Hace un tiempo, mientras mantenía una platica facebookera, una gran amiga me confesó: “alguien me llamó indecente por el hecho de tener más amigos hombres que mujeres”. A primera vista me pareció una cuestión de esas –que por la larga y confianzuda amistad- te permiten hacer burlas y chistes. Poco tiempo después, el asunto no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Me preguntaba hasta el cansancio: ¿qué hay detrás de una afirmación como esa: «INDECENTE»? A primera vista me pareció un machismo típico, una afirmación que sólo puede ser respondida con un “déjalos, son una bola de machitos pendejos”. Pero mi mente no encontró satisfacción.
Días después, me puse a pensar seriamente en las condiciones que hacen que ese tipo de adjetivaciones sean escupidas por cualquiera. Primero pensé que esa afirmación era el resultado del típico fracaso sexual masculino: Si X quiere entablar una relación sentimental o sexual con Y, y Y está rodeada de compañía masculina, el espécimen X siente frustración y rechazo debido a que la hembra en cuestión está siendo asediada por otros machos que tienen más posibilidades de depositar su esperma en ella. Cuando pensé eso, me desternillé de la risa hasta el cansancio, porque a veces olvido que no solamente somos maquinas reproductivas, a veces olvido que tenemos una carga muy poderosa que muchos suelen llamar “cultura”.
No me satisface la respuesta que versa sobre la mera reproducción. El problema no fue que dos machos en celo pelearan por una hembra disponible. El problema no fue que el macho al verse desplazado, fuera a buscar otra hembra. No me genera interés pensar la cuestión como un mero problema de hormonas y despechos; me interesa pensar la cuestión como un ejercicio de poder, como el ejercicio de un hombre sutil que decide marcar a otro para que sus creencias y costumbres no sean vulneradas. El problema fue que se colocó una marca en un sujeto por el simple hecho de relacionarse con algunas personas y que ello pueda ser controversial a ojos de algunos.
Entonces, el problema no es una cuestión evolutiva o de reproducción. Al no tratarse se eso, ¿de qué se trata entonces?
Después de mucho pensarlo, me ha surgido una idea: la educación moral que se tiene en México, basa sus enseñanzas en los posibles escenarios; la fuerza de la moral se deposita en el imaginario (para muestra basta un botón: querido lector, piense en cualquier persona con una educación moral estricta, después piense en alguna persona que tenga tatuajes, perforaciones, muestre un gran escote, use minifalda, se maquille demasiado, fume, tome, maldiga a la menor provocación, etcétera; después imagínelos en una conversación sobre cualquiera de esos tópicos y podrá darse cuenta que cualquier sentencia prejuiciosa no es más que el imaginario haciéndose bolas).
Los escenarios generados por la imaginación no suelen ser ni acertados ni amables: ¿qué imaginarse al escuchar que una mujer está rodeada de hombres? No creo que alguien que ha tenido una educación moral estricta, pueda imaginar una convivencia amena, o un posible grupo de amigos que está anclando los cimientos de su fraternidad. El que escucha esas cosas, imagina que un indecente es aquel que no ejerce la decencia, y la decencia no es otra cosa que ser bien portado, digno, honesto, de buena calidad, justo. Sigo sin creer que lo arrojado por el imaginario sean simples imágenes sexuales o escenas que despierten el erotismo. Algo me hace pensar que las perversiones inconfesadas saltan en cuanto se piensa en una mujer acompañada de hombres: orgías, penetraciones multitudinarias, eyaculaciones, estruendosos gemidos, sudores y un gran catálogo de actos que los mexicanos de “buena moral” reprobarían y preferirían no mencionar por su elevado grado de depravación, por su alto grado de indecencia.
No me parece relevante si los actos imaginados se consuman o no. Me parece relevante que la estigmatización es un proceso del imaginario que se convierte en una práctica recurrente. Lo imaginado se convierte en una realidad y se acciona un dispositivo: la adjetivación. ¿Qué hacer cuando nuestras creencias más arraigadas se ven amenazadas por el actuar de otros? ¿qué hacer? Fácil: marcarlos para detectarlos fácilmente y poder tomar otras acciones. Ante la supuesta indecencia de una mujer, ¿qué hacer?. Primero: llamarla por lo que es: una indecente. Segundo: utilizar ese adjetivo constantemente para que otros se den cuenta y tomen cartas en el asunto. Segregar es la clave, marcar al diferente, ponerle orejas de burro y sentarlo en un rincón para que los otros no se contagien de su inmundicia.
Al sentirse los super héroes defensores de la moral, algunos ejecutan terribles violencias, de esas que devastan y no son fáciles de borrar. Muchos creen que la violencia debe ser un espectáculo de golpes y sangre para poder considerarla. De nuevo: algunos siguen pensando que adjetivar con crueldad no es un tipo de violencia; o peor aún: que adjetivar con crueldad sólo es el reflejo de una violencia peor: aquella que se ejecuta contra las creencias arraigadas y las consciencias poco críticas.
El problema de la ambigüedad de la violencia está en el fondo de esto. El problema es seguir pensando que la violencia es de una forma, y esa forma es igual para todos. El problema es seguir señalando a los que son diferentes, solo porque su diferencia nos provoca escozor en lo más profundo.
Cierro con esta frase que me gusta mucho:
“El problema que veo detrás de la ambigüedad que algunas personas prestan frente a las diferentes formas que puede adquirir la violencia humana es, sobre todo, que no han podido reconocer la violencia de sus propias acciones.
Aunque tienes mucha razón en señalar el carácter imaginario de un estigma social, creo que es importante reconocer que el sentido fuerte de un estigma radica en las marcas que, como violencia, inscribe en un cuerpo o conjunto de cuerpos. Cuando una persona tacha a otra de «indecente» por supuesto que despliega las violencias de una dinámica social que funciona como fuerza moral afectando el imaginario colectivo, las representaciones de un grupo de personas que interactúan. Pero el efecto de poder de esa forma de incidir en el imaginario colectivo y las representaciones sociales deja sus huellas en los cuerpos, en las estructuras materiales de la corporalidad de los individuos implicados. Primero en lo que se refiere a las «prácticas efectivas», especialmente las discursivas, pero también, en cuanto que dichas prácticas son formas de ser, de hacer y de relacionarse, en lo que se refiere a las políticas sobre el uso y el abuso de los cuerpos. Tachar a alguien de «indecente» es la forma de preparar el terreno para perpetrar algún tipo de violencia sobre su corporalidad, contra su materialidad política; unas veces autorizando la indecencia de nuestra mirada, otras la de nuestro vocabulario, incluso la de nuestros actos más claramente físicos. Presumir la indecencia del otro es un procedimiento para activar el dispositivo o las trampas de nuestro moralismo.