La Crisis de la Ciudadanía

Se trata de una caricatura de Walt McDougall, en la que un monstruo marino (de apariencia felina, con grandes dientes puntiagudos y cubierto de pelo o plumas) sale del mar corriendo  a gran velocidad. En la playa varios bañistas desprevenidos toman el sol. Un grupo de cuatro niños ven de frente al monstruo, y reaccionan con una expresión de miedo, pero permanecen inmóviles. Al fondo del dibujo se ve un cielo nublado, un par de casas de campaña funcionando como carpas para cubrirse del sol en la playa, y algunos edificios del pueblo, incluyendo un bazar. En plano medio también pueden verse varios bañistas despreocupados, continuando con su día de playa.
Walt McDougall’s ‘Good Stories for Children’ (1902-05)

¿Cómo entender la ciudadanía en un contexto postnacional? Esta pregunta, provocadora por plantear una relación entre dos elementos que parecen, en el peor de los casos, mutuamente excluyentes; en el mejor, índices de un proceso de irresoluble disputa, exige una reflexión cuidadosa. Por un lado, está el concepto de ciudadanía, cuya genealogía y mutabilidad a través de diversos enmarcados políticos-legales, organiza un ensamblaje problemático, dispuesto a la regulación, la selección y el filtrado; por el otro, se encuentra el sintagma conformado por la circulación conceptual nacional-postnacional, como marcador desde el que se dirime el entorno internacional contemporáneo, caracterizado por etiquetas-fenómenos como la globalización, el transnacionalismo y la hibridación.

De acuerdo con Stephen Castles y Alastar Davidson (2000), la ciudadanía, como se concibe actualmente, es una institución arraigada al modelo del Estado-nación moderno, cuyo origen puede remontarse al colonialismo europeo y norteamericano. Este modelo, anclado en la división internacional del trabajo y la acumulación por despojo, ha generado un panorama contemporáneo de desarrollo desigual, en el que la ciudanía, definida en función de la adscripción a una cultura, una identidad y un territorio, crea redes asimétricas de poder, saber, riqueza, acceso a la representación y a la eficacia simbólica.  Esta asimetría es constitutiva de la ciudadanía, y utiliza como vectores para actualizarse, los marcadores identitarios (autoadscripciones y heteroadscripciones) de la raza, la etnia, el género, la clase, la nacionalidad, la religión y la edad (por mencionar algunos cuantos, de central importancia para los estudios culturales). En este sentido, organiza una exclusión formal, partiendo de los criterios con que cada Estado-nación, define inclusiones y exclusiones (los quiénes y los cómos de la participación), y una exclusión efectiva, en término de dimensiones socioculturales que definen en la vida cotidiana, el acceso de los grupos minoritarios a los derechos formales de la ciudadanía, y su inclusión y aceptación por parte de los grupos mayoritarios en la producción y reproducción de la comunidad imaginada. Este proceso no es lineal, ni unidireccional, pues existen procesos de disputa por el reconocimiento de los derechos civiles, políticos, sociales y culturales, los cuales transforman el interior de los Estados-nación, y los imaginarios compartidos sobre quiénes pertenecen a la comunidad y quiénes deben permanecer en los márgenes de la exclusión o la inclusión diferenciada.

En el contexto global contemporáneo, marcado por migraciones, diásporas, nuevas formas de pertenencia política, y transformaciones en la definición de los Estados-nación, las discusiones sobre la asimilación, la integración, el multiculturalismo y el interculturalismo , como formas de relacionar la cultura con la ciudadanía, toman mayor relevancia. Castles y Davidson (2000, pp. 12-15) distinguen tres maneras principales de pensar la relación entre territorio, comunidad nacional, e identidades étnico-culturales, en la configuración del reconocimiento ciudadano:

  1. La versión norteamericana-anglosajona identifica la soberanía nacional (constitutiva del Estado) con la autodeterminación de la gente [the people] definida en términos étnico-culturales. En este sentido, un grupo étnico principal, vinculado a un territorio y con control sobre el mismo, se convierte en el núcleo nacional identitario en torno al cual se construye el Estado-nación. Es a partir de esta perspectiva, que el racismo, el nativismo y el neonativismo se organizan y justifican.
  2. La versión alemana de una nación cultural o nación étnica [Kulturnation] surge de la concepción romántica, que comprende a los individuos como parte de una totalidad orgánica. La libertad es consecuencia de aceptar el rol que a cada uno le corresponde en esa totalidad. Así mismo, el Estado es el devenir cuerpo de los significados superiores que organizan las individualidades de acuerdo con la totalidad orgánica interpretada por un lider.
  3. La versión francesa del Estado-nación [Staatsnation], surgida de la revolución de 1789, se basa en una voluntad común, “presente en la idea Roussoniana de voluntad general y en la famosa expresión Renaniana de la nación como un plebiscito de todos los días [traducción propia]” (Castle y Davidson, 2000, p. 14). Desde esta perspectiva, la adhesión de los individuos a la comunidad, se da a partir de su continuamente renovado consentimiento de participación. Esta adscripción se concibe en lo abstracto como una participación formal, pero en la práctica implica una homogenización lingüística, un poder político centralizado y un proceso de asimilación sociocultural.

Estas versiones de la construcción del Estado-nación, siguen manteniendo cierta vigencia, y son indicios de un punto de partida para la reflexión sobre la influencia de la globalización en la concepción de una ciudadanía postnacional. Si bien, uno de los efectos principales de la movilidad global en el contexto contemporáneo, es la aparente desaparición de límites y fronteras, el flujo libre a través de diversos territorios Estatales-nacionales, es una actividad a la que se accede de manera diferencial con base en cierta heteroadscripción identitaria, entramada desde el privilegio. Mas importante para pensar lo postnacional, es la aparición de un entorno supranacional, articulado desde las organizaciones trasnacionales, el mercado y los flujos técnico comerciales, que organizan entornos transfronterizos, interconectados y multilocales. Profundizar en estos puntos, queda en suspenso para otra ocasión.

Bibliografía

Castles, Stephens y Alastar Davidson (2000). “The Crisis of Citizenship” en Castles, Stephens y Alastar Davidson, Citizenship and Migration. Globalization and the Politics of Belonging. Houndmills, Basingstoke, Hampshire & London: McMillan Press, pp. 1-25.

Filmar las identidades: la memoria de un pueblo

I

En el ensayo Identidad sin persona, presente en el libro Desnudez (Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2011), Giorgio Agamben enuncia con brevedad el giro que ha tomado la construcción de identidades en el orbe contemporáneo. El término central en su análisis es el de persona, que para los romanos hacía referencia a una máscara, la imago del antepasado (su rostro modelado en cera se conservaba en el atrio de la casa familiar) que identificaba a su estirpe como perteneciente de antiguo a la comunidad. Aquellos individuos poseedores de una gens respetable, se investían la dignidad política y la capacidad jurídica del hombre libre, identidad que los distinguía de los esclavos, sin nombre, propiedades ni pasado.

Con el pensamiento moderno, asentado sobre la distinción entre sujeto y objeto, el concepto de personalidad se adoptó como el centro de una noción más compleja, donde la identidad personal se definía además por el rol social y los afectos, siempre cercanos a la máscara metafórica del personaje que cada uno asume al habitar la comunidad. De este modo se agregó a la representación jurídica una caracterización moral, que permitía distinguir entre buenos y malos, así como entre aquellos que asumen su rol sin ningún tipo de reparo y los críticos e inconformes.

Agamben apunta que el gran giro con respecto a las definiciones anteriores se dio en el siglo XIX. En las grandes urbes, donde la gestión de la seguridad se hizo indispensable, surgió la inquietud por crear un sistema para identificar a los “delincuentes habituales”. Los meros conceptos de persona y personalidad no ofrecían parámetros objetivos para esta labor, por lo que se adoptaron otros medios: En Francia Alphonse Bertillon implementó un método antropométrico y de fotografía de filiación (se medían y fotografiaban el cráneo, los brazos, los dedos de las manos y los pies), que tiempo después fue complementado con el sistema de clasificación de huellas digitales ideado por Francis Galton.

Desde entonces la construcción de identidades por parte de los Estados, ha ido pasando del ámbito de la persona al de las variables biométricas (ADN, fotografías, huellas dactilares, iris), que asientan la idea de una constitución tipo para discernir entre los miembros de la comunidad (es curioso como un método ideado en principio con fines penitenciarios y carcelarios, se extendió al registro general de la población). Con esto no solo se fomentan distinciones raciales y físicas para distribuir roles sociales, también los registros van sustituyendo a las personas; los documentos se vuelven suplemento de otras identidades posibles, remitiendo a los sujetos a los circuitos de verificación burocrática donde se regate su existencia.

Por eso los cuerpos del inmigrante ilegal, del exiliado, de las minorías raciales o de los arrojados a la periferia de la pobreza, son tan incómodos. Se trata de los sin-papeles, sin registro, de aquellos cuya mera presencia testimonia la exclusión y la crítica posible a las identidades gestionadas desde los centros. Al no contar con identidades reconocidas, sus vidas son tomadas como vidas desnudas, fuera de cuenta. El gran dispositivo de los nacionalismos, ha operado siempre la distinción entre grupos humanos, separando jerarquías y dignidades que se defienden con violencia, para acrecentar la ventaja de lo propio. Desde esta perspectiva discernir entre aquellos que participan de la comunidad y aquellos que no tienen parte, se vuelve una tarea básica.

II

El presente se muestra biopolítio hasta en sus trazos más simples. Los espacios se van disponiendo teniendo en mente, tanto a los cuerpos que tendrán lugar en ellos, como a sus representaciones. Opera así, en lo sutil, una biopolítica del aspecto humano, montada sobre la mirada clínica [Foucault (1963) en Didi-Huberman, Cuerpos expuestos, cuerpos figurantes]:

La mirada clínica tiene la paradójica propiedad de escuchar un lenguaje en el momento en que percibe un espectáculo. […] Una mirada que escucha y una mirada que habla: la experiencia clínica representa un momento de equilibrio entre la palabra y el espectáculo. Equilibrio precario, porque se basa en un formidable postulado: que todo lo visible es enunciable y que es visible en su totalidad porque es enunciable en su totalidad. […] [Pero] la reversibilidad sin residuo de lo visible en lo enunciable ha quedado en la clínica más como una exigencia y un límite que como un principio originario. La descriptibilidad total es un horizonte presente y remoto; es el sueño de un pensamiento, mucho más que una estructura conceptual básica.

Pienso en las fotografías de los refugiados de la guerra civil en Siria, en la difusión de las notas sobre una desgracia humanitaria iniciada en el 2011, que se hace conocida globalmente ahora, cuando roza territorio europeo. La reacción de la opinión pública empieza y termina ahí, en una franja de lo visible siempre precaria. El figurar ante las cámaras no los ha vuelto más humanos, sino más imagen, más espectáculo: sobrexpuestos como están también se oculta su realidad.

El proceso activado es el de una ingeniería emocional, consciente de cómo los grandes reflectores y luminarias producen ceguera con su exceso de luz. La experiencia impuesta sobre su imagen es la del desamparado, la del sin medios. Ese anonimato de la carencia es sobreimpreso por los videos de la recepción que reciben los refugiados en Alemania, entra aplausos y fiesta. Es la imagen especular, el envés capaz de cerrar la narrativa: Europa los recibe con los brazos abiertos. Para las buenas conciencias el acto benéfico se ha consumado, y así la existencia de quienes llegan a países desconocidos, huyendo de la violencia desatada en la tierra donde dejaron sus vidas, se sume de nuevo entre sombras.

Los cuerpos de comunidades enteras, despojadas de una visión que entienda su ahora como un proceso habitado de tiempo, es solo capaz de representar el peligro del desorden, de lo político que contraviene el orden social de las democracias contemporáneas, diría Rancière. Los refugiados pierden rasgos de individualidad (y cuando la obtienen es en un registro melodramático); son uniformados a través del encuadre, que expone intervalos objetivables, clisches impermeables a la mirada crítica. Se simplifica la representación para tener una vista homogénea, propia del catálogo de la Cultura que sabe tomar distancia de la Barbarie.

La mera presencia mediatizada de cuerpos que no cumplen con los estándares de identidad, no basta. Además de abrir los circuitos de transmisión es indispensable modificar la recepción, el modo en que las imágenes son retomadas por la vida. Para ello se necesitan distintas narrativas y distintos usos de la luz: matizada, múltiple, plural, capaz de acentuar los rasgos heterogéneos y únicos, que devuelven nitidez a los rasgos personales, a las historias.

III

Una última imagen. Un hombre y una mujer ancianos ingresan a un paisaje de niebla, mientras, sobre una pequeña plataforma rectangular, navegan el mar en calma. Encuadre final de la película Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984) de Theo Angelopoulus. Se enmarca con esa secuencia a cámara fija, leve, la imposibilidad de un desenlace para la historia de Spyros, quien tras un exilio de tres décadas vuelve a Grecia; atrás queda, siempre fuera de cuadro (rememorada con brevedad en la austeridad de una casa de campo), aquella otra vida, la de su estancia en Rusia. Recuadro disuelto y lejano de una narración silenciada, en un cuerpo envejecido de sus potencias que además encuentra borrados los signos autónomos de una identidad, pues depende del recuerdo de la gente cercana para lograr reconocimiento.

Así se evidencia una vida abordada por fracturas, por dilataciones temporales que no dejan lugar a una visión nítida. Esa niebla que persiste a lo largo de la película, como lluvia o cielo nublado, es la de la sobrevivencia de un pasado, testificado por los gestos presentes y las ausencias impronunciables. El hombre flota por los lugares sin ser capaz de condensarse en ellos. Ni en la ciudad, donde el festejo por su regreso se interrumpe abruptamente cuando decide marcharse a media comida para hospedarse en un motel (y la duda emerge, ¿qué otro pasado callado se representa en esa decisión?), ni en la aldea (dónde vivió hasta su desaparición, a la que encuentra seca y abandonada.

Los habitantes del caserío han decidido vender sus tierras a una compañía hotelera. Spyros, surgido de su ausencia, decide no vender, esperando quizás encontrar sentido, recobrar el tiempo agotado, a fuerza de terquedad. Pero algo profundo se ha perdido en él, sin registro, ni identificaciones, ni nacionalidad, ni tan siquiera memoria actualizable, sus elecciones conducen a un vacío.

A pesar de los límites impuestos por lo social, su presencia es lo suficientemente incómoda como para cancelar el trato (los grandes capitales no arriesgan ante aquel que exige participar del reparto de lo sensible), pero al mismo tiempo motiva la persecución en su contra. Se le acusa de no poseer patria, por lo cual es devuelto explícitamente al umbral que nunca abandonó: no puede permanecer en el país, debe ser deportado a cualquier parte, de preferencia a un no lugar. Ante la incapacidad de embarcarlo en alguna nave que le de asilo, las autoridades lo ponen a flote en un islote artificial, para mantenerlo en aguas internacionales. No hay regreso posible, solo deriva, ausencia. Así, lejos de tierra, es entregado al mar. La lluvia lo cubre, enmudecido. Su esposa, quien había esperado por él desde la huida que evitó su condena bajo la ley marcial, decide acompañarlo. Quizás en ella esté la única posibilidad de recobrar una memoria, de trazar una línea, pero la mujer es fiel a su esposo hasta en la desmemoria.

El personaje que articula todo el relato es Alexandros, hijo de Spyros, quien gira en torno al protagonista como testigo. Su presencia es siempre visiva, de pura contemplación. Se deja saber, con algunos guiños, que es director de cine. El acompañamiento que hace de su padre resulta muy parecido al intento de atrapar a un fantasma a través de la luz. Su mirada filma, y poco más; su acción se reduce a la mera gravitación en torno a la figura de Spyros, quien camina por lugares donde los cuerpos son incapaces de imprimirse en el espacio, dejando en la sensibilidad del film el único vestigio posible.

En esta fábula se revierte la dificultad esencial de filmar a los pueblos. Siempre se corre el riesgo de hacer dogmática o propaganda, de dibujar perfiles chatos, de caer en la ficción más desgarrada o en la loa más pobre. Angelopolus parece encontrar un ancla: filmar las identidades por su ausencia presente, usar, en lugar de las palabras, una imagen expresiva hasta el gesto. El pueblo que falta no es el de una esencia perdida, es el de un quehacer plástico, que está aún por inventarse, por darse voz y cuerpo en un proceso continuo.

Taxidi sta Kythira

Taxidi sta Kythira, 1984