contacto son imprescindibles a la hora de disponer de los diferentes elementos sobre la mesa; se nota el carácter manual –desde él mismo [Godard] sentado frente a la máquina de escribir, sus manos en la mesa de montaje, o el sonido de las teclas y el del celuloide en la moviola-, dejando claro que de lo que se trata es de una (re)escritura. Pensar con las manos, en los intersticios del lenguaje […]” (Magalhães, 2008, pp. 64-65).
   
Fotograma de Adieu a Langage (Godard, 2014). Fotograma de Je Vous Salue Sarajevo (Godard, 1993).

El modo de hacer operativa la intuición flamígera del anacronismo como instrumento de (re)conocimiento de la imagen,  de diálogo con el tiempo que habita en ella, es el montaje, procedimiento capaz de reformular tanto nuestra relación con las imágenes, como nuestro pensamiento-cuerpo mediante su techné profanadora. Ana Grimshaw (2001, p. 10) abona a esta perspectiva con su comprensión del montaje en términos técnicos, epistemológicos y formales; en su revisión genealógica de la antropología visual, desarrolla una (re)escritura de su vínculo con la práctica cinematográfica y la construcción de conocimiento a partir de lo visual. En su revisión despeja a la imagen del ocularcentrismo[7], propio del punto de fuga naturalizado como visión mimética, monofocal y etnocéntrica (ibid., pp. 5-6), y se aventura mediante el montaje a la  exploración reflexiva de las imágenes y escritura, entendidas en el contexto situado de la construcción de su sentido, de su ser forjadas[8] a dimensión humana en la práctica de investigación antropológica.

“I use montage to disrupt the conventional categories by which visual anthropology has come to be defined and confined. Montage, defined as ‘the technique of producing a new composite whole from fragments’ by the Oxford English Dictionary, involves radical juxtaposition, the violent collision of different elements in order to suggest new connections and meanings. It enables me to explore a series of imaginative connections and offers a new perspective on the history of twentieth-century anthropology. I use visions here to illuminate the past, suggesting rather than arguing for that the recognition that contrasting interpretations of the anthropological task comprise the modern discipline” (Grimshaw, 2001, p. 10)

Fotograma de Un chien andalou (Buñuel y Dalì, 1929).

El tipo de preguntas abiertas por la mirada que las imágenes dirigen sobre aquellos, que como Grimshaw, se acercan desde la estrategia del (re)conocimiento a la memoria que las habita, encuentra una original inscripción temporal y háptica[9] en la imago, el rostro funerario con que se daba forma al culto genealógico dispuesto en el origen de la comunidad romana (Didi-Huberman, 2008, p. 112). La impresión de doble faz (de yeso y cera) obtenida del contacto directo con el rostro del difunto, permitía disponer no de una imagen mimética propia del culto a lo idéntico, sino de una imagen simbólica capaz de remitir hápticamente a la memoria de la vida impresa en ella. En ese tacto se pone en juego el todo de nuestra relación con las imágenes, su capacidad creadora de articular, en el montaje, tanto la distancia ontológica entre lo inconmensurable, entre el adentro y el afuera, entre lo subexpuesto y lo sobrexpuesto, entre el maestro y el ignorante, como el todo de la igualdad radical del disenso, que trae de nuevo al uso común de nuestras manos, el fuego prometeico de un logos restituido a la locación situada de nuestras miradas, de su arder y su luz en la noche de los tiempos:

«La emancipación social ha significado, de hecho, la ruptura de este acuerdo entre una “ocupación” y la “capacidad” que significaba la incapacidad de conquistar otro espacio y otro tiempo. […] Los trabajadores emancipados se formaban hic et nunc otro cuerpo y otra “alma” de ese cuerpo: el cuerpo y el alma de aquellos que no están adaptados a ninguna ocupación específica, que ponen en obra las capacidades de sentir y de hablar, de pensar y actuar, que no pertenecen a ninguna clase particular, que le pertenecen a cualquiera» (Rancière, 2013, p. 46).

Fotograma de Dans le noir du temps (Godard, 2002).

Referencias

Ardèvol, E., & Muntañola, N. (2004). Representación y cultura visual en la sociedad contemporánea. Barcelona: Universidad Obenta de Cataluña.

Breton, A. (2001). Manifiestos del surrealista. Buenos Aires: Editorial Argonauta.

Buñuel, L., & Dalí, S. (Dirección). (1929). Un chien andalou [Película].

Didi-Huberman, G. (2008). Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes (Segunda edición aumentada ed.). (F. Lebenglik, Ed., & O. A. Oviedo Fuentes, Trad.) Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Godard, J.-L. (Dirección). (1993). Je vous salue, Sarajevo [Película].

Godard, J.-L. (Dirección). (2002). Dans le noir du temps [Película].

Godard, J.-L. (Dirección). (2014). Adieu au langage [Película].

Grimshaw, A. (2001). The ethnographer’s Eye. Ways of Seeing in Modern Anthropology. Cambridge: Cambridge University Press.

Hinkelammert, F. (2001). El nihilismo al desnudo. Los tiempos de la globalización. Santiago de Chile: LOM ediciones.

Korsmeyer, C. (2002). El sentido del gusto. Comida, estética y filosofía. (F. Beltrán Adell, Trad.) Barcelona, España: Paidós.

Magalhães, V. (2008). Poéticas de la interrupción. La dialéctica entre movimiento e inmovilidad en la imágen contemporanea. Madrid: Trama; Fundación Arte y Derecho.

Marks, L. U. (2000). The Skin of the Film. Intercultural Cinema, Embodiment, and the Senses. Durham and London: Duke University Press.

Mead, M., & Bateson, G. (2002). On the Use of the Camera in Anthropology. En K. Askew, & R. L. Wilk, The Antropology of Media. A reader (págs. 41-46). Maldern; Oxford: Blackwell Publishers.

NASA, ESA, & Sabbi, E. (16 de Agosto de 2012). Hubble Site. Obtenido de http://hubblesite.org/image/3087/gallery

Playas de Tijuana y San Ysidro. (13 de Octubre de 2017). Obtenido de Pinterest: https://www.pinterest.es/pin/349169777336977695/

Rancière, J. (2013). Aisthesis: Escenas del régimen estético del arte. (H. Pons, Trad.) Buenos Aires: Manantial.

Rancière, J. (2015). El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna. Buenos Aires: Manantial.

Razowsky, K. F. (2014). Playas de Tijuana. Obtenido de http://www.flowalksfree.com/borders/.

Tatarkiewicz, W. (2002). Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética. Madrid: Tecnos, Alianza.

Wittgenstein, L. (2003). Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Alianza.

Zajonc, A. (2013). Capturar la luz. Girona: Atalanta.

Fotograma de Adieu a Langage (Godard, 2014).

[1] Prometeo, el que piensa las cosas antes (Zajonc, 2013, p. 23), fue de acuerdo a la narración hesiódica  el artífice de la profanación del fuego, es decir, de su restitución al uso común de los seres humanos. Calor y luz para iluminar el mundo exterior y encender el interior.

[2] La imaginación subversiva: tópicos montaje de la propuesta surrealista (Bretón, 2001).

[3] En el origen del pensamiento moderno, plasmado en el pensamiento de Bacon y Kant, era legitimo epistemológica y metodológicamente, torturar a la naturaleza, para hacerla soltar sus secretos. Tal postura inquisitiva se encuentra en los fundamentos metafísicos de la ciencia positiva (Hinkelammert, 2001, pp. 161-162).

[4] En su sentido griego original, aquello que era valorado como un objeto artístico, condensaba en sus formas bien definidas, “la destreza de la producción, […] el dominio de las reglas, [y] el conocimiento experto” (Tatarkiewicz, 2002, p. 40) de los artesanos y pensadores. Existían dos tipos de dominio de ese conocimiento, el  vulgar (entendido así por operar con las manos sobre objetos materiales, de naturaleza temporal) era tenido en menos estima que el liberal, referido a la actividad intelectual capaz de conectar con impresiones radicadas más allá de la experiencia sensible; pese a su gran diversidad, el conjunto de estas actividades creativas era nombrada con el término techné. Es hasta la época moderna, con el humanismo florentino, que las bellas artes (llamadas así por el latín ars) comenzaron a nombrar un campo de producción específico,  compuesto por objetos y expresiones tenidas en alta estima por los aristócratas y comerciantes. El rango distintivo de esas imágenes dejó de ser la posesión de destrezas particulares, y comenzó a concentrarse en torno al concepto de belleza, ligado a un saber matemático de proporciones y medidas susceptible de encontrar expresión en un medio material (Tatarkiewicz, 2002, p. 44). Podemos imaginar ese tránsito moderno del concepto de techné al de ars, como la intersección de un campo cultural de distinción, con un campo económico capaz de impulsar la producción, circulación y consumo de ciertas imágenes, en detrimento de otras.

[5] Aún en su codificación digital es necesaria la interfaz que las trae a presencia.

[6] Sobre el sentido del gusto desde una perspectiva filosófica véase Korsmeyer, 2002

[7] Gegory Bateson critica este punto de anclaje, fijo, abstracto y universalizante de la mirada mimética, refiriéndose a ella con las alegorías del tripie y el telescopio (Mead; Bateson, 2002, p. 41)

[8] Ese forjado, tal como nos dice Rancière, es una operación de construcción de ficciones, entendida aristotélicamente como una estructura de racionalidad: “un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas, las situaciones o los acontecimientos; un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de encadenamiento causal de acontecimientos, y da a esas formas los caracteres de lo posible, lo real o de lo necesario.” (Rancière, 2015, p. 12). Este forjado es constituido en sus concreciones culturales, emplazadas en los modos locales de narrar y encuadrar (el relato o la imagen), pero despliega su potencia constituyente,  su potencia de tiempo entramando memoria, a través de la puesta en juego del montaje.

[9] Lo háptico en la imagen, no se presenta sólo para dejar constancia del común acceso al logos del que abrevar una política crítica al tanto de su teosofía fundadora, sino para imprimir en el acto de montar, en el performance de su tiempo desplegado sobre la mesa de disección o sobre la pantalla, la memoria de los pueblos, la resistencia de su devenir cuerpo y memoria en el trabajo táctil del film (Marks, 2000).

Las potencias del cine que deviene imagen-cuerpo:

I. Comentario a Las Letras, de Pablo Chavarría Gutiérrez

Una intuición se va plasmando entre los paisajes boscosos poblados de rostros, de amaneceres, de sonidos, de texturas, de juegos, de movimientos, que evocan el despliegue de una habitación sensoria de lo cinematográfico. No es solamente la evidencia de que los tratamientos convencionales en torno a aquellos cuya voz ha sido silenciada, terminan haciendo réplica de los dispositivos estéticos de reproducción; se trata a su vez del hallazgo de una fuga más allá del encuadre que arroja al interior de un pensamiento sedentario, y del gozo de una imagen afirmándose como presencia en el mundo, cuerpo que remonta el movimiento más taxonómico de la ontología deleuziana del cine, para dejar entrar una imagen-cuerpo concebida desde el vitalismo, como ese mixto orgánico que actualiza una conciencia de la materia entramada en memoria.

Si la apuesta de Las Letras resulta tan evocadora (Recuerdo la frase que hace poco encontré entre la impronta de una conversación de ojos felinos, tomada en vuelo de los versos de Juan Ramón Jiménez, y que escando con el gozo de los descubrimientos: En la gran poesía la oscuridad se aclara por encanto/ no por reflexión), es porque las potencias de lo fílmico (ese material ahora digitalizado en cadenas de información volátil, pero aun sensible a la luz de los adentros, la misma que reverberaría sin cosmos de no ser  por la presencia de una superficie perceptiva que detiene el viaje expansivo para entrañar imagen) reconocen en ella la importancia de una mirada liberada al momento de hacer brotar del aparato su actualización de organismo: ya no la techne de una diégesis empecinada en sobrexponer lo real, para procesar lo visible en visivo o toma de vista, sino la afirmación que proyecta un régimen de lo sensible que no encuentra freno en las entelequias discursivas de lo finalista o lo causal.

Y es que ya no basta afirmar que el aparato estético montado desde el dispositivo cinematográfico es capaz de hacer entrar al espectador a una percepción del movimiento sin centros, o del tiempo reivindicando su soberanía plena en las captaciones de una conciencia. La voluntad que actualiza posibles se aviva entre capas de una membrana deseosa de reconfigurar un devenir tacto en los albores de la experiencia, encontrando hebras que habitan el interior de las tomas, mediante la coloración de posturas capaces de trascender la mera evidencia documental con el ahora de lo abierto: las inmanencias de la imagen devueltas umbral.

Fotograma del trailer de Las Letras

Fotograma del trailer de Las Letras

Filmar las identidades: la memoria de un pueblo

I

En el ensayo Identidad sin persona, presente en el libro Desnudez (Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2011), Giorgio Agamben enuncia con brevedad el giro que ha tomado la construcción de identidades en el orbe contemporáneo. El término central en su análisis es el de persona, que para los romanos hacía referencia a una máscara, la imago del antepasado (su rostro modelado en cera se conservaba en el atrio de la casa familiar) que identificaba a su estirpe como perteneciente de antiguo a la comunidad. Aquellos individuos poseedores de una gens respetable, se investían la dignidad política y la capacidad jurídica del hombre libre, identidad que los distinguía de los esclavos, sin nombre, propiedades ni pasado.

Con el pensamiento moderno, asentado sobre la distinción entre sujeto y objeto, el concepto de personalidad se adoptó como el centro de una noción más compleja, donde la identidad personal se definía además por el rol social y los afectos, siempre cercanos a la máscara metafórica del personaje que cada uno asume al habitar la comunidad. De este modo se agregó a la representación jurídica una caracterización moral, que permitía distinguir entre buenos y malos, así como entre aquellos que asumen su rol sin ningún tipo de reparo y los críticos e inconformes.

Agamben apunta que el gran giro con respecto a las definiciones anteriores se dio en el siglo XIX. En las grandes urbes, donde la gestión de la seguridad se hizo indispensable, surgió la inquietud por crear un sistema para identificar a los “delincuentes habituales”. Los meros conceptos de persona y personalidad no ofrecían parámetros objetivos para esta labor, por lo que se adoptaron otros medios: En Francia Alphonse Bertillon implementó un método antropométrico y de fotografía de filiación (se medían y fotografiaban el cráneo, los brazos, los dedos de las manos y los pies), que tiempo después fue complementado con el sistema de clasificación de huellas digitales ideado por Francis Galton.

Desde entonces la construcción de identidades por parte de los Estados, ha ido pasando del ámbito de la persona al de las variables biométricas (ADN, fotografías, huellas dactilares, iris), que asientan la idea de una constitución tipo para discernir entre los miembros de la comunidad (es curioso como un método ideado en principio con fines penitenciarios y carcelarios, se extendió al registro general de la población). Con esto no solo se fomentan distinciones raciales y físicas para distribuir roles sociales, también los registros van sustituyendo a las personas; los documentos se vuelven suplemento de otras identidades posibles, remitiendo a los sujetos a los circuitos de verificación burocrática donde se regate su existencia.

Por eso los cuerpos del inmigrante ilegal, del exiliado, de las minorías raciales o de los arrojados a la periferia de la pobreza, son tan incómodos. Se trata de los sin-papeles, sin registro, de aquellos cuya mera presencia testimonia la exclusión y la crítica posible a las identidades gestionadas desde los centros. Al no contar con identidades reconocidas, sus vidas son tomadas como vidas desnudas, fuera de cuenta. El gran dispositivo de los nacionalismos, ha operado siempre la distinción entre grupos humanos, separando jerarquías y dignidades que se defienden con violencia, para acrecentar la ventaja de lo propio. Desde esta perspectiva discernir entre aquellos que participan de la comunidad y aquellos que no tienen parte, se vuelve una tarea básica.

II

El presente se muestra biopolítio hasta en sus trazos más simples. Los espacios se van disponiendo teniendo en mente, tanto a los cuerpos que tendrán lugar en ellos, como a sus representaciones. Opera así, en lo sutil, una biopolítica del aspecto humano, montada sobre la mirada clínica [Foucault (1963) en Didi-Huberman, Cuerpos expuestos, cuerpos figurantes]:

La mirada clínica tiene la paradójica propiedad de escuchar un lenguaje en el momento en que percibe un espectáculo. […] Una mirada que escucha y una mirada que habla: la experiencia clínica representa un momento de equilibrio entre la palabra y el espectáculo. Equilibrio precario, porque se basa en un formidable postulado: que todo lo visible es enunciable y que es visible en su totalidad porque es enunciable en su totalidad. […] [Pero] la reversibilidad sin residuo de lo visible en lo enunciable ha quedado en la clínica más como una exigencia y un límite que como un principio originario. La descriptibilidad total es un horizonte presente y remoto; es el sueño de un pensamiento, mucho más que una estructura conceptual básica.

Pienso en las fotografías de los refugiados de la guerra civil en Siria, en la difusión de las notas sobre una desgracia humanitaria iniciada en el 2011, que se hace conocida globalmente ahora, cuando roza territorio europeo. La reacción de la opinión pública empieza y termina ahí, en una franja de lo visible siempre precaria. El figurar ante las cámaras no los ha vuelto más humanos, sino más imagen, más espectáculo: sobrexpuestos como están también se oculta su realidad.

El proceso activado es el de una ingeniería emocional, consciente de cómo los grandes reflectores y luminarias producen ceguera con su exceso de luz. La experiencia impuesta sobre su imagen es la del desamparado, la del sin medios. Ese anonimato de la carencia es sobreimpreso por los videos de la recepción que reciben los refugiados en Alemania, entra aplausos y fiesta. Es la imagen especular, el envés capaz de cerrar la narrativa: Europa los recibe con los brazos abiertos. Para las buenas conciencias el acto benéfico se ha consumado, y así la existencia de quienes llegan a países desconocidos, huyendo de la violencia desatada en la tierra donde dejaron sus vidas, se sume de nuevo entre sombras.

Los cuerpos de comunidades enteras, despojadas de una visión que entienda su ahora como un proceso habitado de tiempo, es solo capaz de representar el peligro del desorden, de lo político que contraviene el orden social de las democracias contemporáneas, diría Rancière. Los refugiados pierden rasgos de individualidad (y cuando la obtienen es en un registro melodramático); son uniformados a través del encuadre, que expone intervalos objetivables, clisches impermeables a la mirada crítica. Se simplifica la representación para tener una vista homogénea, propia del catálogo de la Cultura que sabe tomar distancia de la Barbarie.

La mera presencia mediatizada de cuerpos que no cumplen con los estándares de identidad, no basta. Además de abrir los circuitos de transmisión es indispensable modificar la recepción, el modo en que las imágenes son retomadas por la vida. Para ello se necesitan distintas narrativas y distintos usos de la luz: matizada, múltiple, plural, capaz de acentuar los rasgos heterogéneos y únicos, que devuelven nitidez a los rasgos personales, a las historias.

III

Una última imagen. Un hombre y una mujer ancianos ingresan a un paisaje de niebla, mientras, sobre una pequeña plataforma rectangular, navegan el mar en calma. Encuadre final de la película Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984) de Theo Angelopoulus. Se enmarca con esa secuencia a cámara fija, leve, la imposibilidad de un desenlace para la historia de Spyros, quien tras un exilio de tres décadas vuelve a Grecia; atrás queda, siempre fuera de cuadro (rememorada con brevedad en la austeridad de una casa de campo), aquella otra vida, la de su estancia en Rusia. Recuadro disuelto y lejano de una narración silenciada, en un cuerpo envejecido de sus potencias que además encuentra borrados los signos autónomos de una identidad, pues depende del recuerdo de la gente cercana para lograr reconocimiento.

Así se evidencia una vida abordada por fracturas, por dilataciones temporales que no dejan lugar a una visión nítida. Esa niebla que persiste a lo largo de la película, como lluvia o cielo nublado, es la de la sobrevivencia de un pasado, testificado por los gestos presentes y las ausencias impronunciables. El hombre flota por los lugares sin ser capaz de condensarse en ellos. Ni en la ciudad, donde el festejo por su regreso se interrumpe abruptamente cuando decide marcharse a media comida para hospedarse en un motel (y la duda emerge, ¿qué otro pasado callado se representa en esa decisión?), ni en la aldea (dónde vivió hasta su desaparición, a la que encuentra seca y abandonada.

Los habitantes del caserío han decidido vender sus tierras a una compañía hotelera. Spyros, surgido de su ausencia, decide no vender, esperando quizás encontrar sentido, recobrar el tiempo agotado, a fuerza de terquedad. Pero algo profundo se ha perdido en él, sin registro, ni identificaciones, ni nacionalidad, ni tan siquiera memoria actualizable, sus elecciones conducen a un vacío.

A pesar de los límites impuestos por lo social, su presencia es lo suficientemente incómoda como para cancelar el trato (los grandes capitales no arriesgan ante aquel que exige participar del reparto de lo sensible), pero al mismo tiempo motiva la persecución en su contra. Se le acusa de no poseer patria, por lo cual es devuelto explícitamente al umbral que nunca abandonó: no puede permanecer en el país, debe ser deportado a cualquier parte, de preferencia a un no lugar. Ante la incapacidad de embarcarlo en alguna nave que le de asilo, las autoridades lo ponen a flote en un islote artificial, para mantenerlo en aguas internacionales. No hay regreso posible, solo deriva, ausencia. Así, lejos de tierra, es entregado al mar. La lluvia lo cubre, enmudecido. Su esposa, quien había esperado por él desde la huida que evitó su condena bajo la ley marcial, decide acompañarlo. Quizás en ella esté la única posibilidad de recobrar una memoria, de trazar una línea, pero la mujer es fiel a su esposo hasta en la desmemoria.

El personaje que articula todo el relato es Alexandros, hijo de Spyros, quien gira en torno al protagonista como testigo. Su presencia es siempre visiva, de pura contemplación. Se deja saber, con algunos guiños, que es director de cine. El acompañamiento que hace de su padre resulta muy parecido al intento de atrapar a un fantasma a través de la luz. Su mirada filma, y poco más; su acción se reduce a la mera gravitación en torno a la figura de Spyros, quien camina por lugares donde los cuerpos son incapaces de imprimirse en el espacio, dejando en la sensibilidad del film el único vestigio posible.

En esta fábula se revierte la dificultad esencial de filmar a los pueblos. Siempre se corre el riesgo de hacer dogmática o propaganda, de dibujar perfiles chatos, de caer en la ficción más desgarrada o en la loa más pobre. Angelopolus parece encontrar un ancla: filmar las identidades por su ausencia presente, usar, en lugar de las palabras, una imagen expresiva hasta el gesto. El pueblo que falta no es el de una esencia perdida, es el de un quehacer plástico, que está aún por inventarse, por darse voz y cuerpo en un proceso continuo.

Taxidi sta Kythira

Taxidi sta Kythira, 1984

De los sensorios

En el libro Supervivencia de las luciérnagas, Didi-Huberman realiza un homenaje a las pequeñas resistencias, a esos fuegos diminutos que como las luciérnagas, se encienden discretos, intermitentes, frágiles, opuestos a la noche como pequeños instantes lúcidos. A esa posibilidad de configurar plásticamente la realidad, a través de los momentos discretos de su aparecer, se opone la gran luz, el flujo enceguecedor, que lejos de ser símbolo de la consumación de una promesa de trascendencia, se impone como una afirmación violenta e irrevocable: la de la mirada totalitaria.

Desde ella se instituye un orden policial al mundo, claro y distinto en su gran iluminación sin fisuras. Este no requiere del sometimiento de los cuerpos para lograr su objetivo, le basta entretener la experiencia, incidir en ella a través de un espectáculo capaz de adormecer su capacidad de acción, fundando, como dice Guy Debord, una pura exterioridad vuelta desposeimiento.

El diagnóstico es realizado por Didi-Huberman, retomando lecturas de Pasolini, Benjamin y Agamben. La experiencia se muestra perdida, incomunicable, no sólo por la brecha abierta por la violencia bélica y social, que la extravía en lo inefable de las técnicas reproductivas de aniquilación personal, sino también por la sombra de lo cotidiano, que instituye un esquema senso-motor de preservación de la vida, una ética del trabajo y el esfuerzo que mantiene activo el zoe de la mera vida biológica, sin permitir crear una forma-de-vida habitada por una experiencia significativa.

Contrario a la condena de los sentidos del espectador, embebidos en el consumo de estímulos descartables, de imágenes narcotizantes, la resistencia debe operar como una sobreabundancia difusa,  mediante un exceso que aproveche los flujos sensoriales, para mostrarlos en su actividad posible. Emancipar hacia un umbral múltiple e inasible, en lugar de adoctrinar desde el dispositivo central que controla las grandes luminarias.

No se trata entonces, de postular una brecha de conocimientos, entre aquellos capaces de hacer un uso crítico de las imágenes y aquellos inoculados con pasividad e indiferencia, pedagogía que toma al conocimiento como un objeto poseído, más que como una posición desde donde la mirada es dirigida. Lo que falta, la oportunidad aprovechable, se encuentra del lado de las luciérnagas, de la fugacidad de su brillo, de las potencias que con ello manifiestan:

Entre seres que fueran ya siempre en acto, que fueran ya siempre esta o aquella cosa, esta o aquella identidad y en ellas hubieran agotado enteramente su potencia, no podría haber comunidad alguno, sino solo coincidencias y divisiones fractales. (Giorgio Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política, p.19)

Hacia una política del ocio

Cuando las manos son puestas en acción desnuda, cuando su actividad se vuelve una loa al trabajo, que no distingue la capacidad creadora de la operación maquiladora a que son sometidas, algo se escinde, una distancia insalvable entre dos tipos de humanidades que toman cuerpo en jerarquías contrapuestas. La escisión tiende a ampliarse, como una herida en el centro de la comunidad que al cicatrizar queda oculta tras lo funcional de la taxonomía restaurada.

Pero si lejos de conformarse con el resultado de una sociedad bien ordenada, se acompaña el proceso que hizo posible su instauración, es posible distinguir una sutura operando en su montaje: la del colectivo encubriendo los cimientos de la desigualdad sobre los que ha establecido sus trazos más finos y duraderos.

En el origen de toda comunidad, nos dice Jacques Rancière, hay una distorsión que limita el rango de lo sensible, al definir a los participantes y los objetos de lo común, así como los tipos de relaciones y lugares que estos deben ocupar (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 15-18). ¿En qué consiste esta esta distorsión original? En la distancia que separa a aquellos capaces de manifestarse a través de palabras bien articuladas (logos), y aquellos que sólo vocalizan ruido.

Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que la escuchan, es lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. La posesión de este órgano de manifestación marca la separación entre dos clases de animales como diferencia de dos maneras de tener parte de lo sensible: la del placer y el sufrimiento, común a todos los animales dotados de voz; y la del bien y el mal, propia únicamente de los hombres y presente ya en la percepción de lo útil y nocivo. Por ello se funda, no la exclusividad de la politicidad, sino una politicidad de un tipo superior que se lleva a cabo en la familia y la ciudad. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 14)

Esta humanidad del ruido, hace referencia a una diferencia en la capacidad de manifestar situaciones complejas, mediadas por una comprensión que supera la mera relación corporal y sensible con las cosas. La mayor capacidad para participar de la definición de lo común, la poseen aquellos que se encuentran mejor dotados para la actividad intelectual, en contraposición a un demos sin cualidades ni virtudes, compuesto por cuerpos anónimos entregados al trabajo y la reproducción (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 20). Ésta separación pretende organizar un cuerpo comunitario, donde los superiores dividen el trabajo jerárquicamente, entre una parte vital que ordena, y una vegetativa que recolecta la materia necesaria sin manifestar voluntad alguna, sometida al juego de las funciones, la utilidad y la obediencia (Rancière, En los bordes de lo política 2007, 97).

Por tanto, la acción sedimentada que construye comunidad, se legitima a través de un ejercicio de acciones dispuestas a la escisión, entre cuerpos centrados en los afanes del trabajo, y otros sin centro, libres, capaces de emitir discursos que justifican la escisión y obtienen frutos de ella . Si bien tal montaje es necesario para que la comunidad logre encontrar un sentido a sus acciones, a través de un afuera, que justifica su búsqueda de orden y centro, es necesario entender cómo esa operación alcanza un límite al cual hay que dirigir una mirada crítica, para evitar los excesos que hace posibles.

El acto continuo de exclusión que funda comunidad, no se dispone meramente a través de una narrativa o de mecanismos que regulan el comportamiento. Incorpora una estética completa que distribuye y engrana lo sensible; de esta manera neutraliza toda disidencia desde su origen mismo, limitando los modos en que los cuerpos que pertenecen a la comunidad organizan su realidad.

Rancière identifica con el nombre de policía a la estructura que se encarga de sistematizar el acceso a lo sensible, y de regular las interacciones posibles y permitidas entre los cuerpos y lo objetos de la comunidad. Su forma es institucional, pero su despliegue es continuo y sutil; construye hábitos y prácticas cotidianas en forma de acuerdos, que funcionan a múltiples niveles

[…] la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos de hacer, los modos de ser y los modos de decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea, es un nombre de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 44-45)

En contraste con lo policial, la acción política se funda en el disenso, en la herida previa a la sutura que se inconforma con el modo en que la comunidad define desigualdades. Presenta modos distintos de engranar la experiencia, para incorporar el horizonte excluido a la amplitud de una aisthesis que abre preguntas en lugar de sustentar respuestas, que se construye en torno a una comunidad de iguales (en cuanto la palabra y el discurso pertenece a todos) y no a una asimetría reverencial-funcional:

Una huelga no es política cuando exige reformas más que mejoras o la emprende contra las relaciones de autoridad antes que contra la insuficientica de los salarios. Lo es cuando vuelve a representar las relaciones que determinan el lugar de trabajo en su relación con la comunidad […] La familia pudo convertirse en un lugar político, no por el mero hecho de que en ella se ejerzan relaciones de poder, sino porque resultó puesta en discusión en un litigio sobre la capacidad de las mujeres a la comunidad. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 48)

La palabra tomada permite al nuevo interlocutor manifestarse como pensante, partícipe de la misma humanidad que conforma a aquellos que mantenían el monopolio de la palabra. Pero ese reconocimiento no se ejerce solo en la tribuna, o durante la manifestación del desacuerdo ante la repartición de lo común. Cala en los cuerpos, haciéndolos plantear un nuevo horizonte estético, un régimen de recepción y manifestación sensible, donde se reconocen como capaces de efectuar actividades distintas a las del laborioso trabajo que absorbe en la mera producción y reproducción de lo material.

El horizonte del ocio, es el plano estético conquistado. Ya no se trata entonces de la sutura, de la separación capaz de dar pie a la comunidad jerarquizada, sino del umbral de la oportunidad, de la actividad libre más allá de la institución policial. Previa al desacuerdo político, reflejada y reflexionada a través de la palabra ganada, la mirada emancipada es capaz de volver sobre sí para operar en otros ámbitos.

Esa mirada que se separa de los brazos y corta el espacio de su actividad sumisa para insertar en él un espacio de libre inactividad es una buena definición del disenso, el choque de dos regímenes de sensorialidad. Ese choque marca una conmoción de la economía “policial” de las competencias. Apoderarse de la perspectiva es ya definir la propia presencia en un espacio distinto de aquel del “trabajo no espera”. Es romper la división entre aquellos que están sometidos a la necesidad del trabajo de los brazos y aquellos que disponen de la libertad de la mirada. (Rancière, El espectador emancipado 2013, 64)

De ahí la importancia del tiempo libre, del ocio que se vuelve creador, como práctica de resistencia a las distribuciones policiales, como manifestación del desacuerdo que remarca la herida para asumir posiciones distintas a las de la sutura hegemónica. Se trata de los cuerpos que descubren su capacidad de participar de una aisthesis liberada de las necesidades sociales y de los grandes discursos utópicos, que recuperan el uso libre de su tiempo, en torno al gozo revitalizante y a la creación.

La posibilidad de este ejercicio estético de la política, se encuentra relacionado con un régimen de las imágenes capaz de operar con independencia de las funciones sociales y representativas a las que han sido tradicionalmente anexadas. Esta autonomía ganada, no es la del lema del arte por el arte, o la de las imágenes solipsistas del entretenimiento, sino la de la suspensión de las referencias cotidianas, reafirmadas por el ejercicio policial sobre la percepción.

En este régimen estético, las imágenes ya no son juzgadas por su efecto en la manera de ser de la colectividad, como en el régimen ético; ni por el modo de hacer, referente a la adecuación de la aplicación técnica en la construcción de la imagen, como en el régimen representativo (Rancière, El malestar de la estética 2011). Lo que se tiene ya no es entonces, una referencia a la materialidad de la imagen, que escudriña su adecuación con referencia a la cohesión social que pueda movilizar o a la calidad de los detalles de la reproducción de una pintura o una escultura, sino, un análisis de los sensorios que hacen experiencia de esa imagen.

Si la recepción es capaz de efectuar una suspensión de los modos mecánicos de hacer, y se refleja sobre la actividad de las manos que obran la mera reproducción técnica con la productividad como fin, para llamar su atención sobre lo fundamental del silencio, la pausa, la contemplación, la aisthesis libera el resto de potencias constreñidas por lo senso-motor.

Esta política que retoma el régimen estético, no se ocupa únicamente de reestructurar las formas del Estado, sino también de reafirmar experiencias sensibles. Éstas inciden sobre la repartición de lo común, de los espacios, de los lugares, de las funciones y de los roles.

El tiempo libre, permite configurar espectadores críticos, para quienes se hace visible la igualdad latente en el libre juegos de las facultades, las percepciones y las manifestaciones de los participantes de la comunidad (Rancière, El malestar de la estética 2011, 41). Lo que se necesita para afirmar esto, no es una deserción del trabajo, sino una redistribución de lo común que se potencia con el disenso, que hace la pausa y la contemplación accesibles para todos.

Prosodos es un término notable. Significa, en primer lugar, el borde, el punto en que el camino toca a su fin. En el lenguaje político, este borde asumen un sentido más preciso: constituye el hecho de presentarse para hablar en la asamblea. Pero prosodos designa, al mismo tiempo, el excedente que permite presentarse, ponerse en camino, ese algo más que permite asistir a la asamblea: algo suplementario en relación al trabajo y a la vida que este asegura. (Rancière, En los bordes de lo política 2007, 38)

Ese excedente es conjunto al tiempo libre, y requiere la afirmación de la dignidad ética del ocio, frente a la totalidad de una ética del trabajo y el esfuerzo supremos, separados del gozo. De ahí que la configuración de un nuevo régimen perceptivo, donde no sólo la potencia de la palabra, sino también el prosodos se afirman en lo común, permite impulsar la comunidad en el proceso de disenso, como comunidad política y no como
institución policial.

Bibliografía

Lafargue, Paul. El derecho a la pereza. Barcelona: Sol90 / Diario Público, 2010.
Rancière, Jacques. El desacuerdo. Política y filosofía. Primera Edición, Segunda Reimpresión. Traducido por Horacio Pons. Buenos Aires: Nueva Visión, 2010.
—. El espectador emancipado. Traducido por Ariel Dilon. Buenos Aires: Manantial, 2013.
—. El malestar de la estética. Traducido por Miguel Angel Petrecca, Lucía Vogelfang y Marcelo G. Burello. Buenos Aires: Capital intelectual , 2011.
—. En los bordes de lo política. Traducido por Alejandro Madrid. Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2007.