Más mostros

Estoy feliz. Feliz porque ese textito sobre los mostros sociales tuvo un recibimiento increíble. Además de que he podido reconciliarme con mi pluma y mi cuaderno, ahora mismo me encuentro en shock porque ese texto desató una ola de comentarios de gente muy diversa: filósofos, raperos, amigos, no amigos, alumnos, maestros, gente que me escucha diariamente en la FFyL, gente que nunca ha tenido la oportunidad de verme a la cara al platicar. No puedo estar más feliz por ello. También me puso muy feliz que un viejo sabio me comentara que el texto era tan interesante porque tuve la delicadeza de tocar una fibra sensible, esa fibra que nos recuerda cómo nos educaron, cómo nos aterraron, cómo nos sujetaron para ser buenos y dóciles (¿dócilmente buenos? ¿buenamente dóciles? who knows…).

     Sigo pasmado. Y no me pasman los monstruos sociales (al menos no por la monstruosidad que me dijo mi mamá, ja ja ja ja), me pasma que -a pesar de que este pequeño texto sólo me sirve como notas clarificadoras-, la intuición me dice que en estas construcciones textuales, podré desenmarañar el asunto de los monstruos sociales que tanto me apasiona. Mi cabeza da vueltas porque por fin tuve el valor de revelarme lo que tanto trabajo me costaba; me dije: «ése, no mames: has visto que los mostros aparecen cuando es conveniente espantar a un sector social, cuando se les quiere asustar, cuando se les quiere controlar; pero, ¿eso también pasa en una escala pequeña?». Primero lo descarté, me fui por la vía rápida: «no, eso no pasa en escalas pequeñas, para a gran escala cuando los estados implantan políticas de control sobre los ciudadanos para mantenerlos en una aparente estabilidad que no es otra cosa que un control». Y un rato después me di una gran bofetada mientras decía: «¡NO MAMES! los monstruos también se usan en pequeñas escalas, hasta lo dijiste en el texto anterior cuando referías a que las madres usan al mostro para que el niño se coma todas las verduras». Revelarlo no fue fácil, porque me generó un tremendo asco: se reprodujo el mecanismo de control ya no sólo para implantarlo en el imaginario, sino para criar ciudadanos atemorizados. Ya no se aplicó para aterrorizar, sino para culturizar. Jodida está la cosa.

     Dentro de la maraña de reflexiones, me parece que a gran escala tiene mucho sentido inventar enemigos, dotarlos de realidad y verlos horribles, monstruosos; ¿que pasa en pequeñas escalas? Algo muy similar, pero con el propósito de educar ciudadanos que ya tengan esa información cargada en el disco duro desde antes que aprendan a usar su disco duro. El ejemplo de los mostros 1 me golpeó con toda su fuerza: cuando el nene no quiere comer todas las verduras de su plato, la amable y cariñosa madre juega un juego aparentemente inofensivo; en él apela a que el nene ya tiene la capacidad de construir algunas imágenes en su cabeza y ha aprendido a distinguir entre lo que le gusta y lo que no le gusta, con base en eso, la tierna madre despliega una dinámica de terror. En esa dinámica, la madre hace que el niño ponga en juego sus deseos, su conducta, su voluntad en contra de lo que le aterra: la figura asquerosa y babeante del viejo del costal, ese hombre de avanzada edad, pordiosero, sucio, maleducado, maledicente, maldito (¡claro! no hay una forma unívoca de imaginarse al viejo del costal, pero dudo que alguien lo imagine como un catrín o como un bello mancebo, en general creo que se le imagina como una escoria, como una suciedad). ¡QUÉ ESCENARIO TAN ATERRADOR! Más allá de mis nociones sobre pedagogía o sobre el trato básico hacia los niños, me es imposible concebir (e incluso, me es imposible recordar) lo desgarrador que debe ser enfrentarse a los monstruos que la imaginación genera, sobre todo cuando las personas de confianza son las que generan esos monstruos (gracias, queridas mamás y papás). Aunque lo que me parece más importante es que después de montar el escenario, la maquinaria funciona muy bien: el niño no desea acercarse a ese monstruoso ser, mucho menos desea ser raptado por él, no tiene el mínimo interés en relacionarse de cualquier forma con el viejo del costal; y si la solución a ese problema se encuentra en la ingesta de verduras (o en no hacer berrinche, o en tender la cama, o en x, y o z), parece que no hay otra opción mas que aquella donde el niño decide comportarse como le han indicado. Entonces, ¿hemos aprendido a ser buenos o malos hijos basándonos en imaginaciones terroríficas? ¿hemos estado sujetos a la perdida de la seguridad a través de cuentos maternos/paternos? Me parece que sí. Pero, más allá de que el nene sea un nene bien portado, ¿que es lo que sucede? Fácil, se utilizó una estrategia simple pero contundente: el terror imaginario como política de control y normalización.

     Tú, que ahora me lees, probablemente digas: «¡no chingues, Genaro! no es tan problemático que le inventemos mentirillas piadosas a los niños para que no anden de relajientos», sin embargo, parte de la efectividad del procedimiento es ésa: simular que es un acto somero, trivial, sin mayor problema. Hay que aclarar que el problema no se queda en el nivel de la inocente mentirilla, de hecho, va más allá: se trata de una estrategia muy ruda que le enseña al niño que en caso de ser malo (sea lo que eso sea), recibirá un castigo que rebasa a cualquier castigo: será separado de su familia por un sujeto que encarna todos los temores que se pueden pensar, y todo gracias a que el comportamiento del nene no fue el adecuado según el cánon dictado por sus padres. Tómese en consideración la ligereza de los términos: ¿es lo mismo que un niño sea malo a que sea no-bueno? Parece que en el ámbito del terror paternal, todo lo que no sea bueno, es malo. Y todo lo que es malo, merece ser renombrado, reeducado, reinsertado y si todo eso no funciona, castigado (es decir: primero una nalgada porque eres un cabrón travieso, si funciona vuelves a ser mi bebé, si no funciona le hablo al viejo del costal). ¿Por qué tendría que raptarme un indigente si no me termino el brócoli? ¿Qué necesidad tiene un señor malo de alejarme de mi mami si le hice una seña con el dedo al vecino? Oh, por un momento lo olvide: el monstruo no existe, y mis papis me están engañando para que no sea un zopenco travieso. ¡MENUDA CHINGADERA!

Cuando hablamos del mundo de la pandilla de cholos, sucede algo similar a lo ocurrido con el viejo del costal: inmediatamente la imaginación se activa y podemos construir miles de rostros, formas, figuras. La palabra cholo nos remite a varias imágenes: pantalones anchos, paliacates que cubren los ojos, pachucos, chicanos, un slang jocoso, y otra tantas imágenes que sería difícil enumerarlas todas. Pero, las imágenes agradables o graciosas no son lo único que para por la mente. Basta con imaginar qué dirían algunas personas si se encuentran en un callejón oscuro a un sujeto rapado, con todo el cuerpo tatuado, con mirada retadora, con los ojos desorbitados por la rabia, con una mueca que indica a todas luces que él es el vencedor de una lucha desigual que ni siquiera ha empezado. Bueno, lo que cualquier sentiría es terror, pánico, cualquiera sentiría que los pies no se adhieren al piso, cualquiera se sentiría desfallecer sin que pueda ser salvado.

     Y ahí, ¿qué sucedió? Muchos afirmarán con la mano en la cintura, que lo ocurrido ahí sólo es el instinto de supervivencia que se ha activado, otros dirán que fue una reacción ante lo desconocido; yo diré que ese es  el punto donde podemos detectar que una política de terror hizo efecto. Claro, yo puedo afirmarlo con la mano en la cintura, pues lo único detectable es la estigmatización de un conjunto de sujetos a través del reporte lingüístico de una comunidad. Es incierto si todos son como dice el estigma, también es incierto si todos quieren comportarse como alguien les dijo que deben comportarse, no se sabe si el estigma es diferente y la forma en que se comportan es una respuesta al estigma; lo único certero es que tras la creación del cholomostro hay un proceso de segregación muy sofisticado.

     La sofisticación radica en la forma en cómo han sido contadas algunas historias: hace muchos años, a alguien se le ocurrió amurallar las ciudades para evitar que el enemigo irrumpiera y con ello trajera una ola de miseria y decepción. La historia se contaba cruda: ponemos murallas para que el enemigo no robe nuestros tesoros y no viole a nuestras mujeres. Después, la historia dio un giro político interesante: las murallas que construimos ya no son útiles porque el mal ya se encuentra dentro de esas murallas; ¿alguna vez estuvo fuera de las murallas? ¿acaso el asedio de las ciudades les impidió ver el mal que florecía dentro?. Sea como sea, es necesario que de alguna forma se contenga ese mal para que podamos detectarlo, separarlo y paulatinamente deshacernos de él. ¿Cómo lo detectamos? Simple, a través de las formas de vivir: aquel que vive en comunidad y paz, puede ser considerado -al menos coloquialmente- como un ciudadano.¿Y qué sucede con aquel que decide que esa forma de relación social no es la que le brinda mejores herramientas para relacionarse con el entorno? Pues ése no es un ciudadano, y el que no es ciudadano, debe ser considerado un bárbaro, y el bárbaro debe ser alejado de la ciudad, pero ojo: no debe ser exterminado en una sangrienta matanza, solo debe ser enjaulado para que siempre se tenga la oportunidad de acercarse a mirar su monstruosa presencia con la finalidad de recordar lo que uno no quiere ser (¡vaya forma! Mirar lo malo para aprender lo que no se debe ser y en automático aprender lo que sí se debe ser). Me suena muy raro: antes que nada, hay algo que se considera bueno, y lo bueno debe vivir en la ciudad; lo que no sea bueno, es malo y lo malo no agrada. Lo que no agrada debe ser puesto en vitrinas para que nos asustemos y recordemos lo buenos que debemos ser. Ese juego perverso me parece una sofisticada obra realizada por hombres que disfrazan su violencia en la violencia descarada de otros hombres. Los primeros seducen al lenguaje para hacerle creer a otros que esos que no temen expresar su descontento, son unos animales que deben ser dominados, domados, enjaulados. Esos hombres que no temen expresar su agresividad y enfado, son susceptibles de ser repudiados, de ser monstruificados. Los cholos, en su afán de no dejarse domeñar por los sutiles, se vuelven presas fáciles: tienen en su contra el estigma, a los hombres sutiles y a una comunidad que se apantalla fácilmente ante sus ropas y sus modos. Los sutiles pronto vuelven al cholo una especie de viejo del costal: cosa sucia, desparpajada, malintencionada, que vive en los barrios bajos y goza del hurto, del crimen, de la violencia que pretende reducirlo todo a los golpes y a los destrozos.

     El monstruo -el cholo del costal- no es precisamente un sujeto malvado (al menos, no es malvado sólo por ser cholo). Me parece que más allá de bondades y maldades, el cholo solamente es un sujeto que está estructurando redes políticas, formas de relación que intentan darle solución a problemas sociales específicos de su entorno. Todo parece indicar que es un sujeto que se compró el estigma social para generar miedo, y con el miedo generar un barrera que le permite ahuyentar a espectadores indeseables. La figura monstruosa ha dejado un marca tal en el conjunto de sujetos, que ahora los sujetos creen que son esa marca: se creen asesinos, se creen delincuentes, se creen cabrones (no es que tengan que serlo o que no tengan que serlo, lo relevante es que no lo son sólo por ser cholos, sin embargo, el proceso identitario que los marca les ha venido repitiendo que tienen que serlo para legitimar su choleidad). La cuestión no sólo es política, se inscribe en el plano ético, pues los sujetos quedan marcados, quedan definidos identitariamente a través de una marca que incide en el ejercicio ético de la vida civil, esto es: su ethos  queda mancillado por una marca social que intenta desarraigarlos de la comunidad, pero no lo suficiente como para olvidarlos o exterminarlos. Parece que el juego en el cual quedan inmersos es el del «mal necesario»: son desagradables, sin embargo, son útiles para recordar algunas cosas no muy agradables. Es lo mismo que sucede con el viejo el costal: se crea un imagen para después usarla como método de control a través del terror inserto en el imaginario.

     Entonces ese terror no es fortuito, tiene una finalidad. La finalidad se centra en la etigmtización que los ciudadanos no-cholos realizan sobre los cholos para poder  legitimar el ejercicio de su vida civil a través de lo que no quieren ser (obviamente, lo que no quieren ser es el monstruo). Claro, esta reflexión está atravesada por pequeñas reflexiones sobre la vida civil: es pertinente reflexionar si esos que estigmatizan para vivir en realidad están viviendo responsablemente, si lo que viven es el ejercicio responsable de una vida civil o la imposición de un ejercicio responsable de vida civil, o el adoctrinamiento par llevar a cabo un tipo de vida civil.

Cada nueva pregunta me abre nuevos horizontes de reflexión. Cada nueva pregunta es un nuevo reporte para el CEGE (si ya fui reportero de bizbirije, no veo por qué no ser reportero del CEGE). Mientras elaboro nuevos reportes cegísticos, me quedo con algunas breves conclusiones. Me parece claro que los cholos son víctimas de una estigmatización social que deja profundas huellas en su humanidad: los convierte en sujetos propensos a aceptarse como instancias del estigma con tal de no ser vulnerados en sus situaciones vitales. También está claro que el ejercicio estigmatizador es el sofisticado truco de los hombre sutiles, en su búsqueda de claridades sociales, en su afán de mirar con desdén lo que es diferente, en su afán de encontrar en lo bárbaro un ancla para su identidad. También me queda claro que el cholo ejerce su propio juego social basado en preceptos claros: firmeza, carnalismo. Pero eso ya es harina de otro costal…

Unos mostros (sí, mostros).

Desde pequeños hemos sido criados con base en estrategias de sujeción política. No descubre el hilo negro aquel que afirma que desde la crianza brindada por la familia, el sujeto se encuentra dominado, soterrado, castigado. ¿Acaso es difícil recordar cuando las madres condicionan a los hijos para comer todas las verduras? ¿Acaso es fácil olvidar que dormir era una acción condicionada por los reyes magos o por el ratón de los dientes? Parece trivial, e incluso risible, recordar aquellos menesteres, pero ellos nos dan una pista sobre un tipo de control político que se configura a través de una sujeción muy peculiar: la sujeción a través de lo imaginario. Es importante destacar que no es la misma sujeción aquella que se basa en figuras reales (como la policía corrupta o el cacique), que la que se basa en sujetos inventados, sujetos que no tienen una existencia fáctica, pero que, sin embargo, funcionan para mantener controlados a los individuos.

Un ejemplo que me ayudará a describir el estado de la cuestión es el famoso viejo del costal.  Esta peculiar figura, siempre evocaba (y en ocasiones todavía lo hace) algunos de los terrores más profundos en varias generaciones: su figura recuerda la desdicha, el terror, el asco, lo inmundo, lo desconocido, en general, lo malo. Una figura de esa magnitud, no puede ser otra cosa que un monstruo social: una marca en el imaginario colectivo que fractura la estabilidad ficticia de las personas, con tal de mantenerlos a raya, de tenerlos quietos en un mundo que se ha descrito como  terrible y peligroso. Es muy importante remarcar que la figura del viejo del costal está fuertemente ligada a la figura de otro monstruo social: el roba chicos. El roba chicos es una figura que está basada en los reportes lingüísticos de la época enmarcados en el México de varias décadas (setentas, ochentas y noventas), reportes que – por cierto-, exageraban la situación. ¿Cuál era la situación? Simple: el roba chicos era un sujeto que basaba sus andanzas por la ciudad en la sustracción de niños de los brazos de sus padres, es decir, ese sujeto arrebataba a los niños mientras sus padres se distraían. ¿Por qué eran efectivos los reportes sobre el roba chicos? Porque la exageración de una acción cotidiana construyó una historia que marcó el imaginario popular de unas formas terribles y devastadoras. Esos reportes consistían en deformar la situación: pasaron de que existía al menos un sujeto que robaba niños, a que existía un enemigo sin rostro que robaba a todos y cada uno de los niños existentes en los límites de la ciudad, que se los llevaba a terrenos desolados y que allí cometía todos tipo de acciones terribles en contra de esos niños (los destripaba, los violaba, los cortaba en pequeños pedazos y se los vendía a extranjeros sedientos de sangre joven). Parece que la historia está basada en películas de bajo presupuesto: sí, los Yakuza tienen una red de tráfico infantil en el mundo, y el roba chicos es su mejor distribuidor; el roba chicos, por supuesto, es un sujeto malo, muy malo que está esperando en cualquier callejón solitario. Más allá de la historia hollywoodense mal contada, me queda claro que es imposible cuestionar la existencia de al menos un sujeto que al menos una vez se robara un niño para traficar con él (o con sus órganos), pero no puedo considerar creíble que ese enemigo sin apariencia, que ese terrible golem sin cara tuviera la intención de robarse a todos los niños para venderlos por piezas. También me parece incuestionable lo siguiente: la historia se transformó porque cada vez que se contaba, se le fueron añadiendo partes, detalles fantásticos que la convirtieron en un amasijo increíble. En pocas palabras, la historia se alejó del suceso porque operó en ella algo similar a un juego de niños: el teléfono descompuesto (es decir, el relato se modificó gracias a que cada nuevo enunciador narraba lo que escuchó de otro enunciador y además le añadía pequeños trozos fruto de sus reflexiones).
La fractura en el tejido social fue efectiva: los padres no soltaban a sus hijos, los vigilaban constantemente, no permitían que ningún extraño se les acercara (de ahí la famosa frase: «no hables con extraños»). Esos reportes lingüísticos que fueron hijos de la deformación, rompieron la aparente estabilidad en la que se encontraban: ya no era cómodo salir a la calle, ya no se podía vivir con tranquilidad porque la figura de ese sujeto malvado acecha en cualquier esquina o callejón oscuro; ya no se podía vivir porque el mal estaba dentro de las murallas de la ciudad.  Ese terror inmoviliza el cotidiano actuar de los sujetos, los vuelve presas de su miedo, les impide resolver sus situaciones cotidianas. Ello me lleva a pensar que el viejo del costal está justificado como figura aterrorizante en la figura del roba chicos, porque el viejo del costal es la materialización del segundo, es decir, el primero es el rostro que la sociedad le dio al segundo. Cuando el terror es el reflejo de la imposibilidad de acción ante un enemigo sin apariencia, es necesario que se le dé un rostro para poder marcarlo, segregarlo y exterminarlo paulatinamente (o al menos, poder contener su acción en los márgenes de la ciudad). De no estar ligadas ambas figuras, el viejo del costal es un balbuceo, es un simple indigente que debe dar lástima, es un sujeto víctima de el sin sentido de las ciudades. El vínculo entre ambos arroja un poco de luz sobre la cuestión: de no existir un suceso que marque el imaginario, no es posible que se inventen los monstruos, y a la inversa: el monstruo social sólo existe si hay sucesos que transforman el entorno de la gente a tal grado que las palabras generen historias que deformen los sucesos relatados.

Un viejo del costal robando querubines.

Es tremendamente peculiar que esas figuras sean monstruosas, es peculiar que sean monstruosas a causa de las deformaciones que las palabras generaron, sin embargo, el viejo del costal y el roba chicos se basan en otra figura más poderosa que ha cimbrado la estructura social: la figura del malvado. Coloquialmente, la figura del malvado se ha entendido como aquella figura que se instancia en diferentes sujetos que disfrutan destrozando la existencia de los ciudadanos que viven en paz y armonía, incluso, se ha reestructurado de tal forma que el malvado hace el mal porque sí, porque lo disfruta, porque su ser en el mundo es malvado (el malvado malvadea), porque no hay otra forma de vivir la vida y de relacionarse con otros. Cuando el malvado (su construcción fantasmagórica) entra en escena, la existencia se encuentra perturbada, diluida; las situaciones vitales se encuentran vulneradas de tal forma que la única respuesta posible es la paralización. Si se está parado frente a tal escenario, ¿cómo no aterrorizarse ante semejantes aberraciones de la sociedad? ¿cómo no esconder a los niños? ¿cómo no mirar de reojo a todo y todos mientras uno camina por las calles?

El terror se apoderó de los sujetos, el terror generó un caos social. Las figuras del viejo del costal o del roba chicos generaron descontrol: en un momento, las madres y padres protegieron a sus hijos a capa y espada para evitar que el monstruo se los llevara, en otro momento usaron al monstruo para controlar. ¡Qué consecuencia tan peculiar! Los que alguna vez fueron controlados por la figura del monstruo, después usaron al monstruo para controlar. En ambos casos, el terror atravesó el actuar de los padres; sin embargo, es muy importante aceptar que ese terror al que estuvieron sometidas las familias no fue un miedo real (aunque no creo que alguien pueda afirmar que ese terror fuera un sentimiento inferior, nimio, insensato); considero que no es difícil aceptar que el terror ocasionado por esas figuras era el síntoma de una pequeña pero poderosa enfermedad: esos sujetos fueron controlados por una sujeción basada en figuras imaginarias. El terror causado por las fantasmagorías que son fruto de los reportes lingüísticos no es hijo del miedo a una amenaza real o latente, es hijo de los deformes monstruos creados en el teléfono descompuesto.  En realidad, lo que sucedió es una política efectiva de control: sembrar un miedo específico que cale muy hondo para mantener ocupado al sector social que pueda causar problemas (del tipo que sean). Después, esa construcción imaginaria adquirió mucha fuerza social y terminó teniendo una realidad en el imaginario colectivo. En realidad, no me interesa descubrir quién fue el que implantó esa política de control, por ahora me basta con entender cómo funciona esa política y si es posible, entender cómo revertirla.

Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿qué pasó cuando mamá y papá amenazaban al pequeño para que se comportara porque si no, el viejo del costal se lo iba a llevar? ¿qué pasa si el viejo del costal sólo se lleva a los niños buenos? ¿qué pasa si sólo se lleva a los malos? ¿qué pasa si otros monstruos han sido cortados con el mismo molde? ¿qué carajos pasa cuando decidimos que las figuras que nos controlan deben controlar a los que siguen en la fila? ¿No será que esto me suena a que un día construyeron a los cholos-del-costal? Y la pregunta que me embrolla la cabeza: ¿no será que los monstruos que nos construyeron (o nos construimos) son sutiles dispositivos de control que socialmente no se cuestionan?

Reportó para el CEGE, un cholo del costal. Seguiremos informando.