Mostros camaleones

Dado que los cholos ejercen sus diversos modos de ser cholos con toda potencia, logran desvincularse parcialmente de esa marca, lo cual los convierte en sujetos más temibles, más agresivos, más aterrorizantes, más monstruosos. ¿Cómo es posible que los cholos se desvinculen del estigma? Gracias al ejercicio camaleónico, es decir, los cholos son sujetos que tienen la capacidad de mimetizarse con el entorno. Me refiero a que el cholo, con mucha facilidad, logra insertarse (y ser un miembro activo) en el tejido social que antes lo había estigmatizado: me parece muy clara la situación, pues el cholo sin mayor conflicto logra ejercerse como trabajador, como delincuente, como estudiante, como padre de familia, como sujeto moral dispuesto a realizar transformaciones significativas en el entorno plagado de hostilidad (y de ahí, es de donde nace el carnalismo como un mecanismo de defensa -en un primer momento- ante estas vicisitudes). Claro: en primera instancia, se le asume como un sujeto desconocido, pero paulatinamente se le da otro lugar en la clasificación social, esto significa que

Otra de las percepciones generalizadas es la de considerar al pandillero como a una persona incapaz de desarrollar cualquier otra actividad que no tenga que ver con la delincuencia […]. llegar a comprender la figura del pandillero como la de un individuo que, efectivamente es susceptible de presentar una vertiente comportamental delictiva, pero que también es padre, madre, vecino, trabajador, amigo, etc.[1]:

¡Vaya que son socialmente peligrosos! ¡vaya que son más que simios encerrados en una jaula para evitar que contagien de pulgas a los otros animales!  De ahí que tengan la necesidad de ser más cholos que otros cholos, pues es de suma importancia hacerse notar como una figura atemorizante para poder configurar otro tipo de relación política que desemboque en el terror de cholos y no cholos, que desemboque en el respeto de cualquier sujeto a pesar de los estigmas y las segregaciones sociales. Se busca ser más cholo que otros cholos para amedrentar a pandillas rivales, pero también para asestar un golpe al estigma impuesto por los hombres cuya voz sutil dice que los cholos son delincuentes -a priori- sin considerar los factores sociales que los han orillado a serlo, a aparentarlo o a rechazarlo.


[1] Cano, Francisca, La <<vida loca>>. Pandillas juveniles en El Salvador, pp. 19-20

Infames caricaturas.

«y es que es tal la concentración  de cosas dichas contenidas en estos textos que no se sabe si la intensidad que los atraviesa  se debe más al carácter  centelleante de las palabras o a la violencia de los hechos que bullen en ellos. Vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas; tal es lo que he pretendido reunir en este herbolario.»

Michel Foucault. La vida de los hombres infames. 

Me parece que no hay una consciencia clara de lo que es un cholo, me parece que solamente se tienen pequeñas intuiciones caricaturizadas del cholo; aunque hay que aclarar que el problema no se soluciona al encerrar las multiplicidades choleras en un solo concepto, es importante mirar con detenimiento qué y cómo dice la gente acerca los cholos. Al ser figuras que circulan por las calles y dado su carácter hermético, los cholos se vuelven una gran incógnita, es decir, son desconocidos, no se sabe qué hacen, no se sabe cómo son, no se sabe de qué se trata su estar en el mundo. Pero ese misterio andante no es lo único que hay que considerar: es de suma importancia revisar la forma en que los cholos son mirados, es decir, la forma en que la sociedad genera escenarios y situaciones que intentan describir la forma de ser de algunos sujetos; incluso, me parece que estos discursos no sólo generan una descripción de un conjunto de sujetos, sino que lo vuelven un discurso establecido, aceptado, casi intocable. El relato lingüistico configurado por la comunidad en la cual se desenvuelven los cholos, no mira detenidamente al cholo  para poder hacer un análisis prístino de su ser sujetos en el mundo, de hecho, la comunidad que realiza el relato en donde se enmarca al cholo, no suele mirar con atención y precaución, por lo cual

La conciencia moderna tiende a otorgar a la distinción entre lo normal y lo patológico el poder de delimitar lo irregular, lo desviado, lo poco razonable, lo ilícito  y también  lo  criminal. Todo lo que  se considera  extraño recibe, en virtud de esta conciencia, el estatuto de la exclusión  cuando se trata de juzgar y de la inclusión cuando se trata de explicar. El conjunto de las dicotomías fundamentales  que, en nuestra cultura, distribuyen a ambos lados del  límite las  conformidades  y las  desviaciones,  encuentra  así una justificación  y la apariencia de un  fundamento.[1].

 

 Así, al mirar superficialmente al cholo, éste se muestra como una figura atemorizante: los cholos tienen indumentarias que los hacen ver agresivos, su actuar no es amable, su secrecía los convierte en signos de interrogación que andan por el mundo. Ante ese panorama, no es difícil empezar a construir historias en torno a ellos, no es difícil dejar volar la imaginación y construir grandes relatos sobre lo que es un cholo. Esos relatos van a pasar por construcciones mermadas por el miedo, es decir, del cholo se sabe poco, pero se dice mucho: se dice que usan ropa de tallas grandes, se dice que son pelones, se dice que son tatuados, se dice que son delincuentes, malandrines, asesinos; no obstante, algunas de esas sentencias tiene razón, pero otras no. Es un hecho que son algo, pero no son precisamente lo que la gente cuenta, lo que la gente estructura en reportes lingüísticos acerca de fenómenos concretos. En realidad no es pertinente saber con toda certeza lo que son (además, es muy difícil brindar una definición del cholo pues dada la multiplicidad de contextos y la multiplicidad de modos de ser cholo, sólo se pueden dar caracterizaciones someras, descripciones), pero es importante saber qué no son.

Hay que dejar en claro que los cholos no son la caricatura hecha por la sociedad, de hecho, son una son una realidad muy incómoda porque suele confundirse su agresividad con su violencia. Es muy común dicha confusión: la agresividad no precisamente es violencia, de hecho, sería un grave error omitir que la violencia que ha sido ejercida por los hombres sobre el mundo (o sobre otros hombres) no siempre ha sido antecedida o acompañada de un comportamiento agresivo[2]. Por ello, la monstruosidad que se le ha adjudicado a los cholos no es otra cosa que una sencilla pero poderosa confusión: al verlos construidos como entidades visualmente agresivas, se les atribuye inmediatamente la característica violenta (aclaro: no es que no haya cholos violentos, pero no creo que todo sujeto agresivo sea -por antonomasia- un sujeto violento): “Este proceso que lleva a los jóvenes a desarrollar una imagen de tipos duros, con sus tatuajes, historias de guerra y violencia, hace que los mismos sean percibidos como una amenaza por la sociedad, la cual, busca distanciarse de ellos”[3]. Ahí donde el estigma lleva la rienda de las relaciones sociales, es donde los cholos son monstruificados, caricaturizados, segregados y con sumo cuidado, exterminados. Aunque ese exterminio no se trata de borrarlos de la faz de la tierra, se centra en tenerlos contenidos en espacios específicos donde pueden ser controlados, detectados y re-educados para su reinserción social (considero que esa estrategia es la misma que se utiliza en las cárceles, como si el pandillero fuera un criminal sólo por ser pandillero: de nuevo, craso error). Entonces, al cholo se le controla a través de la estigmatización: se le vuelve un sujeto detectable y tratable, pero cuando se trata de el cholo como una realidad incómoda (ya sea como parte de un fenómeno de migración o como un fenómeno económico), se le extermina.  Pero este exterminio no es precisamente la aniquilación corporal que tanto se piensa hoy en día, se trata, en sentido estricto, de un proceso de infamia, es decir, de generar fama negativa, de la afrentar al otro a través del qué dirán. Esto me indica que la opinión pública es la que entra en escena a generar un castigo, es decir, las palabras de aquellos que juzgan socialmente, hacen mella en los oídos de las multitudes para poder marcar a un conjunto de sujetos. Aquí es donde el tener una fama negativa se convierte en un castigo ejemplar: la sociedad responde ante esa fama negativa, responde ante la supuesta (o real) nocividad del sujeto (o sujetos) que son merecedores de esa mala fama. En ese preciso momento es cuando deja de ser necesario un castigo a través de las acciones legales, o un castigo a través de la corporalidad violentada: los sujetos infames son castigados a través de su infamia, son segregados, alejados, marcados y poco a poco son o bien soterrados, o bien curados socialmente (es decir, la infamia desaparece y vuelven a ser sujetos estandarizados)[4].

 


[1] Foucault, Michel, La vida de los hombres infames, p. 13.

[2] Cf. Gómez Choreño, Rafael Ángel, Estigmatización y exterminio. Apuntes para una genealogía de la violencia, p. 65

[3] Cano, Francisca, La <<vida loca>>. Pandillas juveniles en El Salvador., p. 20

[4] Cf  Foucault, Michel, op. cit., p. 42.

Sobre los cholos-mostros: reflexiones iniciales.

Llevo un rato bastante largo pensando qué pasa dentro de las pandillas de cholos. Ahora siento que ese asunto poco a poco se está clarificando. Sin embargo, tengo una tremenda trabazón a la hora de pensar lo que sucede afuera de las clikas. Sí, la tripa me gana y muchas veces me limito a decir: «pinches culeros, nos ven feo porque ni saben lo que somos», pero el problema va más lejos (y mis respuestas también). Después de unas recomendaciones hechas por mi amigo Samuel (huevos, Sam), me quedé pensando en algo que nunca había pensado con detenimiento (ejem… mejor dicho, nunca lo había pensado como filósofo): ¿QUÉ PASA CUANDO ALGUIEN QUE NO ES CHOLO MIRA A UN CHOLO? Fácil: se caga de miedo. ¿Por qué? De nuevo, fácil: porque afuera del mundo de la pandilla de cholos, hay un mundo que no tiene la más mínima idea de lo que pasa adentro, es decir: los cholos, cuando están fuera de su hábitat natural (jajaja), son terribles mostros producto del sinsentido de la ciudad, son hijos del desamparo que trae consigo el proyecto civilizatorio de las grandes urbes.

      Sí, mi querido Genaro, eso suena muy profundo y filosófico, pero, ¿QUÉ QUIERE DECIR? Bueno, la cosa no es tan complicada: la gente no tiene idea de lo que es un cholo; tienen una idea vaga de cómo se ve, se imaginan lo que puede hacer, lo vuelven un fantasma, pero no hay una idea concreta de lo que es, no tienen una idea clara del sabor y el olor del cholo. Esto quiere decir que la gente tiene reportes lingüisticos muy sofisticados por medio de los cuales cree saber qué es un cholo, sin embargo, sólo tienen nociones caricaturizadas, aquellas nociones que han invadido la cotidianidad a través de la tv o el cine (al final del post les dejo varios vídeos donde pueden ver a lo que me refiero). Es gracioso ver los ejemplos, da mucha risa el desconocimiento de lo que un cholo es, sin embargo, ¿Qué pasa cuando uno no sabe cómo son las cosas? Lo más común es que se les tema, que se les tenga miedo (hasta me atrevería a decir que el miedo es una reacción natural ante lo que no se conoce). ¿Y qué pasa cuando se le tiene miedo a lo desconocido? Si uno es cobarde, correrá a esconderse bajo la mesa; si uno es valiente, tomará el azadón y peleará contra las sombras que emergen de la oscuridad. En ambos casos, lo desconocido tendrá que ser convertido en un mostro para que pueda cobrar realidad en la cabeza asustada. La idea es que a lo desconocido y temible se le otorgue un rostro (aunque sea una caricatura) para poder tenerlo bien detectado. Así es como se crean los mostros: se les vuelve presencias fantasmales, se les dota de propiedades que en realidad no tienen, se exageran sus cualidades y sus debilidades. Ese mostro que es un enemigo sin un rostro definido (pero parece que ya tiene forma) en realidad es un chivo expiatorio: es el sujeto en donde se depositan los miedos, las iras, los rencores; de ahí que la gama de mostros sea tan variada, tan variada que cada persona le da diferente realidad al mostro dentro de su cabeza: para algunos, el cholo puede ser un pulpo devora edificios, para otro puede ser un narcotraficante, para otro puede ser godzilla con pantalones planchados, sin embargo, todos comparten una idea: el monstruo aterroriza. Aterroriza en gran medida por aquellos reportes que cierto tipo de publicidad difunde (¿¿LA OPINIÓN PUBLICA??  help, Choreño) y por la manipulación que la imaginación ejerce sobre esos reportes. ¿Cómo se da que esa imaginación manipula? Simple: en la oscuridad de la noche, las ramas que crujen por el viento se transforman en árboles vivientes que desean comer cerebros. Pero cuando la luz logra alumbrar al mostro, es muy sencillo darse cuenta que sólo eran ramas viejas. Esa manipulación existe gracias a que algunos hombrecillos sutiles difunden relatos sobre cómo es el cholo, sin siquiera haberlo visto en profundidad. Sí, esos hombres sutiles hacen del cholo un mostro a causa de que lo desconocen y gracias a que lo desconocen, le temen, y porque le temen, lo marcan. Es marcado porque esos pinches cholos se ven como todos unos culeros, se ven agresivos, se ven pegalones, se ven gachos con los tatuajes y las camisas de cuadritos. El estigma presume un origen: esos pinchis cholos son unos marginados porque viven en lugares bien jodidos y no les interesa nada más que partirse la madre; peeeero la cosa es menos trivial: esos cholos son así, porque están hasta la madre del mundo hostil, básicamente son una bola de marginados sociales que están hasta la verga de las condiciones de vida que les tocó vivir, y por ello no se miden y son pasaditos de verga. Claro, hay una diferencia significativa entre lo que es y lo que la fantasmagoría dice que es, no obstante, los hombres sutiles aprovechan la situación para marcar, apodar, para tratar al mostro como si fuera un mono enjaulado.

     Antes de ser monos en la jaula, los cholos sólo eran sujetos que daban miedo porque eran desconocidos, ahora son sujetos que dan miedo porque todos conocen sus andanzas. El miedo ya no es a lo que no se conoce, ahora es el miedo a lo que se cree conocer. El estigma, la difusión de imágenes erroneas, los reportes lingüisticos tipo teléfono descompuesto y el deseo de desconocimiento, hacen que el cholo ya no dé un miedo simple: ahora genera un miedo de muerte. Los hombres sutiles han dicho que los cholos matan y roban, por eso la gente no se les acerca, por eso la gente les tiene miedo. En general, la gente se caga, se asusta de maneras increíbles. Y ahí entra el carnalismo: los cholos deciden mostrarle a los no-cholos que no son tan mierdosos como dice el estigma, que no son tan ladrones y asesinos, que no son tan monstruosos (sí, deciden decirle a algunos sujetos que no son el viejo del costal). Algunos sujetos que se enteran de eso, se dan cuenta que el cholo no es el godzilla con pantalón planchado, y empiezan a mirarlo tal y como es: como random people.

Ahhhhhh, y de todo esto, ¿qué vale la pena? Vale la pena darse cuenta de que no hay que temerle a lo que no se conoce, porque siempre hay riesgo de exterminar lo que nos da miedo. Es importante darse cuenta que los mostros creados por algunos sujetos no son otra cosa que balbuceos malintencionados.

Es importante que siga dándole vueltas al asunto. Seguiré informando.

Ahora sí: ¡ESTÚPIDAS CHOLERÍAS TELEVISIVAS! Dense grasa:

1.- http://www.youtube.com/watch?v=E6bmMndjj9U#t=0m37s
2.- http://www.youtube.com/watch?v=-7T08sItMpI
3.- http://www.youtube.com/watch?v=gyBAu_JDy-4#t=07m27s
4.- http://www.youtube.com/watch?v=-GFcmEndmmk#t=10m05s

Más mostros

Estoy feliz. Feliz porque ese textito sobre los mostros sociales tuvo un recibimiento increíble. Además de que he podido reconciliarme con mi pluma y mi cuaderno, ahora mismo me encuentro en shock porque ese texto desató una ola de comentarios de gente muy diversa: filósofos, raperos, amigos, no amigos, alumnos, maestros, gente que me escucha diariamente en la FFyL, gente que nunca ha tenido la oportunidad de verme a la cara al platicar. No puedo estar más feliz por ello. También me puso muy feliz que un viejo sabio me comentara que el texto era tan interesante porque tuve la delicadeza de tocar una fibra sensible, esa fibra que nos recuerda cómo nos educaron, cómo nos aterraron, cómo nos sujetaron para ser buenos y dóciles (¿dócilmente buenos? ¿buenamente dóciles? who knows…).

     Sigo pasmado. Y no me pasman los monstruos sociales (al menos no por la monstruosidad que me dijo mi mamá, ja ja ja ja), me pasma que -a pesar de que este pequeño texto sólo me sirve como notas clarificadoras-, la intuición me dice que en estas construcciones textuales, podré desenmarañar el asunto de los monstruos sociales que tanto me apasiona. Mi cabeza da vueltas porque por fin tuve el valor de revelarme lo que tanto trabajo me costaba; me dije: «ése, no mames: has visto que los mostros aparecen cuando es conveniente espantar a un sector social, cuando se les quiere asustar, cuando se les quiere controlar; pero, ¿eso también pasa en una escala pequeña?». Primero lo descarté, me fui por la vía rápida: «no, eso no pasa en escalas pequeñas, para a gran escala cuando los estados implantan políticas de control sobre los ciudadanos para mantenerlos en una aparente estabilidad que no es otra cosa que un control». Y un rato después me di una gran bofetada mientras decía: «¡NO MAMES! los monstruos también se usan en pequeñas escalas, hasta lo dijiste en el texto anterior cuando referías a que las madres usan al mostro para que el niño se coma todas las verduras». Revelarlo no fue fácil, porque me generó un tremendo asco: se reprodujo el mecanismo de control ya no sólo para implantarlo en el imaginario, sino para criar ciudadanos atemorizados. Ya no se aplicó para aterrorizar, sino para culturizar. Jodida está la cosa.

     Dentro de la maraña de reflexiones, me parece que a gran escala tiene mucho sentido inventar enemigos, dotarlos de realidad y verlos horribles, monstruosos; ¿que pasa en pequeñas escalas? Algo muy similar, pero con el propósito de educar ciudadanos que ya tengan esa información cargada en el disco duro desde antes que aprendan a usar su disco duro. El ejemplo de los mostros 1 me golpeó con toda su fuerza: cuando el nene no quiere comer todas las verduras de su plato, la amable y cariñosa madre juega un juego aparentemente inofensivo; en él apela a que el nene ya tiene la capacidad de construir algunas imágenes en su cabeza y ha aprendido a distinguir entre lo que le gusta y lo que no le gusta, con base en eso, la tierna madre despliega una dinámica de terror. En esa dinámica, la madre hace que el niño ponga en juego sus deseos, su conducta, su voluntad en contra de lo que le aterra: la figura asquerosa y babeante del viejo del costal, ese hombre de avanzada edad, pordiosero, sucio, maleducado, maledicente, maldito (¡claro! no hay una forma unívoca de imaginarse al viejo del costal, pero dudo que alguien lo imagine como un catrín o como un bello mancebo, en general creo que se le imagina como una escoria, como una suciedad). ¡QUÉ ESCENARIO TAN ATERRADOR! Más allá de mis nociones sobre pedagogía o sobre el trato básico hacia los niños, me es imposible concebir (e incluso, me es imposible recordar) lo desgarrador que debe ser enfrentarse a los monstruos que la imaginación genera, sobre todo cuando las personas de confianza son las que generan esos monstruos (gracias, queridas mamás y papás). Aunque lo que me parece más importante es que después de montar el escenario, la maquinaria funciona muy bien: el niño no desea acercarse a ese monstruoso ser, mucho menos desea ser raptado por él, no tiene el mínimo interés en relacionarse de cualquier forma con el viejo del costal; y si la solución a ese problema se encuentra en la ingesta de verduras (o en no hacer berrinche, o en tender la cama, o en x, y o z), parece que no hay otra opción mas que aquella donde el niño decide comportarse como le han indicado. Entonces, ¿hemos aprendido a ser buenos o malos hijos basándonos en imaginaciones terroríficas? ¿hemos estado sujetos a la perdida de la seguridad a través de cuentos maternos/paternos? Me parece que sí. Pero, más allá de que el nene sea un nene bien portado, ¿que es lo que sucede? Fácil, se utilizó una estrategia simple pero contundente: el terror imaginario como política de control y normalización.

     Tú, que ahora me lees, probablemente digas: «¡no chingues, Genaro! no es tan problemático que le inventemos mentirillas piadosas a los niños para que no anden de relajientos», sin embargo, parte de la efectividad del procedimiento es ésa: simular que es un acto somero, trivial, sin mayor problema. Hay que aclarar que el problema no se queda en el nivel de la inocente mentirilla, de hecho, va más allá: se trata de una estrategia muy ruda que le enseña al niño que en caso de ser malo (sea lo que eso sea), recibirá un castigo que rebasa a cualquier castigo: será separado de su familia por un sujeto que encarna todos los temores que se pueden pensar, y todo gracias a que el comportamiento del nene no fue el adecuado según el cánon dictado por sus padres. Tómese en consideración la ligereza de los términos: ¿es lo mismo que un niño sea malo a que sea no-bueno? Parece que en el ámbito del terror paternal, todo lo que no sea bueno, es malo. Y todo lo que es malo, merece ser renombrado, reeducado, reinsertado y si todo eso no funciona, castigado (es decir: primero una nalgada porque eres un cabrón travieso, si funciona vuelves a ser mi bebé, si no funciona le hablo al viejo del costal). ¿Por qué tendría que raptarme un indigente si no me termino el brócoli? ¿Qué necesidad tiene un señor malo de alejarme de mi mami si le hice una seña con el dedo al vecino? Oh, por un momento lo olvide: el monstruo no existe, y mis papis me están engañando para que no sea un zopenco travieso. ¡MENUDA CHINGADERA!

Cuando hablamos del mundo de la pandilla de cholos, sucede algo similar a lo ocurrido con el viejo del costal: inmediatamente la imaginación se activa y podemos construir miles de rostros, formas, figuras. La palabra cholo nos remite a varias imágenes: pantalones anchos, paliacates que cubren los ojos, pachucos, chicanos, un slang jocoso, y otra tantas imágenes que sería difícil enumerarlas todas. Pero, las imágenes agradables o graciosas no son lo único que para por la mente. Basta con imaginar qué dirían algunas personas si se encuentran en un callejón oscuro a un sujeto rapado, con todo el cuerpo tatuado, con mirada retadora, con los ojos desorbitados por la rabia, con una mueca que indica a todas luces que él es el vencedor de una lucha desigual que ni siquiera ha empezado. Bueno, lo que cualquier sentiría es terror, pánico, cualquiera sentiría que los pies no se adhieren al piso, cualquiera se sentiría desfallecer sin que pueda ser salvado.

     Y ahí, ¿qué sucedió? Muchos afirmarán con la mano en la cintura, que lo ocurrido ahí sólo es el instinto de supervivencia que se ha activado, otros dirán que fue una reacción ante lo desconocido; yo diré que ese es  el punto donde podemos detectar que una política de terror hizo efecto. Claro, yo puedo afirmarlo con la mano en la cintura, pues lo único detectable es la estigmatización de un conjunto de sujetos a través del reporte lingüístico de una comunidad. Es incierto si todos son como dice el estigma, también es incierto si todos quieren comportarse como alguien les dijo que deben comportarse, no se sabe si el estigma es diferente y la forma en que se comportan es una respuesta al estigma; lo único certero es que tras la creación del cholomostro hay un proceso de segregación muy sofisticado.

     La sofisticación radica en la forma en cómo han sido contadas algunas historias: hace muchos años, a alguien se le ocurrió amurallar las ciudades para evitar que el enemigo irrumpiera y con ello trajera una ola de miseria y decepción. La historia se contaba cruda: ponemos murallas para que el enemigo no robe nuestros tesoros y no viole a nuestras mujeres. Después, la historia dio un giro político interesante: las murallas que construimos ya no son útiles porque el mal ya se encuentra dentro de esas murallas; ¿alguna vez estuvo fuera de las murallas? ¿acaso el asedio de las ciudades les impidió ver el mal que florecía dentro?. Sea como sea, es necesario que de alguna forma se contenga ese mal para que podamos detectarlo, separarlo y paulatinamente deshacernos de él. ¿Cómo lo detectamos? Simple, a través de las formas de vivir: aquel que vive en comunidad y paz, puede ser considerado -al menos coloquialmente- como un ciudadano.¿Y qué sucede con aquel que decide que esa forma de relación social no es la que le brinda mejores herramientas para relacionarse con el entorno? Pues ése no es un ciudadano, y el que no es ciudadano, debe ser considerado un bárbaro, y el bárbaro debe ser alejado de la ciudad, pero ojo: no debe ser exterminado en una sangrienta matanza, solo debe ser enjaulado para que siempre se tenga la oportunidad de acercarse a mirar su monstruosa presencia con la finalidad de recordar lo que uno no quiere ser (¡vaya forma! Mirar lo malo para aprender lo que no se debe ser y en automático aprender lo que sí se debe ser). Me suena muy raro: antes que nada, hay algo que se considera bueno, y lo bueno debe vivir en la ciudad; lo que no sea bueno, es malo y lo malo no agrada. Lo que no agrada debe ser puesto en vitrinas para que nos asustemos y recordemos lo buenos que debemos ser. Ese juego perverso me parece una sofisticada obra realizada por hombres que disfrazan su violencia en la violencia descarada de otros hombres. Los primeros seducen al lenguaje para hacerle creer a otros que esos que no temen expresar su descontento, son unos animales que deben ser dominados, domados, enjaulados. Esos hombres que no temen expresar su agresividad y enfado, son susceptibles de ser repudiados, de ser monstruificados. Los cholos, en su afán de no dejarse domeñar por los sutiles, se vuelven presas fáciles: tienen en su contra el estigma, a los hombres sutiles y a una comunidad que se apantalla fácilmente ante sus ropas y sus modos. Los sutiles pronto vuelven al cholo una especie de viejo del costal: cosa sucia, desparpajada, malintencionada, que vive en los barrios bajos y goza del hurto, del crimen, de la violencia que pretende reducirlo todo a los golpes y a los destrozos.

     El monstruo -el cholo del costal- no es precisamente un sujeto malvado (al menos, no es malvado sólo por ser cholo). Me parece que más allá de bondades y maldades, el cholo solamente es un sujeto que está estructurando redes políticas, formas de relación que intentan darle solución a problemas sociales específicos de su entorno. Todo parece indicar que es un sujeto que se compró el estigma social para generar miedo, y con el miedo generar un barrera que le permite ahuyentar a espectadores indeseables. La figura monstruosa ha dejado un marca tal en el conjunto de sujetos, que ahora los sujetos creen que son esa marca: se creen asesinos, se creen delincuentes, se creen cabrones (no es que tengan que serlo o que no tengan que serlo, lo relevante es que no lo son sólo por ser cholos, sin embargo, el proceso identitario que los marca les ha venido repitiendo que tienen que serlo para legitimar su choleidad). La cuestión no sólo es política, se inscribe en el plano ético, pues los sujetos quedan marcados, quedan definidos identitariamente a través de una marca que incide en el ejercicio ético de la vida civil, esto es: su ethos  queda mancillado por una marca social que intenta desarraigarlos de la comunidad, pero no lo suficiente como para olvidarlos o exterminarlos. Parece que el juego en el cual quedan inmersos es el del «mal necesario»: son desagradables, sin embargo, son útiles para recordar algunas cosas no muy agradables. Es lo mismo que sucede con el viejo el costal: se crea un imagen para después usarla como método de control a través del terror inserto en el imaginario.

     Entonces ese terror no es fortuito, tiene una finalidad. La finalidad se centra en la etigmtización que los ciudadanos no-cholos realizan sobre los cholos para poder  legitimar el ejercicio de su vida civil a través de lo que no quieren ser (obviamente, lo que no quieren ser es el monstruo). Claro, esta reflexión está atravesada por pequeñas reflexiones sobre la vida civil: es pertinente reflexionar si esos que estigmatizan para vivir en realidad están viviendo responsablemente, si lo que viven es el ejercicio responsable de una vida civil o la imposición de un ejercicio responsable de vida civil, o el adoctrinamiento par llevar a cabo un tipo de vida civil.

Cada nueva pregunta me abre nuevos horizontes de reflexión. Cada nueva pregunta es un nuevo reporte para el CEGE (si ya fui reportero de bizbirije, no veo por qué no ser reportero del CEGE). Mientras elaboro nuevos reportes cegísticos, me quedo con algunas breves conclusiones. Me parece claro que los cholos son víctimas de una estigmatización social que deja profundas huellas en su humanidad: los convierte en sujetos propensos a aceptarse como instancias del estigma con tal de no ser vulnerados en sus situaciones vitales. También está claro que el ejercicio estigmatizador es el sofisticado truco de los hombre sutiles, en su búsqueda de claridades sociales, en su afán de mirar con desdén lo que es diferente, en su afán de encontrar en lo bárbaro un ancla para su identidad. También me queda claro que el cholo ejerce su propio juego social basado en preceptos claros: firmeza, carnalismo. Pero eso ya es harina de otro costal…

Unos mostros (sí, mostros).

Desde pequeños hemos sido criados con base en estrategias de sujeción política. No descubre el hilo negro aquel que afirma que desde la crianza brindada por la familia, el sujeto se encuentra dominado, soterrado, castigado. ¿Acaso es difícil recordar cuando las madres condicionan a los hijos para comer todas las verduras? ¿Acaso es fácil olvidar que dormir era una acción condicionada por los reyes magos o por el ratón de los dientes? Parece trivial, e incluso risible, recordar aquellos menesteres, pero ellos nos dan una pista sobre un tipo de control político que se configura a través de una sujeción muy peculiar: la sujeción a través de lo imaginario. Es importante destacar que no es la misma sujeción aquella que se basa en figuras reales (como la policía corrupta o el cacique), que la que se basa en sujetos inventados, sujetos que no tienen una existencia fáctica, pero que, sin embargo, funcionan para mantener controlados a los individuos.

Un ejemplo que me ayudará a describir el estado de la cuestión es el famoso viejo del costal.  Esta peculiar figura, siempre evocaba (y en ocasiones todavía lo hace) algunos de los terrores más profundos en varias generaciones: su figura recuerda la desdicha, el terror, el asco, lo inmundo, lo desconocido, en general, lo malo. Una figura de esa magnitud, no puede ser otra cosa que un monstruo social: una marca en el imaginario colectivo que fractura la estabilidad ficticia de las personas, con tal de mantenerlos a raya, de tenerlos quietos en un mundo que se ha descrito como  terrible y peligroso. Es muy importante remarcar que la figura del viejo del costal está fuertemente ligada a la figura de otro monstruo social: el roba chicos. El roba chicos es una figura que está basada en los reportes lingüísticos de la época enmarcados en el México de varias décadas (setentas, ochentas y noventas), reportes que – por cierto-, exageraban la situación. ¿Cuál era la situación? Simple: el roba chicos era un sujeto que basaba sus andanzas por la ciudad en la sustracción de niños de los brazos de sus padres, es decir, ese sujeto arrebataba a los niños mientras sus padres se distraían. ¿Por qué eran efectivos los reportes sobre el roba chicos? Porque la exageración de una acción cotidiana construyó una historia que marcó el imaginario popular de unas formas terribles y devastadoras. Esos reportes consistían en deformar la situación: pasaron de que existía al menos un sujeto que robaba niños, a que existía un enemigo sin rostro que robaba a todos y cada uno de los niños existentes en los límites de la ciudad, que se los llevaba a terrenos desolados y que allí cometía todos tipo de acciones terribles en contra de esos niños (los destripaba, los violaba, los cortaba en pequeños pedazos y se los vendía a extranjeros sedientos de sangre joven). Parece que la historia está basada en películas de bajo presupuesto: sí, los Yakuza tienen una red de tráfico infantil en el mundo, y el roba chicos es su mejor distribuidor; el roba chicos, por supuesto, es un sujeto malo, muy malo que está esperando en cualquier callejón solitario. Más allá de la historia hollywoodense mal contada, me queda claro que es imposible cuestionar la existencia de al menos un sujeto que al menos una vez se robara un niño para traficar con él (o con sus órganos), pero no puedo considerar creíble que ese enemigo sin apariencia, que ese terrible golem sin cara tuviera la intención de robarse a todos los niños para venderlos por piezas. También me parece incuestionable lo siguiente: la historia se transformó porque cada vez que se contaba, se le fueron añadiendo partes, detalles fantásticos que la convirtieron en un amasijo increíble. En pocas palabras, la historia se alejó del suceso porque operó en ella algo similar a un juego de niños: el teléfono descompuesto (es decir, el relato se modificó gracias a que cada nuevo enunciador narraba lo que escuchó de otro enunciador y además le añadía pequeños trozos fruto de sus reflexiones).
La fractura en el tejido social fue efectiva: los padres no soltaban a sus hijos, los vigilaban constantemente, no permitían que ningún extraño se les acercara (de ahí la famosa frase: «no hables con extraños»). Esos reportes lingüísticos que fueron hijos de la deformación, rompieron la aparente estabilidad en la que se encontraban: ya no era cómodo salir a la calle, ya no se podía vivir con tranquilidad porque la figura de ese sujeto malvado acecha en cualquier esquina o callejón oscuro; ya no se podía vivir porque el mal estaba dentro de las murallas de la ciudad.  Ese terror inmoviliza el cotidiano actuar de los sujetos, los vuelve presas de su miedo, les impide resolver sus situaciones cotidianas. Ello me lleva a pensar que el viejo del costal está justificado como figura aterrorizante en la figura del roba chicos, porque el viejo del costal es la materialización del segundo, es decir, el primero es el rostro que la sociedad le dio al segundo. Cuando el terror es el reflejo de la imposibilidad de acción ante un enemigo sin apariencia, es necesario que se le dé un rostro para poder marcarlo, segregarlo y exterminarlo paulatinamente (o al menos, poder contener su acción en los márgenes de la ciudad). De no estar ligadas ambas figuras, el viejo del costal es un balbuceo, es un simple indigente que debe dar lástima, es un sujeto víctima de el sin sentido de las ciudades. El vínculo entre ambos arroja un poco de luz sobre la cuestión: de no existir un suceso que marque el imaginario, no es posible que se inventen los monstruos, y a la inversa: el monstruo social sólo existe si hay sucesos que transforman el entorno de la gente a tal grado que las palabras generen historias que deformen los sucesos relatados.

Un viejo del costal robando querubines.

Es tremendamente peculiar que esas figuras sean monstruosas, es peculiar que sean monstruosas a causa de las deformaciones que las palabras generaron, sin embargo, el viejo del costal y el roba chicos se basan en otra figura más poderosa que ha cimbrado la estructura social: la figura del malvado. Coloquialmente, la figura del malvado se ha entendido como aquella figura que se instancia en diferentes sujetos que disfrutan destrozando la existencia de los ciudadanos que viven en paz y armonía, incluso, se ha reestructurado de tal forma que el malvado hace el mal porque sí, porque lo disfruta, porque su ser en el mundo es malvado (el malvado malvadea), porque no hay otra forma de vivir la vida y de relacionarse con otros. Cuando el malvado (su construcción fantasmagórica) entra en escena, la existencia se encuentra perturbada, diluida; las situaciones vitales se encuentran vulneradas de tal forma que la única respuesta posible es la paralización. Si se está parado frente a tal escenario, ¿cómo no aterrorizarse ante semejantes aberraciones de la sociedad? ¿cómo no esconder a los niños? ¿cómo no mirar de reojo a todo y todos mientras uno camina por las calles?

El terror se apoderó de los sujetos, el terror generó un caos social. Las figuras del viejo del costal o del roba chicos generaron descontrol: en un momento, las madres y padres protegieron a sus hijos a capa y espada para evitar que el monstruo se los llevara, en otro momento usaron al monstruo para controlar. ¡Qué consecuencia tan peculiar! Los que alguna vez fueron controlados por la figura del monstruo, después usaron al monstruo para controlar. En ambos casos, el terror atravesó el actuar de los padres; sin embargo, es muy importante aceptar que ese terror al que estuvieron sometidas las familias no fue un miedo real (aunque no creo que alguien pueda afirmar que ese terror fuera un sentimiento inferior, nimio, insensato); considero que no es difícil aceptar que el terror ocasionado por esas figuras era el síntoma de una pequeña pero poderosa enfermedad: esos sujetos fueron controlados por una sujeción basada en figuras imaginarias. El terror causado por las fantasmagorías que son fruto de los reportes lingüísticos no es hijo del miedo a una amenaza real o latente, es hijo de los deformes monstruos creados en el teléfono descompuesto.  En realidad, lo que sucedió es una política efectiva de control: sembrar un miedo específico que cale muy hondo para mantener ocupado al sector social que pueda causar problemas (del tipo que sean). Después, esa construcción imaginaria adquirió mucha fuerza social y terminó teniendo una realidad en el imaginario colectivo. En realidad, no me interesa descubrir quién fue el que implantó esa política de control, por ahora me basta con entender cómo funciona esa política y si es posible, entender cómo revertirla.

Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿qué pasó cuando mamá y papá amenazaban al pequeño para que se comportara porque si no, el viejo del costal se lo iba a llevar? ¿qué pasa si el viejo del costal sólo se lleva a los niños buenos? ¿qué pasa si sólo se lleva a los malos? ¿qué pasa si otros monstruos han sido cortados con el mismo molde? ¿qué carajos pasa cuando decidimos que las figuras que nos controlan deben controlar a los que siguen en la fila? ¿No será que esto me suena a que un día construyeron a los cholos-del-costal? Y la pregunta que me embrolla la cabeza: ¿no será que los monstruos que nos construyeron (o nos construimos) son sutiles dispositivos de control que socialmente no se cuestionan?

Reportó para el CEGE, un cholo del costal. Seguiremos informando.

Los indecentes

Hace un tiempo, mientras mantenía una platica facebookera, una gran amiga me confesó: “alguien me llamó indecente por el hecho de tener más amigos hombres que mujeres”.  A primera vista me pareció una cuestión de esas –que por la larga y confianzuda amistad- te permiten hacer burlas y chistes. Poco tiempo después, el asunto no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Me preguntaba hasta el cansancio: ¿qué hay detrás de una afirmación como esa: «INDECENTE»? A primera vista me pareció un machismo típico, una afirmación que sólo puede ser respondida con un “déjalos, son una bola de machitos  pendejos”. Pero mi mente no encontró satisfacción.

Días después, me puse a pensar seriamente en las condiciones que hacen que ese tipo de adjetivaciones sean escupidas por cualquiera.  Primero pensé que esa afirmación era el resultado del típico fracaso sexual masculino: Si X quiere entablar una relación sentimental o sexual con Y, y Y está rodeada de compañía masculina, el espécimen X siente frustración y rechazo debido a que la hembra en cuestión está siendo asediada por otros machos que tienen más posibilidades de depositar su esperma en ella. Cuando pensé eso, me desternillé de la risa hasta el cansancio, porque a veces olvido que no solamente somos maquinas reproductivas, a veces olvido que tenemos una carga muy poderosa que muchos suelen llamar “cultura”.

No me satisface la respuesta que versa sobre la mera reproducción. El problema no fue que dos machos en celo pelearan por una hembra disponible. El problema no fue que el macho al verse desplazado, fuera a buscar otra hembra. No me genera interés pensar la cuestión como un mero problema de hormonas y despechos; me interesa pensar la cuestión como un ejercicio de poder, como el ejercicio de un hombre sutil que decide marcar a otro para que sus creencias y costumbres no sean vulneradas. El problema fue que se colocó una marca en un sujeto por el simple hecho de relacionarse con algunas personas y que ello pueda ser controversial a ojos de algunos.

Entonces, el problema no es una cuestión evolutiva o de reproducción. Al no tratarse se eso, ¿de qué se trata entonces?

Después de mucho pensarlo, me ha surgido una idea: la educación moral que se tiene en México, basa sus enseñanzas en los posibles escenarios; la fuerza de la moral se deposita en el imaginario (para muestra basta un botón: querido lector, piense en cualquier persona con una educación moral estricta, después piense en alguna persona que tenga tatuajes, perforaciones, muestre un gran escote, use minifalda, se maquille demasiado, fume, tome, maldiga a la menor provocación, etcétera; después imagínelos en una conversación sobre cualquiera de esos tópicos y podrá darse cuenta que cualquier sentencia prejuiciosa no es más que el imaginario haciéndose bolas).

Los escenarios generados por la imaginación no suelen ser ni acertados ni amables: ¿qué imaginarse al escuchar que una mujer está rodeada de hombres? No creo que alguien que ha tenido una educación moral estricta, pueda imaginar una convivencia amena, o un posible grupo de amigos que está anclando los cimientos de su fraternidad. El que escucha esas cosas, imagina que un indecente es aquel que no ejerce la decencia, y la decencia no es otra cosa que ser bien portado, digno, honesto, de buena calidad, justo. Sigo sin creer que lo arrojado por el imaginario sean simples imágenes sexuales o escenas que despierten el erotismo. Algo me hace pensar que las perversiones inconfesadas saltan en cuanto se piensa en una mujer acompañada de hombres: orgías, penetraciones multitudinarias, eyaculaciones, estruendosos gemidos, sudores y un gran catálogo de actos que los mexicanos de “buena moral” reprobarían y preferirían no mencionar por su elevado grado de depravación, por su alto grado de indecencia.

No me parece relevante si los actos imaginados se consuman o no. Me parece relevante que la estigmatización es un proceso del imaginario que se convierte en una práctica recurrente. Lo imaginado se convierte en una realidad y se acciona un dispositivo: la adjetivación.  ¿Qué hacer cuando nuestras creencias más arraigadas se ven amenazadas por el actuar de otros? ¿qué hacer? Fácil: marcarlos para detectarlos fácilmente y poder tomar otras acciones.  Ante la supuesta indecencia de una mujer, ¿qué hacer?. Primero: llamarla por lo que es: una indecente. Segundo: utilizar ese adjetivo constantemente para que otros se den cuenta y tomen cartas en el asunto. Segregar es la clave, marcar al diferente, ponerle orejas de burro y sentarlo en un rincón para que los otros no se contagien de su inmundicia.

Al sentirse los super héroes defensores de la moral, algunos ejecutan terribles violencias, de esas que devastan y no son fáciles de borrar. Muchos creen que la violencia debe ser un espectáculo de golpes y sangre para poder considerarla. De nuevo: algunos siguen pensando que adjetivar con crueldad no es un tipo de violencia; o peor aún: que adjetivar con crueldad sólo es el reflejo de una violencia peor: aquella que se ejecuta contra las creencias arraigadas y las consciencias poco críticas.

El problema de la ambigüedad de la violencia está en el fondo de esto. El problema es seguir pensando que la violencia es de una forma, y esa forma es igual para todos. El problema es seguir señalando a los que son diferentes, solo porque su diferencia nos provoca escozor en lo más profundo.

Cierro con esta frase que me gusta mucho:

“El problema que veo detrás de la ambigüedad que algunas personas prestan frente a las diferentes formas que puede adquirir la violencia humana es, sobre todo, que no han podido reconocer la violencia de sus propias acciones.