No sólo la pregunta por el conocimiento ha estado presente en mis reflexiones estos últimos años. Un tema transversal que permea distintos ámbitos: económicos, culturales, sociales, biológicos, urbanos, naturales (la lista puede extenderse tanto como se desee, hasta acuñar nuevos símbolos de interacción con la experiencia humana del mundo), es el de la guerra, instancia omnímoda que se ha institucionalizado como instrumentación técnica de la biopolítica en las prácticas y discursos de nuestras sociedades. En un texto de hace cuatro años, motivado por la gestión transnacional de la pandemia de Sars-CoV-2, reflexionaba sobre el despliegue de una gran narrativa bélica que tamizaba la interpretación pública de las acciones de excepción de los Estados-nación y justificaba las diversas medidas implementadas para la gestión del contagio, es decir, de los cuerpos y los espacios que estos ocupan y producen cotidianamente, de su cercanía irredimible y la necesidad de la cesura, de la tecnificación de la asepsia y la sanción de lo sagrado/profano.
Lo que entonces percibía como la incorporación de retóricas bélicas en la gestión de la pandemia y en la articulación de la nueva cotidianidad instalada por estados de emergencia, se vincula ahora más claramente al despliegue que dispuso nuestra percepción, sensibilidad y conocimiento —que a su vez sancionan las formas de producir espacio y gestionar el cuerpo— al interior de marcos de interpretación para justificar e instalar la gestión biopolítica en el corazón de los procesos fundacionales de esta década: guerras por mantener el dominio geopolítico, por la gestión de recursos y poblaciones, por la extensión de mercados y la acumulación de ganancias, por la instauración de ideologías alienantes y genocidas. Así, la enunciación/proyección cotidiana de la guerra dirime la forma en que pensamos y ordenamos el mundo, estableciendo un continuum en el que la guerra se justifica como elemento constitutivo y productivo del despliegue de nuestra cotidianidad. En este proceso la teología no es la única operadora oculta bajo el tablero de ajedrez, ni el autómata es el único actante que desplaza las piezas sobre el tablero. La llamada Inteligencia Artificial (IA), los warldords —señores de la guerra—, las corporaciones transnacionales, los conglomerados de comunicación y las empresas tecnológicas reclaman su sitio en las distintas aristas del juego de posiciones que entrama cada partida, para ungirse junto a los estados nación la extremaunción de la guerra justa.
¿Qué son las guerras? ¿Cuáles son sus causas? ¿Cuáles sus consecuencias? Son preguntas de amplio alcance y profundidad que prefiero dejar en suspenso[1], para concentrarme en una cuestión más concreta y emergente: ¿Qué hace la filosofía en tiempos de guerra?, la cual puede derivar en una precisión más literariamente operativa ¿Qué hace un(a) filósofo(a) en tiempos de guerra? Estas no son cuestiones casuales, pues si la filosofía tiene como impulso fundador dar cuenta de cuestiones relativas a la realidad y a la manera en que el ser humano conoce y da forma a esa realidad, la guerra puede aparece con la doble faz de ser tanto un objeto del estudio filosófico, como un conjunto de acciones, prácticas e instituciones que dan forma a ciertas maneras de hacer filosofía. Producida y productiva, la guerra vista desde este esquema de relaciones implica una forma de acción sobre el mundo, que tiene características que la distinguen de la ciencia, el mito, la filosofía, la técnica, la política y el arte, pero que al mismo tiempo incorpora elementos de todos estos ámbitos para la organización de su propia forma de acción y actualización en instituciones y prácticas concretas.
La primera faz mencionada nos lleva a preguntarnos sobre una filosofía de la guerra, que la analice desde las aristas filosóficas de nuestra elección: ontología, metafísica, epistemología, ética, estética, por mencionar algunas de las formas que esta reflexión puede seguir. Tomando esta línea, el hacer filosófico en tiempos de guerra parecería estar ligado a hacer de la guerra un problema filosófico, poner a prueba sus supuestos, analizar sus dispositivos, cuestionar críticamente sus alcances en cuanto proceso producido y productivo. En contraste, la segunda faz parece estar dirigida más hacia una sociología de la guerra y de su efecto sobre el quehacer filosófico. Ya que la acción y el pensamiento de filósofas y filósofos no se realiza en el vacío, no opera con independencia de las redes de afectos que constitutivamente parten de cuerpos y espacios, ni de la modificación paulatina de las maneras cotidianas en que se satisfacen las necesidades en tiempos de guerra, ni de los procesos normativos e institucionales que acompañan la gestión del poder en esas circunstancias, los cuales tienen un efecto sobre la manera en que se hace filosofía.
En consecuencia, ambas tramas se encuentran amalgamadas en la cuestión central: ¿Qué hace un(a) filósofo(a) en tiempos de guerra? Porque este hacer, si bien puede ser transitado por una reflexión filosófica continua, no todo lo que se hace en tiempos de guerra pasa necesariamente por el ethos de la filosofía. Por ejemplo, las necesidades básicas de dar sustento a nuestros cuerpos, de sobrevivir en condiciones de extrema penuria y carencia, apelan a cuestiones prácticas que, de suyo, no implican necesariamente la reflexión filosófica, y actualizan de manera radical las formas de socialización, la cultura y la biología de un comportamiento que nos dispone a buscar maneras de sobrevivir, de atravesar la catástrofe. Al mismo tiempo, si esa noción de “tiempos de guerra” que hasta ahora se ha hecho operativa como una mera abstracción, comienza a tomar materia específica: en la cercanía de las diversas formas de ocupación extractivista del territorio, o en el lejano genocidio que reconocemos a través de la experiencia telemática y ciberespacial que tenemos de la guerra en lejanos territorios, la cuestión parece demandar respuestas más concretas, tomas de posición personales, maneras de operar filosóficamente en estas circunstancias excepcionales —haciendo referencia el estado de excepción que se instala transnacionalmente, como centro nodal de un “modelo civilizatorio” hegemónico— que nos den abrigo para restituir la potencia de los afectos en esta comunidad que viene.
Requiem El quehacer filosófico sea quizás, el de profanar la maquinaria bélica, para devolverle la proporcionalidad de nuestra humanidad compartida: No una imagen justa, si no, justo una imagen

[1] Una primera aproximación a la definición de estas preguntas se encuentra en el texto mencionado Las batallas invisibles: la guerra, el adversario y los otros, que se puede consultar en el siguiente enlace: Las batallas invisibles: la guerra, el adversario y los otros | Blog de Arturo Montoya Hernández