Unos mostros (sí, mostros).

Desde pequeños hemos sido criados con base en estrategias de sujeción política. No descubre el hilo negro aquel que afirma que desde la crianza brindada por la familia, el sujeto se encuentra dominado, soterrado, castigado. ¿Acaso es difícil recordar cuando las madres condicionan a los hijos para comer todas las verduras? ¿Acaso es fácil olvidar que dormir era una acción condicionada por los reyes magos o por el ratón de los dientes? Parece trivial, e incluso risible, recordar aquellos menesteres, pero ellos nos dan una pista sobre un tipo de control político que se configura a través de una sujeción muy peculiar: la sujeción a través de lo imaginario. Es importante destacar que no es la misma sujeción aquella que se basa en figuras reales (como la policía corrupta o el cacique), que la que se basa en sujetos inventados, sujetos que no tienen una existencia fáctica, pero que, sin embargo, funcionan para mantener controlados a los individuos.

Un ejemplo que me ayudará a describir el estado de la cuestión es el famoso viejo del costal.  Esta peculiar figura, siempre evocaba (y en ocasiones todavía lo hace) algunos de los terrores más profundos en varias generaciones: su figura recuerda la desdicha, el terror, el asco, lo inmundo, lo desconocido, en general, lo malo. Una figura de esa magnitud, no puede ser otra cosa que un monstruo social: una marca en el imaginario colectivo que fractura la estabilidad ficticia de las personas, con tal de mantenerlos a raya, de tenerlos quietos en un mundo que se ha descrito como  terrible y peligroso. Es muy importante remarcar que la figura del viejo del costal está fuertemente ligada a la figura de otro monstruo social: el roba chicos. El roba chicos es una figura que está basada en los reportes lingüísticos de la época enmarcados en el México de varias décadas (setentas, ochentas y noventas), reportes que – por cierto-, exageraban la situación. ¿Cuál era la situación? Simple: el roba chicos era un sujeto que basaba sus andanzas por la ciudad en la sustracción de niños de los brazos de sus padres, es decir, ese sujeto arrebataba a los niños mientras sus padres se distraían. ¿Por qué eran efectivos los reportes sobre el roba chicos? Porque la exageración de una acción cotidiana construyó una historia que marcó el imaginario popular de unas formas terribles y devastadoras. Esos reportes consistían en deformar la situación: pasaron de que existía al menos un sujeto que robaba niños, a que existía un enemigo sin rostro que robaba a todos y cada uno de los niños existentes en los límites de la ciudad, que se los llevaba a terrenos desolados y que allí cometía todos tipo de acciones terribles en contra de esos niños (los destripaba, los violaba, los cortaba en pequeños pedazos y se los vendía a extranjeros sedientos de sangre joven). Parece que la historia está basada en películas de bajo presupuesto: sí, los Yakuza tienen una red de tráfico infantil en el mundo, y el roba chicos es su mejor distribuidor; el roba chicos, por supuesto, es un sujeto malo, muy malo que está esperando en cualquier callejón solitario. Más allá de la historia hollywoodense mal contada, me queda claro que es imposible cuestionar la existencia de al menos un sujeto que al menos una vez se robara un niño para traficar con él (o con sus órganos), pero no puedo considerar creíble que ese enemigo sin apariencia, que ese terrible golem sin cara tuviera la intención de robarse a todos los niños para venderlos por piezas. También me parece incuestionable lo siguiente: la historia se transformó porque cada vez que se contaba, se le fueron añadiendo partes, detalles fantásticos que la convirtieron en un amasijo increíble. En pocas palabras, la historia se alejó del suceso porque operó en ella algo similar a un juego de niños: el teléfono descompuesto (es decir, el relato se modificó gracias a que cada nuevo enunciador narraba lo que escuchó de otro enunciador y además le añadía pequeños trozos fruto de sus reflexiones).
La fractura en el tejido social fue efectiva: los padres no soltaban a sus hijos, los vigilaban constantemente, no permitían que ningún extraño se les acercara (de ahí la famosa frase: «no hables con extraños»). Esos reportes lingüísticos que fueron hijos de la deformación, rompieron la aparente estabilidad en la que se encontraban: ya no era cómodo salir a la calle, ya no se podía vivir con tranquilidad porque la figura de ese sujeto malvado acecha en cualquier esquina o callejón oscuro; ya no se podía vivir porque el mal estaba dentro de las murallas de la ciudad.  Ese terror inmoviliza el cotidiano actuar de los sujetos, los vuelve presas de su miedo, les impide resolver sus situaciones cotidianas. Ello me lleva a pensar que el viejo del costal está justificado como figura aterrorizante en la figura del roba chicos, porque el viejo del costal es la materialización del segundo, es decir, el primero es el rostro que la sociedad le dio al segundo. Cuando el terror es el reflejo de la imposibilidad de acción ante un enemigo sin apariencia, es necesario que se le dé un rostro para poder marcarlo, segregarlo y exterminarlo paulatinamente (o al menos, poder contener su acción en los márgenes de la ciudad). De no estar ligadas ambas figuras, el viejo del costal es un balbuceo, es un simple indigente que debe dar lástima, es un sujeto víctima de el sin sentido de las ciudades. El vínculo entre ambos arroja un poco de luz sobre la cuestión: de no existir un suceso que marque el imaginario, no es posible que se inventen los monstruos, y a la inversa: el monstruo social sólo existe si hay sucesos que transforman el entorno de la gente a tal grado que las palabras generen historias que deformen los sucesos relatados.

Un viejo del costal robando querubines.

Es tremendamente peculiar que esas figuras sean monstruosas, es peculiar que sean monstruosas a causa de las deformaciones que las palabras generaron, sin embargo, el viejo del costal y el roba chicos se basan en otra figura más poderosa que ha cimbrado la estructura social: la figura del malvado. Coloquialmente, la figura del malvado se ha entendido como aquella figura que se instancia en diferentes sujetos que disfrutan destrozando la existencia de los ciudadanos que viven en paz y armonía, incluso, se ha reestructurado de tal forma que el malvado hace el mal porque sí, porque lo disfruta, porque su ser en el mundo es malvado (el malvado malvadea), porque no hay otra forma de vivir la vida y de relacionarse con otros. Cuando el malvado (su construcción fantasmagórica) entra en escena, la existencia se encuentra perturbada, diluida; las situaciones vitales se encuentran vulneradas de tal forma que la única respuesta posible es la paralización. Si se está parado frente a tal escenario, ¿cómo no aterrorizarse ante semejantes aberraciones de la sociedad? ¿cómo no esconder a los niños? ¿cómo no mirar de reojo a todo y todos mientras uno camina por las calles?

El terror se apoderó de los sujetos, el terror generó un caos social. Las figuras del viejo del costal o del roba chicos generaron descontrol: en un momento, las madres y padres protegieron a sus hijos a capa y espada para evitar que el monstruo se los llevara, en otro momento usaron al monstruo para controlar. ¡Qué consecuencia tan peculiar! Los que alguna vez fueron controlados por la figura del monstruo, después usaron al monstruo para controlar. En ambos casos, el terror atravesó el actuar de los padres; sin embargo, es muy importante aceptar que ese terror al que estuvieron sometidas las familias no fue un miedo real (aunque no creo que alguien pueda afirmar que ese terror fuera un sentimiento inferior, nimio, insensato); considero que no es difícil aceptar que el terror ocasionado por esas figuras era el síntoma de una pequeña pero poderosa enfermedad: esos sujetos fueron controlados por una sujeción basada en figuras imaginarias. El terror causado por las fantasmagorías que son fruto de los reportes lingüísticos no es hijo del miedo a una amenaza real o latente, es hijo de los deformes monstruos creados en el teléfono descompuesto.  En realidad, lo que sucedió es una política efectiva de control: sembrar un miedo específico que cale muy hondo para mantener ocupado al sector social que pueda causar problemas (del tipo que sean). Después, esa construcción imaginaria adquirió mucha fuerza social y terminó teniendo una realidad en el imaginario colectivo. En realidad, no me interesa descubrir quién fue el que implantó esa política de control, por ahora me basta con entender cómo funciona esa política y si es posible, entender cómo revertirla.

Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿qué pasó cuando mamá y papá amenazaban al pequeño para que se comportara porque si no, el viejo del costal se lo iba a llevar? ¿qué pasa si el viejo del costal sólo se lleva a los niños buenos? ¿qué pasa si sólo se lleva a los malos? ¿qué pasa si otros monstruos han sido cortados con el mismo molde? ¿qué carajos pasa cuando decidimos que las figuras que nos controlan deben controlar a los que siguen en la fila? ¿No será que esto me suena a que un día construyeron a los cholos-del-costal? Y la pregunta que me embrolla la cabeza: ¿no será que los monstruos que nos construyeron (o nos construimos) son sutiles dispositivos de control que socialmente no se cuestionan?

Reportó para el CEGE, un cholo del costal. Seguiremos informando.

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