Con nuestros dardos, con nuestros escudos está existiendo la ciudad
– Cantares mexicanos fol. 20 v.; AP I 80
A veces solemos aproximarnos a ciertos problemas desde lugares comunes imposibiltando una reflexión crítica. Uno de ellos es, la idea del sacrificio humano en la cultura náhuatl, de tal modo, estas líneas pretenden ser apenas unos apuntes de aproximación a una polémica siempre vigente.
Para tal efecto considero importante poner en la mesa el tema del desoterramiento del concepto de guerra y religión partiendo de un hecho sencillo que, aunque parezca obvio, suele ser muy ignorado: la guerra contra los moros no es la xochiyayotl contra los tlaxcaltecas. La guerra por defender el honor y la cristiandad nada tiene de relación con aquella que suministra el alimento para el orden del universo. A diferencia de la visión hispánica, la visión nahua de la guerra no se entiende como un accidente que hay que solucionar, es la condición misma del orden cósmico. El fin de la guerra no traerá paz ni “fe verdadera”, sino el fin del mundo y de todo cuanto existe. Luego entonces, para analizar el sacrificio el primer paso es no trasladar como molde nuestras categorías de corte occidental hispánico.
Para Alfonso Caso, la cosmovisión bélica pasaba por la construcción colectiva del papel del sujeto en el mundo;
El hombre ha sido creado para el sacrificio de los dioses y debe corresponder ofreciéndoles su propia sangre. El sacrificio humano es esencial en la religión azteca, pues si los hombres no han podido existir sin la creación de los dioses, éstos a su vez necesitan del hombre para que los mantenga con su propio sacrificio[1]
Los dioses y los hombres no viven de forma independiente, ambos están en relación vital, pero esta relación sigue unos rasgos distintivos. No todos los dioses claman sangre, y aun cuando la claman lo hacen de particulares modos cada uno. De entre ellos resaltemos el sacrificio humano al Sol, cuya práctica es característica particular de los venidos de Aztlán y que a la prostre les costaría irreconciliables enemigos que jugarían un papel clave en la Conquista española. El azteca[2] no sólo está en simbiosis con los dioses sino que mantiene una relación particular con uno de ellos: Huitzilopochtli es el dios de todo un pueblo y el protector de todo un imperio. Como suele suceder en casi cualquier cultura, las características de una divinidad nos muestran la sintomotalogía del orden social y psicológico de un pueblo (o al menos a la clase dominante de ese pueblo), Huitzilopochtli no es la excepción. El dios guerrero exige guerra, una guerra que, al ser él mismo Sol, es parte fundamental del orden cósmico y la expansión del Imperio. Resalta aquí la verdad cansada de “pueblo elegido”, no obstante su status es peculiar ya que nos muestra las potencialidades del uso político expansionista que generará. A diferencia del judaísmo, por ejemplo, en donde la condición de elegido se juega en el futuro (“Y haré de ti una gran nación, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás una bendición”, Gn.12;2) para el mexica esa cualidad se encuentra en el aquí y ahora. Mientras el hebreo es elegido para ser grande, el mexica es grande y por eso es elegido. El juego de los tiempos en los que se enuncia la legitimidad del poder es capaz de determinar los limites y las estrategias de su práctica.
Ahora bien, no sólo se realiza una guerra sino que está tiene reglas claramente definidas y concisas. La guerra tiene forma, fondo, método y discurso; la guerra es una institución dentro de una sociedad estrictamente organizada. Esta última afirmación sólo puede sostenerse desde la comprensión de la xochiyaoyotl o “guerra florida”. Dentro del acto bélico existían prácticas estéticas de sí, el cuerpo y sus extensiones comunicaban en el imaginario social todo un código político. Pero este aparente orden “racional” se pierde cuando la configuración de la subjetividad guerrera cede terreno al papel simbólico y no tanto al práctico. Dicho en otras palabras, para una concepción que entiende la guerra como medio resulta francamente estúpido cargar escudos que no sólo no son útiles sino que exigen un gasto de energía extra al cuidarlos dentro del conflicto.
Pero vayamos al grano y hagamos las “preguntas incomodas”; ¿Por qué sacrificar humanos? ¿Cómo un pueblo mísero venido de menos pudo imponer su violenta interpretación del saber milenario del Valle de México? ¿Cuál es el uso político del rito? ¿Qué “descarnadas” relaciones de dominación hay tras alimentación del Sol?
Para los mexicas, el sacrificio como acontecimiento religioso es un acontecimiento social. Al activar la muerte de un otro, lo religioso es la semilla de una franca actitud imperial. La administración de la muerte sólo puede realizarse desde una racionalización total de todos los aparatos del Estado, poco importa el discurso que revistan. Así, la realización de cada festividad tiene no sólo un lado lúdico sino también utilitario; las prácticas de supervivencia se transforman en manifestaciones culturales. Lo que en un inicio se considero como una “economía de trabajo necesario” se transforma en una economía legitimadora de discurso[3]. O como diría Duverger: “El comportamiento de primera necesidad va establecer una ética social”[4].
Al imponerse los mexicas como grupo dominante en el Valle de México, resulto necesaria una religión que atendiera a las necesidades del naciente Imperio. Una economía que lo sostuviera y un aparato político capaz de amalgamarlos a todos;
La figura de Huitzilopochtli dejó de ser el numen tutelar de una pobre tribu perseguida y se fue agigantando cada vez más, gracias a la acción de TlacacleL La nueva versión de la historia mexícatl, tras la mencionada quema de códices, fue el camino para inculcar en el pueblo las ideas de Tlacaélel.
Huitzilopochtli aparece como el dios más poderoso. A él le dirigen las antiguas plegarias de la religión náhuatl y los sacerdotes componen también nuevos himnos en su honor, como los que ya existían a honra de Quetzalcóatl principalmente Identificado con el sol, Huitzilopochtli es al mismo tiempo quien da vida y conserva, alentando la guerra, esta quinta edad en que vivimos.[5]
Como todo orden hegemónico, el discurso de sangre mexica tenía que fundamentarse en pilares ideológicos previos. Fue así, como Tlacaélel, el gran artífice, pudo tomar de la cosmovisión tolteca el sustrato legitimador del nuevo Imperio.
Con la estratégica sustitución de Quetzalcoátl, la divinidad de la sabiduría, por al de Huitzilopochtli, el dios Sol, permitió dar rienda suelta a la economía de poder de sacrificio. La eliminación total de todo vestigio que demostrase el pasado chichimeca del pueblo “elegido” fue la primera victoria de expansión; ¿Cómo dudar de su grandeza, cómo dudar de su poder sino no se registra por lado alguno su innoble origen?
Al obtener el monopolio de la historia y de la cosmovisión teológica, cualquier expansión militar es sólo fuegos artificiales de una gran victoria precedente, más discreta, más escondida pero más intempestiva.
Bibliografía;
- Caso, Alfonso. El pueblo del Sol. México FCE. 2009, 102 pp.
- Douverger . La flor letal. México FCE. 1983, 60 pp.
- León Portilla, Miguel. Filosofía náhuatl. México. Porrúa. 1956, 258 pp.
[1] Caso, Alfonso. El pueblo del Sol. México FCE. 2009
[2] Con respecto al uso que algunos autores aquí citados hacen del concepto “azteca”, en el presente texto serán equiparados no bien como sinónimos sino subconjuntos de un mismo conjunto. Es decir, todo mexica es azteca, pero no todo azteca es mexica. N.A.
[3] Cfr. Douverger La flor letal. México FCE. 1983, P. 54
[4] Ibid. p 55
[5] León Portilla, Miguel. Filosofía náhuatl. México. Porrúa. 1956, p 252
Tlacaelél, el llamado conquistador de los mundos. Creador de la alianza entre Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan. Artífice ideológico de la visión místico – guerrera mexica