Utopía, hacia un archipiélago de investigación

Hace unas semanas, nos reunimos con Juan Carlos, Dahil y Karla en un café del centro de la ciudad, ubicado en una plaza cuyo nombre refiere (quiero creer en un guiño de la transmutación de la memoria y sus rumiantes avatares) al autor de De civitate Dei contra paganos. A la conversación fueron convidadas, además del café y otras bebidas de estimulación más sutil y ligera, que acompasaron los bocados de inspiración catalana, dos temas que han captado mi atención en meses recientes: la encrucijada del uso de la llamada Inteligencia Artificial en las labores creativas, de investigación y docencia (sobre lo cual habrá oportunidad de hablar en otro momento) y la reflexión sobre las Utopías, tópico propuesto por Juan Carlos para un curso en línea que está próximo a impartir.

Debo confesar que, desde aquella conversación tañida por el aire sureño de México, mi imaginación se ha deleitado en la reflexión sobre el par utopía/distopía, cuestionando su pertinencia para pensar fenómenos contemporáneos como la migración, la movilidad, la ciudad, la historia, las estéticas políticas, las nuevas tecnologías y la transformación de los procesos educativos. Todos estos temas se sobreimprimen al recuerdo del curso sobre Utopías del renacimiento al que me inscribí hacer más de una década en la facultad de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria, donde la obra de Tomás Moro se enunció como protagonista.

La reflexión sobre Utopías y la creación de discursos, relatos, imaginarios, reflexiones teóricas y producciones artísticas al respecto de aquello que no toma lugar (o cuyo lugar, soterrado, pervive como una vitola de la memoria, cuyo fuego incandescente se anuncia en la braza de los oscuros lugares del saber donde la interrogación de lo que ha sido se arroja como resina vegetal para alumbrar el sabor que se inventa un futuro) me parece un punto de partida fecundo y prometedor, para alimentar las reflexiones en los seminarios del CEGE.

Por una parte, la formación cultural de las sociedades contemporáneas tiene mucho de imaginarios utópicos, que se desprenden de la praxis cotidiana alimentada por los discursos expertos (o su sombra tecnocrática comunicativa) referentes a la tecnología, el internet y los bienes de consumo (cuya materialidad o sublimación en el término “contenidos” se asocia a un omnivorismo cultural de disperso diagnóstico, a veces asociado con las reflexiones sobre la criollización, la transculturación y la hibridez, pero sin un compromiso “denso” con la experiencia y sus recovecos múltiples). Por otra, la ciudad y la civilidad con que nos hacemos de pares domésticos, implica una idea de sociedad que opera en la vitalidad cotidiana, pero también convoca formas de gobierno y tutoría que acompasan los despliegues operacionistas que podrían distorsionar el medio y su mensaje. Como último ejemplo, podemos preguntarnos en qué deriva estarían las imágenes e imaginaciones de la cultura sin un compás (brújula) utópica, para rastrear las supervivencias y tendencias con que afirmamos nuestra presencia en un mundo, cuyo despliegue aún está en proceso de encontrarse.

Estos diversos archipiélagos son, por su variada tesitura y su diversidad galápaga, formas entrelazadas de una imaginación y un discurso mediante el cual las utopías operan la distorsión (o en clave agambeniana: la profanación) de los dispositivos rectores del acuerdo/desacuerdo con que tejemos nuestra comunidad, la comunidad que viene.

Una mujer y un hombre juegan ajedrez en un atardecer del Lago Atitlán. La luz brilla en el estilo colorido y fotorrealista de un Spaghetti Western. El hombre tiene una camiza de cuadros negros y rojos y un sombrero. La mujer viste un impermeable o un reboso. La luz amarilla del atardecer se difumina en el azul profundo del lago.
Una mujer y un hombre juegan ajedrez en un atardecer del Lago Atitlán.
Fuente. Generada por el autor con el Software Dall-E

La cultura como un recurso: emancipación y regulación

En el libro de George Yudice, El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global (2002) puede leerse en una nota a pie de página, un comentario sobre la importancia de la estética en la definición de la modernidad latinoamericana. Se trata, de una afirmación del papel de los procesos decoloniales en la configuración de un horizonte vivo de prácticas de emancipación, que ha organizado las potencias de resistencia, más allá de los aparatos reguladores del Estado, el neocolonialismo y la cultura de masas:

Si aceptamos la descripción inspirada en Weber y Habermas que hace Boaventura de Sousa Santos del desarrollo de la modernidad, vemos que en Latinoamérica ocurre a la inversa: se desarrollan aquellos aspectos de la modernidad marginados en el Norte. Santos postula, como Habermas, dos polos del desarrollo moderno: el regulador y el emancipador. Cada uno de ellos tiene tres componentes lógicos. La regulación es aportada por el Estado, el mercado y la comunidad; la emancipación se encuentra en las esfereas estético-expresiva, cognitiva-instrumental y moral-práctica. De acuerdo con Santos (1995), la modernidad hegemónica se caracteriza, de un lado, por el predominio del mercado, y del otro, por una ciencia basada en la instrumentalidad. Angel Rama (1967, 1970, 1985) es, quizás, el crítico que más defendió la visión de que los altos logros en la esfera estética, especialmente en literatura a partir del siglo XIX en adelante, son tanto un reflejo de la inserción latinoamericana en la economía mundial, cuanto una compensación simbólica por el subdesarrollo de las esferas económica, política y científica, ocasionado en gran medida por el colonialismo europeo y el subsiguiente poscolonialismo de Estados Unidos. Santos mismo, tomando como punto de partida a activistas político-teóricos como Orlando Fals Borda y Paulo Freire, propuso la premisa de que el desarrollo fecundo de las nuevas formas de comunidad (que incluyen los movimientos en pro de la investigación-acción participativa, lo popular, las poblaciones rurales, los derechos humanos y la teología de la liberación), constituyen el aporte latinoamericano a las formas igualitarias de regulación, pese a la índole autoritaria y clientelista del Estado y del derecho. La estética y la comunidad -las dos lógicas subdesarrolladas de la modernidad- operan juntas para producir algunos de los movimientos más potentes, críticos y emancipadores, tal como lo atestigua la emergencia de una forma de expresión surgida de las luchas comunitarias contestatarias, y que llegó a tener gran influencia en otras partes del hemisferio sur y del hemisferio norte. Testimonio es el ejemplo que suscitó más comentarios (véanse los ensayos en Gugelberger, 1996).

George Yudice, 2002, pp. 83-84

Las potencias del cine que deviene imagen-cuerpo:

I. Comentario a Las Letras, de Pablo Chavarría Gutiérrez

Una intuición se va plasmando entre los paisajes boscosos poblados de rostros, de amaneceres, de sonidos, de texturas, de juegos, de movimientos, que evocan el despliegue de una habitación sensoria de lo cinematográfico. No es solamente la evidencia de que los tratamientos convencionales en torno a aquellos cuya voz ha sido silenciada, terminan haciendo réplica de los dispositivos estéticos de reproducción; se trata a su vez del hallazgo de una fuga más allá del encuadre que arroja al interior de un pensamiento sedentario, y del gozo de una imagen afirmándose como presencia en el mundo, cuerpo que remonta el movimiento más taxonómico de la ontología deleuziana del cine, para dejar entrar una imagen-cuerpo concebida desde el vitalismo, como ese mixto orgánico que actualiza una conciencia de la materia entramada en memoria.

Si la apuesta de Las Letras resulta tan evocadora (Recuerdo la frase que hace poco encontré entre la impronta de una conversación de ojos felinos, tomada en vuelo de los versos de Juan Ramón Jiménez, y que escando con el gozo de los descubrimientos: En la gran poesía la oscuridad se aclara por encanto/ no por reflexión), es porque las potencias de lo fílmico (ese material ahora digitalizado en cadenas de información volátil, pero aun sensible a la luz de los adentros, la misma que reverberaría sin cosmos de no ser  por la presencia de una superficie perceptiva que detiene el viaje expansivo para entrañar imagen) reconocen en ella la importancia de una mirada liberada al momento de hacer brotar del aparato su actualización de organismo: ya no la techne de una diégesis empecinada en sobrexponer lo real, para procesar lo visible en visivo o toma de vista, sino la afirmación que proyecta un régimen de lo sensible que no encuentra freno en las entelequias discursivas de lo finalista o lo causal.

Y es que ya no basta afirmar que el aparato estético montado desde el dispositivo cinematográfico es capaz de hacer entrar al espectador a una percepción del movimiento sin centros, o del tiempo reivindicando su soberanía plena en las captaciones de una conciencia. La voluntad que actualiza posibles se aviva entre capas de una membrana deseosa de reconfigurar un devenir tacto en los albores de la experiencia, encontrando hebras que habitan el interior de las tomas, mediante la coloración de posturas capaces de trascender la mera evidencia documental con el ahora de lo abierto: las inmanencias de la imagen devueltas umbral.

Fotograma del trailer de Las Letras

Fotograma del trailer de Las Letras

Hacia una política del ocio

Cuando las manos son puestas en acción desnuda, cuando su actividad se vuelve una loa al trabajo, que no distingue la capacidad creadora de la operación maquiladora a que son sometidas, algo se escinde, una distancia insalvable entre dos tipos de humanidades que toman cuerpo en jerarquías contrapuestas. La escisión tiende a ampliarse, como una herida en el centro de la comunidad que al cicatrizar queda oculta tras lo funcional de la taxonomía restaurada.

Pero si lejos de conformarse con el resultado de una sociedad bien ordenada, se acompaña el proceso que hizo posible su instauración, es posible distinguir una sutura operando en su montaje: la del colectivo encubriendo los cimientos de la desigualdad sobre los que ha establecido sus trazos más finos y duraderos.

En el origen de toda comunidad, nos dice Jacques Rancière, hay una distorsión que limita el rango de lo sensible, al definir a los participantes y los objetos de lo común, así como los tipos de relaciones y lugares que estos deben ocupar (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 15-18). ¿En qué consiste esta esta distorsión original? En la distancia que separa a aquellos capaces de manifestarse a través de palabras bien articuladas (logos), y aquellos que sólo vocalizan ruido.

Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que la escuchan, es lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. La posesión de este órgano de manifestación marca la separación entre dos clases de animales como diferencia de dos maneras de tener parte de lo sensible: la del placer y el sufrimiento, común a todos los animales dotados de voz; y la del bien y el mal, propia únicamente de los hombres y presente ya en la percepción de lo útil y nocivo. Por ello se funda, no la exclusividad de la politicidad, sino una politicidad de un tipo superior que se lleva a cabo en la familia y la ciudad. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 14)

Esta humanidad del ruido, hace referencia a una diferencia en la capacidad de manifestar situaciones complejas, mediadas por una comprensión que supera la mera relación corporal y sensible con las cosas. La mayor capacidad para participar de la definición de lo común, la poseen aquellos que se encuentran mejor dotados para la actividad intelectual, en contraposición a un demos sin cualidades ni virtudes, compuesto por cuerpos anónimos entregados al trabajo y la reproducción (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 20). Ésta separación pretende organizar un cuerpo comunitario, donde los superiores dividen el trabajo jerárquicamente, entre una parte vital que ordena, y una vegetativa que recolecta la materia necesaria sin manifestar voluntad alguna, sometida al juego de las funciones, la utilidad y la obediencia (Rancière, En los bordes de lo política 2007, 97).

Por tanto, la acción sedimentada que construye comunidad, se legitima a través de un ejercicio de acciones dispuestas a la escisión, entre cuerpos centrados en los afanes del trabajo, y otros sin centro, libres, capaces de emitir discursos que justifican la escisión y obtienen frutos de ella . Si bien tal montaje es necesario para que la comunidad logre encontrar un sentido a sus acciones, a través de un afuera, que justifica su búsqueda de orden y centro, es necesario entender cómo esa operación alcanza un límite al cual hay que dirigir una mirada crítica, para evitar los excesos que hace posibles.

El acto continuo de exclusión que funda comunidad, no se dispone meramente a través de una narrativa o de mecanismos que regulan el comportamiento. Incorpora una estética completa que distribuye y engrana lo sensible; de esta manera neutraliza toda disidencia desde su origen mismo, limitando los modos en que los cuerpos que pertenecen a la comunidad organizan su realidad.

Rancière identifica con el nombre de policía a la estructura que se encarga de sistematizar el acceso a lo sensible, y de regular las interacciones posibles y permitidas entre los cuerpos y lo objetos de la comunidad. Su forma es institucional, pero su despliegue es continuo y sutil; construye hábitos y prácticas cotidianas en forma de acuerdos, que funcionan a múltiples niveles

[…] la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos de hacer, los modos de ser y los modos de decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea, es un nombre de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 44-45)

En contraste con lo policial, la acción política se funda en el disenso, en la herida previa a la sutura que se inconforma con el modo en que la comunidad define desigualdades. Presenta modos distintos de engranar la experiencia, para incorporar el horizonte excluido a la amplitud de una aisthesis que abre preguntas en lugar de sustentar respuestas, que se construye en torno a una comunidad de iguales (en cuanto la palabra y el discurso pertenece a todos) y no a una asimetría reverencial-funcional:

Una huelga no es política cuando exige reformas más que mejoras o la emprende contra las relaciones de autoridad antes que contra la insuficientica de los salarios. Lo es cuando vuelve a representar las relaciones que determinan el lugar de trabajo en su relación con la comunidad […] La familia pudo convertirse en un lugar político, no por el mero hecho de que en ella se ejerzan relaciones de poder, sino porque resultó puesta en discusión en un litigio sobre la capacidad de las mujeres a la comunidad. (Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía 2010, 48)

La palabra tomada permite al nuevo interlocutor manifestarse como pensante, partícipe de la misma humanidad que conforma a aquellos que mantenían el monopolio de la palabra. Pero ese reconocimiento no se ejerce solo en la tribuna, o durante la manifestación del desacuerdo ante la repartición de lo común. Cala en los cuerpos, haciéndolos plantear un nuevo horizonte estético, un régimen de recepción y manifestación sensible, donde se reconocen como capaces de efectuar actividades distintas a las del laborioso trabajo que absorbe en la mera producción y reproducción de lo material.

El horizonte del ocio, es el plano estético conquistado. Ya no se trata entonces de la sutura, de la separación capaz de dar pie a la comunidad jerarquizada, sino del umbral de la oportunidad, de la actividad libre más allá de la institución policial. Previa al desacuerdo político, reflejada y reflexionada a través de la palabra ganada, la mirada emancipada es capaz de volver sobre sí para operar en otros ámbitos.

Esa mirada que se separa de los brazos y corta el espacio de su actividad sumisa para insertar en él un espacio de libre inactividad es una buena definición del disenso, el choque de dos regímenes de sensorialidad. Ese choque marca una conmoción de la economía “policial” de las competencias. Apoderarse de la perspectiva es ya definir la propia presencia en un espacio distinto de aquel del “trabajo no espera”. Es romper la división entre aquellos que están sometidos a la necesidad del trabajo de los brazos y aquellos que disponen de la libertad de la mirada. (Rancière, El espectador emancipado 2013, 64)

De ahí la importancia del tiempo libre, del ocio que se vuelve creador, como práctica de resistencia a las distribuciones policiales, como manifestación del desacuerdo que remarca la herida para asumir posiciones distintas a las de la sutura hegemónica. Se trata de los cuerpos que descubren su capacidad de participar de una aisthesis liberada de las necesidades sociales y de los grandes discursos utópicos, que recuperan el uso libre de su tiempo, en torno al gozo revitalizante y a la creación.

La posibilidad de este ejercicio estético de la política, se encuentra relacionado con un régimen de las imágenes capaz de operar con independencia de las funciones sociales y representativas a las que han sido tradicionalmente anexadas. Esta autonomía ganada, no es la del lema del arte por el arte, o la de las imágenes solipsistas del entretenimiento, sino la de la suspensión de las referencias cotidianas, reafirmadas por el ejercicio policial sobre la percepción.

En este régimen estético, las imágenes ya no son juzgadas por su efecto en la manera de ser de la colectividad, como en el régimen ético; ni por el modo de hacer, referente a la adecuación de la aplicación técnica en la construcción de la imagen, como en el régimen representativo (Rancière, El malestar de la estética 2011). Lo que se tiene ya no es entonces, una referencia a la materialidad de la imagen, que escudriña su adecuación con referencia a la cohesión social que pueda movilizar o a la calidad de los detalles de la reproducción de una pintura o una escultura, sino, un análisis de los sensorios que hacen experiencia de esa imagen.

Si la recepción es capaz de efectuar una suspensión de los modos mecánicos de hacer, y se refleja sobre la actividad de las manos que obran la mera reproducción técnica con la productividad como fin, para llamar su atención sobre lo fundamental del silencio, la pausa, la contemplación, la aisthesis libera el resto de potencias constreñidas por lo senso-motor.

Esta política que retoma el régimen estético, no se ocupa únicamente de reestructurar las formas del Estado, sino también de reafirmar experiencias sensibles. Éstas inciden sobre la repartición de lo común, de los espacios, de los lugares, de las funciones y de los roles.

El tiempo libre, permite configurar espectadores críticos, para quienes se hace visible la igualdad latente en el libre juegos de las facultades, las percepciones y las manifestaciones de los participantes de la comunidad (Rancière, El malestar de la estética 2011, 41). Lo que se necesita para afirmar esto, no es una deserción del trabajo, sino una redistribución de lo común que se potencia con el disenso, que hace la pausa y la contemplación accesibles para todos.

Prosodos es un término notable. Significa, en primer lugar, el borde, el punto en que el camino toca a su fin. En el lenguaje político, este borde asumen un sentido más preciso: constituye el hecho de presentarse para hablar en la asamblea. Pero prosodos designa, al mismo tiempo, el excedente que permite presentarse, ponerse en camino, ese algo más que permite asistir a la asamblea: algo suplementario en relación al trabajo y a la vida que este asegura. (Rancière, En los bordes de lo política 2007, 38)

Ese excedente es conjunto al tiempo libre, y requiere la afirmación de la dignidad ética del ocio, frente a la totalidad de una ética del trabajo y el esfuerzo supremos, separados del gozo. De ahí que la configuración de un nuevo régimen perceptivo, donde no sólo la potencia de la palabra, sino también el prosodos se afirman en lo común, permite impulsar la comunidad en el proceso de disenso, como comunidad política y no como
institución policial.

Bibliografía

Lafargue, Paul. El derecho a la pereza. Barcelona: Sol90 / Diario Público, 2010.
Rancière, Jacques. El desacuerdo. Política y filosofía. Primera Edición, Segunda Reimpresión. Traducido por Horacio Pons. Buenos Aires: Nueva Visión, 2010.
—. El espectador emancipado. Traducido por Ariel Dilon. Buenos Aires: Manantial, 2013.
—. El malestar de la estética. Traducido por Miguel Angel Petrecca, Lucía Vogelfang y Marcelo G. Burello. Buenos Aires: Capital intelectual , 2011.
—. En los bordes de lo política. Traducido por Alejandro Madrid. Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2007.