Usualmente se nos ha enseñado que hemos de cumplir con ciertos ritos para formar parte de una sociedad, que nuestra existencia se halla atada a comportamientos que nos denominan como seres sociales y con rasgos de civilidad que nos separan de los animales, y que usualmente llamamos “humanidad” a aquello que nos separa del resto de seres vivientes con los cuales compartimos nuestro habitar el mundo.
Actualmente, al nombrarnos y definirnos como humanos, asumimos una propiedad que procede de discursos de finales de la Edad Media y que conocemos como “dignidad”, que se halla en relación con lo civilizatorio y rechazando lo bestial como algo infrahumano, algo que aterroriza y llena de temor al apenas asomarse frente al espejo en aquel ser humano que, tras embriagarse un poco o dejarse llevar por las emociones, arroja comportamientos que parecen ser contrarios a lo que se nos ha educado que es parte de un vivir en sociedad. Luego vienen cuestiones como la culpa, la molestia moral ante costumbres que se han arraigado durante siglos en nuestro pensamiento, que poco a poco han ido configurando lo que definimos como ser humano, y que nos han llevado en nuestro mundo occidental, en nuestra sociedad cristiana sin Cristo, a culpabilizar aquellos actuares que connotan lo que engañosamente hemos definido como “pecado”.
Eventualmente el negar ciertas pasiones – pulsiones contenidas en nuestra naturaleza nos lleva a una maraña de confusión sobre lo que es correcto e incorrecto. ¿cómo es posible que algo que satisface lo que siento como necesario me lleve a parecer incorrecto si no daño a otros?. En otras palabras ¿Qué mecanismos de control social me han llevado a considerar negativo algo instintivo como el comer y sentir culpa si veo a alguien que no come?. La respuesta que algunos ofrecen inmediatamente es el culpar a la sociedad, a una serie de valores contenidos en un discurso para el control de unos sobre otros (buenos contra malos), que llevan a culpabilizar a lo Otro (Sociedad) como lo culpable. Sin embargo me parece que el error no radica en totalmente en ese mostro gigante que llamamos sociedad. Puesto que cada uno de los que existimos, nos quejamos y habitamos la ciudad pertenecemos, en alguna medida, nos guste o no a la Sociedad, entonces tenemos cierta parte en el acontecer de lo social. Y si la Sociedad tiene la culpa sobre aquello que nos acontece, entonces cada uno de nosotros la tenemos. Y ello proviene en gran medida de aquello que estamos entendiendo como ser humano y de aquello que entendemos como ciudadano, bajo un presupuesto hobbesiano nos aliamos y formamos sociedad con el fin de sobrevivir y que no nos matemos unos contra otros. Luego entonces, funcionamos como parte de un engranaje social como medio de supervivencia y esto último obedece a la condición que tenemos previa a lo que conocemos como humanidad: somos animales que poseemos un instinto que nos lleva a buscar el sobrevivir a costa de lo que se pueda. Por más crudo que pueda leerse no podemos negar la animalidad que poseemos, pues si es negada o reprimida, tarde o temprano explota de tal manera que produce violencia asociada a un mal moral.
Sin embargo actualmente seguimos negando y reprimiendo ese instinto animal (a lo cual tendré por bien llamarlo desde ahora como “bestia”, explicando lo que connota cada tipo de bestia en los capítulos siguientes) que poseemos y que es parte natural nuestra, además de asumir como correctos y cómo “verdades individuales” los diversos discursos que la historia en Occidente nos ha venido presentando. El problema no radica en la asunción de tales discursos, pues a fin de cuentas históricamente las sociedades se han construido y tomado forma dependiendo siempre de un discurso que pueda dar lugar a la construcción de un papel social, una máscara o disfraz como patrón de una pretendida identidad o self[1], sino en que actualmente esas máscaras (como las llamaré y explicaré posteriormente a las bestias) han sido recubiertas por otros discursos que buscan el reemplazo de la máscara como dispositivo de control social, pretendiendo la fragmentación de un sistema conocido como sociedad, y refugiando al ser humano en un mundo creado a su imagen y semejanza, dando un rostro “humano” a lo que no es humanidad ni bestia, sino mera maquina cuya función es ser una pieza reemplazable que puede predicar de sí misma la multitud de recubiertas que quiera colocar a su máscara. A esas recubiertas las llamaré antifaces. Los antifaces buscan el reemplazo de la máscara mediante su fragmentación y dan lugar a una nueva visión, a un rostro de hombre que pone sus esperanzas en aquello que pueda darse supervivencia y, mediante un discurso transformado y que promete ya no la trascendencia de la vida sino la mejor supervivencia, aislarse de la construcción de la comunidad, de la experiencia del día a día con los otros, de ocultar la animalidad siempre presente en lo que promete ser el rostro del hombre definitivo, Golem de nuestros tiempos: el Cyborg.
Claro que, mientras el ser humano se embarca en la búsqueda de su esperanza, eventualmente la represión de su animalidad rechazada y desconocida por el temor hacia aquello que en realidad es, las bestias suelen aflorar en un estallido de violencia, mal controladas y poco conocidas por sus poseedores, que llevan a la destrucción el hombre de arcilla recubierto de tecnología que hemos formado en la cultura occidental cómo producto del alejamiento y rechazo de nuestras bestias y pasiones.
Estos breves ensayos pretenden mostrar cómo es que funciona todo aquello que hemos perdido y reprimimos, nuestras bestias, las máscaras y los antifaces como dispositivos de control social, con el fin de mostrar una orientación hacia aquello que somos y que nos configura como seres humanos. No pretenden ser una guía definitiva o un nuevo decálogo moral sobre lo que debe ser el hombre, apenas y podrán mostrar los atisbos de las relaciones en las cuales nos movemos y que configuran nuestra existencia, para romper con el Golem que llevamos y comenzar o re-comenzar con nuestro descubrimiento de aquello que somos. Los alcances y el éxito o el fracaso dependerán del viaje que cada cual inicie consigo mismo y de todo aquello que decida quebrar o reconfigurar en sí, la creatividad con la cual sea capaz de romper los antifaces y colocarse nuevas o viejas máscaras, de dejarse dominar por sus bestias y conocerlas hasta los límites que puedan llegar. Después de todo, quizá el ser humano, como lo construían a finales de la Edad Media algunos filósofos, no sea algo ya definido (como es el caso del Golem), sino un ser que puede tender hacia aquellas configuraciones: bestia o ángel, que lo conformar sin llevar a definirlo por una sola. Comencemos entonces el viaje mostrando qué es un Golem y nuestra situación actual. Puede que seamos Golems en lugar de seres humanos.
[1] Eugenio Trías, Filosofía y carnaval y otros ensayos, Anagrama, Barcelona, 1884, 15p.